Hacía mucho tiempo que la señora Falkenberg representaba una comedia. Fingiéndose indiferente a la frialdad del marido, permitía que, de cuando en cuando, la cortejasen los invitados de la casa. Se despidieron estos, hoy uno, mañana otro; pero quedaron Hermano, el capitán grueso, y la dama del chal. El ingeniero Lassen también permaneció. «¡Cómo guste! —debió de pensar el capitán Falkenberg—. Instálate por el tiempo que quieras, amigo mío». Y no le produjo la menor impresión que su mujer empezara también a tutear al ingeniero y a llamarle Hugo, como él hacía. «¡Hugo!», gritaba ella a veces desde la escalinata.
Y el capitán la informaba:
—Hugo se ha ido por aquel camino.
Un día oí que el capitán contestaba con una risa irónica, señalando el bosquecillo de lilas.
La señora se estremeció, y, ocultando su turbación, con una sonrisa forzada, fue en busca del ingeniero.
Por fin había conseguido arrancar a su marido una chispa. Procuraría arrancarle otras. Sucedió esto un domingo. Ya entrada la tarde, la señora, Presa de viva agitación, me dirigió algunas palabras amables y observó que Nils y yo habíamos trabajado bien las tierras.
—Lars ha ido al correo —dijo— a recoger una carta que espero con impaciencia. ¿Quieres hacerme el favor de llegarte hasta su casa y decirle que te la dé?
—Menos mal que somos dos para cargar con la vergüenza —contestó insolente el capitán, mirando a las paredes.
A lo cual contesté «sí», con alegría.
—Lars no estará de vuelta hasta las once. No hace falta que vayas en seguida.
—Bueno.
—Y al regresar, entregarás la carta a Ragnhild.
Durante mi estancia actual en Oevreboe, era la primera vez que la señora me dirigía la palabra. Era algo nuevo. Fui a sentarme a solas en mi alcoba y experimenté un vago sentimiento de resurrección, que me hizo pensar en otras cosas. «Es pura extravagancia seguir representando el papel de persona extraña en la granja —pensaba—. ¿Para qué sufrir las molestias de esta barba larga durante el calor? Me envejece enormemente». Cogí una navaja y me rasuré.
Hacia las diez me fui a casa de Lars, que no había regresado todavía; pero llegó cuando apenas había empezado mi conversación con Emma. Me entregó la carta y volví a casa. Faltaba poco para la medianoche. Me encontré a Ragnhild, y las otras criadas ya estaban acostadas. Eché una ojeada al bosquecillo de lilas: el capitán Falkenberg e Isabel estaban charlando, sentados a la mesa de piedra. Vi luz en la alcoba de la señora, en el segundo piso. Y, de pronto, se me ocurrió pensar que aquella noche ofrecería yo el mismo aspecto de seis años antes, ya que estaba afeitado exactamente como entonces. Saqué la carta del bolsillo y entré por la puerta grande para entregarla personalmente a la señora.
Al llegar al segundo piso, Ragnhild viene a mi encuentro a saltos silenciosos y me coge la carta. Arrojándome su aliento abrasador, y con muestras de gran excitación, me indica el otro lado del pasillo, de donde llega un rumor de voces. Adiviné que Ragnhild estaba allí de centinela obedeciendo a su propia curiosidad o a una orden recibida; pero, en todo caso, aquello no me importaba.
Y cuando me dijo: «No hables. Vuélvete sin hacer ruido», obedecí y regresé a mi dormitorio.
Tenía la ventana abierta. Oí a la pareja que charlaba y bebía en la mesa de piedra, oculta entre los arbustos, y veía aún luz en la habitación de la señora.
Pasaron diez minutos y la luz se apagó. Un minuto después, oí unos pasos rápidos que subían la escalinata de la casa e instintivamente me asomé a ver si era el capitán. Pero este seguía sentado en el mismo sitio.
Poco después, nuevo ruido de pasos de varias personas que bajan la escalera de la casa. No apartaba los ojos de la puerta. Sale primero Ragnhild, que se lanza como una flecha al departamento de la servidumbre. Luego aparece la señora Falkenberg con la carta en la mano y con el pelo suelto. Detrás de ella sale el ingeniero. Los dos bajan por el camino que conduce a la carretera.
Ragnhild entra en mi habitación como una tromba y se arroja sobre el taburete, ahogada, presta a reventar si no lo cuenta. Aquella noche ha visto cosas bien extraordinarias.
—¡Cierre la ventana! La señora y el ingeniero, sin pizca de prudencia, han estado a punto de caer. Aún tenía a la señora abrazada cuando entré con la carta. ¡Oh! La lámpara de la habitación se apagó de un soplo.
—Tú estás loca —dije a Ragnhild.
¡Astuta muchacha! Había visto y oído. Tan acostumbrada estaba a espiar que ni a la dueña respetaba. Pero era una muchacha extraordinaria. Empecé por mantener un aire de dignidad insobornable, negándome a dar oídos a aquellas habladurías. ¿Había espiado? ¡Qué vileza…!
—¿Podía hacer otra cosa? —contestó—. No podía entrar con la carta mientras la señora no hubiese apagado la luz; sólo entonces debía entrar. Las ventanas de la habitación de la señora dan al bosquecillo de lilas. Pero allí estaban el capitán e Isabel, la de la parroquia. De modo que no podía esperar allí. Preferí quedarme en el comedor y echar de cuando en cuando una mirada por el ojo de la cerradura, para ver si habían apagado la lámpara.
Esto ya no parecía tan raro. De pronto, Ragnhild sacudió la cabeza y dijo, llena de admiración por el ingeniero:
—¡El muy bribón! Ha estado a punto de lograr que la señora… No ha faltado un tris.
¿Qué había obtenido de la señora? Aguijoneado por los celos, renuncié a la dignidad y empecé a preguntar a Ragnhild:
—¿Qué hacían? ¿Cómo ha sido eso?
Ragnhild no sabía el principio. La señora le advirtió que esperase una carta que habían ido a buscar a casa de Lars y que cuando se la entregasen no la subiera mientras viese luz en su habitación.
«Cuando se haya apagado la luz, ¿comprendes?», repitió la señora. Y Ragnhild se puso a esperar la carta. Pero tardaba una eternidad y empezó a pensar y a reflexionar que todo aquello era muy raro. Esperando, esperando, subió hasta el pasillo a ver si se enteraba de algo. Oyó que la señora hablaba con el ingeniero en su habitación y se puso a escuchar sin darle importancia. Pero, al mirar por el ojo de la cerradura, vio a la señora que estaba deshaciéndose el peinado, mientras el ingeniero le decía que era encantadora. ¡Vaya con el ingeniero! Después la había besado.
—¿En la boca?
Ragnhild notó mi emoción violenta y quiso calmarme:
—En la boca, no. Ni ella tampoco. Pero… es que el ingeniero tiene una boca tan fea… ¡Ah! ¡Qué bien te has afeitado hoy! ¡Deja que te vea!
—Pero la señora, ¿qué dijo? ¿Acaso no se defendió?
—Sí, debió de defenderse, sin duda. Y, además, gritó.
—¿Gritó?
—Gritó, sí. Y el ingeniero dijo; «¡Calla!», y cada vez que la señora hablaba en voz alta, él le decía:
«¡Calla!».
»¡Sí! ¡Van a oírnos! Ellos también están en el bosquecillo de lilas, como dos enamorados», dijo ella. Hablaba del capitán y de Isabel, la de la parroquia. «Míralos allí sentados»’, añadió, dirigiéndose a la ventana, con el pelo suelto.
»Se le acercó él y la atrajo al interior de la habitación. Después se dijeron muchas cosas. Cuando el ingeniero hablaba bajo, la señora se lo hacía repetir.
»Si no gritaras tanto, estaríamos aquí muy bien, le dijo él. Entonces la señora se calló, limitándose a sonreírle en silencio. Estaba locamente enamorada.
—¡Ah!
—Sí, lo vi. ¡Enamorada de semejante esperpento! Se inclinó hacia ella y le cogió las manos. Mira, así.
—¿Y la señora siguió tan tranquila?
—Sí, bastante tranquila. Luego fue por segunda vez a la ventana y regresó sacando así la lengua, se acercó al ingeniero y le dio un beso. Ya ves si lo querrá. Porque él no tiene una boca bonita…
«Ahora estamos solos y podremos oír si viene alguien», dijo él entonces.
«¿Dónde están Hermano y su dama?», preguntó ella.
«Allá lejos, al otro lado de la finca», contestó él. «Estamos solos. Evítame el tormento de suplicarte más». Y, diciendo esto, la cogía en brazos y la levantaba. ¡Qué fuerza tiene!
«No, déjame», gritaba ella.
—¿Y luego, qué? —pregunté anhelante.
—Luego llegaste con la carta, y, por entonces, no pude ver más. Pero cuando regresé a la puerta, la llave estaba echada y no me permitía ver nada. Pero oí que la señora exclamaba: «¿Qué haces? No, no es posible». Sin duda la tenía en brazos; después acabó por decir: «Sí, espera un poco. ¡Déjame un instante!». La dejó en el suelo. «¡Apaga la luz!», dijo ella. Entonces se hizo la oscuridad en la habitación. ¡Oh! —continuó Ragnhild—. Me quedé sin saber qué hacer. Estaba tan atolondrada que por poco llamo en seguida a la puerta…
—Eso es lo que debías haber hecho. ¿Qué esperabas?
—Pero entonces la señora hubiera comprendido que había estado escuchando detrás de la puerta —contestó la doncella—. En cuatro brincos bajé hasta la puerta de la casa. En seguida regresé, subiendo la escalera pesadamente para que la señora oyese de dónde venía. La puerta estaba aún cerrada con llave; llamé, y la señora vino a abrir. El ingeniero la sujetaba por la ropa y estaba como enloquecido a su lado.
«¡No te vayas, no te vayas!», decía sin parar y sin mirarme siquiera.
«La señora bajó detrás de mí. ¡Dios mío! ¡Si no llego a presentarme en aquel momento! ¡Qué poco faltó!».
Una noche clara, agitada.
Al día siguiente, mientras los criados almorzábamos, las criadas empezaron a chismorrear sobre la explicación habida entre los esposos. Ragnhild estaba al corriente de todo. El capitán había visto a su mujer con el pelo suelto y no le pasó por alto lo de la lámpara apagada, y había hecho alusión a ello con frases de sorna.
—¡Realmente, estás hecha una preciosidad con el pelo suelto!
La señora no replicó hasta que creyó oportuno hacerle callar de una vez diciendo:
—De cuando en cuando, me suelto el pelo; pero no para ti.
La desgraciada no era hábil en la defensa, cuando temía una explicación.
En seguida llegó Isabel y se mezcló en el asunto. ¡Y ella tenía la lengua muy afilada! ¡Ya lo creo! La señora dijo aturdidamente:
—Nosotros estábamos en casa, pero vosotros os escondíais en el bosquecillo.
A lo que Isabel contestó, mordaz:
—Nosotros no llegamos a apagar la luz.
—Que nosotros apagáramos la luz, no tiene importancia, porque salimos en seguida.
Y yo pensaba:
«Pero ¡Señor!, hubiera podido defenderse diciendo que apagaron la luz precisamente porque salían».
La cosa no hubiera pasado de aquí. Pero poco después el capitán aludió a la ventaja que la señora llevaba a Isabel en edad.
—Debías llevar siempre el pelo suelto —le dijo—; te aseguro que eso te quitaría muchos años.
—¡Tal vez me haga falta en adelante! —contestó la señora.
Pero, viendo que Isabel se volvía para reírse, en un arranque de exasperación, le suplicó que se marchara.
Isabel se puso en jarras para gritar:
—Mande preparar mi coche, capitán.
El capitán contestó:
—Muy bien. Y yo te acompañaré.
Ragnhild, que estaba cerca, lo había oído todo.
Yo pensaba entre mí:
«Los dos han tenido celos: ella, de verlo en el bosquecillo de lilas, y él, por el pelo suelto y la luz apagada».
Cuando nos íbamos a echar la siesta, el capitán, que se ocupaba del coche de Isabel, me llamó y me dijo:
—No debiera estorbarte a la hora del descanso; pero ¿quieres hacerme el favor de arreglar la puerta del pabellón?
—Sí —contesté.
Aquella puerta estaba estropeada desde la noche en que el ingeniero la hundió. ¿Por qué quería el capitán repararla entonces, precisamente? Si se marchaba con Isabel, ya no necesitaba el pabellón. ¿Quería cerrar a otros aquel asilo durante su ausencia? Entonces, se trataba de algo indefinido.
Cogí mis herramientas y me encaminé al bosquecillo de lilas.
Por primera vez visité el interior del pabellón. Era una construcción nueva; no tendría más de seis años.
Era espaciosa y de las paredes colgaba un reloj de cuco, parado. Consistía el mueblaje en unas sillas tapizadas, una mesa y un amplio diván de muelles, tapizado de terciopelo rojo. Los visillos estaban echados. Cambié en el techo algunas tejas que había roto yo con la botella. Después examiné la cerradura y vi lo que faltaba. Apenas me había puesto a trabajar, llegó el capitán. Debía de haber bebido un poco, o acaso aún le duraba la última embriaguez.
—No es un robo con fractura —dijo—. La puerta ha quedado abierta y se ha estropeado golpeada por el viento, o alguno de esos señores habrá tropezado una noche con ella, al salir en la oscuridad. Es una puerta muy floja.
Pero la puerta había sufrido una presión fuerte: la cerradura había saltado y la moldura, por la parte interior del batiente, estaba rota.
—¡Déjame ver! Hay que poner otro clavo aquí y estirar el resorte —dijo el capitán, refiriéndose a la cerradura, y se sentó en una silla.
La señora Falkenberg bajó algunos escalones de piedra que conducían al bosquecillo, y gritó:
—¿Está ahí el capitán?
—Sí —contesté yo.
Se acercó. Su rostro temblaba de emoción.
—Quisiera hablarte —dijo—. Unas pocas palabras.
El capitán contestó sin levantarse:
—Como quieras. ¿Te sientas o prefieres estar de pie…? No, no hace falta que te marches —añadió refiriéndose a mí—. No me queda mucho tiempo que perder.
Sin duda quería que la puerta estuviese arreglada para llevarse la llave.
—Tal vez hayas sido… No debía decir lo que dije —empezó a excusarse la señora.
El capitán callaba, y la mujer, no pudiendo soportar que se acogiera en silencio el tono conciliador de sus palabras, acabó por decir:
—¡Después de todo, no tiene importancia!
E hizo ademán de marcharse.
—¿No querías hablarme? —preguntó el capitán.
—No; pueden quedar las cosas como están. Es igual.
—¡Bueno, bueno! —dijo el capitán, sonriendo. Sin duda estaba ebrio e irritado.
Pero cuando la señora pasó delante de mí por la puerta, se volvió a decirle:
—No debías marcharte hoy. Ya se murmura bastante.
—¡No hay que hacer caso! —contestó él.
—Debiéramos evitarlo —replicó ella—, y es una vergüenza que tú no lo comprendas.
Cogí la cerradura y salí.
—¡No te vayas! —me dijo él—. Tengo muy poco tiempo.
—Sin duda no tienes tiempo porque has de marcharte —dijo la señora—. Pero debieras pensarlo mejor. Yo también lo he pensado mejor estos últimos días; pero tú no has querido ver nada.
—¿Qué quieres decir? —preguntó él, grosero y adusto—. ¿Qué es lo que no he querido ver? ¿Tu juego con los cabellos sueltos y la luz apagada?
—Necesito ir al yunque para roblar —dije, y me escapé.
Estuve ausente más tiempo del necesario; pero aún encontré a la señora a mi regreso. Hablaban a gritos en el pabellón.
La señora decía:
—¿Sabes lo que hice? Me humillé hasta descubrir mis celos. Incluso a eso llegué.
—Bueno, ¿y qué más? —replicó el capitán.
—Te empeñas en no comprender nada. Como gustes. Pero habrás de aceptar todas las consecuencias.
Las últimas palabras de la señora sonaron como la flecha al dar contra el escudo. Franqueó la puerta y se alejó.
—¿Ya está eso? —me preguntó el capitán.
Comprendí que su pensamiento estaba ausente.
Quería hacer el valentón. Poco después, fingió un bostezo y dijo:
—¡Uf! ¡Me queda una buena tiradita! Nils no quiere desprenderse de un hombre para mí, de modo que…
Colocada otra vez la cerradura y clavada la madera del batiente, quedaba terminado mi trabajo.
El capitán cerró la puerta, se guardó la llave en el bolsillo, me dio las gracias por el trabajo y a continuación se fue.
Poco después, partió en coche con Isabel.
—Volveré pronto —gritó al capitán Hermano y al ingeniero Lassen, saludándoles—. ¡Qué os divirtáis mucho!