Capítulo XXVII

Vivo aquí hace un par de días; Petter ha vuelto, pero no tiene nada que contar.

—Así pues, ¿marchan bien las cosas en Overeo…?

—Sí; nada he oído en contrario.

—¿Les has visto a todos, en el momento de partir, al capitán, a la señora…?

—Sí.

—¿No hay nadie enfermo?

—No… ¿Quién quieres que…?

—Falkenberg —dije— quejábase de una dislocación de la mano…; pero, sin duda, pasó…

Había pocas comodidades en la casa, aunque se notara cierto desahogo general. El dueño era suplente primero del diputado en el Storting, y se puso a leer los periódicos de la tarde. ¡Ponerse a leer cuando la casa se arruinaba y las muchachas se aburrían mortalmente!

Al reingresar Petter en el seno de la familia, se hicieron muchas cábalas acerca de si había percibido íntegro el salario, y si había permanecido en cama, en casa de los Capitanes, todo el tiempo Permitido, todo el tiempo legal.

Ayer, como tuve la desgracia de romper el cristal de una ventana, que costaba tres veces nada, hubo cuchicheos, y todo el mundo me miró adustamente. Hoy fui a la tienda y compré un cristal nuevo, que pegué cuidadosamente con masilla. Y el suplente dijo:

—No valía la pena de que te molestases tanto por un cristal.

Además no fui solamente a la tienda por el cristal, sino que, principalmente, había ido a comprar algunas botellas de vino, para no aparecer demasiado riguroso acerca del valor de algún cristal. Al propio tiempo, compré una máquina de coser, que quería regalar a las muchachas, en el momento de partir. Por la noche, podríamos beber vino. El día siguiente era domingo y todo el mundo podría levantarse tarde. El lunes por la mañana reanudaría mi excursión.

Sin embargo, no habrían de suceder las cosas tal como yo pensaba. Las dos muchachas subieron al granero y registraron mi mochila; lo mismo la máquina de coser que las botellas de vino, habíanles causado muy buena impresión: las muchachas se habían formado ilusiones respecto a aquellos objetos, y no hacían más que lanzar alusiones. «¡Calma, calma —pensé yo—, aguardad a que llegue el momento oportuno…!».

Por la noche, me encuentro sentado en la sala, en medio de los criados, con los cuales charlo. Acabamos de comer, y el dueño se ha puesto las gafas para leer los periódicos. Afuera se oyen algunas toses, poco después, abren las puertas de par en par.

—¿Quieren pasar? —dicen a dos muchachos que entran en la sala—. Voy a ver si les encuentro sitio —dice la señora.

Al mismo instante acude a mí el pensamiento de que los dos muchachos estaban informados de la existencia del vino, y que eran novios de las muchachas. Una tenía dieciocho años y la otra diecinueve. ¡Y ya tan despabiladas…!

Pero en cuanto al vino, no verían ni rastro…

Se habla del tiempo: no se puede esperar tiempo mejor dado lo avanzado de la estación, pero, desgraciadamente, es necesario suspender las faenas del otoño a causa de la lluvia.

La conversación iba languideciendo. De pronto, uno de los muchachos me dijo que yo estaba muy silencioso. ¿Por qué?

—Sin duda porque tengo que marcharme —respondí—. El lunes por la mañana estaré a dos leguas de aquí.

—¿Es que vamos, pues, a beber esta noche un trago de despedida?

Al oír aquella pregunta, algunos echáronse a reír, y dijeron que era a propósito, puesto que yo era muy avaro del vino y lo hacía desear.

Como no conocía a aquellas muchachas me inquietaba poco; de lo contrario, me hubiera conducido de modo diferente.

—¿Qué despedida? —pregunté—. He comprado tres botellas de vino, porque tengo que llevarlas a un sitio.

—¿Y vas a ir dos leguas cargado con el vino? —preguntó una muchacha, en medio del coro general de risas—. En el camino hay muchas tiendas.

—La señorita olvida que mañana es domingo y que están cerradas todas las tiendas —respondí yo.

Acalláronse las risas, pero la opinión de aquellas gentes no fue más favorable para mí después de esta franca explicación. Me dirigí a la dueña de la casa, y, con tono ofendido, le pregunté cuánto le adeudaba.

—¡No corría prisa alguna! ¿No sería lo mismo mañana?

—No, la cosa urge. He permanecido aquí cuarenta y ocho horas: haga usted la cuenta.

La dueña reflexionó largo tiempo; finalmente salió e invitó al dueño a seguirla; ambos se marcharon a deliberar.

Como la deliberación hacíase muy larga, subí al granero, preparé la mochila y la bajé al pasillo.

Iba a mostrarme mayormente ofendido todavía y a largarme cuanto antes. La ocasión era buena para escapar de allí.

Cuando volví a la sala, Petter dijo:

—No pensarás partir esta noche.

—¡Claro que sí!

—Opino que no debieras ser tan tonto ni hacer caso de lo que dicen las muchachas.

—¡Por Dios…! Déjale que se vaya, el buen viejo —dijo su hermana.

Finalmente, el suplente y su mujer se retiraron, encerrándose en un obstinado y prudente silencio.

—Bueno: ¿y cuánto debo…? —exclamé—. ¡Hola…! ¿Soy yo quien ha de fijar la cantidad…?

Aquel nido estaba totalmente poblado de miseria —piojos, pulgas—, y me sentí verdaderamente molesto en él; de suerte que tendí a la mujer el primer billete que me vino a la mano. ¿Era suficiente…? ¡Bah…! No era cantidad pequeña…; pero… Claro que podía bastar; pero ¿cuánto le había dado…? ¿Un billete de cinco coronas? ¡Bueno, tal vez fuese poco…! Y me dispuse a sacar más dinero.

—No, madre: es un billete de diez coronas —dijo Petter—. Es demasiado; hay que devolver el cambio.

La vieja abre la mano, mira el billete y se hace la asombrada.

—¡Es verdad…! Es un billete de diez coronas… ¡No lo había visto bien! Muchas gracias, muchacho…

En su turbación el suplente se pone a comentar con los muchachos lo que había leído en el periódico: un terrible accidente, una mano pulverizada por una batidora. Las muchachas fingían no verme, pero, en realidad, parecían dos gatas, con el cuello encogido y los ojos acerados. Ya nada había que esperar allí. ¡Adiós a toda la patulea!

La mujer me sigue hasta el corredor, tratando de amansarme.

—Es preciso ser más complaciente y prestarnos una botella de vino —dijo—. Es muy fastidioso, estando aquí los dos muchachos.

—¡Adiós! —dije sencillamente. Y nadie trató de seguirme.

Llevaba la mochila sobre los hombros y la máquina de coser en una mano. Ambas cosas eran bastante pesadas, y el camino estaba encharcado; no obstante, caminé, alegre de corazón.

Habíame sucedido una fea aventura, en la casa aquella, y podía convenir conmigo mismo en que me había mostrado algo mezquino. ¿Mezquino? Ni muchísimo menos. Constituíame en un pequeño tribunal de honor, al cual exponía el hecho de que aquellas diablesas hubiesen querido obsequiar a sus amantes a expensas de mi vino. Pero, aquel acceso de susceptibilidad, ¿no era sencillamente una erupción del antiguo vigor varonil…? Si hubiesen invitado a dos muchachas, en lugar de invitar a los mozos, ¿no habría corrido el vino a espuertas?

Y ella había dicho «el viejo»… ¿Acaso no tenía razón? Indudablemente, debía haberme suplantado por un labrador… Lo penoso de la marcha hizo disipar mi vejación; disolvióse el tribunal y, pensando, caminaba, hora tras hora, con la ridícula carga: tres botellas de vino y una máquina de coser.

El tiempo era dulce y brumoso; no veía las luces de las casas hasta que me hallaba muy cerca. Entonces, por lo general, los perros me salían al encuentro y me impedían introducirme en algún granero. Hacíase cada vez más tarde y avanzaba la noche. Me sentía cansado y triste, y me devoraban grandes inquietudes respecto al porvenir. ¡Cuánto dinero había despilfarrado en cosas inútiles…! Tendría que vender la máquina de coser, transformándola en moneda.

Por fin, llegué a una cabaña en la que no había perro alguno. Aún brillaba una luz en la ventana; entré sin más preámbulos y pedí un lecho.