Capítulo XXI

Una noche llegaron invitados a la finca; y como Petter seguía enfermo y el otro criado era un muchacho todavía, acudí a cuidar de los caballos. Una señora descendió del carruaje.

—¿Están en casa los Capitanes? —preguntó.

Al ruido del coche, algunos rostros aparecieron en las ventanas, y las lámparas alumbraron las habitaciones y los pasillos. La señora salió y exclamó:

—¿Eres tú, Isabel…? ¡Cuánto te he esperado…! Bien venida seas…

Era la señorita Isabel, la de la rectoría.

—¡Ah…! ¿Está él aquí? —preguntó la señorita, sorprendida.

—¿Quién?

Se refería a mí. La señorita Isabel me había reconocido.

Al siguiente día, las dos jóvenes vinieron a encontrarnos al bosque. Por de pronto, temía que el rumor de cierta cabalgada a lomos de caballos ajenos hubiese llegado a la rectoría; pero me tranquilicé al ver que no se hablaba de ello.

—La conducción del agua marcha muy bien —dijo la señorita Isabel.

—Me complace saberlo.

—¿La conducción del agua? —preguntó la señora.

—Sí; ha instalado una conducción de agua en casa. Para la cocina y para el primer piso. Basta dar vuelta a una llave. También tú deberías tenerle…

—Sí. ¿Se podría instalar aquí?

Le respondí que sí, que podría indudablemente hacerse.

—¿Por qué no se lo ha contado a mi marido?

—Ya le hablé; pero tenía que consultárselo a la señora.

Una pausa penosa… ¡Ni de algo que interesaba tan particularmente a la señora, el capitán le había hablado!

Por decir algo, repuse acto seguido:

—De todos modos, está muy avanzada la estación este año… Nos sorprendería el invierno antes de que hubiésemos terminado… Pero en la primavera, entonces…

La señora pareció volver de pronto a la realidad.

—Sí, ahora recuerdo que me habló una vez —dijo—. Recuerdo que discutimos…; pero la estación estaba demasiado avanzada… Querida Isabel, ¿es divertido ver derribar árboles…?

En aquel momento empleábamos una cuerda para dirigir el árbol en su caída; Falkenberg acababa de fijar la cuerda a la cima del árbol que se estaba tambaleando.

—¿Por qué hacen ustedes eso?

—Para dirigir el árbol por el buen camino… —comencé a explicar. La señora no quiso seguir escuchándome; repitió directamente su pregunta a Falkenberg, y dijo:

—¿No son buenos todos los caminos para caer…?

Entonces Falkenberg tuvo forzosamente que intervenir:

—¡No…! Es menester dirigir el árbol para que no aplaste los arbustos al tumbarse.

—¿Has oído? —preguntó la señora a su amiga—. ¿Has oído qué voz tiene…? Él es el que canta.

¡Cómo me dolía haber hablado tanto y no haber comprendido su deseo…! Pero ya le demostraría haber aprendido la lección. Por otra parte, de quien yo estaba enamorado era de la señorita Isabel, y no de otra persona: la señorita Isabel no era caprichosa, y era tan hermosa como la otra…, mil veces más hermosa… Me contrataría en su casa, como criado… Ahora había adoptado un sistema: cada vez que la señorita me hablaba, miraba, primeramente a Falkenberg, y después a ella, y aguardaba a responder, como si temiera que no me hubiese llegado la vez. Me parece que esta conducta empezó a serle algo penosa. Una vez dijo con amarga sonrisa:

—Es a usted a quien pregunto…

Aquella sonrisa y aquellas palabras…

Un torbellino de júbilo invadió mi corazón y me puse a asestar hachazos con toda la fuerza que había adquirido con el continuado ejercicio, y a hacer enormes hendiduras…

Y el trabajo era como un juego. De cuando en cuando, únicamente, llegaba a mis oídos la conversación.

—Quieren que cante esta noche —dijo Falkenberg, cuando nos hubimos quedado solos.

Llegó la noche.

Permanecí un momento hablando con el capitán.

Aún teníamos trabajo en el bosque para tres o cuatro días.

—¿Adónde irán ustedes después?

—A las obras del ferrocarril.

—Acaso tenga medios de emplearles aquí… Quiero reparar el camino que sale a la carretera: está demasiado estropeado… Venga usted, se lo voy a enseñar.

El capitán me condujo hacia la parte sur de la casa, y con la mano empezó a hacerme indicaciones, a pesar de la oscuridad.

—Y cuando el camino esté reparado y hechos asimismo algunos otros trabajos, ya habrá llegado la primavera. Entonces se podrá instalar la conducción del agua. Además, Petter está enfermo; esto no puede seguir así; necesito un criado que ayude.

De improviso oímos cantar a Falkenberg. El salón estaba iluminado, y Falkenberg cantaba acompañado al piano.

Armoniosos sones llegaron hasta nosotros surgiendo de aquella voz extraordinaria: me estremecí a pesar mío.

El capitán se sobresaltó y dirigió la mirada hacia las ventanas.

—Pero… —exclamó de improviso—, indudablemente, será mejor esperar hasta la primavera para el arreglo del camino… ¿Cuánto tiempo dice usted que les queda todavía en el bosque?

—Tres o cuatro días.

—Bueno; entonces, después de esos tres o cuatro días, lo dejaremos por este año.

«¡Es una determinación singularmente rápida!», pensé.

Luego dije:

—Ninguna razón impide construir el camino en invierno; en cierto modo, es el mejor tiempo. Es preciso hacer saltar la roca y acarrear los materiales al lugar…

—Sí, lo sé; pero… ¡Ah, me voy para oír cantar…!

Y el capitán entró en la casa.

Y pensé:

«Seguramente lo ha hecho por pura cortesía: no quería dar a entender la extrañeza que le causaba la entrada de Falkenberg en el salón. Pero, en realidad, el capitán tenía deseos de charlar conmigo…

»¡Qué presuntuoso era yo, y cómo me engañaba…!».