Capítulo XI

Completamente instalada la canalización y colocadas las llaves, el agua caía sobre la pila con fuerza. Grindhusen volvió a pedir prestadas las herramientas necesarias en otro lugar, de suerte que pudimos trabajar desahogadamente, y cuando estuvo abierta la zanja hasta el pozo, terminó nuestro trabajo en la rectoría. El pastor estaba tan contento de nosotros, que nos ofreció colocar en el poste rojo un cartel anunciando que éramos maestros en el arte de instalar conducciones de agua; pero por lo avanzado de la estación, podía empezar a helar de un día a otro, y aquello no nos sería de ninguna utilidad. Le rogamos que, en lugar de cartel, se acordase de nosotros cuando llegase la primavera.

Nos trasladamos, pues, a la vecina granja, para arrancar patatas, habiéndosenos prometido que volveríamos a la rectoría cuando se ofreciese ocasión.

Hallábase empleada mucha gente en la nueva labor; nos repartimos por equipos, y todos estuvimos contentos y alegres. Pero el trabajo debía durar poco más de una semana, y nuevamente nos encontraríamos desocupados.

Una noche, el pastor vino a vernos y me ofreció un puesto de criado en la rectoría. La oferta era tentadora; reflexioné un instante, pero acabé por declinar el ofrecimiento. Prefería errar a la aventura y ser dueño de mí; hacer el trabajo que casualmente se presentase, dormir a la luz de las estrellas y ser para mí mismo un motivo de sorpresa.

En el campo de patatas hice conocimiento con un hombre, en cuya compañía deseaba vivir cuando me separase de Grindhusen. Aquel hombre era un tipo de mi clase, y por lo que oía decir y por lo que veía en él, comprendía también que era un obrero. Llamábase Lars Falgberget, por lo cual hacíase llamar Falkenberg.

El joven Erik era el jefe del equipo y director durante la recolección de patatas. También estaba encargado de transportar la cosecha. Era un apuesto muchacho de veinte años, firme y maduro para su edad, y contento de sí, tanto como de ser hijo de los dueños de la casa. Indudablemente, debía de haber algo entre él y la señorita Isabel, de la rectoría, porque un día vino al campo, en que nos hallábamos nosotros, y charló con él largo rato.

Cuando se dispuso a partir, me dirigió algunas palabras: que Olina empezaba a acostumbrarse a la conducción de agua.

—¿Y usted también? —pregunté.

Por pura cortesía, respondió también vagamente a la pregunta; pero comprendí que no quería entablar conversación conmigo. Estaba muy lindamente ataviada: llevaba un mantón nuevo, que armonizaba con sus ojos azules.

Al día siguiente Erik sufrió un accidente; su caballo se desmandó, le arrastró por los sembrados y prados, y, finalmente, le lanzó contra una valla. De las graves heridas manaba la sangre en abundancia; y, aunque se reanimó, algunas horas más tarde aún seguía brotando la sangre. Para conducir el carro fue designado Falkenberg.

Fingí, hipócritamente, participar en el sentimiento general, y me mantuve silencioso y sombrío, como los demás; pero no sentía el menor pesar. No es que gozase de algún privilegio cerca de la señorita Isabel, palabra que no; pero el que ocupaba un puesto más elevado en su estima, había sido separado de mi camino.

Por la noche fui al cementerio y me senté. «¡Si llegase a venir la señorita Isabel!», pensaba yo. Transcurrió un cuarto de hora y vino. Me levanté bruscamente y, con perfecta astucia, fingí querer huir, pero, al propio tiempo, hallarme incierto y finalmente quedarme. Aquí me abandonó mi sutileza, quedé indeciso, porque estaba muy cerca de mí; entonces empecé a decir algo:

—¡Erik…! ¡Qué desgracia!, ha sufrido un accidente ayer…

—Lo sé —me respondió.

—Ha sufrido una dislocación.

—¡Sí, una dislocación…! ¿Por qué me hablas de él?

—Creía… No, no sé… Pero curará, naturalmente, por lo que a eso se refiere… Y todo se arreglará.

—Claro que sí, claro que sí…

Pausa.

Al escucharla, parecía que quisiese remedarme. De improviso, dijo sonriente:

—¡Eres un ser original…! ¿Por qué haces tan larga caminata para venir a sentarte aquí, por las noches?

—Es una pequeña costumbre. Mato el tiempo hasta la hora de acostarme.

—¿Entonces no tienes miedo?

La chanza me hizo recobrar todo el aplomo. Volviendo a pisar terreno firme, respondí:

—Es que precisamente quisiera aprender a escalofriarme —respondí.

—¿Escalofriarte? ¡Ah, bien…! ¿Has leído el cuento…? ¿Dónde lo has leído?

—No sé dónde. Sin duda, en un libro que me encontré un día.

Pausa.

—¿Por qué no quieres ser criado de casa?

—No reuniría las aptitudes requeridas. En compañía de otro hombre danzaremos por ahí.

—¿Adónde vais?

—No sé. Al Este o al Oeste. Somos caminantes…

Pausa.

—Es una lástima —dijo la señorita—. A mi parecer, no deberías hacer eso… Pero ¿qué decías de la salud de Erik? Por esto he venido.

—Está enfermo; su estado es, ciertamente, muy grave, pero…

—¿Cree el doctor que sanará?

—Lo cree, indudablemente. No he oído decir lo contrario.

—Entonces, buenas noches…

¡Ah, ser joven, rico, bello, célebre y un pozo de ciencia…! ¡Ved cómo se va…!

Antes de salir del cementerio, encontré una uña de pulgar utilizable, que me eché al bolsillo. Aguardé un momento, fijando mis miradas en todas partes y aguzando el oído… Todo estaba en silencio… Nadie gritó: «¡Es mía!».