Capítulo XIX

El bosque ha quedado desprovisto de follaje y han enmudecido los cantos de las aves; únicamente las cornejas, después de lanzar sus gritos de madrugada, se extienden por las praderas. Al ir hacia el bosque vemos la parvada de polluelos, que todavía no han aprendido a temer a la gente, rebullendo por el sendero, a nuestros pies. Después, encontramos al pinzón, el gorrión de los bosques; a aquellas horas matutinas, el pájaro ha dado ya una vuelta por la floresta, y retorna junto a los hombres, con los cuales le gusta vivir, y a los que quiere bajo todos los aspectos. ¡Qué extraño es el pinzón…!

En realidad, el pinzón fue un pájaro emigrante; pero sus padres le enseñaron que era posible pasar el invierno en el Norte. En lo sucesivo, va a decir a sus hijitos que deben pasar el invierno en el Norte. Pero como todavía llevan en las venas sangre de viajero, siguen siendo vagabundos. Un día, los pinzones se reúnen en grupos y vuelan hacia las numerosas parroquias del contorno, a unirse con otros hombres, cuyo conocimiento desean… Puede muy bien transcurrir una semana sin que otra bandada de estas vidas trashumantes se pose sobre la arboleda… ¡Dios mío, cuántas veces me he distraído contemplando el pinzón…!

Falkenberg dijo un día que había recobrado toda su serenidad. En el invierno, conseguiría ahorrar un centenar de coronas, sobre sus ganancias de leñador y de afinador de pianos, y se reconciliará con Emma.

—Tú también debieras dejar de atormentarte por personas de alta calidad, y volver a tus iguales —opinó Falkenberg.

Tenía razón.

El sábado por la noche concluimos el trabajo antes que de ordinario, para ir a la tienda. Necesitábamos camisas, tabaco y vino.

En la tienda, me fijé en una caja labrada, con adorno de nácares y conchas, una caja de esas que, hace años, solían comprar los marinos en los puertos, para llevárselas a sus novias. Actualmente, los alemanes las fabrican a millares. Compré la caja, con la idea de hacer una uña para mi pipa, con una concha…

—¿Qué vas a hacer con la caja? —preguntó Falkenberg—. ¿Se la vas a regalar a Emma?

Despertáronse sus celos, y, por no ser menos, Falkenberg compró un pañuelo de seda para Emma.

De regreso nos pusimos a beber el vino y a charlar. Falkenberg continuaba celoso. Escogí la concha que necesitaba, la despegué de la caja y di esta a Falkenberg. Volvimos a ser buenos amigos.

Comenzaba a oscurecer, y la luna no aparecía. De pronto, oímos una música que procedía de una casa situada en lo alto de la colina. Comprendimos que había baile allí; la luz hacía guiños, como un faro de señales.

—¿Vamos? —dijo Falkenberg.

Estábamos de buen humor. Al llegar a la casa, hallamos algunos muchachos y muchachas que tomaban el fresco en la puerta. Emma también se encontraba allí.

—¡Mira, Emma también está allí! —exclamó Falkenberg; pero Emma se alejó de él, penetrando en la casa. Y como Falkenberg quisiera seguirla, le cortaron el paso, dándole a entender que para nada tenía que ir al interior de la casa.

—Es que está Emma… Decidle que salga, pues.

—No saldrá. Está con Markus, el zapatero.

Falkenberg quedóse perplejo. Había estado indiferente con Emma durante demasiado tiempo, y esta acabó por abandonarle. Y como su rostro seguía expresando el estupor, algunas muchachas empezaron a burlarse de él. ¿Estaba tan triste, el pobre, porque no le habían pagado la mantequilla?

Delante de todos, Falkenberg se llevó la botella a los labios y bebió; después, pasó la mano por el gollete y ofreció la botella a su vecino. La opinión de aquella gente nos fue ya favorable: éramos unos buenos muchachos; llevábamos botellas en los bolsillos y las hacíamos pasar de mano en mano. Además, éramos forasteros, y nuestra presencia aportaba una pequeña novedad.

Falkenberg dijo algunas cosas chuscas acerca de Markus, el zapatero, al que llamada Lukas repetidamente.

En el interior de las casas el baile seguía su curso; pero las muchachas no nos abandonaban.

—Apuesto cualquier cosa a que Emma también desearía volver a nuestro lado —exclamó Falkenberg en tono fachendoso.

Las muchachas allí presentes llamábanse Elena, Ronnaug y Sara. Después de haber bebido, las muchachas nos dieron las gracias, estrechándonos la mano, según costumbre. Pero otras, más orgullosas, sólo dijeron: «¡Gracias por el trago!».

Elena se hizo novia de Falkenberg; este la cogió Por el talle y declaró que aquella era su noche. De modo que, cuando se fueron lentamente alejando de nosotros, nadie los llamó. Nos aparejamos, y cada pareja tiró hacia el lado del bosque. Yo acompañaba a Sara.

Al regresar del bosque, Ronnaug seguía tomando el fresco en la puerta de la casa. ¡Diablo de muchacha! ¡Permanecer allí tanto tiempo…! Le cogí la mano y le dije algunas cosas que ella se contentaba con sonreír a todo cuanto le agradaba, pero sin responder. Al ponernos en marcha hacia el bosque, oímos la voz de Sara que gritaba en la oscuridad:

—¡Ronnaug, ven, que tenemos que volver a casa muy pronto…!

Pero Ronnaug no respondió; hablaba muy poco. Tenía la piel blanca como la leche, y era una muchacha alta y reposada…