Me paseo por la calle en que está el Ayuntamiento, y permanezco un momento junto a los cocheros, vigilando la puerta del «Hotel Victoria». Es verdad: está con la familia.
Entonces me cuelo, como al acaso, en el hotel, y charlo con el conserje.
—Sí, la señora está en el hotel, habitación número 12, primer piso.
—Entonces, ¿la señora no ha salido?
—No.
—Y, ¿se marchará pronto?
—No ha dicho nada.
Salgo del hotel y los cocheros abren las portezuelas de sus fiacres[6]: «¿Quiere usted coche, caballero?».
Escojo un coche y subo.
—¿Qué dirección?
—Vamos a permanecer aquí. Lo tomo por horas.
Los cocheros se dirigen unos a otros y murmuran: uno cree una cosa; otro cree otra: «Quiere vigilar el hotel, y, sin duda, también a su mujer, que debe estar dentro con algún viajante».
Sí, estoy vigilando el hotel. En algunas ventanas hay luz. De pronto, se me ocurre la idea de que puede estar de pie en una ventana y puede verme.
—Aguarde un poco —digo al cochero, y vuelvo a entrar en el hotel.
—¿Dónde está el número 12?
—En el primer piso.
—¿Y dan las ventanas a la calle del Ayuntamiento?
—Sí.
—Entonces, seguramente era mi hermana la que me hacía señas —dije, mintiendo, para que el conserje me dejase pasar.
Subo las escaleras, y, para no desdecirme, llamo inmediatamente a la puerta.
Silencio.
Llamo de nuevo.
—¿Es la camarera? —pregunta una voz.
No podía contestar. Mi voz me hubiese traicionado. Puse la mano en el pasador: la puerta estaba cerrada con llave. Indudablemente, había tenido miedo de que viniese, o tal vez me había visto en la calle.
—No, no es la camarera —digo, y mis palabras tiemblan de un modo extraño.
Después de lo cual aguardo un buen rato, aplicando el oído: oigo ruido en el interior del cuarto, pero la puerta permanece cerrada. Después, desde una de las habitaciones, llaman a la portería, dando dos breves timbrazos. «Es ella —pienso—, es ella, que llama a la camarera; debe de estar inquieta». Me alejo de la puerta para no comprometerla, y cuando llega la camarera me cruzo, como si fuese a bajar. Y oigo que dice:
—Sí, es la camarera.
Se abre la puerta.
—¡No! —dice la doncella—. No había nadie más que un señor que bajaba.
Pensé tomar una habitación en el hotel; pero me repugnó la idea: no era ninguna dama que tuviese cita con un viajante.
Cuando llegué junto al conserje, dije llanamente que la señora se había acostado, sin duda.
Salí a la calle y tomé asiento en el interior del coche. Transcurre tiempo; pasa una hora; el cochero me pregunta si tengo frío. ¡Sí, un poco! ¿Aguarda a alguien…? Sí… El cochero me presta la manta, y, como se muestra tan amable, le doy algunas monedas para que beba un «grog».
Discurre el tiempo; pasan lentamente las horas. Los cocheros no están enfadados, pero murmuran entre sí que voy a reventar el caballo de frío.
No, aquello no servía de nada. Pago el coche, vuelvo a casa y escribo la siguiente carta:
Si no me está permitido escribirle, ¿podré, al menos, volver a verla…? Me presentaré en el hotel, mañana, a las cinco de la tarde.
¿Debía señalar una hora más temprano? ¡Es tan viva la luz de la mañana…! Cuando me sentía conmovido y mis labios temblaban convulsos, debía de ofrecer un aspecto horrible.
Personalmente llevé la carta al «Hotel Victoria», y volví a casa.
La noche se me antojó interminable. ¡Cuán largas eran las horas…! Aunque debí procurar dormirme para recuperar fuerzas y aparecer fresco, me sentí incapaz. Al apuntar el día, me levanté. Después de un prolongado deambular por las calles, regreso a casa y me duermo.
Pasan las horas. En el momento en que me despierto, me precipito al teléfono, y, en mi ansiedad, pregunto si ha partido la señora.
No, no ha partido.
Gracias a Dios, ella no había querido huirme, pues debió de haber recibido la carta desde hacía mucho tiempo. No, únicamente que ayer escogí un mal momento; nada más.
Desayuno y vuelvo a acostarme; cuando me despierto, es más del mediodía. Nuevamente me precipito al teléfono y llamo: «No, la señora no ha partido, pero ha hecho las maletas. De momento, la señora ha salido».
Termino de vestirme y me lanzo a la calle del Ayuntamiento, a vigilar el hotel.
Durante media hora, muchas personas entran y salen por la puerta; pero ella, no.
Son las cinco, entro en el hotel y me dirijo al conserje.
—La señora partió.
—¿Qué ha partido?
—¿Es usted el que ha telefoneado…? La señora regresó en aquel mismo momento y recogió las maletas… Pero ha dejado una carta.
Recojo la carta; y, sin abrirla, me informo de la salida del tren.
—El tren salió a las cuatro cuarenta y cinco.
Había perdido media hora, espiando en la calle.
Me siento en un escalón; fijo los ojos en el suelo. El portero sigue charlando. Se debe de haber dado cuenta de que la señora no era mi hermana.
—Dije a la señora que un señor acababa precisamente de telefonear. Pero la señora respondióme sencillamente que no tenía tiempo y que diera a usted esta carta.
—¿La acompañaba otra señora?
—No, señor.
Me levanto y me voy. Ya en la calle, abro la carta:
«No debe usted perseguirme más».
Meto la carta en mi bolsillo. Me siento completamente estúpido. Aquello no me sorprendía, ni me causaba impresión alguna.
¡Muy femenino!
Frases impulsivas, escritas bajo la primera impresión, palabras subrayadas, puntos suspensivos…
Entonces se me ocurre la idea de buscar la dirección de la señorita Isabel y telefonearle; quedábame todavía esta última esperanza.
Oigo sonar el timbre a lo lejos, después de haber oprimido el botón, y permanezco con el oído aguzado, como en un rumoroso desierto…
La señorita Isabel había partido hacía una hora.
Primero, el vino; después el whisky. Después, grandes cantidades de whisky.
Es algo realmente extraordinario y paso unos días durante los cuales mi conciencia terrenal se envuelve en un velo.
En aquel estado se me ocurrió un día la idea de mandar a una cabaña un espejo con un alegre marco dorado. Era para una muchachita que se llamaba Olga, agradable y dulce como un ternerillo.
Porque todavía conservo mi neurastenia.
En mi habitación yace la máquina. No puedo montarla, porque las piezas principales de la armazón se quedaron en la rectoría. Pero no tiene importancia: mi interés por la máquina ha desaparecido.
¡Señores neurasténicos, los hombres somos unos malvados, y tampoco valemos nada para hacer el animal, sea de la clase que sea…!
Acaso algún día empiece a parecerme fastidioso continuar inconsciente por más tiempo, y parta de nuevo para alguna isla.
FIN