Pasaron algunos días. Estaba cansado de aquel oficio de gandul, que consistía únicamente en pasearse, y me dirigí al contramaestre de los almadieros para conseguir un empleo en su equipo; pero obtuve una negativa. Esos del proletariado de la ciudad son grandes señores. Miran de arriba abajo al trabajador de los campos y no quieren tenerlo por vecino. Vagabundean de río en río llevando la vida de soltero; tienen las manos llenas de dinero y pueden beberse toda o parte de su paga. También las muchachas les miran con buenos ojos. Lo mismo ocurre con los trabajadores de los caminos y de los ferrocarriles y con todos los obreros de fábrica: consideran al artesano y al trabajador del campo como esclavos.
Tenía casi la seguridad de que podía entrar en el equipo de almadieros el día que quisiese, sólo con manifestar mi deseo al inspector; pero, por una parte, no quería adquirir obligaciones particulares con aquel hombre, y, por otra, temía que los buenos almadieros me hiciesen la vida imposible… hasta el momento en que con mi trabajo hubiera podido adquirir el respeto de la banda.
Y esto acaso me hubiera costado más tiempo del que yo quería emplear.
Además, el ingeniero vino un día a encontrarme precisamente para darme una comisión a la cual debía prestar la mayor atención posible. El ingeniero habló cortés y sensatamente: «Hay una sequía prolongada, el río baja y los troncos se amontonan en pilas. Te ruego que en este tiempo te unas a los hombres que van río abajo y río arriba, y que todos empleéis la mayor diligencia posible; confío en que tú harás por tu parte cuanto puedas». «Lloverá muy pronto», le dije, por decir algo. «Entretanto debo tomar mis medidas, como si no debiese llover nunca —respondió con su gran serenidad de hombre joven—. Recuerda bien lo que te he dicho, sin olvidar una sílaba. No puedo estar personalmente en todas partes, y menos ahora que acabo de recibir una visita».
Como él lo tomaba en serio, hice lo mismo y prometí cumplir del mejor modo posible. Por entonces no me era dado abandonar aquella existencia de poltronería, y continué vagando por la orilla del río hacia arriba y hacia abajo con mi bichero y mi morral. Para mi satisfacción personal, desenredé sin la ayuda de nadie pilas cada vez mayores. Cantaba yo solo como si fuese un equipo de almadieros y me movía por muchos hombres. Así, también llevé la orden del ingeniero a Grindhusen y le causé un gran terror. Entretanto, sobrevino la lluvia y los troncos danzaban por las rápidas corrientes como gruesas serpientes pálidas que huían a toda velocidad y que levantaban al aire tan pronto la cabeza como la cola. Así, el ingeniero pudo ver deslizar los días sin preocupación.
Por lo que a mí respecta, no me divertía con la sociedad ni en la posada. Tenía un cuarto para mí solo, pero estaba demasiado abierto a todos los ruidos y no me sentía a gusto. Además, me veía asediado a todas horas por los jóvenes almadieros que se alojaban en aquella casa. En aquel tiempo, vagaba asiduamente a lo largo del río, aunque no tuviese nada que hacer o muy poco. Me apartaba de todo, y, sentado al abrigo de una saliente roca, me complacía en la idea de ser viajero y de estar abandonado de los hombres. Por la noche escribía numerosas cartas a mis conocidos, pero no las enviaba. Y eran días sin alegría. La mayor distracción que encontraba era caminar sin rumbo fijo, observando todas las bagatelas que me rodeaban y reflexionando un poco sobre cada cosa. Respecto a la conducta del ingeniero empezaba a tener mis dudas. ¿Por qué no iba por la calle a todas horas con la prima forastera? Llegó incluso a detener a otra señora joven en el puente para pedirle noticias, cosa que no había ocurrido desde hacía dos semanas. Le vi un par de veces con la señora Falkenberg. ¡Era tan joven, iba tan lindamente vestida y se sentía tan dichosa! Parecía también como un poco espiritual y se reía a carcajadas. «Pasa esto —pensaba yo— porque se trata de una mujer con una mancha; con una mancha reciente; pero mañana o pasado mañana ya no será igual». Cuando la volví a ver más tarde, me sentí lleno de indignación contra ella, por parecerme demasiado frívola en su vestido y en su aspecto. ¿Dónde estaba la ternura de su mirada? No le quedaba más que el descaro. Me dije rabiosamente a mí mismo: «Sus ojos son como dos luces a la entrada de un music hall».
Sin duda comenzaban a divertirse cada uno por su lado, puesto que el ingeniero salía con más frecuencia. Y sucedía que la señora Falkenberg permanecía sentada junto a la ventana del hotel, contemplando lo que pasaba fuera. Sin duda, por el mismo motivo, recibieron la visita del grueso capitán Hermano, que les traería la alegría y el buen humor de que siempre disfrutaba. La reducida sociedad oyó su risa escandalosa durante unas noches. Luego expiró el permiso y tuvo que volver al cuartel. El ingeniero y la señora Falkenberg volvieron a encontrarse solos.
Un día mientras estaba en una tienda, supe que el ingeniero Lassen y su prima habían tenido un ligero desacuerdo. Un viajante se lo contaba al tendero; pero era tan grande la reputación de que gozaba el rico ingeniero Lassen en nuestra sociedad, que el comerciante no quería dar crédito a la historia y expresó sus dudas, preguntando al indiscreto charlatán: «Debía de estar bromeando. ¿Lo ha oído usted mismo? ¿Cuándo ocurrió eso?». El viajante ya no se atrevió a concederle gran importancia. «Vivo junto a las habitaciones del ingeniero y no pude evitar oírlo durante la noche —dijo—. No hay duda de que no estaban de acuerdo. No digo que fuese una gran disputa. Al contrario, era lo más insignificante que puede darse. Replicaba él que aquí no se atrevía a mostrarse como hubiera deseado. Entonces ella le dijo que despidiese a un hombre que la molestaba. Debía de ser uno de los almadieros, y él se lo prometió». «Así, pues, no fue nada», dijo el comerciante.
Pero el viajante sin duda había oído algo más, que no quería divulgar. También yo había observado el cambio del ingeniero. Él, que tan alegre, entusiasmado y locuaz se mostraba al principio, se había vuelto taciturno y andaba preocupado. Si alguna vez acompañaba a la señora hasta el puente, los dos permanecían allí sin decir nada, ni mirarse. ¡Dios mío! El amor es una materia volátil.
Al principio todo iba bien. Seguramente le diría ella: «¡Qué divertido es esto! Es imponente el río con el salto de agua y su continuo estruendo. Es una población distinguida, con bonitas calles y con una sociedad, y en ella estás tú». A lo que respondería él: «Sí, y tú».
¡Qué incomparablemente amables eran el uno para el otro! Pero se hartaron de todo lo bueno. Exageraron, cometieron el desatino de hacer del amor una mercancía medida.
El ingeniero se iba percatando de las dificultades que presentaba la situación que se había creado.
¡En una ciudad tan pequeña, con una prima forastera! No podía continuar siendo su caballero perpetuo, necesitaban desprenderse algo el uno del otro, acaso fuera conveniente presentarse de cuando en cuando a comer a horas distintas en la mesa del hotel. El viajante debía de tener ideas especiales sobre aquellos primos. «Porque no olvides que es una sociedad muy pequeña». Pero a ella le era imposible comprenderlo. «La sociedad era tan pequeña como al principio. No, amigo, eres tú quien ha cambiado».
Aunque había llovido mucho y la flotación marchaba admirablemente, el ingeniero empezó a dar pequeños paseos por la orilla del río, hacia arriba y hacia abajo. Parecía dominado por un afán de permanecer fuera de casa, y se le notaba hondamente afligido. Un día me rogó que fuese a buscar a Grindhusen y lo condujera a la ciudad. «¿Será para despedirlo? —pensé—. Pero la señora todavía no ha visto a Grindhusen desde que está aquí. ¿Qué le ha hecho?». Grindhusen se presentó en seguida al ingeniero, que se vistió y salió con él. Desaparecieron río arriba. Después, durante el día, Grindhusen vino a mi posada con grandes deseos de contar algo; pero no le pregunté nada. Por la noche, los almadieros hicieron beber aguardiente a Grindhusen y este comenzó a desahogarse. «¿Qué prima era esa que el inspector había hecho venir? ¿No se iba a marchar pronto?». «¿Por qué había de marcharse? Con esta clase de primas —replicó Grindhusen— no ocurren más que tonterías y desgracias. El ingeniero hubiera hecho mejor llevando a su casa la mujer con la que debiera casarse, y así se lo he dicho…». «¿Le has dicho eso?», preguntó alguien. «Sí, se lo he dicho. Hablo con el inspector exactamente como con uno de vosotros», dijo Grindhusen, a quien su buen humor ponía en vena de autobombo. «¿Por qué creéis que me ha hecho llamar? No podríais adivinarlo aunque estuvierais ahí hasta mañana por la mañana. Pues bien, me ha mandado llamar para hablar conmigo, nada más que para hablar conmigo. No es extraño; ya lo ha hecho otras veces; pero esta es una vez más». «¿De qué te habló?», le preguntaron. Grindhusen se dio importancia y agregó: «No soy tan tonto que no pueda hablar con un hombre, y, que yo sepa, no soy tampoco tan molesto». «Tu consejo es valioso para muchas cosas, Grindhusen —me dijo el inspector—, y toma dos coronas para ti. Eso es exactamente lo que dijo, y, si no me queréis creer, mirad las dos coronas; aquí están». «Pero ¿de qué te habló?», exclamaron a la vez varios almadieros. «Grindhusen cree, sin duda, que no debe contároslo», dije yo.
Pensé que el ingeniero había de hallarse en un estado de desesperación y de tortura moral cuando me envió a buscar a Grindhusen. Era tan joven, que, cuando le acontecía la menor dificultad, necesitaba confiarse a alguien. Le veía pasar todos los días cabizbajo y abatido, como si quisiera dar a entender el pesar que Dios le proporcionaba permitiéndole llevar una vida alegre. Aquel sportman de trasero prominente era la caricatura de un hombre joven, un espartano lacrimoso. ¿Qué educación habría recibido?
Si el ingeniero hubiese tenido más edad, le habría encontrado muchas excusas; pero tal vez me lo hacía odioso su juventud. «¡Qué sé yo! Pero me parecía una criatura». Grindhusen me miró cuando dije esta frase, y los demás hicieron lo mismo. «Es muy posible que no deba contarlo», dijo Grindhusen, algo amedrentado. Pero los almadieros protestaron. «¿Por qué no ha de contarlo? Nosotros no tenemos intención de ir con el chisme». «No —dijo otro—, pero tú acaso seas de esos chismosos que van con el cuento al inspector».
Grindhusen recuperó valor a su vez, y dijo: «Digo lo que quiero. No te hagas mala sangre. Cuento exactamente cuánto me place. Sí, porque no digo más que lo que es verdad y, aunque no quieras saberlo, el inspector vendrá algún día a darte una noticia. Eso es lo que hará, según he podido entender. De manera que no te hagas mala sangre. Y por lo que respecta a contar una cosa u otra, no digo más que la verdad. Tenlo bien presente. Y si tú supieses lo que yo sé de ella, dirías, como yo, que no representa para el ingeniero más que pesares y escándalo, y que él no puede ir por la ciudad con la frente alta por su causa. ¿Está bien eso en una prima?». «No, no», contestaron los almadieros para jalearle. «¿Y por qué creéis que me envió a buscar? Aquí tenéis al personaje que me trajo el encargo. Ha comprendido lo que he dicho en las palabras del inspector, y no quiere decir más. Y por lo que se refiere a contar, pues bien, el inspector ha sido como un padre para mí, y habría de tener yo un corazón de piedra para decir lo contrario». «Me encuentro muy melancólico y muy triste en este tiempo. ¿Conoces algún remedio, Grindhusen?», me dijo. «No —contesté—, pero el inspector lo conoce por sí mismo», agregué; y estas fueron exactamente las palabras que respondí. «No conozco realmente ninguno —respondió él—; pero estas miserables mujeres…». «Desde el momento que son mujeres ya no hay manera de contenerse», dije yo. «No. Tienes razón en absoluto». «Pero el inspector puede hablar con ellas lo que le parezca bien, y después darles un par de palmadas en la parte posterior». «Me parece que tienes razón, Grindhusen», agregó el ingeniero envalentonándose. «Nunca he visto a un hombre transformarse en un ser decidido y tan magnífico por unas palabras tan sencillas. Era digno de verle, y os dejo que me cortéis la cabeza si no es verdad lo que digo hasta la última sílaba. Y yo estaba sentado como me veis aquí y el inspector estaba sentado como si dijéramos ahí…». Y Grindhusen continuó desatinando.
A la madrugada siguiente, cuando aún no había amanecido del todo, me detuvo en la calle el ingeniero Lassen. Eran las dos y media y yo iba equipado de pies a cabeza para una caminata río arriba, con bichero y morral. Mientras Grindhusen se divertía en la ciudad, quería hacer un recorrido por su departamento hasta lo alto de las montañas, y llevaba doble ración en el morral. Comprendí en seguida que el inspector volvía de una fiesta. Reía y hablaba en voz alta con otros señores que le acompañaban. Los tres estaban medianamente borrachos. «Seguid», les dijo. Y volviéndose a mí, me preguntó: «¿Dónde vas?». Se lo expliqué, y me contestó: «Pero yo no sabía nada. No vale la pena, Grindhusen lo arreglará bien. Además, en adelante inspeccionaré yo mismo. ¿Cómo te atreves a organizar estas inspecciones sin decirme una palabra?». En el fondo tenía razón, y le rogué que me perdonara. Sabiendo cuánto le gustaba mandar y ejercer de jefe, debí ser más malicioso, pero mi modo de disculparme le molestó. Se sintió tan gravemente ofendido, que se encolerizó y dijo: «No me gustan estas historias. Mis obreros hartos de hacer lo que yo les mande. Te contraté para hacerte un favor; no porque te necesitase y, en realidad, ya no me haces falta». Me quedé mirándole sin replicar. «Puedes pasar hoy por la oficina para arreglar tu cuenta», dijo, como dando la conversación por terminada.
¡De modo que yo era el despedido! Ahora comprendía las reticencias de Grindhusen. La señora Falkenberg, no pudiendo soportar mi vista, que le recordaba su hogar, había logrado mi despido. Pero, en el fondo, ¿no fui delicado con ella en la estación, cuando me volví en vez de reconocerla? ¿La había ni siquiera saludado cuando la encontré en la calle? ¿No merecía mi delicadeza otra igual? El joven ingeniero me despedía con un enfado exagerado. Me hice cargo. Durante muchos días debió de luchar contra la repugnancia que le causaría esta decisión. Después, bebería toda la noche para darse valor, y la casualidad le ayudó a ventilar el asunto. ¿Era yo injusto con él? Acaso. Se me ocurrió pensar que él era joven y yo viejo y que, sin duda por este motivo, le tenía envidia. Así, pues, no le contesté con una ironía, sino que le dije sencillamente: «Bueno, bueno. Entonces retiro mis provisiones del morral». Pero el ingeniero quiso aprovecharse de la ventaja que le ofrecía y recordó la historia de la maleta: «Y, además, no es agradable escuchar una negativa cuando se da una orden. No estoy acostumbrado a ello, y, como puede volver a ocurrir, es preferible que te vayas». «Perfectamente», le dije. En una ventana del hotel vi una silueta vestida de blanco y pensé que sería la señora Falkenberg que estaba allí observando. Por eso me contuve. De pronto, el ingeniero pareció recordar que no podía despedirse de mí en aquel momento. Necesitaba arreglar mi cuenta. Debíamos volver a vernos. Por eso, cambió de tono y dijo: «Bien. Ven durante el día a buscar el dinero que te corresponde. ¿Has pensado en lo que debes cobrar?». «No. El señor ingeniero lo decidirá por sí mismo». «¡Sí, sí! —contestó ya suavizado—. En el fondo, has sido un buen elemento para mí. No puedo decir lo contrario; pero diferentes circunstancias… y, además, no es sólo una idea mía, ¿sabes? Las mujeres… Quiero decir las señoras…». ¡Ah, sí! Era joven, no se paraba en barras. «Buenos días, pues». Saludó bruscamente y, dejándome allí, se fue.
Pero fue un día tan triste para mí, que me lo pasé en el bosque, ansioso de soledad, y no fui a casa del ingeniero a recoger mi salario. Tampoco tenía prisa, me sobraba tiempo. ¿Qué iba a hacer ahora? No había tomado particular afecto a la ciudad, pero empezaba a hacérseme interesante, y deseaba permanecer en ella algún tiempo, ahora que empezaban a complicarse las cosas entre dos personas a quienes llevaba algunas semanas observando. Podía a cada momento producirse un nuevo acontecimiento. Nadie sabía lo que podía ocurrir. Pensé en aprender el oficio de herrero para no tener que abandonar la ciudad. Pero, por una parte, aquel trabajo me ocuparía todo el día y entorpecería todos mis movimientos. Por otra parte, el aprendizaje duraría demasiados años, y ya me quedaban pocos.
Dejé, pues, pasar un día y otro. Hubo de nuevo sol y tiempo seco. Me quedé en la posada, arreglé mi traje y me encargué otro nuevo. Una de las criadas de la casa entró una noche a ofrecerse para repasarme la ropa, lo que me puso de buen humor, y, entre bromas, le enseñé lo hábil que era yo con la aguja. «Mira este zurcido y este otro». Al cabo de un rato subió un hombre por la escalera y puso la mano en el picaporte. «Abrid», gritó. «Es Enrique, uno de los almadieros», dijo la criada. «¿Es tu novio?», le pregunté. «No. ¡No faltaba más! —respondió ella—. Para tener un novio como ese, preferiría no tenerlo». «Abrid. Os digo que abráis», gritó el hombre en el corredor. Pero la muchacha se sintió valiente y dijo: «No le abras».
Y lo dejamos fuera, aunque temí que iba a saltar la cerradura cuando él empujaba la puerta con todas sus fuerzas. Después de haber bromeado cuanto nos vino en gana sobre mis zurcidos y sobre su novio, tuve que vigilar el corredor antes que la muchacha se atreviese a salir. No había nadie. La noche estaba ya muy avanzada. Di una vuelta por la sala de abajo. Grindhusen estaba allí bebiendo con algunos almadieros. «Ahí lo tenéis», dijo uno de los hombres señalándome. Era, sin duda, Enrique el que hablaba con intención de excitar a sus compañeros. Grindhusen imitó a los demás e intentó encolerizarme.
¡Pobre Grindhusen! Vivía en una completa borrachera. Había tenido un nuevo conciliábulo[11] con el ingeniero Lassen. Habían subido por la orilla del río como la vez primera y se habían sentado una hora a charlar. Cuando Grindhusen volvió de aquel paseo, enseñó otra moneda de dos coronas que acababa de recibir. Se emborrachó de nuevo e hizo ostentación de la confianza que le dispensaba el ingeniero. Aquella noche también le parecía ser grande y poderoso como un navegante del mar de hielo después de la invernada. El rey le parecía poco. «Ven a sentarte», me dijo. Me senté, pero algunos almadieros no quisieron hacerme compañía. Al notarlo, Grindhusen cambió de táctica. Quería molestarme continuando su revelación sobre el ingeniero y su prima: «¿Te han despedido?», me preguntó al tiempo que guiñaba un ojo advirtiendo a los demás que había llegado el momento de prestar atención. «Sí», dije. «Lo sabía hace muchos días, pero no dije nada. Me atrevo a decir que lo sabía antes que ninguno de los que están aquí; pero ¿he dicho ni una sola palabra? El inspector me llamó y me dijo: “Dame un buen consejo, Grindhusen, y dime si quieres quedarte aquí en la ciudad en lugar del hombre que voy a despedir”. Así dijo: “Esto depende solamente de lo que el inspector me mande en este caso”. Estas fueron exactamente las palabras que le contesté, ni más ni menos. “Pero ¿he dicho a nadie una palabra?”. “¿Te han despedido?”, pregunta a su vez uno de los almadieros. “Sí —contesté yo—. Y el inspector ha querido también saber mi opinión sobre la prima. Parece que el inspector me pide consejo con gran respeto. La última vez que subimos por la orilla del río se mesó los cabellos con desesperación a causa de la prima. Sí, sí, y os dejo hasta mañana por la mañana para que adivinéis. Necesita lujo de alimentos y bebidas y de toda clase de cosas. Son grandes cantidades cada semana, pero ella no se va”. El hecho de haber salido despedido pareció obrar de pronto en mi favor. Algunos tal vez se apiadaron de mí y otros debieron de alegrarse por mi partida. Uno de los almadieros vino a ofrecerme aguardiente y llamó a la criada para que me trajese un vaso. “Un vaso bien limpio, ¿comprendes?”. Ni siquiera Enrique me guardaba rencor. “Ven aquí conmigo”. Y permanecí largo rato charlando. “Pero ahora es necesario que vayas a buscar tu dinero —me dijo Grindhusen—. El inspector no te lo va a traer, seguramente, según lo que me ha parecido oír”. “Tiene que cobrar —dijo el inspector—, pero cree que voy a llevárselo y a rogarle que lo acepte”. Eso dijo».