Todos los invitados se habían marchado: el grueso capitán Hermano, la dama del chal, el ingeniero Lassen. El capitán Falkenberg hizo por fin sus preparativos para ir al campo de instrucción.
Pensé:
«Debe haber apoyado con serias razones su petición de prórroga para no haber ido antes».
Los criados realizamos un trabajo ímprobo durante los últimos días, tan penoso para los caballos como para los hombres; pero Nils así lo disponía, firme en su idea de ganar tiempo para otros trabajos.
Un día me hizo rastrillar y limpiar detenidamente alrededor de los edificios, lo que me llevó todo el tiempo ganado y aún más; pero toda la propiedad presentaba luego mejor aspecto. Y este era el fin que perseguía Nils: deseaba levantar un poco la moral del capitán antes de su marcha. Después, me puse yo mismo espontáneamente a sujetar las tablas que hallé suspendidas en el cerco del jardín y a enderezar las puertas combadas de las dependencias de explotación. Finalmente, acometí la empresa de poner algunos tablones nuevos en la pasadera de la granja.
—¿Adónde piensas ir al marcharte de aquí? —me preguntó el capitán.
—No lo sé. A vagabundear.
—Podría necesitarte algún tiempo. ¡Hay tantas cosas por hacer!
—¿El capitán piensa acaso en pintar?
—Eso también, sí. No, no lo sé. Resultará muy caro pintarlo todo. Pero pensaba en otra cosa. ¿Conoces la madera? ¿Sabes distinguir los árboles que pueden cortarse?
Fingía no reconocer en mí al que tiempo atrás trabajó en el bosque. Pero ¿quedaban árboles que cortar?, me preguntaba yo entretanto, y al cabo le contesté:
—Sí, estoy familiarizado con los bosques. ¿Dónde quiere talar el capitán este año?
—Por donde sea; no importará el sitio. Algo habrá que cortar.
—¡Oh, sí!
Coloqué los tablones en la pasadera, y, terminado aquel trabajo, bajé el asta de la bandera y le puse un pomo y una cuerda. Había ya más orden en Oevreboe, y Nils declaró que empezaba a sentirse a gusto. Le decidí a que hablase con el capitán defendiendo el asunto de la pintura; pero el amo le miró con aire de preocupación y le contestó:
—¡Bah! ¡Bah! No todo ha de ser pintar y pintar. Ya veremos lo que produce en otoño la cosecha. ¡Hemos sembrado mucho este año!
Pero cuando se levantó el asta de la bandera, recién raspada la pintura vieja, con una cuerda nueva y un pomo en lo alto, el capitán se mostró satisfecho y telegrafió encargando pintura. No corría aquello tanta prisa y hubiera podido escribir una carta pidiéndola por correo. Dos días después llegó la pintura, pero no se utilizó. Teníamos aún bastante trabajo en el campo.
En aquel período empleamos hasta los caballos de silla del capitán para el rastrillaje y la siembra, y cuando se plantaron las patatas, Nils se vio obligado a requerir la ayuda de todas las criadas de la granja. El capitán accedió a esta demanda, como a las otras y partió para el campo. Nos quedamos solos. Pero, antes de la marcha, hubo una gran explicación entre los esposos.
Los criados de la finca ya estábamos enterados de la tirantez que existía entre ellos. Ragnhild y la lechera hablaban claro. Las siembras brotaban, los campos estaban cada día más florecientes, y disfrutábamos una hermosa primavera, con un tiempo propicio y fecundo; pero había discordia en la finca del capitán. El ama se cruzaba con nosotros con el rostro lloroso, cuando no con un continente de exagerada altivez, como quien no quisiese tratos con nadie. Llegó su madre, una señora afable, con lentes en la punta de la nariz de su cara ratonil; pero no se quedó mucho tiempo entre nosotros. Al cabo de unos días regresó a Kristiansand, donde vivía, so pretexto de no poder soportar el aire de nuestro país.
¡Oh, qué notición! Una hora había durado la áspera y suprema disputa. Ragnhild nos contó después que ni el capitán ni la señora habían elevado el tono, pero sus palabras sonaban lentas y tajantes y los dos estaban de acuerdo en separarse.
—¡No nos lo harás creer! —dijeron los de la cocina, juntando las manos.
Ragnhild remedó la escena, imitando el modo de hablar de los amos: «¿Estabas allí cuando forzaron la puerta del pabellón por segunda vez?», dijo el capitán. «Sí», dijo la señora. «¿Y qué más?», preguntó el capitán. «Todo», dijo la señora. Entonces el capitán sonrió y dijo: «Hay en la contestación algo tan franco y tan claro, que no deja lugar a duda». La señora calló. «¿Qué méritos tiene ese galopín, aparte el favor que me hizo en una ocasión?», preguntó el capitán. La señora le miró y le preguntó a su vez: «¿Te hizo un favor?». «Sí, respondió por mí», contestó el capitán. La señora agregó: «No lo sabía». Pero entonces el capitán preguntó: «¿De veras? ¿No te ha contado nada?». La señora movió negativamente la cabeza. «Pero ¿qué? ¿Hubiera cambiado en algo lo pasado si lo hubiese sabido?». «Sí», contestó ella al principio. «No», agregó en seguida. «¿Le amas?», preguntó él. «¿Amas tú a Isabel?», preguntó ella a su vez. «Sí», contestó el capitán, y después de haberlo dicho se sonrió. «¡Bien!», dijo secamente la señora al oír la contestación. Quedaron un momento callados. El capitán fue quien volvió a la carga. «Tenías razón al decir que debía reflexionar; he reflexionado. No soy un hombre depravado, y lo más curioso es que nunca me han dejado satisfecho las diversiones. No obstante, me he divertido. Pero ahora todo ha terminado». «Es una felicidad para ti», contestó ella secamente. «Sin duda, pero esperaba que te alegrases un poco». «No; Isabel es quien debe alegrarse», contestó ella. «¡Isabel!», exclamó el capitán, moviendo lentamente la cabeza. Callaron largo rato. «¿Qué vas a hacer ahora?», preguntó el marido. «No te preocupes por mí —contestó la señora—, puedo hacerme enfermera, si quieres; puedo cortarme el pelo y hacerme institutriz, si quieres». «¿Si quiero? —respondió él—. No, decide tú misma». «Es necesario que sepa antes lo que quieres», dijo ella. «Quiero quedarme en donde estoy —contestó él—, pero tú te excluyes voluntariamente». «Sí, sí», contestó ella sacudiendo la cabeza.
—¡Oh! —exclamaron todos los de la cocina.
—¡Pero, Dios mío! Esto ha de tener un arreglo —dijo Nils, el criado, y nos miró a todos, para saber qué pensábamos.
Los dos días siguientes a la marcha del capitán, la señora se los pasó sentada al piano, tocando. Al tercer día Nils la condujo a la estación. Iba a casa de su madre, a Kristiansand. Y nos encontramos aún más solos. La señora no se llevó nada suyo. Acaso juzgaba que todo pertenecía al capitán desde que se casaron, y ella no quería conservar nada. ¡Qué triste era aquello!
La señora había dado orden a Ragnhild para que no se marchase. Por otra parte, la cocinera asumió la autoridad y se quedó con las llaves.
Y era mejor para todos.
El sábado, el capitán obtuvo un permiso y volvió a la heredad. Nils me dijo que nunca lo había hecho en años anteriores. Se mantuvo tieso y firme, y sobrio como el agua. Me dio breves y claras explicaciones sobre los árboles que debía cortar. Fue conmigo al bosque, indicándome sitio por sitio.
—De los que tengan siete pulgadas, hasta el mínimum de siete pulgadas, doce mil. Esta vez estaré ausente tres semanas —dijo.
Se fue el domingo por la tarde. Su actitud era más resuelta y recordaba al capitán de los buenos tiempos.
Habían terminado los trabajos grandes y quedaban sembradas las patatas. Nils y el muchacho se bastaban para el trabajo diario de la granja. Me fui, pues, al bosque y me dediqué a la tala.
Con todo tiempo me encontraba a gusto. Vino un período de lluvia tibia que mojaba el bosque, y no por eso me encerré en casa. Luego empezó el calor, y en las tardes claras, al regresar a la granja, me entretenía en reparar una gotera o una ventana desvencijada, y, por fin, monté la escalera grande contra incendios y empecé a raspar la pintura vieja, desconchada sobre el muro del edificio por la parte norte. ¡Qué golpe daría si lograba pintarlo todo durante el verano! Pintura no me faltaba.
Pero empezó a aburrirme el trabajo, y, en general, la estancia allí. No era lo mismo trabajar entonces que cuando los amos estaban presentes. Se confirmó mi antigua experiencia sobre la ventaja que ofrece una vigilancia de nuestro trabajo cuando no es uno mismo quien lo dirige. Los criados entraban y salían sin que nadie les molestase. Ragnhild y la lechera metían ruido durante las comidas y a veces se peleaban, sin que la autoridad de la cocinera bastase para ponerlas de acuerdo. Así se hacía la vida imposible. Además, alguien debió de hablar mal de mí a mi buen compañero Lars Falkenberg, sembrando cizaña en nuestra amistad.
Lars vino una noche a casa, me miró fijamente y me prohibió volver a la suya. Estuvo cómico y amenazador. De las muchas veces que había yo ido con mi ropa sucia, no pasarían de seis las ocasiones en que hallé sola a Emma y siempre hablamos de cosas indiferentes. La última vez que estuve, Lars entró precipitadamente, porque Emma estaba sentada en un taburete, en enaguas.
—Eso es porque hace demasiado calor —contestó ella.
—Sí, sin duda, también a causa del calor, tu pelo ha caído hasta la cintura —insinuó él.
En general, el marido estaba predispuesto contra ella. Al marcharme dando las buenas noches, no me contestó.
Ya no volví. ¿Por qué, pues, venía aquella noche? Sin duda, Ragnhild habría hecho una de las suyas con su lengua de espía. Al prohibirme terminantemente que volviera a su casa, Lars me miró, como si esperase verme caer fulminado.
—Ya sé que también Emma viene aquí. Pero no volverá. Puedes estar seguro.
—Sí, ha venido varias veces a buscar la ropa.
—Desde luego que el lavado tiene la culpa. So pretexto de la ropa limpia viene a casa varias veces a la semana: unas por una camisa, otras por un calzoncillo. Pero en adelante Ragnhild puede lavarte la ropa.
—Sí, sí.
—Tienes la costumbre de ir a casa de los amigos y congraciarte con las mujeres, cuando las hallas solas. Pero no, no soy ciego.
Nils, que ha comprendido de qué se trata y es buen compañero, se acerca, oye las últimas palabras y sale en mi defensa: nunca me ha visto hacer nada reprobable desde que estoy con él. Pero Lars Falkenberg se enfurece y mira de arriba abajo al criado. En el fondo, guarda contra él un antiguo rencor. Aunque Lars había demostrado su habilidad desde que le cedieron el terreno en lo alto del bosque, Nils había dado pruebas de ser un criado mejor que Lars en la granja del capitán, y esto le mortificaba.
—¿Qué vienes a gruñir aquí? —preguntó.
—Digo solamente la verdad —contestó el criado.
—¡Bah! ¿Qué sabes tú, mal penco? Puedes irte a hacer gárgaras.
Entonces Nils y yo nos fuimos y Lars aún gritó alguna palabra a nuestra espalda. No hay que decir que Ragnhild estaba husmeando en las lilas cuando pasamos.
Aquella noche pensé por primera vez en reanudar mi vida de vagabundo tan pronto como hubiera acabado en el bosque. El capitán regresó a las tres semanas, como había dicho, vio raspada la pintura de la pared norte de la granja, y me felicitó.
—Acabarás también por pintarla —dijo.
Le di cuenta de los árboles que había cortado y le anuncié que no me quedaba mucho por hacer.
—Sigue cortando —contestó.
Luego, el capitán regresó al campo, y su ausencia había de durar otras tres semanas.
Pero yo no quería continuar tres semanas en Oevreboe. Corté algunas docenas más de árboles y eché la cuenta en un papel. Ya bastaban. En cuanto a los bosques y a las montañas, imposible pensar vivir en ellos: había flores, pero no frutos; había gorjeos y cantos de aves que se apareaban, mariposas, moscas y mosquitos, pero no moras ni ajonjolíes.
Estoy en la ciudad. He venido a ver al ingeniero Lassen, el inspector de flotaciones fluviales, que ha cumplido su palabra y me ha dado trabajo, a pesar de que la época está muy adelantada. Para empezar, debo remontar el río y señalar en el plano los sitios en que los troncos se han amontonado. El ingeniero es un muchacho bastante despejado, pero demasiado joven; me da instrucciones superfluas sobre cosas que cree que ignoro. Esto le da el aire de un muchacho que se las echa de hombre.
¡Y pensar que había ayudado al capitán Falkenberg en un momento de apuro! El capitán debía de lamentarlo y quiso sin duda favorecerme. Ello explicaba la tala de los últimos «siete pulgadas». Me dolía no haber seguido talando unos días más para que pudiera salir desahogadamente de dificultades. «Supón que no pueda obtener de la madera más que una cantidad demasiado pequeña», me decía.
El ingeniero Lassen era sin duda un hombre afortunado. Hospedábase en el hotel y disponía de dos habitaciones; yo no entraba más que en su despacho; pero allí ya se veían cosas raras: libros, periódicos, una escribanía de plata, un altímetro dorado y otras cosas; en la pared estaba colgado el abrigo, forrado de seda. Era seguramente un hombre rico y considerado en la localidad; vi un gran retrato suyo en el escaparate de un fotógrafo de la ciudad.
Le vi también por las tardes pasearse con señoras jóvenes de la población. Como era el jefe de todo el flotaje, se paseaba con preferencia hasta el gran puente donde, desde una altura de doscientos treinta codos, se dominaban el curso de las aguas. Allí se detenía a observar el río. Hasta los pilares del puente y sobre las rocas planas que los sostenían, estaban los troncos acumulados en pilas, para las que el ingeniero tenía casi constantemente en la ciudad un equipo de balseros. Cuando de pie sobre el puente vigilaba a los trabajadores de las pilas, parecía un almirante sobre el navío, joven y fuerte, dueño del mando. Las señoras que iban con él se detenían de buen grado sobre el puente, aunque la corriente del río fuese con frecuencia demasiado impetuosa. Y para dominar el estruendo de las aguas necesitaban a veces hablarse al oído.
Pero precisamente cuando el ingeniero estaba en el puente, moviéndose de un lado a otro, perdía su poca gallardía, y con su aire deportivo, con la americana ceñida, se le arqueaba la espalda y le salía un trasero desproporcionado.
Ya durante la primera noche del día en que me dio las órdenes para remontar el río al día siguiente por la mañana, lo encontré de paseo con dos señoras. Al verme, se detuvo con su compañía y volvió a repetirme las órdenes:
—Es una suerte que te haya encontrado —dijo—. Has de levantarte muy temprano, llevarte un bichero y arrastrar todos los troncos que puedas. Si las pilas son demasiado grandes, señálalas en el plano. ¿Te he dado el plano? Y sigue hasta que encuentres al otro hombre que baja por el río. Pero acuérdate de señalar con lápiz rojo, no azul. Procura hacer este trabajo concienzudamente.
»Es un hombre que he tomado a mis órdenes —explicó a las señoras—; porque no voy a hacer personalmente esos trabajos…
¡Qué atareado estaba! Hojeó un cuadernillo y escribió algo. ¡Era tan joven y llevaba una compañía tan hermosa ante la cual hacerse valer!
Al día siguiente salí de madrugada, muy temprano. Al salir el sol, ya llevaba yo un buen rato río arriba. Iba con el cesto de provisiones y el bichero de almadiero, que es el mismo que se usa en los barcos. No crecían por allí los árboles, como en las tierras del capitán Falkenberg; el terreno era estéril y pedregoso; en muchas leguas, la tierra estaba cubierta de maleza y de espinos. Habían hecho talas demasiado extensas, las fábricas de pasta de papel se lo habían comido todo, no quedaban más que árboles de menos de cinco pulgadas de diámetro. Caminaba por un paisaje desolado.
Hacia el mediodía había ya desprendido algunas acumulaciones y anotado una grande. Entonces comí, y bebí agua del río. Tras un corto descanso, continué mi excursión. Estuve andando hasta la noche, en que me encontré cerca de un amontonamiento muy grande, donde trabajaba un hombre. Era el que debía encontrar. Antes de unirme a él lo estuve observando. Era prudente en extremo, y tenía miedo de mojarse los pies. Me divirtió un momento. Ante el menor peligro de que el tronco que desprendía le arrastrase hacia la corriente, retrocedía. Me adelanté hacia él y le reconocí. Sí, era mi buen compañero Grindhusen, mi compañero de Skreja, Grindhusen, con quien seis años antes había trabajado en la construcción de un pozo. ¡Qué casualidad!
Después de saludarnos, nos sentamos sobre el montón y hablamos durante una hora. Luego ya era muy tarde para seguir trabajando aquel día; nos levantamos y subimos por la ribera hasta el sitio en que Grindhusen tenía su cabaña de troncos sin cepillar. Nos deslizamos dentro, y, después de encender fuego y de hacer el café, nos pusimos a comer. Luego volvimos a salir, y, con las pipas encendidas, nos tumbamos en la maleza.
Grindhusen había envejecido. Estaba tan estropeado como yo y ya ni se acordaba de aquellas noches alegres que pasamos en nuestra juventud. Él era el lobo pelirrojo entre los muchachos; pero ahora estaba muy castigado por la edad y por el trabajo. Ni siquiera sonreía. Si hubiese tenido un poco de aguardiente, acaso se hubiera reanimado; pero no lo tenía. En su juventud, Grindhusen era terco y camorrista; pero se había vuelto suave y sencillo. «Puede ser», decía a cada momento. «Sí, tienes razón», agregaba. Pero no lo decía porque fuese su opinión sino porque la vida le había vuelto endeble. Me dio lástima. ¡Es verdad que los años nos restan energías!
—Voy tirando —decía—, pero no es como antes.
Los últimos tiempos le habían traído reumatismo y un dolor de pecho. El «dolor de pecho» no era otra cosa que apuros de estómago. Pero mientras pudiese conservar su puesto a las órdenes del ingeniero Lassen, menos mal; conocía el río por la parte alta y habitaba en su choza toda la primavera y hasta la mitad del verano. Y en cuanto a la ropa, no usaba más que pantalones y blusas, tanto en invierno como en verano. El año último tuvo suerte, porque había encontrado una oveja sin propietario.
—¿Se encuentran ovejas en el bosque?
—Allá arriba —contestó, y señaló con el dedo. Gracias a ella, comería carne los domingos, antes de que llegase el invierno. Tenía familia en América; allí no se pasaban apuros; hijos que estaban casados y bien colocados. Los dos o tres primeros años le enviaban pequeños socorros; después ya no enviaron nada; ya hacía dos años que ninguno de ellos le escribía.
Era muy triste para él y su mujer, que ya empezaban a sentirse viejos.
Grindhusen se sumerge en sus pensamientos. Un murmullo amortiguado sube del bosque y del río, como el gotear continuo de millones de seres infinitamente pequeños.
No hay un ave, ni un bicho que salte, pero cuando levanto una piedra, encuentro debajo un insecto diminuto.
—¿Puedes comprender de qué viven estos seres pequeños? —le pregunto.
—¿Qué seres? —dice Grindhusen—. No son más que hormigas y compañía.
—Es una especie de escarabajo —digo—; si se le coloca sobre un terrón y se pone una piedra encima, sigue viviendo.
—¡Puede ser! —contesta Grindhusen, completamente distraído.
Entonces, sigo solo el curso de mis pensamientos: «Pero si se deja también bajo la piedra a una hormiga, pronto no existirá el escarabajo».
El bosque y el río continúan murmurando; es una eternidad que se pone de acuerdo sobre un punto con otra eternidad. Pero las tempestades y el rayo son señales de que han entrado en guerra.
—En realidad, así es —acabó por decir Grindhusen—; el 14 de agosto hará dos años que recibí la última carta. Había dentro una hermosa fotografía: era de Olea; viven en Dakota, que llaman ellos. Era una fotografía preciosa, pero no conseguí venderla. ¡Con la ayuda de Dios se ha de encontrar un medio! —dijo Grindhusen, y bostezó—. ¿Qué quería decir…? ¿Cuánto ganas por día?
—No lo sé.
Grindhusen me dirige una mirada recelosa; cree que no quiero decírselo.
—¡Bueno! ¡Bueno! Después de todo, me es igual —dice—. Preguntaba porque sí.
Entonces se me ocurre inventar un jornal para dejarlo contento:
—Debo de tener un par de coronas, de dos a tres coronas.
—Sí, eso, tú debes tener eso —contesta lleno de envidia—. Yo no tengo más que dos coronas y soy un almadiero antiguo.
Pero debe de temer que yo haga voces de su descontento, y empieza a elogiar al ingeniero:
—Es una bellísima persona por todos los conceptos. No hará daño a nadie. No hay peligro. Ha sido para mí como un padre. Eso es lo que debo decir de él.
¡El ingeniero, un padre para Grindhusen! ¡Era tan cómico aquello en la vieja boca desdentada! Tal vez sepa algo sobre el ingeniero, pero no quiero preguntarle nada.
—¿No ha hablado de que debo bajar a la ciudad? —me pregunta.
—No.
—A veces me envía a buscar. No quiere nada; únicamente hablar conmigo. ¡Es un excelente tipo!
Cae la noche. Grindhusen bosteza de nuevo, entra en la cabaña y se acuesta.
Por la mañana temprano, deshacemos la aglomeración.
—¡Ea! Acompáñame un rato río arriba —dice Grindhusen. Y le acompaño. Después de una hora de marcha divisamos los edificios y los cultivos de una granja, a lo lejos del bosque. Por asociación de ideas, pienso en la oveja.
—¿No fue por aquí por donde encontraste la oveja?
Grindhusen se me queda mirando.
—¿Por aquí? ¡Quía! Fue mucho más lejos. Hacia el lado de Trotavu.
—¿No está Trotavu en la parroquia vecina?
—Sí, muy lejos de aquí.
Pero Grindhusen no quiere seguir conmigo; se para y me da las gracias por la compañía.
—Podría ir contigo hasta la granja —le objeto.
Pero Grindhusen no quiere entrar en la granja; es un sitio al que no va nunca. Y ya no queda más que el tiempo justo para llegar a la ciudad antes de la noche.
Doy media vuelta y regreso por el mismo camino.