Esta mañana ha llegado un hombre; viene para pintar la casa. Pero como la vieja Gunhild es realmente muy vieja y, además, está completamente baldada de dolores reumáticos, ha conseguido del hombre en cuestión que parta leña para el fogón de la cocina, para unos días. A veces me he ofrecido para partirla; pero a la anciana Gunhild le parece que mis ropas son harto elegantes para semejante tarea, y nunca ha querido confiarme el hacha.
El pintor forastero es un hombrecillo rechoncho, de cabellos rojizos y barba rala. Mientras trabaja, le espío tras los cristales de la ventana, para ver cómo se conduce. Al descubrir que habla solo, salgo de la casa y aguzo el oído para oír lo que dice. Si da un golpe en falso, lo toma con calma: «¡Diablo…! ¡Demonio, demonio…!». Después de lo cual dirige una mirada en derredor y se pone a tararear, queriendo disimular sus palabras.
¡Ah, ya…! Conozco al pintor. No es un pintor cualquiera: es Grindhusen, un camarada mío de los tiempos en que se construía la carretera de Skreja. Me aproximo, me doy a conocer, y nos ponemos a charlar.
Hace muchos, muchos años que los dos fuimos peones. Grindhusen y yo. Era en nuestra juventud florida. Andábamos a lo largo de los caminos, con los más descacharrados zapatos del mundo, y devorábamos cuanto hallábamos siempre que teníamos dinero. Si abundaba este, había baile para las muchachas durante toda la noche del sábado, con gran cortejo de camaradas; y la dueña de la casa nos vendía café, de tal modo que se hizo rica. Después, tornábamos a la tarea con grandes ánimos y, durante toda la semana, suspirábamos por el sábado. Grindhusen era una especie de lobo para las muchachas.
—¿Te acuerdas de los tiempos de Skreja?
Grindhusen me mira curiosamente y permanece en silencio; necesita un instante para recordar. Sí, sí; Grindhusen se acuerda muy bien de Skreja.
—Y, ¿te acuerdas de Anders Fila, y de la Morcillera…? Y de Petra, ¿te acuerdas?
—¿Cuál de ellas?
—¡Petra…! ¡La que era tan amiga tuya!
—¡Ah, sí! Recuerdo muy bien. Terminé por quedarme con ella.
Grindhusen vuelve a la tarea.
—¿De modo que vives con ella?
—¡Claro que sí…! La cosa no podía concluir de otro modo… Pero ¿qué quería decir? ¡Ah, sí! ¿Te has vuelto rico?
—¿Por qué me lo preguntas…? ¿Mis ropas? ¿No tienes también tú ropas domingueras…?
—¿Cuánto has pagado por las tuyas?
No me acordaba, pero era lo de menos; de todos modos, no podía decir el precio exacto.
Grindhusen me mira sorprendido y se echa a reír.
—¿No recuerdas lo que has pagado por tus vestidos…?
Después se torna serio, mueve la cabeza y dice:
—Es muy posible que no lo recuerdes. Así suele suceder cuando se abunda en medios.
La vieja Gunhild sale de la cabaña y, al percatarse de que estamos perdiendo el tiempo, charlando junto al tajo de partir leña, ordena a Grindhusen que empiece a pintar la casa.
—¡Hombre…! ¿Eres pintor…? —exclamé.
Grindhusen no contesta, y comprendo que he dicho una tontería ante oídos extraños.