Junto a la mesa, sentada y cosiendo, hallábase una muchachita. No había nadie más en la estancia. Al pedirle un lecho en que reposar, la pequeña respondió con la mayor confianza que iría a preguntarlo. Y, efectivamente, pasó a un aposento contiguo. Cuando volviese, diría a la niña que me acomodaría muy bien junto al hogar, simplemente, hasta que fuese de día.
Al cabo de un momento, volvió la niña, acompañada de su madre, que venía anudándose y abrochándose el vestido.
—Buenas noches.
La situación de madre e hija, no les permitió alojarme convenientemente. Pero, muy gustosas accedían a dejarme dormir en el gabinete. Sin embargo, ¿dónde se acostarían ellas? ¡Ah, pronto sería de día! La muchachita tenía que permanecer levantada y coser un rato más. ¿Qué cosía la pequeña…? ¿Un vestido…? No, una saya. Tenía que ponérsela al día siguiente para ir a la iglesia, pero la niña no había permitido que su madre la ayudase.
Entonces enseño la máquina de coser, y, bromeando, digo que una saga más o menos, no era verdaderamente ningún conflicto para ella. Al ver la máquina preguntan si acaso yo era sastre… No; pero vendía máquinas de coser.
Entonces saco el folleto explicativo referente al modo de funcionar la máquina y lo leo. La muchachita escucha atentamente. ¡Es una niña…! Sus dedos menuditos se han vuelto azulados, al contacto con la tela, que destiñe. Los deditos azulencos me producen tan penosa impresión, que extraigo la botella de vino y bebemos todos. Después nos ponemos de nuevo a coser: sostengo el folleto explicativo, y la muchachita da vueltas a la manivela. La niña opina que la cosa va a las mil maravillas, y sus ojos están muy brillantes.
—¿Cuántos años tienes?
—Dieciséis. Me confirmaron el año pasado.
—¿Cómo te llamas?
—Olga.
De pie, la madre nos contempla y también siente deseos de dar vueltas a la manivela; pero cada vez que tiende las manos hacia la máquina, Olga exclama:
—¡Madre, ten cuidado, no la vayas a estropear!
Cuando tenemos que cambiar la bobina, la madre coge por un momento la manivela; Olga nuevamente siente temor de que su madre pueda estropearla.
La madre pone la marmita al fuego y empieza a calentar el café. A los pocos momentos la estancia está caldeada. Estas personas solitarias viven llenas de seguridad y de confianza.
Olga se ríe cuando invento alguna cosa graciosa en relación con la máquina. Observo que ni la madre ni la hija me han preguntado cuánto valía la máquina, a pesar de saber que estaba en venta. La pregunta estaba totalmente fuera del alcance de ambas. ¡Pero era tan magnífico verla trabajar!
—Olga debería tener una máquina igual que esta puesto que puede manejarla bien.
La madre responde que necesitan aguardar a poder ir al mercado y que gane dinero durante algún tiempo.
¿Tenía que ir al mercado? Sí, así lo esperaba. Tenía además otras dos hijas que también ganaban. Las muchachas se portaban bien, a Dios gracias… Olga debía encontrarse con ellas al día siguiente, en la iglesia.
De una pared cuelga un espejito, cuya luna está rajada; en otra, hay clavados algunos grabados de a ore: soldados a caballo y una pareja principesca muy aparatosa. Uno de los cromos es viejo y está deteriorado. Representa a la emperatriz Eugenia. Comprendo que no ha sido comprado recientemente, y pregunto de dónde procede.
La buena mujer no se acordaba… ¡Ah, sí: fue su marido quién lo encontró…!
—¿Aquí, en la parroquia?
—Me extrañaría que no fuese en Hersaet, donde mi marido sirvió en su juventud.
Tal vez hacía treinta años.
Tengo un pequeño proyecto, y digo:
—¡Este cromo vale muchas coronas!
Como la buena mujer cree que quiero burlarme de ella, examino la estampa y declaro, imperturbable, que no es ningún cuadro barato, no, señor…
La mujer no es tonta del todo, y dice escuetamente:
—¡Ah, sí…! ¿Usted cree?
El cuadro estaba pegado allí, a la pared de la cabaña, desde que esta se construyó. Por otra parte, el cromo pertenecía a Olga: esta lo había designado como suyo desde que era muy niña.
Me hago el misterioso y el entendido, y, para ponerme al corriente de todo, pregunto:
—¿Y dónde está Hersaet?
Hersaet estaba en la parroquia vecina, a dos leguas de aquí. En Hersaet vivía el baile…
Está dispuesto el café. Olga y yo hacemos un descanso para ver el corpiño que Olga debe llevar con la saya y entonces averiguo que no se trata de un verdadero corpiño, sino de un chal de punto. Pero una de sus hermanas ha dado a Olga una chaqueta que ha dejado de usar. Olga se pondrá por encima la chaqueta, para cubrirlo.
En estos últimos tiempos, Olga crece de tal manera, que no tendría objeto gastar dinero en hacerle un corpiño verdadero, por lo menos antes de un año.
Olga cose los broches y pronto queda terminada la saya. A continuación, le entra tal sueño, que es cosa digna de ver. En consecuencia, le ordena, con autoridad ficticia, que se meta en la cama. La madre se cree obligada a permanecer allí, haciéndome compañía; no obstante, le ruego que se acueste ella también.
—¡Puedes dar las gracias al forastero por su ayuda! —dice la madre de Olga.
Y Olga acude a darme las gracias, tendiéndome la mano. Aproveché el momento para llevarla al gabinete.
—Retírese usted también —digo a la madre—. De todos modos, ya no charlaré más con ustedes, pues estoy fatigado…
Cuando la buena mujer ve que me acuesto junto al hogar, poniendo mi mochila a modo de almohada, mueve la cabeza, riéndose, y se retira.