Heme de nuevo entre el ruido, el ajetreo de la ciudad, de los periódicos y de la gente; y, como hace muchos meses que no vivo esta vida, la ciudad no me desagrada del todo.
Me entretengo toda la mañana; compro alguna ropa y me presento en casa de la señorita Isabel, que se alojaba en casa de unos parientes. ¿Tendría la suerte de encontrar a la otra? Me siento nervioso como un muchacho. Estoy tan torpe y tan poco acostumbrado a los guantes, que me los quito.
Mientras subo la escalera, noto que mis manos no armonizan con mi ropa, y vuelvo a ponerme los guantes. Después llamo…
—¿La señorita Isabel?
—Sí, aguarde usted un poco.
Y se presenta la señorita Isabel.
—Buenos días. ¿A mí es a quien usted quería…? ¡Ah! ¿Pero es usted?
—Vengo a entregarle un paquete de parte de su madre… ¿Hace usted el favor?
La señorita rasga el papel del paquete y mira su contenido.
—¡Ah! ¡Los prismáticos! Ya hemos estado en el teatro… No le había reconocido de pronto…
—Sin embargo, no hace mucho tiempo que nos vimos por última vez…
—No, pero… Dígame, ¿usted desea seguramente tener noticias de alguien…? ¡Ja, ja, ja! No está aquí. Sólo vivo yo en casa de mis parientes. No, ella se hospeda en el «Hotel Victoria».
—¡Bah…! Era a usted a la que yo tenía que hablar… —digo entonces, tratando de disimular mi decepción.
—Espere un momento. Precisamente tengo que salir: iremos juntos.
La señorita Isabel se viste, dice «Adiós, hasta la vuelta», a través de una puerta, y me acompaña. Tomamos un coche y nos hacemos conducir a un café tranquilo. La señorita exclama:
—¡Es muy divertido ir al café, pero este café no lo es!
—¿Prefiere usted otro sitio?
—Sí; el «Gran Hotel».
Temí no estar tranquilo; había estado mucho tiempo ausente, y tal vez me viese obligado a saludar a personas conocidas. Pero la señorita exige ir al «Gran Hotel». Su entrenamiento databa de algunos días, pero se sentía ya muy segura de sí misma. Sin embargo, me gustaba más antaño.
Seguimos en el coche y llegamos al «Gran Hotel». Oscurece. La señorita se sienta ante una mesa iluminada y aparece radiante de alegría. Nos sirven vino.
—¡Qué elegante se ha vuelto usted! —dice riendo.
—No podía venir aquí con blusa.
—No, naturalmente; pero, hablando con franqueza… ¿Puedo decir lo que pienso?
—Sí, se lo ruego.
—La blusa le sienta mejor.
—¡Así es! ¡Vayan al diablo estos vestidos ciudadanos! Tengo la cabeza llena de otros muchos pensamientos, y esta charla me interesa poco.
—¿Permanecerá usted mucho tiempo en la ciudad? —pregunto.
—El mismo tiempo que permanezca Luisa; ya hemos terminado las compras. ¡Desgraciadamente, es demasiado breve la estancia!
De nuevo se pone alegre, y pregunta riendo:
—¿Le parecía a usted divertido vivir con nosotros en el campo?
—¡Oh, sí! Era aquella una hermosa época.
—¿Volverá usted pronto…? ¡Ja, ja, ja…!
Sencillamente, se reía de mí.
Seguramente, la señorita quería demostrar que había penetrado en mis pensamientos y que estaba muy claro el papel que yo había desempeñado en el campo. ¡Pobre muchacha…! ¡A mí, que podría enseñar a un obrero y que en muchas cosas soy especialista…! Aunque, en mi profesión propiamente dicha, alcancé, solamente, aquello que había soñado.
—¿Quiere usted que papá inscriba en el poste, esta primavera, que usted se encarga de hacer instalaciones de agua de todo género?
Cerró los ojos y se echó a reír. ¡Con qué ganas reía…!
Me tortura la impaciencia, y me hace sufrir la burla, por cariñosa que sea. Dirijo la mirada en derredor para recobrarme un poco. En algún sitio surge un saludo, y yo respondo. Todo aquello me parece muy lejos de mí. La bella señorita, a cuyo lado me hallaba sentado, atraía la atención de la gente.
—Entonces, ¿conoce usted a estas personas, puesto que las saluda?
—Sí, conozco a algunos… ¿Lo pasa usted bien en la ciudad?
—¡Admirablemente! Tengo dos primos, que tienen varios amigos.
—¡Pobre Erik! —dije, chanceándome.
—¡Ah, el pobre Erik…! Aquí hay otro que se llama Bewer. Pero, por el momento, estamos reñidos.
—¡Ya pasará!
—¿Cree usted? Además, es un hombre medianamente formal. Escuche usted; espero que venga aquí.
—Entonces me lo presentará usted.
—Al venir en el coche, iba pensando que usted y yo nos podíamos sentar juntos para darle celos.
—¡Sí, sí…! ¡Vamos a hacerlo!
—Sí; pero… Sería conveniente que fuese usted un poco más joven… Quiero decir…
Me esfuerzo en reír. Conseguiríamos muy bien nuestro objeto. No nos desdeñe usted: nosotros, los viejos, los otoñales, podemos muy bien ser totalmente incomparables.
—¡Déjeme nada más que me siente a su lado, en la banqueta, para que él pueda ver mi calva!
¡Qué difícil es doblar el cabo fatal de la vejez de una manera hermosa y serena! Se interponen la exageración, el ridículo, los gestos, la lucha contra la gente moza, la envidia…
—Escúcheme, Isabel —digo, poniendo en el ruego todo mi corazón—: ¿Podría usted telefonear a la señora de Falkenberg, rogándole que viniese?
La señorita reflexionó.
—Sí, voy a hacerlo —dijo benévola.
Vamos al teléfono, preguntamos por el «Hotel Victoria», y se nos pone en comunicación con la señora de Falkenberg.
—¿Eres tú, Luisa…? ¡Si supieras con quién estoy…! ¿Puedes venir? Está bien… Estamos en el «Gran Hotel»… No puedo decírtelo… Sí, es un hombre, pero ahora es todo un señor… No puedo decirte más… ¿Qué, vienes…? ¿Vacilas…? ¿La familia…? ¡Ah, bien! Haz lo que quieras, pero… Sí; está a mi lado… ¡Qué horrible prisa tienes…! Bueno, entonces, adiós…
La señorita cuelga el receptor y dice, a modo de resumen:
—Está invitada en familia.
Tornamos a sentarnos. Pedimos nuevamente vino y yo, intentando parecer alegre, propongo que bebamos champaña. Sí, gracias.
A quemarropa, la señorita dice:
—Aquí está Bewer. Es una verdadera suerte que hayamos pedido champaña.
Sólo me domina una idea, y como es menester que exhiba mis talentos y entretenga a la señorita en provecho de otro, digo una cosa y pienso otra. El fracaso es inevitable. Me siento impotente para desalojar de mi cabeza la conversación telefónica. Seguramente ella había presentido la combinación, y supuesto que era yo el que la aguardaba. Pero ¿qué crimen había cometido yo…? ¿Por qué demonios había sido despedido de Oevreboe, pasando a ocupar mi puesto Falkenberg?
Entre el capitán y la señora acaso no reinaba siempre una armonía celestial; el marido había presentido un peligro en mí, y al propio tiempo había querido salvar a su mujer de una caída ridícula. Y ahora, se avergonzaba ella, porque yo había trabajado en su casa; sentía vergüenza de haberme empleado como cochero y de haber compartido por dos veces sus provisiones conmigo.
Y sentía vergüenza de mi semivejez…
—¡No, la cosa no marcha! —exclama la señorita Isabel.
De nuevo me aplico a decir locuras, de las cuales ella ríe. Bebo mucho, y cada vez estoy más atrevido y lleno de inventiva.
Finalmente, la señorita parece llegar al convencimiento de que la estoy halagando en provecho mío, y entonces me mira.
—¿Es verdad que le parezco a usted algo bonita?
—Escúcheme… discúlpeme usted… Le hablo de la señora de Falkenberg…
—¡Chist…! —exclama la señorita—. Naturalmente que se refiere usted a la señora de Falkenberg; lo sabía desde el primer momento, pero no tiene usted necesidad de decirlo. Creo que la comedia empieza a producir efecto en Bewer. Continuemos y afectemos el aire de interesarnos mucho recíprocamente…
De modo que la señorita no tenía la convicción de que yo actuase por cuenta propia. ¡Era muy viejo para todo ello, qué diablo!
—La señora de Falkenberg no puede ser suya —prosigue la señorita—. Es un amor sin esperanza.
—No, no puede ser mía… Tampoco usted puede ser mía.
—¿Sigue usted hablando de la señora de Falkenberg…?
—No; ahora hablo de usted.
—¿Sabe que estuve enamorada de usted…? Naturalmente fue en la casa…
—¡Esto empieza a ser divertido! —exclamé—. ¡Vamos a aplastar a Bewer!
—Sí, sépalo usted: iba por las noches al cementerio, para verle… Pero usted, estúpido individuo, usted no llegó a comprenderlo…
—Indudablemente, ahora está usted hablando de Bewer —repliqué.
—No; realmente, es verdad lo que digo. En una ocasión, fui al campo en busca de usted… A quien yo quería ver no era al joven Erik…
—¡Quién lo creyera…! ¡Era yo la persona que usted buscaba! —exclamé, fingiendo melancolía.
—Sí, sin duda a usted le parece raro, pero no olvide que siempre es menester amar a alguien…, lo mismo en el campo que en la ciudad.
—¿Y dice lo mismo la señora de Falkenberg?
—¿La señora de Falkenberg…? No…, dice que no quiere amar a nadie, que sólo quiere tocar el piano, y otras cosas por el estilo. Pero yo hablo por mí. ¿Sabe lo que hice en cierta ocasión…? Pero, no; no lo diré. ¿Quiere usted saberlo?
—La oiré muy gustoso.
—¡Bah! Soy una niña en relación a usted, pero no importa: era la época en que usted dormía en el granero. Me deslicé en el aposento, y cogí sus mantas para hacerme un lecho con ellas…
—¿Usted hizo eso…? —exclamé, ahora sinceramente, saliendo de mi papel.
—¡Tenía usted que haber visto cómo me escabullí…! ¡Ja, ja, ja!
Pero la muchacha no tenía la suficiente despreocupación; se ruborizó al hacer su confesión, y rio forzadamente, para salir del atolladero.
Quise acudir en su ayuda y le dije:
—Es usted una persona admirable. He aquí algo que la señora de Falkenberg no hubiera podido hacer.
—No; porque es más vieja. ¿Cree usted acaso que tenemos la misma edad?
—¿La señora de Falkenberg dice que no quiere amar a nadie?
—Sí… ¡No, además, no sé…! Pero la señora de Falkenberg está casada, ¿sabe usted? Y ella no dice nada. Ahora, hable usted un poco conmigo… ¿Y aquella vez que teníamos que haber ido juntos a la tienda…? ¿Recuerda usted? Yo caminaba lentamente, cada vez más, para que usted me alcanzase…
—Sí; muy amable por su parte. Y ahora, en recompensa, quiero darle una alegría.
Me levanto de la mesa, me acerco al joven Bewer, y le pregunto si quiere beber una copa de champaña en nuestra compañía.
Me lo traigo. El rostro de la señorita Isabel se pone al rojo vivo al verle llegar.
Charlamos un rato, reconcilio a los dos muchachos, y, de improviso, recuerdo que tengo algo que hacer y que me veo obligado a dejarles.
Cueste lo que cueste, señoras y caballeros. Usted, señorita Isabel, me ha embrujado completamente, no hay duda alguna; pero me doy cuenta de que usted no será mía. Todo lo demás, es para mí un enigma.