Capítulo XVIII

El capitán regresó. Cierto día, un hombre corpulento y barbudo se nos presentó en el bosque y nos dijo:

—Soy el capitán Falkenberg… ¿Cómo va eso, muchachos?

Saludamos respetuosamente, y luego respondimos:

—Bien; todo marcha bien; gracias…

Durante unos momentos hablamos de los árboles que habíamos derribado y de los que nos faltaban por derribar; el capitán elogió mucho el hecho de que dejásemos hermosas y cortas cepas, y, después de calcular nuestra producción diaria, dijo que esta era la normal.

—El capitán se olvida de rebajar los domingos —dije yo.

—Tiene usted razón. Así es superior a la normal. ¿Habéis estropeado alguna herramienta? ¿Sigue cortando la sierra…?

—Sí, señor.

—¿Ningún accidente?

—No, señor.

Pausa.

—En rigor, no debierais ser mantenidos; pero, ya que vosotros lo habéis preferido así, trataremos de arreglarlo.

—Nosotros nos daremos por satisfechos con las decisiones del capitán.

—Sí —afirmó Falkenberg—; nos daremos por satisfechos.

El capitán dio una vueltecita por el bosque y retornó prontamente.

—No podría desearse un tiempo mejor —exclamó—. No tenéis de esa forma que amontonar la nieve…

—No; no hay nieve. Pero acaso sería preferible una helada mayor.

—¿Por qué…? ¿Tenéis demasiado calor?

—También por eso. Pero, sobre todo, porque la sierra corre mejor cuando la madera está helada…

—¿Está usted habituado a este trabajo hace mucho tiempo?

—Sí, señor.

—¿Es usted el que canta?

—No, señor, desgraciadamente. Es mi compañero.

—¡Ah! ¿Es usted el cantor…? ¿Y tenemos el mismo apellido?

—¡Oh, sí, así parece! —respondió Falkenberg, algo molesto—. Me llamo Lars Falkenberg, como atestiguan mis certificados.

—¿De dónde es usted?

—Del distrito de Trondhjem.

El capitán regresó a la casa. Era hombre poco hablador, pero afable y decidido; ni una sonrisa ni una broma.

Tenía buena figura, aunque resultaba algo ordinaria.

Desde entonces, Falkenberg sólo cantó ya en el aposento de los criados o al aire libre: en 1 cocina, el canto cesó, a causa de la presencia de capitán.

Falkenberg estaba desolado y pronunciaba frases sombrías: ¡Dios poderoso, qué enojosa es la vida…!

Falkenberg parecía dispuesto a ahorcarse cualquier mañana; pero su desesperación no fue duradera. Un domingo fue a las dos fincas donde había afinado los pianos, y pidió los certificados. Al regresar, me enseñó los documentos y dijo:

—Pueden servirnos para ganarnos la vida, cuando vengan tiempos malos…

—Así, pues, ¿no piensas ahorcarte?

—Tú tendrías más motivos que yo —respondió Falkenberg.

Pero tampoco yo estaba desesperado hasta tal extremo. Cuando el capitán tuvo conocimiento de mi máquina, deseó inmediatamente conocer detalles.

Al primer vistazo lanzado sobre mis croquis, vio que eran imperfectos. Estaban dibujados sobre papeles demasiado pequeños y prescindiendo del compás.

Me prestó entonces un gran estuche de dibujo, y me enseñó algo de cálculo mecánico. El capitán también temía que la sierra fuese poco manejable.

—Pero debes continuar —aseveró—. Establécela según una escala determinada, y ya veremos.

Al propio tiempo, comprendí que un modelo bien ejecutado daría una impresión más completa del aparato; y al terminar el dibujo, labré un modelo en madera.

Por carecer de torno, tuve que tallar a mano los dos cilindros y varias ruedas y tornillos. Tan absorto me hallaba en aquel trabajo, que el domingo ni siquiera oí la campana del mediodía. Acudió el capitán y gritó:

—¡Que son las doce!

Al ver la tarea a que me hallaba entregado, el capitán ofrecióse a ir al día siguiente a casa del herrero, para que tornease las piezas que fuesen necesarias.

—Sólo necesita usted darme las medidas —dijo—. ¿Precisa usted herramientas? Sí: un serrucho, taladros, tornillos… Un punzón fino… ¿Nada más?

Tomó nota de todo. El capitán era un patrón ejemplar.

Por la noche, había yo terminado de cenar con los criados, cuando me llamó la señora. Hallábase en el patio, fuera de la luz que proyectaban las ventanas de la cocina. Adelantóse hacia mí:

—Mi marido ha notado que… Sí, que va usted vestido demasiado a la ligera… No sé… ¡Tome usted esto!

Y depositó en mis brazos un traje completo.

Le di las gracias balbuciendo. Podría comprarme un vestido prontamente…; no tenía necesidad…

—Sí, sé que usted puede comprarse un traje…, pero su compañero tiene muy buena ropa, y en cambio, usted… ¡Tómela, pues…!

La señora se escabulló rápidamente por el interior de la casa, como una muchacha que temiese ser sorprendida mostrándose demasiado amable…

Por última vez, hube de gritar dándole las gracias.

A la noche siguiente, cuando regresó el capitán trayendo los cilindros y las ruedas, aproveché la ocasión para darle las gracias por la ropa que me había regalado la señora.

—¡Está muy bien…! Mi mujer es quien ha creído… ¿Y le sienta bien?

—Sí… Me sienta muy bien.

—Perfectamente… Sí, ha sido mi mujer que… Bien; aquí están las ruedas y las herramientas… Buenas noches…

Indudablemente, ambos esposos eran igualmente benévolos, cuando se trataba de hacer una buena acción.

Y, cuando resultaba que la habían hecho, se la achacaban mutuamente. Aquel debía de ser el matrimonio con que los idealistas han soñado en la tierra…