Capítulo VII

Necesitaba ahora inculcar en mi camarada la idea de que el pozo debía ser cavado en la ladera. Para no despertar su desconfianza, descargué la responsabilidad en el pastor: él había tenido la idea, él fue el primero en concebirla, y yo me había limitado a apoyarla. Grindhusen comprendió, desde el primer momento, que la obra nos proporcionaría mayor cantidad de trabajo, puesto que sería necesario que trazásemos la zanja para la canalización.

Fue una suerte que, el lunes por la mañana, el pastor, medio chanceándose, empezase por decir a Grindhusen las siguientes palabras:

—Tu camarada y yo hemos decidido abrir el pozo allá arriba, en la ladera, e instalar una canalización para hacer descender el agua hasta aquí. ¿Qué opinas tú de semejante locura…?

Grindhusen opinó que era una excelente idea. Pero cuando adelantamos en la conversación y fuimos los tres a inspeccionar el pozo, Grindhusen sospechó que tenía yo mayor injerencia en el plan de la que aparentaba, y emitió el parecer de que la zanja habría de ser muy profunda, a causa de los hielos.

—Un metro treinta de altura —interrumpí.

—… Y será una obra costosa.

—Tu compañero la calcula en dos centenares de coronas en total —respondió el pastor.

Grindhusen no entendía lo más mínimo de cálculos; de suerte que sólo pudo decir:

—Sí, pero doscientas coronas son mucho dinero…

Entonces repuse:

—Además, cuando el pastor se vaya, tendrá que abonar menos cantidad como compensación.

El pastor replicó sobresaltado:

—¿Compensación…? No me iré nunca de aquí.

—Entonces espero que el pastor podrá disfrutar muchos años de la canalización.

El pastor me miró y preguntóme:

—¿Cómo te llamas?

—Knut Pedersen.

—¿De dónde eres…?

—Del Nordland.

Comprendí por qué se me hacían aquellas preguntas, y tomé la resolución de no emplear un lenguaje novelesco. Entretanto… decidióse acometer el trabajo del pozo y la canalización, y nos pusimos a la obra…

Vinieron entonces muchos días llenos de júbilo. Al principio, estaba muy inquieto por saber si habría agua en el lugar elegido, y durante algunas noches dormí muy mal. Pero cuando hubo desaparecido esta inquietud, quedó una tarea fácil y sencilla. Había agua suficiente: al cabo de pocos días nos vimos obligados a sacarla con cubos. El fondo era arcilloso, y nos hundíamos de lo lindo en el pozo movedizo.

Después de haber cavado durante una semana, a la siguiente empezamos a extraer de la mina piedras para la mampostería; a este trabajo, Grindhusen y yo estábamos ya habituados desde nuestros tiempos de Skreja. Por espacio de otra semana aún seguimos cavando y llegamos a una notable profundidad. El fondo del pozo se hacía tan movedizo, que tuvimos que ponernos inmediatamente a recubrir el interior, para evitar que se deslizase la greda y nos sepultase a los dos.

Cavamos, minamos, revestimos, y las semanas discurrieron una tras otra. Era un pozo grandioso y un trabajo afortunado: el pastor estaba satisfecho. Entre Grindhusen y yo, las relaciones tornáronse más cordiales. Cuando se dio cuenta de que no pretendía más que el salario de un buen albañil, aunque en varias ocasiones tomase yo la dirección del trabajo, quiso, a su vez, hacer algo por mí, y empezó a comportarse en las comidas de modo más agradable. No podía ser más dichoso que entonces, y jamás nadie lograría atraerme a la ciudad.

A la noche vagaba por el bosque o por el cementerio; leía las inscripciones de las tumbas y meditaba sobre muchísimas cosas. También quería hallar una uña de muerto. La necesitaba, era un antojo, una tontería… Había desgajado un magnífico trozo de raíz de abedul, sobre el cual quería tallar una cazoleta de pipa en forma de puño: el pulgar debía constituir la tapadera y necesitaba una uña, para dicho dedo, a fin de darle carácter de vitalidad. El anular, lo ceñiría con un aro de oro.

Gracias a estas menudas ocupaciones, mi cabeza tornábase sana y serena. Nada me atosigaba en la vida: mis meditaciones no me hacían perder tiempo, puesto que me pertenecían mis noches. A ser posible, acaso intentaba también cultivar un tanto en mi alma el sentimiento de la santidad de la Iglesia y el terror de los muertos: recordaba muy remotamente aquella mística profunda y plena de sentido, y de nuevo deseaba tomar parte en ella. Quizá cuando hallase la uña, saldría una voz de las tumbas para gritarme: «¡Es mía!».

Al oír lo cual, la abandonaría, lleno de horror, y echaría a correr desesperadamente.

—¡Es horrible oír rechinar la veleta! —llegó a decirme Grindhusen.

—¿Tienes miedo…?

—Realmente, no; pero, por la noche, siento frío en la espalda al pensar que duermo tan cerca de los muertos.

¡Dichoso Grindhusen!

En una ocasión, Harald me enseñó a plantar piñas y pequeños arbustos; yo no tenía conocimiento alguno de este arte.

En mis tiempos de escuela primaria, no estaba de moda; pero cuando aprendí el modo de proceder, me convertí en un asiduo plantador dominguero. A cambio de esto, yo le enseñaba a Harald diversas cosas que él desconocía, y nos hicimos excelentes amigos.