Capítulo XXVI

Atravesé Oevreboe, caminando durante toda la jornada, entrando en diferentes propiedades para informarme de si habría trabajado para mí, y vagando como un desterrado, sin seguir el menor derrotero. El tiempo era frío y húmedo, y sólo aquella larga caminata, sin reposo alguno, había conseguido hacerme entrar en calor.

Al anochecer, llegué al antiguo taller en el bosque del capitán. No oí el menor ruido de hachazos. Falkenberg había vuelto a la casa. Encontré los árboles que había derribado durante la noche, y no pude contener la risa ante las horribles cepas que había dejado en el bosque.

Seguramente Falkenberg habría visto el destrozo y se rompería la cabeza intentando averiguar quién pudiera ser el autor. Tal vez el bueno de Falkenberg haya creído que el autor es un espíritu, por esta causa habrá huido hacia la casa cuando aún era de día… ¡Ja, ja, ja…!

Ciertamente, mi alegría no era auténtica; debíase a la fiebre de la noche pasada y al abatimiento consiguiente. Además, no tardé en ponerme triste. Allí, en aquella plazoleta, cierto día hallábase ella en compañía de su amiga… Vinieron a vernos al bosque y charlaron con nosotros.

Cuando oscureció por completo, me puse en camino en dirección a la finca. Acaso pudiese dormir en el granero aquella noche también. Al día siguiente, cuando le pasase la jaqueca, la señora saldría…

Me aproximo lo suficiente para distinguir las luces, y después doy media vuelta: quizá sea demasiado pronto todavía.

Transcurre un lapso de tiempo que calculo en dos horas; me paseo y me siento; vuelvo a pasear y vuelvo a sentarme; después me acerco nuevamente a la casa. Podría muy bien subir al granero y acostarme; el miserable de Falkenberg no se atrevería a abrir boca… Bueno, ya sé lo que voy a hacer: voy a ocultar la mochila antes de subir, para hacer ver que voy en busca de cualquier fruslería que me he dejado olvidada.

Vuelvo al bosque.

Después de haber ocultado cuidadosamente la mochila, comprendo que nada he de hacer ni con Falkenberg ni con el granero ni con el cobijo que en él pueda encontrar. Soy un asno y un idiota; no me interesa lo más mínimo tener un alojamiento para pasar la noche, sólo quiero ver a una persona, para después abandonar la finca y la parroquia.

«Señor mío —me digo a mí mismo—, ¿no eres tú quién querías ir en pos de la vida apacible y de los hombres sanos, para hallar la paz del alma…?».

Saco la mochila del escondrijo; me la echo a las espaldas, y me dirijo a la finca por tercera vez. Doy una vuelta por delante de los aposentos de la servidumbre, y llego al ángulo sur del edificio principal. Hay luz en el salón.

Desciendo la mochila de las espaldas, para —pese a la oscuridad— no ofrecer el aspecto de un mendigo, la coloco sobre el brazo como si fuese un paquete, y me aproximo a la casa cautelosamente.

Al llegar bastante cerca, me detengo. Permanezco rígido y firme frente a las ventanas del salón…; me quito la gorra y continúo allí de pie. En el interior de la casa no se ve a nadie, ni una sombra. El comedor está a oscuras: ha terminado la cena. Debe de estar avanzada la noche, pienso yo.

De improviso se apaga la lámpara del salón, y la casa queda sumida en las tinieblas, como muerta. Aguardo un momento; después distingo una luz solitaria arriba, en el primer piso. La luz brilla media hora y después se apaga. Ahora, la señora se ha acostado. Buenas noches.

¡Buenas noches para siempre…!

¡Y, naturalmente, no volveré a estos lugares en la primavera! ¡No faltaría más…!

Al salir otra vez a la carretera, cargo de nuevo la mochila sobre los hombros y me pongo en camino.

A la mañana siguiente prosigo la caminata. He dormido en un hórreo, y he pasado mucho frío por no tener manta. Añádase a esto que he tenido que partir cuando hacía más frío, al rayar el alba, para no ser descubierto por los criados.

Camino, camino. El bosque ofrece, alternativamente, árboles coníferos, como el pino y el abeto, y abedules; al ver los tupidos enebros, de erguidas ramas, desgajo una y, sentándome en el lindero del bosque, me pongo a esculpir. Por todas partes aparecen hojas amarillentas; pero los álamos están enteramente cubiertos de botones de los cuales penden perlas formadas por el rocío. De cuando en cuando, media docena de pajarillos vienen a posarse sobre la copa de un álamo blanco y picotean los botones sin fruto, después de lo cual buscan una piedrecita o un tronco áspero para limpiar el pico lleno de goma. Estos pajarillos no se guardan consideración alguna; se persiguen, se apretujan, se arrojan unos a otros, aun cuando haya un millón de botones para picotear. El perseguido no hace más que huir. Si un pajarillo se lanza, batiendo las alas, contra otro mayor, le obliga a dejarle sitio en la rama: ni el tordo se atreve a oponer resistencia al gorrión, y se contenta con apartarse.

«Debe de ser la gran velocidad con que llega el asaltante lo que le hace temible», pienso.

Mi sensación de frío y de malestar se disipa poco a poco. Aquello me distrae de observar las diferentes cosas que encuentro en el camino, y de hacer menudas reflexiones sobre cada una de ellas. Los pájaros eran los que más me divertían. Además, me sentía animoso al pensar que llevaba el bolsillo repleto de dinero.

Incidentalmente, Falkenberg me dijo ayer el lugar donde se encontraba la casa natal de Petter, y puse la proa en esta dirección. Indudablemente, no hallaría trabajo en la finquita; pero, como era rico, el trabajo no ocupaba precisamente el primer lugar en mi pensamiento. Petter volvería, sin duda, a su casa en cualquier momento y acaso tuviese algo que contar.

Hice mis cálculos para llegar de noche a casa j de Petter.

Era portador de un saludo del hijo de la casa; j dije que Petter se encontraba mejor y que regresaría pronto, y pregunté si me darían un lecho para pasar la noche.