Nieva por primera vez. La nieve se funde rápidamente, pero debe de estar cerca el invierno. Nuestra tarea de leñadores toca a su fin; quizá nos falten todavía algunas semanas. ¿Qué haremos después? Quizás encontremos trabajo en las obras del ferrocarril, en la montaña, o tal vez quedasen árboles por talar en cualquiera de las fincas adonde fuésemos a parar. Falkenberg se inclinaba más bien por el ferrocarril.
Pero mi máquina no estaría terminada para entonces. Ambos teníamos nuestros respectivos proyectos. Además de la máquina, tenía que terminar la uña para la pipa, y las noches se me hacían demasiado cortas. Falkenberg tenía que ponerse de acuerdo con Emma. ¡Qué difícil era y qué lentamente adelantaba…!
Emma, indudablemente, había frecuentado el trato de Markus; pero, en desquite, Falkenberg, en un momento de celos, había regalado a Elena, la sirvienta, un pañuelo de seda y un cofrecito con adornos de conchas.
Falkenberg sintióse molesto, y decía:
—La vida es un puro fastidio: tontería y puerilidad por todas partes.
—¿Crees tú?
—Sí, a eso la comparo, si quieres saber mi opinión. No puedo decidir a Emma a que me acompañe a la montaña.
—Debe de ser Markus quien la retiene, ¿no?
Falkenberg calló ensombrecido.
—Y tampoco he podido seguir cantando —añadió después de un momento.
Nos ponemos a hablar del capitán y de la muchacha. Falkenberg abriga sombríos pensamientos. No hay armonía entre ellos. ¡Chismoso!
Le dije yo:
—Perdona, pero tú no entiendes una palabra de estas cosas.
—¿Cómo no? —exclamó colérico. Y, acalorándose por momentos, dijo—: ¿Les has visto alguna vez unidos y amartelados, siendo el uno para el otro como son las golondrinas? Nunca les he oído cambiar una palabra…
¡Idiota, baboso!
Yo gruño:
—¡No comprendo cómo estás serrando hoy…! ¡Mira el surco que haces!
—¿Qué hago yo? ¿No somos dos a hacerlo?
—Bueno; entonces es que la madera está excesivamente deshelada… Tomemos el hacha.
Durante largo tiempo trabajamos, silenciosos y enfurecidos. ¡Qué gran mentira se había atrevido a decir de ellos…! ¿Qué nunca se decían una palabra? Pero ¡Dios mío, si Falkenberg tenía razón…! Falkenberg tenía buen olfato y comprendía a los hombres.
—En todo caso —dije yo—, siempre hablan muy bien el uno del otro, delante de los demás.
Falkenberg siguió asestando golpes con el hacha. Yo continué reflexionando en ello.
—¡Quizá tengas razón…! Tal vez no sea el matrimonio con que han soñado los idealistas, pero…
Aquello no estaba al alcance de Falkenberg, y este no comprendió una palabra.
En el descanso del mediodía, reanudé la conversación.
—¿No dijiste que si no se mostraba atento con ella estallaría la cosa?
—¡Claro que lo he dicho!
—Pues la cosa no ha estallado.
—No he dicho yo que él no fuese atento con ella —afirmó Falkenberg, exasperado—. Pero están cansados el uno del otro; eso es lo que pasa… Cuando uno entra en una habitación, sale el otro. Si él habla de algo en la cocina, ella no le escucha, y sus pupilas parecen muertas de aburrimiento.
Durante largo rato volvemos a empuñar el hacha, y cada uno sigue el curso de sus pensamientos.
—Acaso tenga que arrearle una tunda —dijo Falkenberg.
—¿A quién?
—A Lukas.
Terminé la pipa, y solicité de Emma que la llevase al capitán. La uña tenía un aspecto completamente natural, y mediante las excelentes herramientas que me había dado el capitán, la había podido engastar en el dedo y fijarla por la parte superior, sin que fuesen visibles los dos diminutos clavos de cobre. Me sentí satisfecho del trabajo.
Por la noche, mientras cenábamos, el capitán vino a la cocina con la pipa, y me dio las gracias; y al instante tuve ocasión de comprobar la perspicacia de Falkenberg: apenas entró el capitán, salió la señora…
El capitán elogió la pipa, y me preguntó cómo había conseguido fijar la uña. Me calificó de artista y de maestro. De pie, todos los asistentes escuchaban, y aquello tenía su peso, puesto que el capitán decía que yo era un maestro. Creo que en aquel momento hubiera podido conseguir a Emma.
Aquella noche experimenté unos escalofríos temibles.
El cadáver de una mujer entró en el granero; llegóse a mí, tendió la mano izquierda y me la enseñó: faltábale la uña del dedo pulgar. Moví la cabeza negativamente, diciendo que, aunque era cierto que en otros tiempos había cogido una uña, no lo era menos que la había arrojado remplazándola por una concha. No obstante, el cadáver permaneció hierático y yo, acostado, sufría escalofríos de terror. Después llegué a decir al cadáver que, desgraciadamente, no podía hacer nada por él, y que, por tanto, siguiese su camino en nombre de Dios… Y «Padre nuestro, que estás en los cielos…». El cadáver avanzó derecho hacia mí; interpuse mis puños y di un grito terrible, al propio tiempo que aplastaba a Falkenberg contra la pared.
—¿Qué es esto…? ¿Qué pasa…? ¡En el nombre de Cristo! —exclamó Falkenberg.
Me desperté, bañado en sudor, y abrí los ojos. Hallábame tendido, con las pupilas dilatadas, y vi desaparecer lentamente el cadáver en la oscuridad de la estancia.
Dije, con un gemido:
—¡Es el cadáver…! ¡La mujer reclama la uña…!
Falkenberg se irguió bruscamente en el lecho, completamente despierto también.
—¡Yo la he visto! —exclamó.
—¿También tú…? ¿Has visto el dedo? ¡Uf…!
—No quisiera hallarme en tu pellejo por todo el oro del mundo.
—¡Déjame acostarme contra la pared! —imploré.
—¿Y yo, en dónde me acuesto?
—Para ti no hay peligro; puedes dormir tranquilamente en la parte de fuera.
—¿Para qué se me lleve a mí primero…? ¡No, gracias…!
Y Falkenberg echóse nuevamente, y cubrióse hasta los ojos con la manta.
Por un instante pensé en bajar a acostarme con Petter. Como estaba convaleciente, no me p día contaminar el mal; pero no me atreví a bajar la escalera.
Pasé una noche muy inquieta.
A la mañana siguiente, busqué la uña por todas partes, y al fin la encontré entre el serrín y las virutas. Entonces la enterré en el camino que conducía al bosque.
—Acaso debieras depositar la uña en el mismo lugar en que la encontraste —dijo Falkenberg.
—¡Está tan lejos de aquí…! Requiere un verdadero viaje…
—Acaso estés obligado a hacerlo. Tal vez la mujer no quiera tener un dedo en un sitio y la uña en otro.
Había recuperado mi atrevimiento; la luz del día hizo de mí un ser escéptico: me reí de la superstición de Falkenberg, y declaré que su punto de vista había sido abandonado por la ciencia.