Aquel trabajo ni era serio ni me dejaba satisfecho. Consistía en andar, andar por la orilla del río, río arriba, río abajo, desenredar los pequeños montones y empujarlos hacia el agua. Y diariamente había de regresar a mi alojamiento de la ciudad. Sólo podía hablar con un hombre: el mozo del hotel del ingeniero, un mocetón enorme con ojos de niño. De pequeño se cayó y se rompió la cabeza, según decía, y sólo se consideraba apto para arrastrar y transportar bultos pesados. Aparte él, no tenía a nadie con quien hablar. ¡Ah! ¡La ciudad pequeña!
El río la divide en dos mitades, y cuando va crecido la ciudad es un bramido continuo. La gente que habita las casas de madera, a uno y otro lado, debe ganarse el pan de cada día. Entre los numerosos niños que pasan el puente y que van a hacer encargos a las tiendas, no hay ninguno que vaya excesivamente desharrapado ni ofrezca aspecto de miseria, y son todos niños hermosos. Hay también muchachas esbeltas, agraciadas y divertidas, que, a veces, en sus ratos de ocio, se detienen en el puente a mirar los almadieros que están debajo sobre el montón de troncos, y, para ayudarles a levantarlos, cantan: «¡Oh! ¡Oooh!». Después revientan de risa y se dan golpes en los costados.
Pero no hay pájaros. Es extraño que no haya pájaros. En los días tranquilos, al ponerse el sol, el estanque del dique desplaza su superficie inmóvil y profunda: vuelan por encima mosquitos y mariposas y los árboles de la orilla se reflejan en ella, pero no hay pájaros en los árboles. Acaso se deba a que el estruendo de las aguas ahoga los demás ruidos, y los pájaros no se encuentran a gusto donde no pueden oírse cantar unos a otros.
Resulta, pues, que no se ven otros seres alados que mosquitos y moscas. Pero nadie sabe por qué hasta las urracas y las cornejas huyen de la pequeña ciudad.
Las pequeñas ciudades suelen tener un acontecimiento insignificante diario, que congrega a la gente… Por otra parte, igual sucede en las grandes ciudades, que tienen un paseo…
En el Oeste, es el barco correo. ¡Qué triste es vivir en el Oeste y estar lejos del muelle cuando atraca el barco correo! En esta ciudad de grandes terratenientes, a seis o siete leguas del mar, no tenemos más que el río entre montañas rocosas. ¿Ha bajado o ha subido esta noche el río? ¿Hay troncos en el dique y van a ser empujados hoy? ¡Cuánto nos interesa todo esto! También tenemos un ferrocarril de vía estrecha, pero nadie le hace caso; acaba aquí; va lo más lejos que puede, pero se encaja aquí como el tapón de una botella. Y sus minúsculos coches son muy íntimos, pero la gente se avergüenza de ellos, porque son ridículamente viejos y bajos de techo; no puede uno sentarse en ellos con el sombrero puesto.
Pero hemos de hacer constar, para ser justos, que hay un mercado y una iglesia, escuelas y una oficina de correos. En la parte alta, a orillas del río, se levantan una serrería mecánica y una fábrica de pasta de papel, y abunda el comercio.
Tenemos muchas cosas. Soy aquí extranjero —como en todas partes—, pero podría enumerar un montón de cosas que poseemos, aparte el río. ¿Fue la ciudad en otro tiempo un gran centro? No, hace dos siglos y medio que es pequeña. Pero existía antaño alguien que estaba por encima de los demás, que eran pequeños; un señor que cabalgaba seguido de un servidor, de un hidalgüelo… Ahora todos somos iguales. Pero no; no todos somos iguales. El ingeniero Lassen, el inspector de la flotación, aquel hombre de veintitantos años, puede permitirse el lujo de tener dos habitaciones en el hotel.
No tengo nada que hacer y me sorprenden estas reflexiones que se me ocurren; hay aquí una casa vieja, de cerca de doscientos años de antigüedad: la del potentado Olsen Tur. Es de tamaño colosal, tiene dos pisos y ocupa en extensión un barrio entero; ahora se emplea como depósito militar. En la época en que fue edificada, existían aún árboles gigantescos en los alrededores; del grueso de tres veces la altura de un hombre bien constituido, duros como el hierro, impenetrables para el hacha. Y en el interior del edificio hay salas y celdas como en un castillo de guerra. Aquí reinaba el gran Tur como un príncipe.
Después vinieron otros tiempos, las casas dejaron de ser tan grandes, porque sí, y no se construyen solamente para servir de abrigo contra el frío y contra la lluvia, sino también para recrear la vista con su aspecto. Al otro lado del río, se conserva un viejo edificio arcaico, adornado de un mirador estilo imperio, bien proporcionado, con columnas y frontispicio. No carece de defectos, pero es bello y se destaca como un templo blanco sobre la sierra verde. Cerca del mercado hay otra casa ante la cual me he detenido. La puerta de dos hojas, tiene aldabones antiguos y tableros estilo rococó, pero el cuadro de los tableros está estriado a estilo Luis XVI. Sobre el adorno, encima de la puerta, se lee la fecha de 1795 en números árabes. Entonces se introdujo aquí el estilo de transición.
Hubo en otros tiempos en esta ciudad personas que, sin el teléfono y sin el vapor, estaban al corriente de la moda.
Después se construyeron casas para preservarse de la nieve y de la lluvia, y nada más. Ya no fueron grandes, ya no fueron hermosas. Se trató únicamente de asegurar, al modo suizo, un albergue para la mujer y los hijos. Y así aprendimos de aquel pueblo suizo, que vive en las alturas de los Alpes, que durante toda su historia no ha sido nunca nada y no ha producido nunca nada, aprendimos, pues, a prescindir del aspecto que presenta a la vista una vivienda humana, con tal de que puedan utilizarla los turistas ambulantes. ¿Para qué sirve que el edificio blanco de la sierra conserve algo de la calma y de la belleza de un templo? ¿Y qué sacamos con que la casa grande, la casa de los tiempos de Olsen Tur, se mantenga intacta todavía? Podía dejar el sitio a veinte colmenas humanas. De decadencia en decadencia, hemos llegado al fondo. Y ahora los remendones se alegran, no de que nos hayamos convertido todos en igualmente grandes, sino de que seamos todos igualmente pequeños. Así lo hemos querido.
Se andaba muy bien sobre el puente grande, porque está guarnecido de tablas a modo de entarimado y unidas como en un estrado; aquí todas las señoras jóvenes pueden andar cómodamente. Además, como el pretil está limpio, el puente es el mejor observatorio para los curiosos. Llegan hasta nosotros, desde abajo, los gritos de los almadieros que están sobre el montón de troncos; se derrengan al desprender toda aquella madera empotrada en las rocas y en las piedras del río. Uno tras otro, los troncos bajan por la corriente y van a juntarse a los que ya se han detenido, y el montón aumenta considerablemente; pueden acumularse doscientos o trescientos troncos en un solo punto del río. Pero si todo marcha bien, los trabajadores pueden desprenderlos en un tiempo razonable. Si no marcha bien, un trabajador desgraciado puede ser, a su vez, arrastrado hacia la presa y hacia la muerte.
Hay sobre el montón diez hombres armados de bicheros, más o menos remojados por haberse dado un chapuzón. El jefe del equipo indica el tronco que debe ser desprendido; pero los de arriba podemos darnos cuenta de que hay diferencia de opiniones entre los almadieros. No podemos oír nada de aquel tumulto, pero vemos que discuten sobre si debe ser desprendido antes otro tronco; un almadiero experto ha empezado a gruñir. A mí, que entiendo su modo de hablar, me parece que le oigo decir tenaz y tercamente: «Se trata de saber si es aquel el que debe de ser desprendido antes». Diez pares de ojos se fijan entonces en el tronco indicado que sobresale del nido de urracas que forman los demás. Si hay unanimidad de opiniones, diez bicheros se plantan sobre el tronco. En aquel momento, los bicheros salen del tronco como cuerdas de un arpa; todos gritan: «¡Oooh!», halan, el tronco se desliza y avanza una pulgada. Parecen diez hormigas sobre una ramita.
Con un nuevo impulso, y con un nuevo grito, el tronco avanza otra pulgada. Finalmente, el tronco desprendido voltea en la caída.
Pero hay troncos que son casi inamovibles, y, sin embargo, muchas veces son precisamente los que hay que desprender primero. Los almadieros se distribuyen en círculo en torno del tronco y colocan su bichero en el primer hueco que encuentran en aquel nido de urracas, unos halan por encima, otros empujan; si está seco, lo mojan con agua para que esté resbaladizo. Entonces, sus bicheros no parten regularmente del tronco como las cuerdas de un arpa, sino que se extienden sobre él en todos sentidos, diagonal y perpendicularmente, como una tela de araña.
A veces ocurre que oímos todo el día el grito acompasado de los diez almadieros del río, interrumpido sólo por la comida; a veces ocurre que lo oímos varios días seguidos. Después, de repente, llega hasta nosotros otro ruido, se oyen los hachazos: un tronco endiablado puede haberse atravesado de tal modo que sea imposible halarlo, y, sin embargo, ahoga todo el montón; entonces hay que desmocharlo. No son necesarios muchos golpes: la formidable presión que actúa sobre él contribuye a que pronto se rompa; el enorme nido de urracas cede y comienza a oscilar. En aquel momento, todos los almadieros se detienen y no piensan más que en sí mismos; si la parte del montón en que se hallan se derrumba, necesitan una agilidad de gato para llegar rápidamente a un lugar más seguro.
El trabajo lleva consigo cada día y cada hora una terrible ansiedad: la vida o la muerte de los que trabajan depende de ellos mismos.
Pero la ciudad es una muerte viviente. Una ciudad muerta es melancólica: quiere tener el aspecto de que vive. Lo mismo sucede en Brujas, la gran ciudad del pasado, y lo mismo en muchas ciudades de Holanda, de la América del Sur, del norte de Francia, de Oriente. Cuando nos encontramos por casualidad en una de esas ciudades pensamos para nuestros adentros: «¡Mira! Esta ciudad vivió en otro tiempo y aun hoy se ven pasar espectros por sus calles».
¡Qué extraño! Nuestra ciudad está encerrada, rodeada de montañas. Y, sin embargo, habrá en ella seguramente una mujer que será la belleza de la ciudad, y un hombre que será la ambición de la ciudad, como en todas partes. Sólo que es una vida singular la que se vive aquí, con los dedos engarabitados, con los ojos de ratón, con los oídos martillados día y noche por el bramido del salto del agua. Un insecto va por la maleza y encuentra acá y allá una brizna amarillenta que es un árbol enorme para él. Dos comerciantes de la ciudad atraviesan el puente; van, sin duda, a la oficina de correos. Se han asociado hoy para comprar de una sola vez hojas de sellos, y aprovecharse de la rebaja. ¡Oh! ¡Los comerciantes de la ciudad! Cada día cuelgan fuera los trajes confeccionados y exponen los tejidos y las mercancías en los escaparates. Pero es raro que se vea a un cliente abriendo la puerta. Al principio pensaba: «De cuando en cuando llega un campesino de un valle lejano y hace su negocio». Pensaba bien: hoy he visto al campesino. ¡Qué divertido y raro era! Iba vestido como en nuestros cuentos, con chaqueta redonda de botones de plata y con calzones grises, con su fondo negro, de piel. Guiaba una carreta pequeña, con un caballo en miniatura, y en el vehículo iba una ternera de flancos rojos, que llevaba, sin duda, al matadero. Y aquellos tres seres, el hombre, el caballo y la ternera, eran tan diminutos y tan «edad de piedra», que parecían espíritus subterráneos que se aprestasen a jugar una mala partida a los hombres. Temía que, de repente, desaparecieran de mi vista. De pronto, la ternera empezó a mugir en el vehículo liliputiense. Y hasta aquel sonido extraño parecía llegar de otro mundo.
Dos horas después veo al hombre sin caballo y sin ternera: recorre los comercios y hace sus compras. Le sigo a casa de Vogt, el guarnicionero y vidriero, que es también curtidor. Aquel comerciante multiforme quiere atenderme primero a mí, pero le digo que necesito antes examinar una silla de montar y un cristal y algo de cuero, de modo que no tengo prisa alguna. Entonces el comerciante se dirige al gnomo. Se conocían ya.
—¿Cómo va por la ciudad?
—Ni mejor ni peor que antes.
Toda la gama: el tiempo, el viento, el estado de los caminos; la mujer y los niños están igual que siempre; las cosechas; el río ha bajado un cuarto de codo en la semana; el precio del ganado; la dureza de los tiempos. Empiezan a tocar el cuero, lo palpan, lo vuelven, lo doblan y hablan de él. Y cuando, finalmente, se ha cortado una tira y se ha pesado, al gnomo le parece que es más pesado que el diablo. Es necesario que dé un peso redondo grande: los pesos pequeños no deben contarse. Discuten los dos breves momentos, según su costumbre. Cuando, por fin, hay que pagar el cuero, se ve aparecer a la luz del día una bolsa de piel que sale de los cuentos viejos, las monedas se extraen una a una, con la punta de los dedos, prudente y minuciosamente se cuentan y recuentan por las dos partes; después, el gnomo cierra la bolsa con un movimiento instintivo de temor: ya no le queda nada más.
—Sí, tienes calderilla y un billete. He visto un billete.
—¿«Un billete»? No. No, no quiero cambiarlo.
Nueva discusión. Charla interminable, ceden cada uno un poco, se parte la diferencia… y el negocio está hecho.
—Es un pedazo de cuero terriblemente caro —exclama el comprador, y el vendedor responde:
—No, lo has comprado barato. Pero tendrás que acordarte de mí la próxima vez que vengas a la ciudad.
Al caer la tarde, veo al gnomo regresar a su casa después de haber estado un día entre los hombres. La ternera se ha quedado en casa del carnicero. El hombrecillo lleva en el vehículo paquetes y sacos; él trota detrás y el fondo de los calzones de piel hace a cada paso un triángulo. Bien por ausencia de pensamiento, bien porque encontrara en el despacho demasiados pensamientos… lo cierto es que lleva arrollada al brazo, como un brazal, una tira de cuero. Así afluyó a la ciudad el dinero: vino un campesino para vender su ternera y se gastó la ganancia en compras. Esto se observa por todas partes, hasta lo notan los tres hombres de negocios de la ciudad: hay un recrudecimiento en la circulación de dinero. La ciudad vive con una agitación improductiva.
Todas las semanas los periódicos publican las ofertas de las propiedades urbanas que se venden y todas las semanas publican una lista, facilitada por las autoridades, de las parcelas del catastro que deben ser vendidas para el pago de impuestos. ¿Cómo? ¿De modo que hay una cantidad de propiedades que se venden? El estéril valle montañés, con su gran río, no puede surtir a esta ciudad moribunda. No basta una vaca aquí y otra allí. Entonces es necesario entregar las propiedades, las casas suizas, las colmenas. Las pocas veces que una propiedad sale a la venta en una pequeña ciudad del Oeste, se celebra como un gran acontecimiento en la localidad; los indígenas se reúnen en el muelle, se acercan las narices, se cuchichean. Aquí, en nuestra pequeña ciudad, sin esperanza, no despierta ningún interés el hecho de que una mano cansada deje escapar una propiedad. ¡Hoy me toca a mí, mañana a ti! Y todos experimentamos así poco pesar.
El ingeniero Lassen vino a mi alojamiento y me dijo:
—Ponte la gorra y ven conmigo a la estación a traer una maleta.
—No —le contesté—. No iré.
—¿Que no vas?
—No. Para eso está el mozo del hotel. No le quiero quitar la ganancia.
No fue preciso más. El ingeniero era tan joven, que se contentó con mirarme y se calló. Pero, como era indiscreto por naturaleza, murmuró cambiando de tono:
—Precisamente quería confiarte este trabajo, y creí que podías hacerlo.
—Eso es otra cosa. Iré.
Me pongo la gorra y ya estoy dispuesto; vamos a la estación; él delante, yo detrás. Esperamos diez minutos y el tren llega. Se compone de vagones-cajas, de los que salen algunos viajeros agachándose. Del último coche sale una señorita hacia la cual se dirige el ingeniero para ayudarla a descender.
No me fijaba en lo que sucedía. La señora llevaba velos y guantes y entregó al ingeniero un abrigo de verano amarillo. Parecía contrariada, apenas decía algunas palabras en voz baja; pero como el ingeniero, por el contrario, hablaba en voz alta y con toda libertad y como, además, le rogaba que se quitase el velo, ella recobró el ánimo e hizo lo que le indicaban.
—¿Me reconoces? —preguntó.
De pronto, se despertó mi atención; era la voz de la señora Falkenberg; me volví y la miré de frente.
¡Qué triste es convertirse en viejo que no pueda interesar a nadie! Desde que me encontré en presencia de la viajera, no me preocupé más que de mi vieja persona, ni pensé más que en presentarme bien, en saludarla de un modo distinguido. Poseía un traje de pana marrón, nuevo y bien planchado, como el que llevan los obreros del Sur, y que me caía admirablemente; pero, por desgracia no lo llevaba puesto aquel día. ¡Qué ira me dio y cuán deprimido me sentí! Mientras la pareja estaba allí charlando, me puse a reflexionar: «¿Por qué habrá querido el ingeniero que lo acompañase precisamente yo a la estación? No sería por ahorrarse la miserable propina del mozo. ¿Trataba de darse importancia, demostrando que tenía su criado particular? ¿O quería complacer a la señora, presentándole a un conocido?». En este caso, su proyecto había fracasado; la señora experimentó un sobresalto de malestar al encontrarme donde esperaba que nadie la conociese. Oí que el ingeniero le decía:
—¿Ves a ese? Va a llevar la maleta. Dale el talón.
Pero no saludé; me volví.
Triunfé del ingeniero en la humildad de mi alma. Pensaba:
«¡Qué disgustada está por su falta de tacto! La ha presentado a un hombre que sirvió en su casa, cuando ella tenía su hogar; pero el tal, dando una prueba de delicadeza, se ha vuelto sin querer reconocerla». ¡No comprendía por qué las mujeres corrían detrás de aquel galopín tan arqueado en su parte posterior! Hay menos gente en el andén, el personal del tren carga las cajas y empieza a prepararlas para otro tren; finalmente, no hay nadie a nuestro alrededor. El ingeniero y la señora siguen charlando. ¿Por qué ha venido? ¡Quién sabe! El joven gallardo la deseó, sin duda, y quiso poseerla de nuevo. O bien vino ella por su propia voluntad para exponerle su situación y concertarse con él. Algún día acabarían por prometerse oficialmente y por casarse. El señor Hugo Lassen es, indudablemente, un caballero, y ella, su bien amada sobre la tierra. Lo que falta por averiguar es si habrán para ella a diario flores y alegría en adelante.
—¡No, es imposible; no es decoroso! —exclamó el ingeniero riéndose—. Si no quieres pasar por mi tía, será preciso que pases por mi prima.
—¡Pst! —contestó ella—. ¿No puedes despedir a ese hombre?
Entonces el ingeniero se dirigió a mí con el talón, y dándose un aire de importancia y en el tono con que podría dirigirse a un hombre de su equipo, me ordenó:
—Sube esta maleta al hotel.
—Sí —contesté, quitándome la gorra.
Llevé la maleta y por el camino pensé: «¡De modo que se atreve a proponerle que pase aquí por una tía, por una tía aviejada! Otra vez demostraba su falta de tacto. Pero yo lo hubiese tenido. Yo hubiera dicho a todo el mundo: Vino un ángel de luz hacia el rey Hugo. ¡Ved qué joven y hermosa es!, tiene ojos grises, que entorna lánguidamente; tiene una mirada llena de voluptuosidad, y su cabellera es un pomo de fragancias. La amo. Miradla cuando habla; su boca es hermosa y fina; y a veces se contrae y a veces sonríe. Hoy soy el rey Hugo, y ella es mi bien amada».
La maleta no era más pesada que otro fardo cualquiera, pero estaba guarnecida con franjas de hierro bronceado, y estas bandas me hicieron un roto en la espalda de la blusa. Entonces bendije la suerte que me había hecho poner aquella blusa vieja en vez del traje nuevo, que se hubiera estropeado.