Capítulo V

Grindhusen volvió el lunes por la mañana, y empezamos a cavar el pozo. El anciano pastor vino otra vez a vernos y nos preguntó si podríamos fijar un poste en el camino que conducía a la iglesia. El poste era muy necesario; en otros tiempos hubo uno en aquel lugar, pero el viento lo había derribado: servía para fijar anuncios y edictos.

Levantamos otro poste, y pusimos gran cuidado en que quedase derecho como un cirio. A guisa de tejadillo, le pusimos un capuchón de cinc. Mientras me hallaba ocupado en colocar el capuchón, propuse a Grindhusen que pintásemos de rojo el poste. Quedábale todavía algo de la pintura roja que había servido para pintar la cabaña de Gunhild.

Y como el pastor prefería el poste de blanco, y Grindhusen abogaba en tal sentido, argumenté que los carteles blancos destacan mucho mejor sobre fondo rojo. Entonces, el pastor, distendiendo las innúmeras arrugas que circuían sus ojos, dijo:

—Sí; tienes razón.

No fue menester más: la sonrisa que esbozó y la leve aprobación bastaron para enorgullecerme y hacerme feliz en lo íntimo de mi ser.

También acudió la señorita; dirigió algunas palabras a Grindhusen, bromeó un poco con él, y, al fin, preguntó qué significaba aquel rojo cardenal que habíamos levantado. A mí no me dijo palabra; ni siquiera se dignó mirarme, cuando la saludé.

Fue un momento desagradable el de la comida; no porque esta no resultase bastante buena, sino porque Grindhusen comía la sopa de un modo muy cochino y todo el contorno de la boca lo tenía reluciente de grasa. «¿Cómo comerá el cocido?», pensaba yo tristemente.

Y como Grindhusen se dispusiera a tumbarse en el banco, con ánimo de echar la siesta, en aquel estado grasiento, le chillé impetuoso:

—¡Límpiate la boca, diablo…!

Grindhusen me miró: limpióse la boca y contempló su mano.

—¿La boca? —preguntó.

Me vi obligado a tomar la cosa a broma y dije:

—¡Ja, ja…! ¡Te he reñido de lo lindo, Grindhusen…!

Sin embargo, estaba descontento de mí mismo, y acto seguido salí del lavadero.

«Además, será necesario que obligue a la señorita a que corresponda a mi saludo —me decía—; no tardará en estar informada de que soy un hombre de ideas. ¡Ah! ¡El pozo, con la conducción de agua…! ¡Si yo consiguiese trazar un plano detallado…!». Necesitaba un nivel para determinar la altura del salto desde la cima de la colina, y me puse a trabajar en el aparato… Me valí de un tubo de madera, al que adherí dos sencillos cristales de lámpara, como montantes, y lo llené de agua por completo.

En la rectoría se sucedían las tareas menudas: enderezar un peldaño de piedra, corregir un desnivel. Cuando llegó el momento de almacenar la cosecha de cereales, fue preciso arreglar la armazón de la pasarela de la granja. El pastor quería que todo estuviese en orden, lo cual, para nosotros carecía de importancia, puesto que trabajábamos por jornadas. Pero a medida que pasaban los días, me encontraba cada vez más incómodo en compañía de mi camarada. Por ejemplo, confieso que me producía una gran tortura verle apoyar el pan contra el pecho y cortarlo con la navaja llena de grasa, que rezumaba constantemente. Añádase a esto que Grindhusen no se lavaba en toda la semana, sino el domingo. Y desde antes de salir el sol por la mañana hasta después de ponerse por la tarde, a Grindhusen le colgaba de la nariz una gota clara… Además, ¡tenía unas uñas…! ¡Y eran tan disformes las orejas…!

¡Ah, yo era un señorito de pega, que había aprendido en el café unos cuantos modales distinguidos…! No pude evitar el lamentarme de la falta de limpieza de mi camarada, y así creé entre nosotros un creciente desacuerdo. Abrigaba el temor de que algún día tuviésemos que separarnos. Sólo cambiábamos las palabras estrictamente indispensables.

Entretanto, el pozo continuaba igual; sin terminar la excavación. Llegó el domingo, y Grindhusen se fue a su casa.

El nivel estaba terminado. Por la tarde, subí al tejado del edificio principal, e instalé mi aparato. Inmediatamente comprobé que el desnivel era de varios metros. Bueno. Aun calculando un metro largo, desde el suelo al nivel del agua en el pozo, habría presión sobrada.

Cuando me hallaba tendido sobre el tejado, estableciendo mis medidas, fui descubierto por el hijo del pastor. Llamábase Harald Meltzer. «¿Qué haces ahí arriba…?». «Medía la colina». «¿Para qué…?». «Porque quiero conocer la altura». «¿Me dejas mirar a mí también?». Seguidamente me procuré una cuerda de diez metros de longitud y medí la albura de la colina desde la base a la cima. Harald me ayudó. Cuando volvimos a la rectoría, me presenté al pastor y le expuse mi proyecto.