Capítulo XII

Falkenberg y yo nos ponemos en camino. Es de noche. Tiempo fresco y cielo despejado, en el que brillan las estrellas. Convenzo a mi camarada para que demos una vuelta por el cementerio. Era bastante ridículo por mi parte querer ver si había luz en una ventanita de la rectoría… ¡Ah, ser joven, rico, y…!

Caminamos durante algunas horas; no era muy pesada nuestra carga y, además, conviene añadir que nosotros, dos vagabundos, éramos algo extraños, el uno para el otro, y podíamos charlar. Traspuesto ya el primer caserío, llegamos a otro y divisamos el campanario de la parroquia al resplandor de la luna. Por una antigua costumbre, quise entrar también en aquel cementerio.

Entonces dije:

—¡Qué…! ¿Y si pasáramos la noche aquí…?

—¡No faltaría más! —respondió Falkenberg—. En estos momentos hay heno en todos los trojes[3], y si nos echan de los trojes, no se estará mal en el bosque.

Y Falkenberg se puso nuevamente a la cabeza de la columna.

Era hombre de treinta y pico de años, alto y bien formado, aunque de espaldas algo encorva das; sus largos bigotes se desplomaban en forma de arco. Frase más bien breve que larga; decidido, activo… Además cantaba canciones con la voz más hermosa del mundo, y, en conjunto, era tan raro como Grindhusen. Cuando hablaba mezclaba a troche y moche frases de los dialectos de Trondhjem y de Calders y palabras suecas. Por ello no podía adivinarse de dónde procedía.

Llegamos a un caserío. Los perros empezaron a ladrar. Los moradores no se habían acostado todavía, y Falkenberg preguntó por el patrón. Salió un muchacho.

—¿Hay trabajo para nosotros?

—No.

—Sin embargo, la cerca que va a lo largo del camino está casi derruida. ¿No se podría reparar un poco?

—No. El patrón no tiene más ocupación que esta para el otoño.

—¿Podríamos hallar una yacija para pasar la noche?

—Desgraciadamente…

—¿Ni en el granero?

—No, las sirvientas duermen todavía en él…

—¡Bribón! —gruñó Falkenberg cuando estuvimos bastante lejos.

Tomamos un atajo para internarnos en un bosquecillo, que atravesamos buscando al azar un lugar donde acostarnos.

—¡Hola…! ¿Y si volviésemos al caserío… con las sirvientas…? ¿Nos echarían?

Falkenberg reflexionó.

—Ladrarían los perros —respondió.

Salimos a una pradera por la que vagaban dos caballos. Uno llevaba colgado un cencerro.

—¡Oh!, debe de ser un gran señor este, que deja vagar los caballos a estas horas, y hace que sus sirvientes duerman en el granero… Precisamente vamos a ser buenos con los animales y montarlos un rato.

Falkenberg atrajo al caballo del cencerro, que llenó de hierba y musgo, y saltó sobre él. El otro era más rebelde y me costó gran trabajo poderlo coger.

Cruzamos la pradera, hallamos una barrera y llegamos al camino. Cada uno llevaba una manta mía como silla, pero ninguno de los dos teníamos riendas. La cosa fue bien, extraordinariamente bien: cabalgamos más de una legua, y llegamos a otra parroquia.

De pronto, vimos unos bultos delante de nosotros, en el camino.

—Ahora conviene ir al galope… —me dijo Falkenberg por encima de los hombros.

Pero el gran Falkenberg no era un jinete hábil. Primeramente se cogió al collar del cencerro, y después se echó hacia delante, abrazando el cuello del caballo. Momentos después, vi una de sus piernas al aire… entonces cayó. Por fortuna, no topamos con ningún peligro: era una joven pareja que paseaba sentimentalmente. Después de media hora de cabalgar, nos encontramos con dolor en los riñones y desollados; echamos pie a tierra, mandamos los caballos al lugar en que los habíamos encontrado, y nos hallamos nuevamente a pie.

¡Gac, gac!, oíase a lo lejos. Aquel sonido me era familiar: eran los patos silvestres. De niños, aprendimos a juntar las manos y a permanecer quietos para no espantar a los patos silvestres cuando pasaban… No encuentro nada mejor que hacer y repito el antiguo ademán. Un sentimiento tierno y místico flota en mí; retengo la respiración y encandilo los ojos… Ya vienen: detrás de ellos, el cielo parece una gran estela… ¡Gac, gac!, graznan los patos sobre nuestras cabezas… y el espléndido arado sigue surcando el cielo bajo las estrellas…

Por fin encontramos un granero, en una granja tranquila, y dormimos varias horas; tan pesado era nuestro sueño, que los moradores de la granja nos sorprendieron allí a la mañana siguiente.

Falkenberg dirigióse acto seguido al patrón y ofreció pagar.

—Llegamos tan tarde, que no quisimos despertar a nadie —explicó Falkenberg—; pero no somos vagabundos.

El patrón no quiso aceptar el pago y seguidamente nos hizo servir café en la cocina. Pero no había trabajo para nosotros; terminada de acarrear la cosecha, ni él ni el criado tenían más trabajo que revisar los cercados.