Capítulo XXIX

Me siento alegre y gozoso aquí. Es la mañana; el sol entra por la ventana, y Olga y su madre tienen los cabellos mojados y alisados, que es un encanto.

Después del almuerzo, que comparto con las dos mujeres, no sin una buena ración de café, de suplemento, Olga aparece bellísima con la saya nueva, el chal de punto y la chaqueta. ¡Oh, la maravillosa chaqueta…! Rodeábanla un volante de satén, dos hileras de botones y una guarnición de trencilla, en el cuello y las mangas. Pero, la joven Olga no puede llenar la chaqueta con su cuerpo esbelto. No es posible, en modo alguno.

—¿Podríamos estrechar la chaqueta en un momento…? —pregunto—. Tenemos tiempo.

Pero madre e hija cambian una mirada: hoy es domingo, y no se debe hacer uso ni de la aguja ni del cuchillo. Comprendo muy bien su pensamiento, puesto que, en mi infancia, también pensaba así. Intento llamar en mi ayuda un poco de librepensamiento: la cosa es muy distinta, cuando la que cose es la máquina; igual que un inocente carruaje, que rueda por la carretera en domingo.

No: no comprenden. Por otra parte, la chaqueta era ancha, en previsión de que Olga pudiese crecer; dentro de algunos años, la chaqueta le sentaría a maravilla.

Reflexiono qué podré yo poner en manos de Olga cuando se vaya; pero no tengo nada. Únicamente le doy una corona. Olga tiende la mano para darme las gracias; enseña la moneda a su madre, y, con los ojos muy brillantes, murmura que dará la moneda a su hermana, cuando se vean en la iglesia. Y la madre, casi emocionada también, dice:

—Sí, tal vez debas hacerlo.

Olga marcha hacia la iglesia, enfundada en la chaqueta demasiado amplia; saltando alegremente, desciende la cuesta… ¡Dios mío, qué graciosa y qué gentil era su figura…!

—Hersaet, ¿es una gran finca?

—Sí; una gran finca.

Con los ojos entornados, permanezco un momento perplejo, tratando de establecer la etimología: Hersaet podía significar mansión señorial, o bien que había sido gobernada por un senescal. Y la hija del senescal es la virgen más altiva de la bailía[5], y el propio Jarl en persona acude a pedir su mano… Al año siguiente, la hija del baile pone en el mundo un hijo, que llega a ser rey…

Acto seguido, nace en mí la intención de trasladarme a Hersaet. Poco importa el lugar a donde vaya, si no por lo que vaya. Tal vez pudiera hallar trabajo en casa del baile, tal vez me sucediese cualquier aventura…; de todos modos, siempre será mejor tratar con personas desconocidas y ver algunos rostros nuevos.

Al decidirme a ir a Hersaet, persigo un fin.

Como estoy somnoliento y me siento embotado por no haber dormido, obtengo permiso de la buena mujer para que me deje tenderme en la cama. Una espléndida araña cruciferaria, enteramente azul, trepa lentamente, hacia lo alto de la pared. Tumbado en el lecho, la sigo con la mirada, hasta que me quedo dormido.

Duermo un par de horas, y me despierto bruscamente, descansado y fresco. La madre de Olga está haciendo la comida del mediodía. Embalo la mochila, pago la estancia y, finalmente, declaro que quiero cambiar con Olga la máquina de coser por el cuadro.

La mujer no quería creerme. El trato era natural. Si Olga estaba contenta, yo también. La estampa tenía un valor; sabía muy bien lo que me hacía.

Descolgué el grabado de la pared, sacudí el polvo que lo cubría y lo enrollé con precaución. Desaparecido el cromo de su sitio, quedaba en el tabique de madera una clara huella cuadrada. Entonces me despedí.

La madre de Olga me acompañó a la puerta. ¿No podía esperar a que volviese Olga, que, así, podría darme las gracias? ¡Claro que podía…! Pero no tenía tiempo.

—Salúdela de mi parte, y dígale que, si tiene alguna duda respecto al funcionamiento de la máquina de coser, que lea el folleto explicativo.

La buena mujer me siguió largo rato con la mirada. Caminaba, pavoneándome, por la carretera, silbando de contento por mi acción. Ya no tenía que llevar más que la mochila, y me encontraba más aliviado. Brillaba el sol, y la carretera se había secado un tanto. Entonces me puse a cantar, lleno de júbilo por lo que había llevado a cabo.

Neurastenia…

Al día siguiente, llegué a Hersaet. Como el lugar ofreciese el aspecto de un pueblo muy grande y con pretensiones de pueblo señorial, concebí la idea de pasar adelante sin detenerme en él; pero, después de haber hablado un poco con uno de los criados de la finca, decidí presentarme al baile. Había trabajado en casas ricas, por ejemplo, en casa de los Capitanes, de Overeo.

El baile era un señor bajito, cuadrado de hombros, de blanca y larga barba y cejas oscuras. Hablaba con tono áspero, pero los ojos tenían una expresión de benevolencia.

Más tarde supe que era un hombre jovial, que gustaba, en ocasiones, de bromear y reía de buena gana. Una o dos veces, acometióle el capricho de hacerse el importante, a causa de su posición y de su deseo de deslumbrar al buen hombre.

—No, no tengo trabajo. ¿De dónde viene usted?

Enumeré algunos de los lugares recorridos.

—Indudablemente, no tendrá usted dinero e irá mendigando.

—No, señor; no voy mendigando. Tengo dinero.

—Entonces puede usted continuar su camino; las faenas del otoño han concluido. ¿Sabe usted cortar estacas para los vallados…?

—Sí, señor.

—¡Ah, muy bien…! Pero, es el caso que no suelo emplear vallados de madera; ahora empleo cercados de alambre… ¿Conoce usted algo de albañilería?

—Sí, señor.

—Es una lástima… Precisamente, he tenido a los albañiles durante todo el otoño; hubiera usted podido trabajar con ellos.

El baile permanecía de pie, golpeando el suelo con el bastón.

—¿Cómo se le ha ocurrido venir aquí?

—Todos me decían que con sólo presentarme al baile, encontraría trabajo…

—¿De veras…? Es cierto que siempre he tenido obreros de toda clase empleados: este otoño han sido los albañiles… ¿Sabe usted encerrar las gallinas, pues no hay en este mundo alma viviente que sea capaz de hacerlo…? ¡Ja, ja, ja…! ¿Ha dicho usted que ha estado trabajando en casa del capitán Falkenberg de Oevreboe…?

—Sí, señor.

—¿Y qué hacía usted allí?

—Talaba árboles.

—No conozco al capitán, pues vive lejos de aquí; pero he oído hablar de él. ¿Tiene algún certificado del capitán?

Entonces presenté el certificado.

—Venga, sígame… —dice el baile, sin más explicaciones.

Me hizo dar vuelta a la casa, y me condujo a la cocina.

—Dad una buena comida a este hombre —dijo el baile—. Ha hecho una larga caminata…

Me encuentro sentado en la clara y espaciosa cocina, y me dispongo a dar cuenta de la mejor comida, desde hace bastante tiempo.

Acabo de comer, precisamente cuando el baile vuelve a la cocina.

—¡Hola!

Me levanté al punto, y permanecí derecho como un cirio; el baile no pareció desdeñar la pequeña demostración de cortesía.

—No, continúe usted comiendo; termine la comida… ¿Ha terminado…? He pensado en… Venga conmigo.

El baile me condujo al leñadero.

—¿Podría usted partir leña durante algún tiempo…? ¿Qué dice…? Tengo dos criados; pero, por el momento, suelo emplear uno como asistente; usted puede ir al bosque con el otro. Como verá, no carezco de leña; pero puede quedarse ahí: nunca será demasiado. Dijo usted que tenía dinero, ¿no es cierto?: enséñemelo.

Le enseñé mis billetes.

—Bueno. Comprenda usted que soy magistrado, y es menester que esté informado acerca de mi gente. Pero, naturalmente, usted no tiene ningún peso en la conciencia, desde el momento en que viene a casa del baile… ¡Ja, ja, ja…! Como he dicho, puede usted descansar hoy, y mañana irá al bosque.

Comencé a trajinar y a prepararme para el día siguiente: inspeccioné mis vestidos de trabajo, limé un poco la sierra y agucé el filo del hacha. No tenía mitones, pero el tiempo no los exigía aún. Aparte de esto, no me faltaba nada.

El baile vino varias veces a mi lado, a charlar conmigo a troche y moche; seguramente debía de divertirle platicar conmigo, porque era yo un caminante forastero.

—¡Ven aquí, Margretha! —gritó a su mujer cuando esta cruzaba el patio—. Aquí tienes al nuevo obrero. Lo mando al bosque, a partir leña.