Capítulo X

Vino un hombre que quería recobrar sus herramientas de albañil. ¡Hola! ¡Luego Grindhusen no las había robado! Como en Grindhusen todo era cicatero y mediocre, no había en él nada liberal, ni original.

—Comer, dormir y trabajar; sólo vives para esto, Grindhusen —le dije—. Ahora un hombre viene en busca de las herramientas. ¡Las has pedido prestadas desdichado!

—¡Eres un idiota! —exclamó Grindhusen, vejado por mis palabras.

Para apaciguarle, como otras veces, di a mis palabras un tono de chacota o de risa.

—¿Qué vamos a hacer? —dijo Grindhusen.

—Apuesto lo que quieras a que tú lo sabes muy bien.

—¿Que lo sé?

—Sí. Te conozco muy bien.

Y Grindhusen se aquietaba.

Sin embargo, al mediodía, mientras le estaba cortando el pelo, le ofendí nuevamente al indicarle que se debía lavar la cabeza.

—¡Un hombre de edad, como tú, no debe ser tan ridículo! —exclamó.

Y acaso Grindhusen tuviese razón. Había conservado los cabellos completamente rojos, a pesar de ser abuelo…

¿Iban ahora a frecuentar la granja personas desconocidas…? ¿Quién había entrado súbitamente y, poniendo orden en ella, lo había dispuesto todo convenientemente?

Grindhusen y yo teníamos un sitio destinado para dormir; yo me había comprado dos cobertores, y él, por el contrario, se acostaba todas las noches completamente vestido. Tal y como se hallaba durante el día, se sepultaba entre el heno, sin mirar dónde. Ahora, había anudado los dos cobertores que yo poseía, aunque esto no parecía un lecho ni por asomo. Nada tenía yo que oponer a ello; se trataba, sin duda, de alguna sirvienta que quería enseñarme buenas maneras. La cosa carecía de importancia.

Entonces tenía que practicar un agujero en el entarimado del primer piso, pero la señora me rogó que aguardase al día siguiente, en que el pastor debía ir a la parroquia vecina, y así no correría el riesgo de molestarle… Al día siguiente, por la mañana, el trabajo fue nuevamente aplazado, pues la señorita Isabel encontrábase preparada para hacer grandes compras, y hube de acompañarla, para llevarle los paquetes.

—Bueno —dije—. Saldré a su encuentro.

¿Era posible que la extraña muchacha estuviese dispuesta a soportar mi compañía? La señorita Isabel dijo:

—Pero ¿sabrás encontrar el camino tú solo?

—¡Oh, sí! Ya he ido. Allí compramos nuestra comida.

Como no podía, decentemente, pasearme por la parroquia con la ropa de trabajo manchada de greda, me puse un pantalón y conservé mi blusa. Así equipado, púseme en marcha, tras de la señorita Isabel. Había más de media legua[1] de camino. Al recorrer el último cuarto de legua, empecé a observar de cuando en cuando a la señorita, que caminaba delante de mí; pero cuidé de no ir pisándole los talones. Volvió la cabeza una vez; me agazapé cuanto pude, y me oculté en el lindero del bosque.

La señorita se quedó en casa de una amiga, en la aldea, y yo regresé hacia el mediodía con las mercancías. Se me invitó a comer en la cocina. La casa estaba como muerta. Harald había salido, y las sirvientas cilindreaban[2] la ropa blanca; únicamente Olina se encontraba desocupada.

Después de comer, subí al pasillo del primer piso, y comencé a serrar.

—Ven a ayudarme un poco por ahí dentro —dijo la señora, pasando por delante de mí.

Cruzamos el despacho del pastor, y llegamos a la alcoba.

—Quisiera cambiar la cama de lugar —dijo la señora—. En invierno está muy cerca de la estufa y se siente demasiado calor.

Llevamos la cama junto a la ventana.

—¿No crees que estará mejor aquí, más fresco…? —preguntó la señora.

Mis miradas se fijaron en ella por casualidad; la señora tenía un malicioso mirar de reojo… ¡Ay!, emocionóse mi carne, y perdí la cabeza… La oí decir:

—¡Estás loco! ¡Oh! ¡No…! ¡Pero…! ¡La puerta…!

Después oí pronunciar mi nombre varias veces…

Abrí el agujero con mi serrucho, en el pasillo, y lo puse todo en orden. La señora estuvo todo el tiempo presente. Ella hubiera querido hablar, explicarse; pero reía y lloraba, sin marcharse.

—¿No debiéramos trasladar el cuadro que estaba encima de la cama?

—Sí, es una idea —respondió la señora.

Y volvimos a entrar en la alcoba.