Y llegó la noche. ¿Qué iba a pasar? Pasaron muchas cosas.
Reinaba gran animación en la mesa de la cocina, donde cenábamos, y gran alegría y tolerancia en el comedor, donde comían al mismo tiempo los servidores, servidos por Ragnhild, que les llevaba bandejas cargadas de botellas y fuentes de guisos diversos, y al volver a la cocina se reía, diciendo a las criadas:
—Esta noche, seguramente se emborracha también la señora.
No dormí por la noche ni eché mi siesta por la tarde; los últimos acontecimientos me afectaron demasiado, quitándome la calma. De modo que, después de cenar, me fui al bosque para sentarme un rato y estar solo, y allí permanecí mucho tiempo.
Volví a la finca meditabundo. El capitán estaba ausente, los criados se habían acostado, las bestias dormitaban en el establo. El grueso capitán Hermano y su dama se habrían zambullido como siempre después de la comida. ¡Buen calavera debía de estar hecho aquel viejo verde para amartelarse con tanta grasa como tenía con aquella mujer ajamonada! De modo que no quedaban más que la señora Falkenberg y el ingeniero. Pero ¿en dónde diablos estarían metidos? ¡Allá ellos!
Entré renqueando, bostezando y medio helado por la frialdad de la noche, y subí a mi dormitorio. Poco después llegó Ragnhild, rogándome que no me durmiese, para ayudarla un poco, si me necesitaba. Todo andaba revuelto aquella noche. La vivienda parecía una casa de locos: los invitados iban y venían en ropa interior y todos estaban beodos.
—¿También la señora está bebida?
—Sí, también.
—¿También ella se pasea en enaguas?
—No, pero el capitán Hermano va en calzoncillos y la señora gritaba: «¡Bravo!». Y el ingeniero hace lo propio. Todos están locos de remate.
Ragnhild acababa de servir otras dos botellas de vino a aquella gente, que ya no podía con su alma.
—¡Ven conmigo y los oirás! —me dijo Ragnhild—. Ahora han subido a la señora a su habitación.
—No, voy a acostarme —contesté—. Y tú debieras hacer lo mismo.
—Pero ¿y si llaman para pedir algo?
—¡Qué llamen hasta que se cansen!
Entonces Ragnhild me confesó que el mismo capitán le rogó que no se acostase aquella noche, por si la señora necesitaba algo. Aquello cambiaba la situación. De modo que el capitán temía algo y advirtió a Ragnhild. Volví a ponerme la blusa y la acompañé a la casa señorial.
Nos detuvimos en el corredor del segundo piso y oímos gran bullicio y algazara en la habitación de la señora. Esta hablaba en voz alta y clara, y distaba mucho de estar embriagada.
Me hubiera gustado ver a la señora un momento. Bajamos a la cocina y nos sentamos. Pero no lograba estarme quieto. Al cabo de un rato, descolgué la lámpara y rogué a Ragnhild que me siguiera. Subimos al segundo piso.
—Ahora entra a rogar a la señora que salga a verme —le dije.
—Pero ¿por qué?
—Tengo un encargo para ella.
Ragnhild llamó y entró. Sólo entonces, en el último momento, empecé a reflexionar. «¿Qué encargo podía darle? ¿Me limitaría a mirar a la señora a los ojos y a decirle: “El capitán me ha rogado que la salude?”. ¿Bastaría? Podía también decirle: “El capitán se ha visto obligado a guiar él en persona, porque Nils necesita a toda la gente”».
Pero un momento es a veces largo y el pensamiento veloz como el relámpago. Tuve tiempo de rechazar estos dos planes y combinar un tercero antes de que llegara la señora, aunque, a decir verdad, el último plan no valía más que los dos primeros.
La señora me preguntó con asombro:
—¿Qué quieres?
Ragnhild se acercó también y me lanzó una mirada de interrogación. Dirigí el reflector de la lámpara hacia la señora, y dije:
—Perdone que venga tan tarde. Debo ir mañana por la mañana al correo. ¿Espera carta la señora?
—¿Cartas? No.
Y movió la cabeza. Mantenía la mirada apartada, pero no ofrecía el menor síntoma de embriaguez. Acaso se violentaba.
—No, no espero cartas —repitió ella como despedida.
—Entonces, perdone usted.
—¿Vas al correo por encargo del capitán? —me preguntó.
—No, voy por mí.
Desde la puerta dijo la señora a los invitados en tono ofendido:
—¡Vaya una salida de tono!
Ragnhild y yo descendimos. Había visto a la señora. Pero ¡en qué situación tan humillante me encontraba! Y lo peor fue que a Ragnhild se le escaparon unas palabras que acabaron de anonadarme. La buena Ragnhild había mentido, sencillamente: el capitán no le encargó que velase. Ragnhild espiaba únicamente por su gusto, como siempre, porque era una chismosa.
Me retiré al dormitorio. ¿Qué había conseguido con mi inoportuna discreción? Que la señora la creyese «una salida de tono». Lleno de aflicción, me juré a mí mismo no ocuparme en lo sucesivo de nada ni de nadie. Me acosté vestido.
Al cabo de un rato, oí por la ventana abierta la voz recia de la señora Falkenberg, que hablaba en el patio con el ingeniero. Este contestaba de cuando en cuando. La señora se manifestaba encantada con aquel tiempo tan hermoso, con aquella noche tan tibia; era aquello una delicia; se estaba mejor fuera que dentro. Pero me pareció que el sonido de su voz era menos duro que antes.
Corrí a la ventana y vi a la pareja, de pie sobre los escalones de piedra que conducían al bosquecillo de lilas. El ingeniero parecía tener el pecho deprimido por algo de que aún no había podido descargarse.
—Óyeme un momento —dijo.
Siguió una corta y apremiante súplica, que recibió su contestación y su recompensa. El ingeniero parecía hablar a un sordo, porque sorda permaneció ella durante tanto tiempo a sus súplicas. Estaban de pie en la gradería de piedra, creyéndose solos en el mundo. Podían espiarlos, oírlos, verlos… La noche era suya; las palabras también: la primavera, sin duda, los atraía mutuamente. El ingeniero parecía un gato en celo, dispuesto a lanzarse sobre ella. Y, cuando se acercó el momento de la acción, tuvo un arranque brutal de su voluntad hacia ella. ¡El atrevido!
—Ya estoy cansado de mendigar tu amor —dijo jadeante—. Ayer casi accedías, hoy te niegas de nuevo. Todos queréis divertiros a costa mía y yo he de mirarlo todo con inocencia y ser un caballero para las señoras. ¡Por el cielo! ¡No! Eres para mí un jardín de delicias del que sólo me separa un endeble vallado. ¡Basta ya! ¿Sabes qué voy a hacer?
—¿Qué vas a hacer? Has bebido demasiado, Hugo; eres demasiado joven. Los dos hemos bebido con exceso.
—He de acabar con el pérfido juego de que me haces objeto. Envías a un hombre en busca de una carta cuya espera no te deja vivir, y al propio tiempo tienes la desfachatez de darme esperanzas… de prometerme…
—No lo haré más.
—¿No lo harás más? ¿Qué quieres decir? ¿Que ya no volverás a acercarte a mí con la punta de la lengua entre tus labios para darme un beso? ¡Calla! No me digas que no volverás a hacerlo. Aún me dura aquella sensación terriblemente deliciosa. ¡Si supieras lo agradecido que te estoy! Llevas la carta en el pecho. ¡Déjamela ver!
—¡Qué violento eres, Hugo! No, ya es tarde. Volvamos a nuestras habitaciones.
—¿Me dejas ver la carta?
—No. ¿Para qué?
El ingeniero tomó aliento como si se dispusiera a emplear la fuerza, pero se contuvo y masculló:
—¿Cómo? ¿Ni eso? Eres realmente… no quiero usar la palabra vil…, pero acaso seas algo peor.
—¡Hugo!
—¡Ya está dicho!
—¿Tanto empeño tienes en ver la carta? Pues bien; mírala.
Introdujo la mano en el seno, sacó la carta, la desplegó y la agitó en el aire. Bien podía ver el otro que era inocente.
—Aquí la tienes. Es de mi madre. ¿Ves la firma aquí? Es de mamá.
Aquella revelación fue una bofetada para el ingeniero, que se limitó a murmurar:
—¿De mamá? Así, no tenía importancia.
—Ya lo ves. Bueno, sí; tenía importancia.
Se apoyó él en el muro y empezó a reflexionar en voz alta:
—¡Conque de tu madre! Una carta de tu madre ha venido a estorbarnos. ¿Sabes lo que pienso? Que me has mentido, que me has engañado todo el tiempo. Ahora empiezo a ver claro.
Ella quiso recuperar el terreno perdido:
—Es una carta muy importante. Mamá viene, llegará dentro de muy poco tiempo, de unos días. Esperaba la noticia.
—Todo ha sido un embuste. Hiciste llegar la carta en el momento crítico, precisamente cuando apagábamos la luz. Esta es la verdad. Querías excitarme, y nada más. La doncella velaba por ti.
—Sé razonable. Es ya muy tarde. Volvamos. He bebido demasiado esta noche y se me trabucan las ideas.
Él no tenía en la cabeza más que la carta, y continuaba hablando:
—De lo contrario, ¿a qué vendría tanto misterio por una carta de tu madre? Ahora lo comprendo todo. ¿Qué, quieres retirarte? Pues, sea; vámonos, señora. Buenas noches, señora. Mi filial saludo.
Y se inclinó, con una sonrisa irónica.
—¿Filial? Sin duda soy vieja —contestó ella, presa de una gran emoción—. ¡Lo cierto es que tú eres demasiado joven, Hugo! Precisamente por eso te besé. Pero no podría ser tu madre. No. Soy, sencillamente, de más edad que tú. Pero no llego a vieja. Lo verías si… Pero soy más vieja que Isabel y que las demás. Pero ¿qué estoy diciendo? De ningún modo. No sé qué cambio pueden haber operado los años en mí, pero vieja no me han vuelto. ¿Sí? ¿Lo crees tú? Pero ¿qué sabes?
—No, no —dijo él, conciliador—. Pero ¿tiene todo esto sentido común? Una mujer joven como tú, que vive sin más ocupación que la de envejecer aquí y hacer que los demás la imiten… Bien, sabes que me diste esperanzas; pero eso nada significa para ti. Te equivocas, si crees poder entretenerme con palabras vanas, para luego derribarme con un golpe de tus alas blancas.
Ella exclamó, pensativa:
—¡Mis alas blancas!
—Sí, podrás tener alas rojas. Mira qué hermosa eres, y no sirves para nada.
—¡Ah! ¡He bebido demasiado! Pero has de saber que sirvo para muchas cosas.
Y cogiéndole de pronto la mano, arrastra al joven por la gradería y aún oigo que dice, como hablando consigo misma:
—¿Para qué preocuparme tanto? ¿Se imagina que Isabel vale más que yo?
Llegan ante el pabellón. Allí se serena y se detiene ella.
—Pero ¿adónde vamos? —pregunta—. Creerás que estoy loca, ¿verdad? Y lo estoy… Es decir, de cuando en cuando. La puerta está cerrada con llave. ¡Vámonos! ¡Lástima encontrar la puerta cerrada cuando se quiere entrar!
El joven replica con sarcasmo, lleno de amargura y desconfianza:
—Sigues mintiendo. Sabías que la hallarías cerrada.
—No has de tenerme en tan mal concepto. ¿Oyes? Pero ¿por qué querrá siempre cerrar con llave la puerta y disfrutar él solo del pabellón? Sí, sabía que la puerta estaba cerrada. Por eso vine contigo. No me atrevo, Hugo; no, no puedo. Has de creerme. ¡Estoy loca! Vuelve en ti.
Le cogió de nuevo la mano y quiso volverse. Hubo entre ellos una corta lucha. La estrechó violentamente entre sus brazos y la llenó de besos, a los que cada vez ofrecía ella menos resistencia, diciendo con palabras entrecortadas:
—¡Nunca besé a una persona extraña! ¡Nunca hasta ahora! Por Dios, debes creerme. Nunca he besado…
—No, no —contesta él impaciente, y la arrastra paso a paso. Cerca del pabellón la deja un momento, apoya fuertemente el hombro en la puerta y la hace saltar por segunda vez. Un momento después está a su lado. Ninguno de los dos habla.
Resiste ella hasta la puerta, se aferra al montante y no quiere soltarlo.
—No, nunca he sido infiel; no quiero, nunca… nunca.
La atrae contra su pecho, la besa un minuto, dos minutos, besos atropellados y sin interrupción; se inclina hacia atrás, y le suelta la mano… Una niebla se extiende ante mis ojos. De modo que… están allí…
Una languidez desolada se apodera de mí, me abate. Me siento muy atormentado y muy solo. Es tarde, tengo el corazón transido. En medio de la blanca neblina veo una forma que aparece: es Ragnhild, que viene del bosquecillo, corriendo con la lengua fuera.
El ingeniero vino a buscarme, me saludó con una inclinación de cabeza y me rogó que reparara la puerta del pabellón.
—¿Se ha vuelto a estropear?
—Sí, se ha estropeado esta noche.
Era muy temprano, las cuatro y media, y nosotros aún habíamos de tardar en salir al campo. El ingeniero tenía los ojos brillantes y muy hundidos, como si le escocieran; sin duda no había podido dormir. No me dio explicación alguna sobre la fractura de la puerta.
No por él, sino por el capitán, bajé en seguida al pabellón a repararla por segunda vez. Corría alguna prisa, porque, aunque el viaje era largo, ya hacía unas veinticuatro horas que el capitán se había marchado. El ingeniero me acompañó. Me produjo buena impresión el hecho de que, siendo él quien violentó la puerta, no hurtara el bulto, ya que él mismo la hacía reparar. Acaso halagaba mi vanidad su confianza en mi discreción, y a esto se debiera principalmente el buen efecto que me causó.
—Soy inspector de flotación en los ríos —dijo el ingeniero—. ¿Cuánto tiempo piensa estar aquí?
—No mucho. Hasta que acaben los trabajos.
—Si quieres, puedo darte ocupación.
Era una profesión inédita para mí. No me hallaría tan a gusto entre almadieros y proletarios como entre agricultores y leñadores. No obstante, le agradecí su ofrecimiento.
—Me haces un favor arreglando la puerta. El caso es que busqué por todas partes una escopeta, sin encontrarla, y entonces se me ocurrió pensar que el capitán pudiera tenerla aquí.
No contesté. Hubiera preferido que no me diese excusas.
—Por esto quise que la dejases como estaba, antes de salir para el campo —agregó.
Ya tenía colocada de nuevo la cerradura, y procedí a clavar la moldura, que había saltado en pedazos. De pronto, oímos al capitán Falkenberg en el patio y le vimos entre los arbustos desenganchando los caballos y llevándolos a la cuadra.
El ingeniero tuvo un sobresalto; buscó a tientas el reloj y lo sacó; pero sus ojos se habían agrandado tanto y estaban tan turbios, que no debió de ver nada. De pronto dijo:
—¡Ah! Pero ahora que recuerdo…
Y desapareció por el jardín.
«¡Cómo se elimina, a pesar de todo!», pensé.
En seguida llegó el capitán, pálido y cubierto de polvo. Había pasado una noche en blanco, pero sin beber nada en absoluto. Me preguntó desde lejos:
—¡Hola! ¿Cómo has entrado ahí?
Me limité a saludarle.
—¿Otra vez se ha roto esa puerta?
—Es que… Recordé que se me olvidaron aquí unos clavos. Ya vuelve a estar arreglada. Si el capitán quiere cerrar…
¡Qué imbécil fui! Sin otra excusa mejor, por fuerza había de comprenderlo todo.
Se quedó unos momentos mirando la puerta, con los ojos entornados; sospechó, sin duda, pero puso la llave en la cerradura, cerró y se fue. ¿Qué más podía hacer?