Las cosas ocurrieron de modo diferente a como yo las había pensado. El capitán Falkenberg salió al patio, oyó mi petición y contestó en el acto con una negativa: había demasiada gente, y los trabajos estaban casi terminados.
—Bueno. ¿Puedo sentarme en la sala de la servidumbre para descansar un poco?
—Haz lo que quieras.
El capitán no me invitó a quedarme el domingo. Giró sobre los talones y entró en la sala. Cuando le vi llegar, parecía que acababa de levantarse; aún llevaba la camisa de dormir, por encima, negligentemente, sin abrochar. Había encanecido en las sienes y en la barba.
Me siento en la sala de la servidumbre y espero que vengan los criados a cenar; son dos: un joven y un mozalbete. Hablamos, y resulta que se ha equivocado el capitán al decir que los trabajos estaban casi terminados. ¡Él sabría por qué lo dijo! No oculto que busco trabajo, y, en cuanto a mis aptitudes, les enseño el certificado que me dio en otro tiempo el alcalde de Hersaet. Cuando salen los mozos, les sigo con el saco a la espalda, dispuesto a marcharme. Echo una ojeada a la cuadra, en donde hay un número extraordinario de caballos; al establo, al gallinero, a las pocilgas. Veo en el foso estiércol del año anterior, que aún no ha sido acarreado.
—¿Cómo es posible?
—Pero ¿qué podemos nosotros? —contesta el criado—. He acarreado estiércol desde fin de invierno hasta el presente; estaba solo. Por fin, somos ya dos; pero ahora nos hace labrar y rastrillar. ¡Él sabrá por qué!
—Bueno, ¡adiós! —le digo. Y me alejo.
Me propongo hacer una visita a mi buen compañero Lars Falkenberg, pero no digo nada. En lo alto del bosque diviso unas casitas nuevas en medio de un claro y me imagino las tierras roturadas en el descuaje.
Al criado de Oevreboe le había dolido ver marchar a un hombre que podía ser útil en las labores del campo. Mientras me alejo, veo que atraviesa el patio con paso vacilante y entra en la vivienda.
Escasamente habré dado un centenar de pasos, cuando el criado se me acerca corriendo para anunciarme que he sido admitido. El capitán le ha dado carta blanca para tomarme al servicio de la casa.
—¡No hay nada que hacer hasta el lunes, pero entre a cenar!
El avispado mozo me acompaña a la cocina y ordena:
—¡Dad de comer a este hombre! ¡Va a trabajar aquí!
Una cocinera desconocida, criados desconocidos. Me dan la cena, y salgo de la cocina. No veo a ninguno de los amos.
Como sería muy aburrido permanecer en la sala de la servidumbre toda la noche, salgo afuera en busca de los mozos y charlo con ellos. El criado procede de una granja que se halla al norte de la parroquia; pero como no es el primogénito, no tiene tierras propias y se ha contratado voluntariamente, por una temporada, en Oevreboe. ¡Realmente, se le pudo ocurrir algo peor! El interés del capitán por la granja decrecía y cada año se ocupaba menos de su heredad. En sus largas ausencias dejaba hacer al criado lo que quisiera. Gracias a sus afanes, durante el pasado otoño cambió el aspecto de extensos herbazales pantanosos que quiere hacer sembrar. El criado señala las tierras con el dedo: aquello está ya labrado, y lo de más allá se convertirá en un prado. «Mira este campo del año pasado. ¿Verdad que ofrece buen aspecto?».
Da gusto oír a un hombre que conoce su oficio, y que infunde confianza con sus palabras sensatas. Además, estuvo en la Escuela de Agricultura y aprendió a llevar las cuentas de una explotación agrícola, a escribir las carretadas de heno en un sitio y la fecha del nacimiento de las terneras en otro. ¡Él sabrá por qué! Antes, los campesinos llevaban las cuentas en la cabeza, y las mujeres sabían día por día cuándo había de parir cada una de sus veinte o de sus cincuenta vacas.
El criado es un mozo despierto, a quien no asusta el trabajo; pero últimamente sentíase algo deprimido por no poder atender a todas las tierras del capitán, y sin duda lo reanimaba el esfuerzo que conmigo recibía. Desde el lunes me darían el caballo del rastrillo para acarrear el estiércol, el muchacho tomaría uno de los caballos de silla del capitán, para rastrillar; él continuaría labrando. ¡Bah! ¡Aún podríamos sembrar bastante en aquel año!
Domingo.
He de mantenerme muy sobre aviso. No debo saber nada que se relacione con la finca; por ejemplo, hasta dónde se extiende el bosque del capitán, en dónde están situados los diferentes edificios y dependencias, los caminos, el pozo. Me apercibí para el día siguiente: engrasé el volquete, los arneses, y di a mi caballo un pienso extraordinario. Por la tarde, di una vuelta de cuatro o cinco horas por los bosques del capitán, pasé por el desmonte de Lars, sin pararme en la casa, y fui hasta el límite de la parroquia vecina, antes de regresar. Me asombré ante las grandes talas llevadas a cabo en el bosque.
Cuando regresé, me preguntó el criado:
—¿Oíste los cantos y el alboroto de anoche?
—Sí. ¿Qué era?
—¿Qué va a ser? Los invitados —contestó el criado riendo.
¡Ah, sí, los invitados! ¡Eran tantos ahora en Oevreboe!
Había entre ellos un señor extraordinariamente gordo y vivaracho, con unos bigotes enhiestos; capitán del mismo cuerpo de Falkenberg. A él, como a los demás invitados, los vi salir uno a uno de la casa durante la noche. Había un joven, a quien llamaban «Ingeniero»: tendría veintitantos años, de mediana estatura, piel morena y sin barba. Y estaba Isabel, la de la parroquia. Conservaba un recuerdo preciso de Isabel, y la reconocí al momento, aunque tenía seis años más y había madurado. La Isabelita de ahora no era ya una muchacha: su pecho exuberante daba la impresión de una salud robusta. El criado me contó que estaba casada con Erik, el hijo de un granjero al que había amado desde su infancia. Seguía siendo amiga de la señora Falkenberg y la visitaba con frecuencia; pero el marido nunca la acompañaba.
Isabel se coloca bajo el asta de la bandera, y a poco el capitán Falkenberg se le reúne. Charlan de muchas cosas y están muy absortos en la conversación; el capitán mira de reojo a uno y otro lado cuando va a pronunciar alguna frase. De modo que no hablaban de cosas triviales, sino de algo que exige prudencia.
Mas he aquí que el grueso y jovial capitán (desde la sala de la servidumbre oímos las carcajadas) grita a Falkenberg reclamando su presencia; pero este se contenta con soslayar la conversación, sin volverse.
El capitán se dirige hacia unos escalones de piedra que conducen al bosquecillo de lilas; una criada le sigue con vino y con vasos.
El ingeniero cierra la marcha.
El criado, a mi lado, se ríe a carcajadas y dice:
—¡Ah! ¡El capitán!
—¿Cómo se llama?
—Todos le llaman Hermano, tanto este año como el pasado.
—Ignoro su nombre.
—¿Y el ingeniero?
—Se llama Lassen, según creo. No ha venido más que una vez mientras yo estoy aquí.
Entonces aparece la señora Falkenberg por la gradería, se detiene un instante y contempla a la pareja que permanece bajo el asta de la bandera. Es todavía bonita y de agradable aspecto, pero de rostro fláccido y chupadas mejillas; ha perdido su lozanía de antaño. Se aparta también por el camino del bosquecillo de lilas, y reconozco su andar suave y majestuoso de otros tiempos; pero, con los años, ha perdido algo de su prestancia.
Salen también de la casa otras personas: una señora de cierta edad, envuelta en un chal, acompañada de dos señores.
El criado me cuenta que no siempre hay tantos forasteros en la propiedad; pero que, anteayer, como cumpleaños del capitán Falkenberg, llegaron con gran estrépito dos vehículos llenos de gente. Los caballos estaban todavía en la cuadra.
Llaman repetidas veces a la pareja que parece clavada bajo el asta; el capitán responde con un «sí» de impaciencia, pero no se mueve. Quita una brizna del hombro de Isabel, mira con cuidado a su alrededor; luego descansa una mano en el brazo de ella y parece darle una lección.
—Esos tienen muchas cosas que decirse —me advierte el criado—. Siempre que ella viene aquí dan grandes paseos juntos.
—¿Y eso le gusta a la señora Falkenberg?
—No he oído decir lo contrario.
—¿Tampoco tiene Isabel hijos?
—Sí, tiene muchos hijos.
—¿Cómo puede ausentarse con tanta frecuencia, teniendo hijos y una extensa propiedad?
—No tiene importancia, mientras viva la madre de Erik. Nada le impide ausentarse.
Sale el criado, y me quedo solo en la sala de la servidumbre. Recuerdo el tiempo en que trabajé allí construyendo una sierra para cortar árboles, una sierra extraordinaria. ¡Ah! ¡Qué interés me tomaba! En el cuarto contiguo, Petter, el criado, estaba enfermo, en cama; pero tenía yo fiebre por trabajar y daba un salto al cobertizo cada vez que tenía que colocar un clavo. Ahora pienso en la sierra como si fuera literatura. He aquí lo que hacen de un hombre los años.
Vuelve a entrar el criado.
—Si mañana no se van los forasteros, cojo dos caballos de los suyos para labrar —dice, y no piensa más que en el trabajo.
Me asomo a la ventana. La pareja que estaba bajo el asta, ha desaparecido, por fin.
Al atardecer crecía la animación en el bosquecillo de lilas. Las criadas iban y venían con bandejas, sirviendo manjares y bebidas. Los amos cenaban bajo los árboles.
—¡Hermano, Hermano! —gritaban; pero el que reía y gritaba más fuerte era el Hermano.
Era enorme, y la silla se rompió al peso de su cuerpo. Vinieron a la sala de la dependencia por una silla de madera capaz de soportarlo. ¡Cómo se divertía la gente en el bosque de lilas! El capitán Falkenberg subía de cuando en cuando al patio para demostrar que aún podía tenerse en pie y que todo lo vigilaba.
—¡Apuesto por él! —dijo el criado—. No es hombre que se rinda fácilmente. El año pasado, una vez que lo llevé en coche, estuvo bebiendo durante todo el camino y, al verle, nadie lo hubiera sospechado.
El sol se fue al ocaso. Debía de hacer frío en el bosquecillo de lilas y la reunión entró en la casa. Pero abrieron las ventanas de los salones, y del piano de la señora Falkenberg salieron olas de armonía, cuyos ecos llegaban hasta nosotros. Después fue música de baile: sin duda tocaba el grueso capitán Hermano.
—¡Qué gente más rara! —gruñó el criado—. Tocan y bailan de noche y se pasan el día durmiendo. Voy a acostarme.
Permanecí sentado junto a la ventana, y vi que mi compañero Lars Falkenberg cruzaba el patio y entraba en la casa. Le habían enviado a buscar para que cantara canciones populares. Al poco rato de cantar solo, el capitán Hermano y los demás invitados se pusieron a acompañarle formando coro. Era un canto poderoso y alegre. Media hora después, Lars Falkenberg entró en la sala de la servidumbre con la media botella que le dieron por su trabajo. Al no ver a nadie más que mí, que soy un forastero, pasó al cuarto donde está el criado, con quien bebió una copa antes de llamarme. Procuré hablar poco, para que no me reconociese; pero al despedirse de nosotros, Lars me rogó que le acompañase un rato y entonces me vi descubierto. Lars sabía que yo era el viejo camarada de la tala de árboles. El capitán se lo había dicho.
«¡Bah! —pensé—. Todas mis precauciones han sido inútiles».
Por otra parte, me alegré que las cosas tomasen aquel giro. El capitán, con la mayor indiferencia, me dejaba transitar a mi gusto por toda la propiedad.
Acompañé a Lars Falkenberg hasta su casa. Conversamos de los antiguos tiempos, de la roturación de su desmonte y de las personas de la granja. Deduje que el capitán ya no inspiraba el respeto de otros tiempos: ya no era el portavoz de la parroquia, ya no iban hombres y mujeres a pedirle consejo.
—Mira, este es el camino que mandó construir hace cinco años, para llegar a la carretera. Los edificios necesitan una capa de pintura, pero él no se ocupa; las tierras de labor están abandonadas y ha ido demasiado lejos en la explotación de la tala de árboles.
¿Bebía?
Eso se decía, pero no podía afirmarse con fundamento. ¡Que el diablo se lleve a los chismosos! Algo bebería, desde luego, y se ausentaba en coche y no volvía a casa en varios días seguidos; pero lo peor era que, al regresar, no tenía energías.
—Mal viento ha soplado sobre él —dijo Lars.
—¿Y la señora?
—¿La señora? Como siempre: tocaba el piano y era tan bonita como un sueño. Y tienen una casa hospitalaria y muchos invitados; pero los impuestos y las contribuciones son crecidos y sólo la conservación de una casa tan grande cuesta un dineral. Pero la mayor calamidad que pesa sobre el matrimonio es que estén muy cansados el uno del otro. ¡Parece increíble! Si se dicen algo, apartan la mirada para no verse. Durante meses y meses no abren la boca más que para hablar con forasteros. El capitán se queda todo el verano en el campo de instrucción, no da una sola vuelta por su casa ni vigila a su mujer ni a su propiedad. No tienen hijos, y ese es el secreto —dice Lars.
Emma sale de casa y viene a nuestro encuentro. Todavía conserva el aspecto de bondad y de belleza, y se lo digo.
—¡Ah, sí! Emma —dice Lars— no está mal; pero ¡tiene tantos críos, la tonta!
Y de la media botella le sirve un vaso, que le obliga a beber. Emma quiere hacernos entrar: estaríamos mejor sentados dentro, que de pie fuera.
—¡Oh, hace buen tiempo! —observa Lars.
Por lo visto no tiene deseos de que entre en su casa. Cuando regreso, me acompaña un rato y me enseña las zanjas de drenaje que ha abierto, el terreno que ha conquistado y el seto con que ha cercado su finca. Ha realizado un trabajo provechoso y razonable en su modesta propiedad… Me invade un extraño bienestar junto a aquel hogar tibio en medio del bosque. Detrás de la casa y del establo, el arbolado murmura suavemente, hay setos frondosos cerca de las construcciones; el follaje de los pobos emite un sedoso susurro…
Regreso a la casa. La tarde declina, todos los pájaros callan, la temperatura es agradable, con un crepúsculo suave y azul.
—¡Seamos jóvenes esta noche! —dijo una voz de hombre, alta y clara, detrás de las lilas—. ¡Vamos a bailar en el cercado!
—¿Se acuerda del año pasado? —contestó la voz de la señora Falkenberg—. Era usted muy cortés y amable y no decía esas cosas.
—No, no las decía; ya veo que lo recuerda. Pero también hubo de reprenderme una vez el año pasado, porque le dije: «¡Qué hermosa está usted esta noche!», y me replicó: «¡No, ya no soy hermosa! Pero es usted un niño; no beba tanto».
—¡Es verdad! —exclamó la señora Falkenberg con una sonrisa.
—Sí, pero sólo yo, que no tenía ojos más que para usted, podía saber si estaba hermosa.
—¡Siempre será usted un niño!
—Y esta noche está usted más hermosa.
—Viene alguien.
Descubro tras las lilas al ingeniero y a la señora. Cuando ven que soy yo, vuelven a respirar con alivio y continúan charlando como si yo no existiera. Y así es el alma humana: aunque siempre deseo que todo el mundo me deje en paz me molesta el poco caso que la pareja hace de mí. ¿Acaso no tengo la cabeza y la barba grises para que se me respete?
—Esta noche está usted más hermosa que nunca —repitió el ingeniero.
Llego donde se encuentran, les saludo con indiferencia y paso de largo.
—Le diré sencillamente que pierde el tiempo —replicó la señora—. ¡Ha perdido usted algo! —me gritó.
¿Perdido? El pañuelo estaba en mitad del camino; lo había dejado caer a propósito; me vuelvo, lo recojo, doy las gracias y continúo mi camino.
—¡Qué atenta está usted a las cosas indiferentes! —dice el ingeniero—. ¡Un pañuelo de campesino con flores rojas! Venga, entremos en el pabellón.
—Por la noche está cerrado —contesta la señora—. Habrá alguien dentro.
Y ya no oigo más.
Mi alcoba está en el granero de la casa de la servidumbre, y la única ventana abierta da sobre el bosquecillo de lilas. Cuando llego, oigo que siguen hablando detrás de los arbustos, pero no entiendo lo que dicen. Pensaba entre mí: «¿Por qué está el pabellón cerrado por la noche, y quién tuvo esa idea?». Acaso un alma astuta pensara que, estando aquella puerta siempre cerrada, sería menos peligroso deslizarse alguna vez adentro en buena compañía y retirar la llave.
A lo lejos, por el camino que acabo de seguir, distingo a dos personas: son el grueso capitán Hermano y la señora de cierta edad, la dama del chal. Sin duda estarían sentados en algún sitio del bosque, cuando pasé, y me pongo a reflexionar si se me habría ocurrido decir algo en voz alta al pasar frente a ellos.
De pronto, veo que el ingeniero se destaca de los arbustos, se dirige vivamente al pabellón, y como encuentra la puerta cerrada, apoya el hombro y la fuerza. Se oye un crujido fuerte.
—¡Ven, no hay nadie! —grita.
La señora Falkenberg se levanta y dice, muy confusa:
—¿Qué intenta usted, loco? —Pero, aunque parece hablar en tono de protesta, se acerca a él.
—¿Intentar? —contesta él—. El amor no es glicerina, es nitroglicerina.
Y coge a la señora Falkenberg por el brazo y la hace entrar. ¡Allá él!
Pero veo venir al capitán gordo y a su compañera. La pareja del pabellón no lo sospecha, y acaso no le sea indiferente a la señora Falkenberg ser descubierta sola con un hombre y en un lugar tan apartado. Busco a mi alrededor algo con que advertirles; encuentro una botella vacía, y, asomando medio cuerpo por la ventana, la arrojo con todas mis fuerzas hacia el pabellón. Se oye el ruido de la botella estrellándose y rompiendo las tejas y el de los pedazos que ruedan por el techo. Al mismo tiempo sale del pabellón un grito de terror, y la señora Falkenberg se precipita fuera, seguida del ingeniero, que la sujeta por el vestido. Se detienen un momento y escudriñan los alrededores.
—¡Hermano! ¡Hermano! —grita la señora Falkenberg, y huye entre el bosquecillo de lilas—. No, no me siga usted —grita volviéndose—; es preciso que no me siga.
Pero el ingeniero se lanza en su seguimiento. Es admirablemente joven y no ceja por nada.
Se acercan el grueso capitán y su compañera, sumergidos en una conversación melosa, como si nada hubiera en el mundo comparable al amor. Frisaría el grueso señor en los sesenta años y no pasaría la mujer de los cuarenta, y resultaba encantador oír la ternura con que él le hablaba:
—Hasta esta noche la cosa era soportable, pero ya sobrepasa esto las fuerzas de un hombre; me ha embrujado usted por completo, señora.
—No ere; que fuese una cosa tan seria —contesta ella por decir algo amable y para animarle.
—Sí —contestó él—; es preciso que acabe. ¿Oye usted? Fuimos al bosque; allí creí que bien podría esperar otra noche, por eso no insistí; pero, ahora, la ruego que volvamos al bosque.
Ella sacudió la cabeza.
—¡Oh! Yo quisiera de buena gana serlo… Hacer lo que usted…
—¡Gracias! —interrumpió él.
La rodea con sus brazos en medio del camino y aprieta su abultado vientre contra el de ella. Parecían dos recalcitrantes que no quisieran entregarse al destino. ¡Ah! ¡Aquel demonio de capitán!
—¡Déjeme! —suplicaba ella.
Aflojó él un poco el abrazo. Luego la volvió a estrechar. Y de nuevo parecía que ambos se rebelaban contra la suerte.
—¡Ven conmigo al bosque! —insistía el hombre.
—Imposible, sería indecoroso —comentaba ella.
Pero el capitán desbordaba de palabras de amor.
—¡Oh! Antes, maldito el caso que hacía de unos ojos. ¿Ojos azules? ¡Bueno! ¿Ojos grises? ¡Bah! Sean del color que sean, miran con más o menos intensidad y nada más. ¡Pero llegó usted con sus ojos negros!
—Sí, son negros —concedió la señora.
—Me quema usted con esos ojos, me calcina.
—No es usted el primero que alaba mis ojos. Mi marido…
—¡Y yo! —grita el capitán—. Le aseguro que si la hubiese encontrado veinte años antes, no hubiera respondido de mi razón. Venga, no hay tanto relente en el bosque como parece.
—Es preferible que entremos.
—¿Entrar? No hay sitio en que podamos estar solos.
—Acaso lo encontremos.
—Sí, pero es preciso que esto termine hoy —dijo el capitán para acabar, y desaparecieron.
Me quedé preguntando si la botella que arrojé había servido realmente de advertencia para alguien.
A la mañana siguiente oigo al criado salir a las tres de la mañana para dar pienso a los caballos. A las cuatro llama al techo de mi alcoba. Le concedo el honor de levantarse primero, aunque hubiese podido despertarle yo a cualquier hora de la noche: no había dormido. No es gran cosa pasarse sin dormir una o dos noches en este tiempo ligero y frío; no se experimenta pesadez alguna.
El criado se va al campo con una nueva yunta. Después de examinar los caballos de los invitados, ha elegido los de Isabel, que son excelentes bestias de tiro con sus patas firmes.