Capítulo II

Llegan nuevos invitados a Oevreboe. La fiesta no se interrumpe. Nosotros, los criados, extendemos el estiércol, labramos y sembramos, y ya en algunos campos empiezan a verdeguear las sementeras. Nos causa alegría contemplarlas.

Pero, de cuando en cuando, hemos de vencer la resistencia del capitán Falkenberg.

Se ha vuelto indiferente a su inteligencia y a su prosperidad, según dice el criado.

Sí, un mal viento había soplado sobre él. Vivía en una embriaguez aturdidora, y sólo le interesaba aparecer como un huésped incomparable. Durante una semana sin interrupción, hizo de la noche día con sus invitados. Pero con el bullicio de la noche, las bestias no tenían reposo en el establo ni en la caballeriza; las criadas tampoco podían dormir el tiempo necesario, y, más de una vez, algunos señoritos desahogados entraban en sus habitaciones y, sentados en la caña, se ponían a charlar con ellas, sólo por verlas en paños menores.

Los operarios nada teníamos que ver con todo aquello; pero a veces sentíamos más pesar que orgullo de servir en casa del capitán. El criado se procuró una insignia de la Sociedad de la Templanza, y la llevaba ostensiblemente sobre la blusa.

Un día vino el capitán a buscarme al campo y me mandó que enganchase el coche para ir a buscar a dos invitados a la estación. Era entre el almuerzo y la comida, y acababa, sin duda, de levantarse. Me ponía en grave aprieto. ¿Por qué no se dirigía al criado? «Cuando vea la insignia de la Templanza, le va a dar un soponcio», pensé.

Adivinando el capitán que yo vacilaba, sonrió y dijo:

—¿Acaso no te atreves por Nils? Porque, en tal caso, podría hablarle antes.

Nils era el criado.

Pero por nada del mundo hubiera permitido que el capitán fuese a buscar a Nils en aquel momento. Estaba labrando con caballos de invitados, y me había rogado que le advirtiese si corría peligro de ser descubierto. Cogí el pañuelo, me sequé la cara y lo agité un poco. El criado lo vio y desenganchó inmediatamente el tiro del arado. «¿Qué va a hacer ahora?», pensé. ¡Bah! El buen Nils sabrá salir con bien del asunto. Aunque era media tarde, hace regresar los caballos. ¡Si pudiera retener un poco al capitán! El criado comprende que es un asunto serio, y empieza a quitarles los arreos.

De pronto, el capitán me mira y me pregunta:

—¿Te has vuelto mudo?

Entonces digo:

—El criado debe de haber sufrido un accidente. Ha desenganchado.

—¿Y qué?

—Nada. Creí únicamente que…

¡Al diablo la hipocresía! Quería ayudar un poco a Nils, porque él era quien estaba comprometido. Fui derecho al bulto y le dije:

—Es que estamos en pleno período de trabajo y ya empieza a germinar allá. Pero aún tenemos muchos campos que…

—¡Bah! ¡Déjalos que germinen! ¡Déjalos que germinen!

—Hay doce acres, y Nils trabaja catorce acres de cereales —al decir esto creí que el capitán modificaría su orden.

Entonces el capitán giró sobre sus talones y me dejó sin agregar palabra. «Estoy despedido», pensé. Sin embargo, para obedecer la orden, seguí al capitán hacia los edificios, con el caballo y el volquete.

Ya estaba tranquilo por el criado, que llegaba cerca del establo. El capitán le hizo una señal, pero sin resultado:

—¡Alto! —gritó con su voz de oficial.

Pero el criado no oyó nada.

Llegamos a la caballeriza. El criado había conseguido llevar a los caballos a su sitio. El capitán estaba extraordinariamente atontado; pero debió serenarse por el camino.

—¿Por qué has desenganchado? —preguntó.

—Se ha roto el arado —contestó el criado— y dejo los caballos en la cuadra, mientras lo reparo. No tardaré mucho.

El capitán ordenó;

—El coche tiene que ir a la estación.

El criado me echó una mirada y murmuró:

—¡Bueno! ¡Precisamente ahora!

—¿Qué murmuras?

—Somos dos hombres y medio para los trabajos —contestó el criado—, y no bastamos.

Pero el capitán debió de concebir sospechas sobre los caballos pardos que el criado conducía con tal prisa a la cuadra; entró a ver las caballerías y descubrió las que estaban sudadas. No tardó en volver a nuestro encuentro y dijo, secándose las manos en el pañuelo:

—¿Trabajas con los caballos de otro, Nils?

Pausa.

—No lo quiero.

—¡Bah! No, no —contestó el criado—. En esta estación, más que en otra, necesitamos caballos en Oevreboe. Tenemos más tierra que nunca por barbechar, y esos caballos forasteros se quedan ahí comiendo, sin hacer nada; no pagan ni el agua que beben. Así, pues, los he llevado a dar una vueltecita por ahí, para que hagan algún ejercicio.

El capitán repitió en tono seco:

—No lo quiero. ¿Lo has oído, Nils?

Pausa.

—¿No me dijiste que uno de los caballos de labranza del capitán estaba malo ayer? —me preguntó.

El criado aprovechó la ocasión.

—Precisamente. Temblaba en el pesebre.

El capitán me miró de arriba abajo, y dijo:

—¿Qué haces aquí?

—El capitán me ha ordenado llevar el coche a la estación.

—Entonces, ¡despacha!

Pero, con palabra tan tajante como la del capitán, Nils dio la contestación:

—¡No puede ser!

«¡Bravo, Nils!», pensé yo. Tenía toda la razón y adoptaba la actitud simpática y enérgica de quien está en su derecho. Nuestros caballos se hallaban extenuados de trabajos penosísimos, mientras los caballos de los invitados descansaban comiendo y engordando, volviéndose inquietos por falta de ejercicio.

—¿No puede ser? —preguntó el capitán como quien cae de las nubes.

—Si el capitán me quita el ayudante, no tengo nada que hacer aquí —dijo Nils.

El capitán fue hasta la puerta de la cuadra y miró hacia fuera. Se mordía el bigote y reflexionaba. Después preguntó mirando de soslayo:

—¿Tampoco puedes desprenderte del muchacho?

—No —contestó el criado—. Está rastrillando.

Tal fue nuestra primera escaramuza con el capitán, y le dominamos. Después tuvimos otros choques pequeños, pero pronto se rendía.

—Hay que traer una caja de la estación —dijo un día—. ¿No podría ir el pequeño a buscarla?

—El pequeño nos hace en estos momentos el trabajo de un hombre —contestó el criado—. Él es quien rastrilla. Si va a la estación, no volverá hasta mañana por la noche: un día y medio de trabajo perdido.

«¡Bravo, Nils!», pensé de nuevo. Ya había hablado de aquella caja que estaba en la estación y que contenía nuevas bebidas; las criadas también habían oído hablar.

Aún cambiaron algunas palabras. El capitán frunció el entrecejo, y como opinara que los trabajos nunca habían durado tanto como aquel año, el criado se enfadó y acabó por decir:

—Si retira usted el chico del campo, deme por despedido.

Y continuando la escena que habíamos combinado de antemano, al preguntarme:

—¿Te vas tú también?

—Sí —contesté.

Entonces el capitán se inclinó y dijo sonriendo:

—He de conceder que tenéis razón. Y, además, sois buenos obreros.

El capitán no sabía, ciertamente, si éramos buenos o malos obreros, ni le importaba gran cosa. De cuando en cuando, echaba una ojeada sobre las tierras y recibía la impresión de lo mucho que se había labrado y sembrado, y esto era todo. Pero nosotros, los criados, trabajábamos y defendíamos los intereses de nuestros amos. Somos así. Sí, somos así.

Nosotros hubiéramos concebido sospechas sobre el origen de nuestro celo: es posible que su origen no fuese tan noble. El criado era hijo de la parroquia y pretendía hacer los trabajos tan bien como el mejor, al menos; tenía que salvar su honor. Yo le imitaba. Cuando el criado se colocó la insignia de la Templanza, acaso lo hizo para que el capitán fuese más sobrio y pudiera ver la importancia del trabajo que realizábamos en la hacienda. Y en esto también yo era de su opinión. Además, tenía la esperanza de que la señora Falkenberg comprendiese las buenas almas que éramos nosotros. Sin duda por eso me portaba yo tan bien.

Vi a la señora Falkenberg de cerca, por primera vez, una tarde, al salir yo de la cocina. Atravesaba el patio, esbelta y con la cabeza descubierta. La saludé, quitándome la gorra, y la contemplé: en su rostro aún había juventud y candor. Con absoluta indiferencia me contestó: «Buenas tardes», y siguió su camino.

No era posible que todo hubiera terminado entre el capitán y su esposa, y fundaba mi opinión en los siguientes hechos:

Ragnhild, la doncella, era la amiga y la espía de la patrona: vigilaba por cuenta de la señora, era la última en acostarse, se detenía en las escaleras para escuchar, mirándose las manos, y al sentirse llamar daba tres o cuatro saltos silenciosos para que no adivinaran que estaba al acecho. Era una hermosa joven con ojos muy brillantes, y de sangre ardiente. Una tarde la sorprendí cerca del pabellón, como si buscase algo entre las lilas. Al verme, se estremeció, hizo un signo de advertencia en dirección al pabellón y huyó, mordiéndose la lengua.

El capitán estaba al corriente de las maniobras de Ragnhild. Sin duda estaba bebido y contrariado por algo el día que, en presencia de todos, dijo a su mujer:

—Esa Ragnhild es una intrigante. No comprendo cómo está aún aquí.

—No es la primera vez que quieres despedirla. Dios sabe por qué. Es la mejor criada que hemos tenido.

—Por su conducta —explicó el capitán.

Esto me hizo reflexionar. Acaso la señora tenía la astucia de mantener una espía para que no la creyesen del todo indiferente a la conducta del capitán. Así pasaría por una pobre mujer que suspira en secreto por su marido, lamentando sus constantes desvíos, y en ello encontraría un buen motivo para devolverle la píldora y hacer por su parte lo que quisiera. Id a saber.

Pero pronto cambié de opinión. Días después, el capitán adoptó una nueva táctica. No pudiendo burlar la vigilancia de Ragnhild, cuando quería esconderse detrás de un tabique, o cuando, ya de noche, deseaba entrar sin que nadie lo viera en el pabellón, para encontrarse a solas con alguien, empezó a tratar a la criada con palabras amables. ¡Bah! Sin duda seguía en esto el consejo de Isabel.

Estábamos sentados los criados junto a la mesa grande de la cocina, donde trajinaban las criadas, dirigidas por la señora.

El capitán llegó del salón. Llevaba un cepillo en la mano.

—Cepíllame el abrigo —dijo a Ragnhild.

Obedeció ella y, cuando hubo terminado, el capitán se volvió con una sonrisa y le dijo:

—Gracias, querida.

La señora se quedó sorprendida y al momento dio un encargo a su doncella para el granero. El capitán la siguió con la vista y dijo:

—Los ojos de esa muchacha tienen un brillo maravilloso.

Una llama pasó por los de la señora, al tiempo que se le encendía el rostro de bochorno. Viéndose observada por su marido, se marchó como si de pronto hubiera tomado una resolución y noté que estaba muy pálida cuando, al llegar a la puerta, se detuvo para decir por encima del hombro:

—Me parece, en efecto, que Ragnhild tiene los ojos demasiado brillantes.

El capitán preguntó, asombrado:

—¿Cómo?

La señora rio con una mueca helada y, designándonos con la mirada, continuó:

—Sí, empieza a estar demasiado bien con los criados. —Silencio en la cocina—. Y es preferible que se vaya.

Jamás hubiera esperado de la señora semejante atrevimiento, pero no podíamos hacer nada, comprendiendo que le habíamos servido únicamente de pretexto. Cuando salimos, el criado me dijo con gran indignación:

—De buena gana entraría a decirle algo.

Pero no valía la pena pensar más en aquel incidente y lo disuadí. Pasaron un par de días. El capitán halló la ocasión de decir a Ragnhild, delante de la señora, una galantería de mal gusto.

—Tú, con tu cuerpo garboso… —le dijo.

¡Ah! ¡Qué tono se usaba en casa del capitán! El dueño se aplebeyaba cada vez más. A ello contribuían sin duda los invitados borrachos, la ociosidad, la indiferencia y la ausencia de niños.

Aquella misma noche, Ragnhild vino a decirme que la habían despedido; la señora no se había tomado más trabajo que el de aludirme, lo que era una superchería. La señora sabía muy bien que yo no permanecería mucho tiempo en la granja. ¿A qué tomarme, pues, por cabeza de turco? Quería destruir los planes de su marido, y eso es todo.

Ragnhild, por su parte, estaba desolada; no hacía más que llorar y secarse los ojos. Pero, al cabo de un rato, se consoló con la idea de que al marcharme yo, la señora volvería a tomarla. En mi fuero interno estaba seguro de lo contrario.

El capitán y la señora Isabel podían estar satisfechos: se verían libres de la persecución de la criada.

Pero ¿qué sé yo? Acaso había un error en mi modo de apreciar la situación. Nuevos acontecimientos quebrantaron mi seguridad y hasta me hicieron cambiar de opinión por segunda vez… ¡Qué difícil es conocer a los hombres!

Comprendí que la señora Falkenberg estaba lisa y llanamente celosa de su esposo. No era un sencillo fingimiento para quedar a su vez en libertad de hacer lo que le viniese en gana. Todo lo contrario. Por otra parte, no creo que la señora admitiese que su marido se fijaba en la doncella, o fingió por pura estratagema, recurrió a la farsa por creerla necesaria. Si se abochornó en la cocina, debióse a que la mortificaron, naturalmente, ciertas palabras inconvenientes de su marido; pero no por celos de la criada.

Si su marido la creyó celosa, tanto mejor para ella, que no buscaba producir otro efecto. Con ello, significaba claramente;

—Sí, me tienes celosa; ya ves que te quiero como antes.

La señora Falkenberg era mejor de lo que yo creía. Durante los años de mi ausencia, los esposos se habían ido distanciando por indiferencia, acaso por orgullo; ahora era ella la que quería dar el primer paso y demostrar de nuevo su cariño. Pero no quería mostrarse celosa de aquella a quien precisamente temía más que a nadie; de Isabel, aquella amiga peligrosa, bastante más joven que ella.

¿Y el capitán? ¿Se agitó en su interior, ante el bochorno de su mujer en la cocina? Acaso un débil recuerdo de los pasados tiempos aletease en su memoria: un asombro tenue, una alegría. Pero no exteriorizó la menor emoción. Sin duda los años habían aumentado su suficiencia y su orgullo. Tal fue la impresión que me produjo.

Entonces se desarrollaron los acontecimientos a que antes aludí.