Durante algunas horas, Grindhusen pinta y mastica, y pronto la cabañita aparece roja y pimpante, hacia el lado norte del mar. En el descanso del mediodía, voy al encuentro de Grindhusen, llevando algo de beber. Nos tumbamos en el suelo y nos ponemos a charlar y a fumar.
—¿Pintor…? No soy pintor, ni mucho menos —exclama Grindhusen—. Pero si alguien me pregunta si sé pintar el interior de una cabaña, le respondo que sí. Y si alguien me pregunta si sé hacer esto o lo otro, le contesto que sí, que lo sé hacer… ¡Es muy fuerte el aguardiente que has traído…!
La mujer y los dos hijos de Grindhusen habitaban a una legua de la cabaña; Grindhusen volvía a su casa todos los sábados. Dos hijas suyas eran ya mayores; una de ellas estaba casada y Grindhusen era ya abuelo.
Después de pintar la cabaña de la vieja Gunhild, y dos camas, iría a la rectoría, a abrir un pozo. En las parroquias, nunca le faltaba algo que hacer, en una o en otra parte. Y al empezar el invierno, cuando la helada penetraba en la tierra, Grindhusen iba al bosque a talar árboles, o bien holgaba durante algún tiempo, esperando que se le ofreciese cualquier trabajo. Su familia no era muy numerosa, y siempre había algo que hacer, tanto hoy como mañana.
—Te aseguro que, si pudiera hacerlo, compraría herramientas de albañil —dice Grindhusen.
—¿Eres también albañil?
—No; tampoco soy albañil; pero, cuando esté cavado el pozo, será necesario hacer la mampostería… Es muy natural.
Vagabundeo por la isla, según costumbre, pensando en diversas cosas. ¡La paz, la paz…! De cada árbol del bosque desciende a mí una paz agradable y silenciosa. Ya han desaparecido todos los pajarillos; sólo algunas cornejas vuelan, mudas, de un lado para otro, hasta posarse. Y los racimos de frutos caen pesadamente de los serbales y se ocultan entre el musgo.
Acaso acierte Grindhusen: seguramente siempre se hallará algo, igual hoy que mañana. Hace dos semanas que no he leído los periódicos, y, sin embargo, vivo, prospero, hago grandes progresos respecto a la paz interior; canto, me pavoneo, voy con la cabeza descubierta, y, por la noche, contemplo la bóveda estrellada…
En los últimos dieciocho años he raído los fondillos de mis pantalones sobre los asientos de los cafés, y he devuelto un tenedor al camarero, cuando no estaba limpio. En cambio, aquí en casa de la vieja Gunhild, no lo devuelvo… «¿Has visto a Grindhusen?», me digo a mí mismo. Cuando enciende la pipa, Grindhusen deja arder la cerilla hasta el fin, sin quemarse los dedos endurecidos. He observado que una mosca se paseaba por su mano, pero Grindhusen la dejaba caminar; acaso no la sentía… Así debe conducirse un hombre con las moscas…
Por la noche, Grindhusen se mete en la barca y boga. Yo discurro por la playa, canturreo, tiro piedras al mar y arrojo conchas y torneadas piedrecitas. Brillan la luna y las estrellas.
Horas después, retorna Grindhusen; en la barca hay un magnífico equipo de herramientas de albañilería. «Ha ido a robarlas», pienso. Cada uno cargamos con parte, y ocultamos las herramientas en el bosque. Después, desciende la noche, y cada uno se va a sus asuntos.
Al mediodía siguiente, la casa de la vieja Gunhild está acabada de pintar; mas, para poder cobrar la jornada entera, Grindhusen acepta partir leña hasta las seis de la tarde. Me meto en la barca de Gunhild, y, a remo, me voy de pesca, para no hallarme presente en el momento de partir Grindhusen.
No he conseguido pescar nada; pero tengo frío y miro el reloj frecuentemente. «Ya se debe de haber marchado», me digo a mí mismo, y hacia las siete vuelvo a la cabaña.
Grindhusen ha pasado ya a la tierra firme, y desde allí me grita: «¡Adiós!».
Siento un estremecimiento; es la voz de mis años mozos en Skreja, la llamada de una existencia anterior.
Remando en dirección a Grindhusen, le digo:
—¿Puedes abrir el pozo tú solo?
—No; me ayudará un hombre.
—Llévame contigo —le digo—. Aguárdame aquí hasta que vuelva de pagar mi cuenta…
Al llegar yo a la mitad del camino, Grindhusen me dice gritando:
—No…, se hace de noche. Y, además, tú no lo dices en serio…
—Espera unos minutos. Voy allá en un instante.
Y Grindhusen se sienta en la arena; de pronto recuerda que tengo en una botellita un excelente aguardiente.