Durante tres días caminamos sin encontrar trabajo alguno, teniendo que pagar para comer y beber, y cada vez nos quedábamos con menos dinero.
—¿Cuánto me queda y cuánto te queda? No conseguiremos nada así —dijo Falkenberg, y propuso que nos dedicásemos a robar un poco.
Deliberamos sobre esta cuestión, y decidimos aguardar. Por la comida, nada teníamos que temer. Siempre podríamos robar una gallina o dos; pero sólo el dinero podría ayudarnos seriamente, y necesitábamos hallarlo. Si no lo conseguíamos de una manera, lo conseguiríamos de otra: no éramos ángeles.
—No soy un ángel del cielo —decía Falkenberg—. Tal y como ves, llevo puestas mis mejores ropas, ropas que serían de diario para otro. Las lavo en el arroyo y aguardo a que se sequen; si se rompen, las recoso, y, cuando consigo ganar lo suficiente para poderlo hacer, me compro otras. Esto no puede suceder a menudo.
—El joven Erik decía que tú eras un bebedor empedernido. ¿Es cierto?
—¡Valiente pico de ganso! ¡Claro que bebo! ¡Es muy molesto comer sin beber…! ¡Si encontráramos una casa que tuviese piano! —exclamó Falkenberg.
Pensé: «Un piano en una granja, supone cierta posición desahogada; entonces allí empezamos a robar».
Hasta la noche no llegamos a una granja de aquella categoría. Mientras tanto, Falkenberg habíase puesto mi ropa de la ciudad y me había confiado también el saco para que lo llevase. De aquel modo, se encontraba desembarazado y libre de movimientos. Sin vacilar, avanzó hacia el pórtico de la casa y desapareció un momento en el interior. Al salir me dijo que tenía el encargo de afinar el piano. ¿Qué iba a hacer?
—¡Cállate! —me dijo Falkenberg—. Lo he hecho muchas veces, aunque no me haya alabado de ello.
Y, al sacar de su mochila una llave, comprendí que hablaba seriamente. Me dio orden de esperar en las cercanías de la casa, mientras afinaba el piano. Vagué por los alrededores, para matar el tiempo; de cuando en cuando, al pasar por el lado sur de la casa, oía cómo Falkenberg trabajaba en el piano, empleando la violencia. No era capaz de encontrar la nota exacta, pero tenía buen oído. Si se distendía una cuerda, cuidaba de colocarla exactamente como antes. Así, el instrumento no quedaba peor que estaba.
Entablé conversación con un criado de la granja; un muchacho. Ganaba doscientas coronas al año y la alimentación —me dijo—. A las seis de la mañana, de pie, para dar pienso a los caballos, a las cinco y media en las épocas de siembra; y trabajaba, y trabajaba todo el día hasta las ocho de la noche. Sentíase no obstante satisfecho de la vida en aquel mundo limitado. Recuerdo su graciosa sonrisa cuando hablaba de su novia. Le había regalado un anillo de plata, adornado con un corazón de oro.
—¿Qué te dijo al recibir el regalo?
—Se quedó sorprendida, puedes creerlo.
—Y tú, ¿qué le dijiste?
—¿Qué le dije? No lo sé. Le dije: «¡De felicidad te sirva!». Necesitaba también tela para un vestido, pero…
—¿Es joven?
—¡Oh, sí! Suena su voz enteramente como una armónica, de joven que es…
—¿Dónde vive?
—No quiero decirlo, porque se sabría en la parroquia.
Me hallaba ante él como un Alejandro, e imbuido de tal sabiduría, que desdeñaba un poco su pobre vida. Cuando nos separamos, le di una de mis mantas, porque pesaba excesivamente para ser llevada. El muchacho declaró que se la regalaría a su novia para que tuviese un cobertor bien caliente.
Y Alejandro dijo:
—Si yo no fuese yo, quisiera ser tú…
Cuando Falkenberg hubo terminado el trabajo y vino a mi encuentro, tenía maneras muy distinguidas y tartajeaba al modo danés con tanta perfección, que apenas le comprendí. Le acompañaba la hija del propietario.
—Ahora vamos a trasladar nuestros bártulos a la casa vecina —dijo Falkenberg. Sin duda habría algún piano que necesitaba revisión. «Adiós, adiós, señorita…».
—¡Seis coronas, muchacho! —me gritó al oído—. Y seis en la casa próxima, hacen doce.
Y partimos; yo llevaba los fardos.