Me aguardaba una noticia sorprendente. Falkenberg había entrado al servicio del capitán como criado.
Aquel acontecimiento desbarataba nuestro acuerdo y me dejaba solo. No acertaba a entender. Al día siguiente, tendría tiempo para reflexionar.
Son las dos de la madrugada y permanezco todavía despierto; siento frío y reflexiono. Hace varias horas que me acosté y aún no he podido entrar en calor. Sí, ahora ya no tengo frío, pero me domina la fiebre… ¡Ayer, como tenía miedo de mí, no se atrevió a comer conmigo en la carretera; y durante todo el viaje no me miró ni una sola vez…!
En un momento de lucidez, comprendo que si me acomete el delirio, podría hablar en voz alta y despertar a Falkenberg. Entonces aprieto los dientes y salto fuera de la cama. Me pongo las ropas mojadas, bajo la escalera y emprendo una carrera por los campos.
Al cabo de un momento, las ropas empiezan a darme calor; me encamino hacia el bosque, hacia el taller, y el sudor y la lluvia resbalan por mi cara. Con tal de que encuentre la sierra, y pueda calmar la fiebre trabajando… Es una antigua cura, varias veces comprobada.
No encuentro la sierra, pero sí el hacha en donde la oculté el sábado por la noche, y entonces empiezo a dar hachazos.
Está el bosque tan oscuro que no veo casi nada; de cuando en cuando tanteo la incisión con los dedos, y derribo varios árboles.
Estoy anegado en sudor.
Cuando me encuentro suficientemente extenuado, vuelvo a ocultar el hacha en su sitio. Empieza a apuntar el día y regreso a la casa.
—¿En dónde has estado? —pregunta Falkenberg.
No quiero que sepa una palabra de mi enfriamiento de ayer, del cual tal vez hablaría en la cocina. De modo que murmuré vagamente que no sabía a ciencia cierta en dónde había estado.
—Seguramente estuviste con Ronnaug —dijo Falkenberg.
—Sí —respondí—; sí, estuve con Ronnaug, puesto que lo has adivinado.
—No era muy difícil adivinar. Pero yo ya no iré al encuentro de ninguna persona.
—¿De modo que te casas con Emma…?
—Sí, así parece. Es una lástima que tú no puedas permanecer aquí. Acaso hubieras podido casarte con alguna de las muchachas.
Y Falkenberg continúa desarrollando la idea de que tal vez habría podido casarme con la criada que más me hubiese complacido; pero el capitán ya no necesitaba mis servicios… Al día siguiente ya no tenía que ir al bosque…
Oigo las frases de Falkenberg muy lejanamente, a través de una oleada de sueño que me va envolviendo lentamente…
Por la mañana, ha desaparecido la fiebre; me encuentro un poco abatido, pero, no obstante, me dispongo a ir al bosque.
—No tienes necesidad de vestirte de leñador —dice Falkenberg—. Ya te lo he dicho.
¡Sí, es cierto…! Pero, no obstante, visto mis ropas de leñador, porque las otras están mojadas…
Falkenberg aparece un poco turbado frente a mí, porque comprende que ha roto nuestra camaradería; pero se excusa, pretendiendo haber creído que iba a contratarme en la rectoría.
—¿De modo que no vienes conmigo a la montaña? —le pregunto.
—No, indudablemente, no voy… Debes comprenderlo: estoy cansado de corretear… Y no encontraré nada mejor que esto.
Adopto una actitud como si aquello no tuviese gran importancia para mí, y me intereso por Petter, el pobre, que va a ser despedido y no tendrá dónde dormir…
—¿Que no tendrá dónde dormir? —respondió Falkenberg—. Cuando hayan transcurrido exactamente las semanas a que le da derecho la ley, Petter volverá a su casa. Es hijo de propietarios.
A continuación, Falkenberg declara francamente que ha perdido la mitad de su personalidad, al pensar que tenemos que separarnos. Si no fuese por Emma, Falkenberg retiraría la palabra que le dio al capitán.
—Toma, quédatelos… —dice Falkenberg.
—¿Qué es? —pregunto.
—Los certificados. Ya no tengo necesidad de ellos; pero a ti pueden serte útiles en un momento de apuro… Si alguna vez quisieras afinar un piano…
Falkenberg me tiende los papeles y la llave del piano.
Como no tengo el buen oído de Falkenberg, aquellos objetos no tienen ninguna utilidad para mí, y digo que me sería más fácil afinar una piedra que sacarle punta a un piano.
Falkenberg suelta la carcajada al ver que me muestro chistoso hasta el último momento.
Falkenberg se ha marchado. Ahora tengo tiempo de holgazanear; me tiendo en el lecho, completamente vestido, y continúo reposando y reflexionando intensamente.
¡Bah! ¡Nuestro trabajo había terminado, y de todos modos hubiéramos tenido que partir…! ¡No podía esperar que me permitiesen permanecer aquí toda la eternidad…! Lo único imprevisto era que se quedase Falkenberg. ¡Si Dios hubiese querido que me tocase a mí el servicio, habría trabajado por dos…! ¿No podría yo corromper a Falkenberg e inclinarle a desdecirse…? A decir verdad, también me había parecido observar que le molestaba al capitán la presencia de aquel obrero que circulaba por la finca con el mismo nombre que él… Sin duda, me engañaba.
Reflexionaba, reflexionaba. Sin embargo, había sido un buen obrero, tanto como pude, y jamás había robado un minuto de tiempo del capitán para trabajar en mi invento.
Volví a dormirme, y me despertó el ruido de pasos en la escalera.
Antes de lograr salir completamente del lecho, el capitán aparece en el umbral de la puerta.
—No, permanezca usted acostado —dice el capitán, haciendo ademán de retirarse—. ¡Bueno, puesto que le he despertado, podríamos tal vez arreglar nuestra cuenta…! ¿Le parece?
—Sí, gracias… Como le parezca al capitán.
—Debo decirle que… nosotros creímos (su camarada y yo) que se había contratado usted en la rectoría, y entonces… Además, ha pasado el buen tiempo, y ya no es posible trabajar en el bosque…; ya no quedan árboles por derribar… ¿Qué quería decir…? ¡Ah, sí! He arreglado la cuenta de su camarada, y no sé si…
—Me contentaré con el mismo salario, naturalmente…
—Su compañero y yo estamos de acuerdo en que usted debe percibir un ligero aumento de jornal.
Falkenberg no me había dicho una palabra; seguramente era una invención del capitán.
—Estábamos de acuerdo para cobrar partes iguales —dije.
—Pero usted es el jefe del equipo… Naturalmente, usted tendrá cincuenta ores de aumento por día…
Cuando vi que mi negativa no era tomada en consideración, dejé que el capitán contase a su talante, y acepté el dinero.
Le hice observar que ascendía a una suma mayor de la que esperaba.
El capitán respondió:
—Me complace. Y muy gustoso le doy este certificado por su excelente trabajo.
Y me tendió el certificado.
El capitán era un hombre equitativo y recto. Desde el momento que no hacía alusión alguna a la canalización de agua, para la primavera, tendría razones para ello, y me repugnaba importunarle.
El capitán preguntó:
—¿Va usted a trabajar en las obras del ferrocarril?
—No, señor; no sé, a ciencia cierta.
—¡Ah…! Bueno; gracias por la compañía…
¡Qué pobre diablo era yo…! No pude contenerme, y le pregunté:
—¿Y el capitán no tendrá trabajo para mí más adelante, en la primavera…?
—No lo sé… Veremos… Yo… Eso depende… Si pasa usted por estos parajes entonces… ¿Qué va usted a hacer de la máquina…?
—¿Me sería posible dejarla aquí?
—¡Naturalmente!
Salió el capitán, y me senté sobre el lecho… Entonces, se había terminado todo… Sí, sí, que Dios nos proteja a todos… Son las nueve de la mañana; la señora está levantada y deambula por aquella casa que diviso desde la ventana del granero… Ya sólo me resta partir…
Saco la mochila y hago mi lío: me pongo la chupa mojada encima de la blusa, y ya estoy dispuesto. Pero vuelvo a sentarme.
En aquel momento entra Emma y dice:
—Cuando quieras puedes venir a comer.
Y con gran terror, veo que lleva sobre el brazo mi manta.
—Y además, de parte de la señora, he de preguntarte si es tuya esta manta…
—¿Mía…? No; la mía está en la mochila.
Emma sale llevándose el cobertor.
Naturalmente, no podía reconocer la manta como mía… ¡Que se la lleve el diablo! ¿Debería acudir a comer? Así podría despedirme de los señores y darles las gracias… No tendría nada de extraordinario el que lo hiciese.
Emma retorna con la manta al brazo, y la coloca lindamente plegada encima de un taburete.
—Si no vienes en seguida, el café estará frío —dice la criada.
—¿Por qué pones ahí la manta?
—Me lo ha mandado la señora.
—¡Bah…! Será acaso de Falkenberg —murmuró.
Emma pregunta:
—¿Te vas hoy?
—Sí; puesto que no quieres saber nada de mí…
—¡Vaya una broma! —exclamó Emma, echando atrás la cabeza.
Bajo en compañía de Emma y entro en la cocina; mientras estoy en la mesa, diviso al capitán por el camino del bosque. Me regocija que haya salido; así es posible que venga la señora.
Termino de comer y dejo el asiento. ¿Debo ya partir, sin más ni más…? Me despido de los criados, diciéndoles a cada uno algunas palabras.
—Debería despedirme también de la señora…, pero…
—La señora está en sus habitaciones; voy a…
Emma va a las habitaciones de la señora; permanece ausente un instante, y regresa diciendo:
—La señora sufre jaqueca, y está tendida en el sofá… Pero me ha encargado que te salude de parte suya.
—¡Qué vuelvas pronto! —exclaman todas las sirvientas, cuando parto.
Llevo la mochila al brazo, y abandono la finca. Súbitamente me acuerdo del hacha; acaso vaya Falkenberg a buscarla y no la encuentre.
Entonces vuelvo sobre mis pasos, llamo a la ventana de la cocina e indico el lugar en que se encuentra el hacha.
Desciendo por el camino, volviendo la cabeza varias veces, y lanzo una mirada hacia las ventanas de la casa…
Después, la casa desaparece de mi vista.