Poitiers, mayo de 1152
Leonor había enviado la carta a Enrique poco después de la disputa que había mantenido con Petronila. Volvía a ser Leonor y todos lo sabían. Pero Petronila permanecía en su torre. Y Enrique de Normandía permanecía en el norte.
Sólo unos días después de que Petronila llegara a Poitiers, las carretas en las que viajaban Alys y las damas de compañía atravesaron las puertas. Leonor salió a recibirlas al patio del palacio. Alys se bajó del carromato y corrió a su encuentro. Recordó de repente que debía hacer una reverencia y luego se fundió en un abrazo con ella.
—Ah, ya estamos de vuelta; por fin hemos regresado —dijo, y luego susurró al oído de Leonor—: ¿Ha vuelto Petronila?
Leonor la abrazó.
—Hemos regresado todos —dijo en voz alta, para que la escucharan— al lugar que nos corresponde. Petronila se encuentra en su torre y yo en la mía.
Su mirada se encontró con la de Alys y esta le hizo un leve gesto con la cabeza. Su sonrisa se ensanchó, triunfante, y su frente se alisó, diáfana como la de un niño.
—Majestad, esperad a que os cuente nuestro relato —dijo. Las damas de compañía y los mozos de cuadra se encontraban vaciando las carretas. De todas ellas, solo Alys era verdaderamente amiga de la duquesa y las dos ascendieron juntas por las escaleras que conducían al Maubergeon.
Una vez en el pabellón, Leonor miró de arriba abajo a la mujer, sonriendo.
—Te he echado mucho de menos. Pero parece que te las arreglado bien.
—Oh, Majestad —dijo Alys, volviéndose hacia ella.
A su alrededor, los sirvientes entraban y salían con cajas y cestas, formando un ruidoso coro de voces, y las damas de compañía no paraban de revolotear y reír.
Leonor condujo a Alys hacia las escaleras.
—Cuando llegamos a Blois —dijo Alys—, todo sucedió tal como nos habían advertido: un grupo de hombres cayó sobre nosotros. Habíamos hablado que lo mejor sería gritar, tratar de escondernos y huir, haciendo así que les resultara más difícil atraparnos y que tardasen en darse cuenta de que todo había sido un engaño —prosiguió, echándose a reír—. Teníais que haber visto sus caras cuando comenzaron a sospechar. Tuve que hacer un gran esfuerzo por adoptar un gesto grave.
Ascendieron por las escaleras en dirección a la cámara de Leonor. La duquesa había enlazado su brazo con el de Alys.
—Ojalá lo hubiera visto con mis propios ojos. Ah, aquí llega Marie-Jeanne.
La otra dama de compañía descendió los pocos escalones que la separaban de Alys y la abrazó con fuerza. Luego entraron todas en la cámara de la duquesa. Alys todavía balbuceaba por la excitación que le producía el recuerdo de aquel disparatado viaje, aunque Leonor albergaba la sospecha de que resultaba más excitante ahora que ya se encontraban a salvo.
Se preguntó si alguna vez llegaría a escuchar el resto de la historia, el pasaje en el que Petronila había huido sola por el bosque, el modo en el que había conseguido escapar.
—Finalmente —prosiguió Alys—, llegó el conde en persona, que os conoce de vista… por favor, sentaos, Majestad… Marie-Jeanne, tráeme el cepillo… y nos fue examinando una a una.
Leonor sonrió al imaginarse la escena y hasta Marie-Jeanne dejó escapar una carcajada.
—Su rostro se tiñó del color de la carne de ternera fresca. Nos hizo bajar a todos y comenzó a rebuscar en las carretas, sin parar de lanzar improperios que no me atreveré a repetir, ya que son muy desagradables. Especialmente, me reservaré lo que dijo cuando por fin cayó en la cuenta de que vos no os encontrabais allí.
El cepillo se hundió en el cabello de Leonor.
—Qué hombre más grosero —dijo—. ¿Al menos os obsequió con un banquete y os proporcionó un lugar seguro donde pasar la noche?
Alys lanzó una carcajada.
—Oh, no le importamos lo más mínimo. Estaba demasiado enfadado, mi señora. Yo sólo quería alejarme de allí… pero por entonces vos os encontrabais muy lejos.
Se inclinó y besó a Leonor en el hombro.
—Majestad, habéis hecho que todas las damas nos sintiéramos importantes. Somos más grandes gracias a vos.
Leonor murmuró algo. El recuerdo de Alys había hecho que las cosas volvieran dulcemente al punto de partida, eliminando así todo rastro de lo que realmente había sucedido, tal vez incluso en su propia mente. Las damas de compañía entraron en la alcoba, llevando tras de sí a varios pajes y criados que portaban algunas cajas de ropa. Todos ellos, según entraban, se acercaban y se arrodillaban a los pies de Leonor, besándola felices, con los ojos relucientes de emoción. Alys tenía razón. Aquella aventura los había hecho más grandes. Todos los pensamientos que Leonor había albergado habían desaparecido. Su mente se desvió de forma inconsciente hacia Petronila. Pero si vieron alguna diferencia entre esta Leonor y la que habían visto por última vez en las orillas del Loira, se la callaron.
—Algunas damas de buena cuna deben acudir a atender a mi hermana, ya que todas vosotras queréis estar conmigo.
Alys estaba pasando el cepillo por sus cabellos.
—Permitid que me ocupe de ese asunto, Majestad —dijo con voz suave.
Leonor sintió un arrebato de incomodidad en el estómago. Pensó: No lo sabes. El fuego que arde entre Petronila y yo todavía sigue candente. Piensas que todo se ha acabado. Luego levantó la mano y Alys le agarró los dedos, en un gesto tranquilizador.
Ahora que Petronila había regresado, Leonor podía volver a ser ella misma. En seguida comenzó a formar su propia corte. Algunas personas todavía seguían desempeñando ocupaciones que no eran más que anticuados vestigios del gobierno del rey Luis, así que decidió enviarlos a casa. Nombró a su fiel Matthieu administrador del palacio, pero todavía necesitaba algunos pajes, ayudantes, caballeros… y todos ellos debían proceder de las mejores familias.
Algunas enviaron a sus hijos menores para que entraran a su servicio como pajes, pero Leonor dedujo, por la actitud de las que no lo hicieron, que habían optado por esperar a ver cómo gobernaba en solitario. Contrató algunas damas de compañía procedentes de la parte alta de la ciudad. Sus maneras dejaban mucho que desear pero eran lo suficientemente aptas para el trabajo y alegres. Ya contaba con algunos caballeros que habían ido con ella a Beaugency y luego llegaron algunos más, hijos menores de familias nobles, completos buscavidas. Como ya no contaba con de Rançun, no había nadie que pudiera dirigirlos.
Los señores más importantes no enviaron a sus hijos, sino a algunos heraldos, a modo de saludo, alegrándose de que hubiera logrado escapar de las trampas que le habían tendido y haciendo promesas que pudieran reportarles cierto provecho. Ella los recibió en el salón principal, que ahora estaba decorado con tapices y paños de oro, acompañada por todos los nuevos cortesanos que pudo llevar, adornando la ceremonia con el sonido de trompetas y tambores que ofrecían un extraordinario espectáculo. El heraldo del arzobispo de Burdeos era especialmente refinado, ataviado con un tabardo de color plata ribeteado con una piel de zorro y tocado con un sombrero adornado con un largo penacho. Su discurso se extendió durante más de una hora.
Decidió también convocar la corte en el salón principal. Él había ordenado colocar un solo trono sobre un estrado, situado en el centro de la fría y reverberante sala, desde donde escuchaba a todo aquel que acudía a su presencia: a la novia rechazada que solicitaba la devolución de la dote, a los pastores que mantenían una disputa sobre las lindes en las rocas, a los mercaderes que discutían por sus puestos en las calles y por el precio de los peajes que tenían que pagar en las puertas, a todo aquel que solicitara favores, a los que se presentaban en busca de privilegios. Pero ella se había negado a conceder prerrogativas. Cuando un hombre rico de Burdeos le ofreció un soborno, lo echó con cajas destempladas colgándole la bolsa de dinero de la nariz.
Solucionó todas las disputas ajustándose a lo que prescribía la ley, con toda la justicia de la que fue capaz, conociendo de primera mano todo lo que sucedía en sus dominios.
Despidió a algunos cocineros de palacio y contrató a otros nuevos, obligó a los mozos de cuadra a que lucieran abrigos del mismo color rojo. Pidió a las damas de compañía que diseñaran abrigos de color rojo vivo para sus pajes y pidió que trajeran más ropa del este. Cada mañana y cada tarde, su cocina entregaba rebanadas de pan a los pobres. Invitó a los mercaderes locales a que le llevaran sus productos para verlos, de tal modo que, a diario, el salón albergaba una espectacular exposición de exquisitas mercancías. Cada día acudía a una iglesia distinta de la ciudad y allí encendía velas.
Cuando salía a la calle, la multitud la aclamaba. La llamaban por su nombre desde los aleros de los tejados y la seguían hasta que llegaba al palacio. Sin embargo, no había la menor señal del duque Enrique.
Convocó un consejo formado por señores locales, aunque sabía que los nobles más importantes no responderían a su llamada: Talmond, Angouleme y Limoges, Chatellerault, Lusignan y, ahora, de Rançun.
Los nobles de las proximidades dependían más de ella y no podían dejarla de lado. En el consejo, para recompensarlos, los ascendió a todos al rango de altos oficiales, senescales, mariscales y condestables, cosa que recibieron con agrado, jactándose de ello. También les aplicó impuestos severos, una medida que no recibieron con tanta alegría, pero no pudieron negarse a pagarlos. De ese modo, Leonor se aseguró de que entraba dinero en sus arcas.
Durante la celebración de este consejo, ordenó al vizconde de Limoges que derribara la muralla que había levantado de manera ilegal. También ordenó a su primo, el vizconde de Chatellerault, que le proporcionara algunos hombres armados para luchar contra Limoges. Con regularidad, promulgaba un decreto en el que se afirmaba que la ley francesa ya no tenía vigencia en Aquitania y que ella sería la única persona que dictaría leyes en aquel territorio, y nadie más.
No recibió ninguna respuesta de Limoges. Luego llegó un mensaje escrito por el vizconde de Chatellerault declarando que pondría a disposición de Leonor un ejército en cuanto consintiera casarse con él.
Pero Leonor contaba con dinero suficiente como para costearse un ejército. Lo único que necesitaba era un comandante. Hasta entonces nunca había necesitado uno y aquel era un aspecto que había descuidado. Sin embargo, pensó, tal vez podría solucionar aquel asunto por sí misma.
Pero aquella situación estaba muy por debajo de sus expectativas. Permaneció en la parte superior de la torre, mirando hacia el norte, sintiendo que quería más. Lo quería todo.
Una mañana, mientras se encontraba mediando entre dos personas que litigaban sobre la propiedad de un arroyo, levantó la mirada y observó que por la puerta principal se acercaba alguien con una cabellera rizada y oscura que conocía perfectamente.
A pocos pasos de distancia, envuelta en un abrigo gris, caminaba Claire. Su corazón dio un vuelco como el de una chiquilla a la que ha abandonado su amante y se removió impacientemente en su trono. Los argumentos cansinos que esgrimían los dos poitevinos que llevaban litigando por el arroyo desde hacía generaciones podría prolongarse durante horas, así que decidió cortarlos de raíz con un gesto de la mano. Les ordenó que regresaran más tarde, una vez que hubiera meditado sobre su disputa y, cuando se marcharon, Leonor envió a un paje para que llevara ante su presencia a Thomas.
—Que Dios os guarde, mi señora —dijo el músico, dedicándole una reverencia.
—Eres bienvenido a mi palacio —dijo ella—. Contadme, ¿cumplisteis con la orden que os di en Normandía?
—Entregué el mensaje al duque en persona, mi señora —dijo Thomas—. Se alegró mucho de recibirlo. O eso creo. Y actuó debidamente, de inmediato.
—Muy bien. ¿Te acogió en su corte?
—Hasta la Cuaresma, mi señora, y luego nos volvimos a marchar.
—En ese caso, cuéntame, ¿cómo estaba el señor de Normandía? —preguntó, pero, al instante, hizo una pausa, avergonzada por haber parecido demasiado anhelante. Luego desvió la mirada hacia Claire, que estaba sonriendo, y dobló una rodilla dibujando una rápida reverencia.
—Estaba bien, al menos cuando lo vi. Pero nos marchamos a Ruán poco después, mi señora. Desde entonces, no sé nada de él —dijo Thomas, inclinando de nuevo la cabeza como nunca lo había hecho ante nadie—. Mi señora, necesitamos vuestro permiso. Claire y yo… —prosiguió, extendiendo la mano hacia atrás. La joven avanzó hacia él, sonriendo—. Nos hemos casado —prosiguió—, una decisión que no ha sido acogida con agrado por parte de su familia.
Leonor se echó a reír.
—No, supongo que no. Yo estaba a cargo de su custodia —dijo. Su sonrisa se ensanchó y miró a Claire llena de orgullo—. Que Dios os bendiga a ambos. Sed bienvenidos a mi corte —prosiguió, dirigiéndose acto seguido al músico—. Toca algo.
Pero, en realidad, lo que deseaba era que Thomas le hubiera traído noticias de Enrique. Sintió que el frío se había apoderado de su piel. Su amado no estaba en camino. Su madre, o los barones, o alguien que había conocido, lo retenían en el norte.
Thomas se había sentado detrás del estrado y las primeras dulces notas del laúd llegaron a los oídos de la duquesa. Se volvió para llamar a un paje y anunciar que la audiencia había llegado a su fin, y así poder irse a algún lugar más tranquilo e íntimo con la intención de perderse en los sonidos de la música.
Claire se retiró en cuanto pudo y ascendió por la escalera que conducía a la torre azul. La puerta del piso de arriba estaba abierta y al otro lado escuchó con claridad la voz de Alys. Avanzó hasta el umbral y miró en su interior.
La escena que contempló le llenó de agrado. Alys estaba ayudando a vestirse a Petronila, que se encontraba poniéndose la túnica por encima de la cabeza, con los brazos estirados para encontrar las mangas.
En un rincón, un bebé sollozaba ruidosamente mientras su niñera se enroscaba alrededor de él como si fuera un objeto más del mobiliario. Claire penetró en la estancia y Petronila, sacando la cabeza a través de la túnica, exclamó en cuanto la vio:
—¡Estás aquí!
Se soltó de los brazos de Alys, avanzó hasta donde se encontraba Claire y la abrazó. Luego le cogió la mano, le dedicó una sonrisa y se volvió hacia Alys.
—¿Te acuerdas? Ella nos ha salvado.
—Shhh, mi señora —dijo Alys—. Me alegro de verte, Claire.
—Ven a ver al bebé. Alys, cuéntale todo lo que pasó después… en Blois —dijo Petronila. Luego enderezó su túnica y se puso los zapatos. A continuación, se dirigió a Claire—. Después de todo, nuestra vida nunca ha sido demasiado tranquila.
Alys recogió el camisón y lo sacudió. Comenzó a relatar una historia que sonó como si la hubiera contado varias veces antes y que todavía hacía reír a Petronila. Claire rio pensando en la furia desatada de los pretendidos secuestradores. Petronila había arrebatado el bebé de los brazos de la niñera y bailaba alrededor de la habitación con el niño en brazos, haciendo que su regocijo fuera en aumento. Avanzó por la estancia para observarla, riendo al escuchar los pasajes más emocionantes del relato de Alys. Petronila se detuvo a la distancia necesaria para enseñarle el rostro del bebé.
—Se llama Felipe —dijo—. Es un niño.
Y, dicho lo cual, comenzó a bailar de nuevo.
Claire sonrió al contemplar la escena y pensó que, al final, todo había salido bien. Se quedó de pie, junto a la cama, que todavía se encontraba sin hacer. Alys se acercó al momento culminante de su relato, agitando con fuerza los brazos y describiendo la búsqueda desesperada de los caballeros. Claire alisó la ropa de cama con la intención de acabar de hacerla cuando la historia terminara.
Entonces, se dio cuenta de que las almohadas estaban ahuecadas como si allí hubieran dormido dos cabezas, una junto a la otra. Lanzó una mirada a Alys que, mientras agitaba los brazos y sacudía la cabeza, estaba representando la completa desesperación en la que se sumió el conde de Blois. Tal vez Alys no se había dado cuenta de ello. Rápidamente, Claire atusó las almohadas y las tapó con la ropa de cama. Un cabello rubio y rizado salió volando de los volantes de lino y flotó bajo la luz del sol. Volvió a mirar a Petronila, sorprendida.
Petronila había dejado de bailar al ver a Claire haciendo la cama y se quedó inmóvil, mirándola con un gesto de desafío en su rostro. El bebé que portaba en sus brazos agitó un diminuto puño.
—Me alegro de que no os hayan hecho daño —dijo a Alys. Luego se quedó a los pies de la cama.
—Oh, que se hubieran atrevido —respondió con una sonrisa.
Claire se dio la vuelta para terminar de arreglar la cama.
—No obstante, creo que fuisteis muy valientes.
—Alys, deberías marcharte… mi hermana te necesita —dijo Petronila.
—Puedo… —respondió Alys.
—Regresa más tarde —insistió Petronila, y la espigada dama de compañía se marchó. La dama clavó su mirada en Claire.
—¿En qué estás pensando?
—En que han pasado muchas cosas. Vos y la reina… la duquesa… por fin os encontráis en el lugar al que pertenecéis —dijo Claire, asintiendo con la cabeza hacia el bebé—. Es un niño muy hermoso.
El rostro de Petronila se nubló. Entregó el bebé a la joven nodriza y le ordenó que se marchara. Cuando regresó, su rostro delataba un aspecto sombrío. Se sentó junto a Claire en la cama.
—No pertenecemos a ningún lugar. Leonor y yo estamos peleadas y todo apunta a que así será para siempre. Mandó que me asesinaran. Si él hubiera sido un hombre con menos escrúpulos, habría acabado con mi vida.
Claire se sobresaltó. Volvió la mirada hacia la almohada, pensando en el cabello rubio ondulado. En ese momento se dio cuenta de que todavía no había visto al caballero que siempre se encontraba próximo a la duquesa.
—En ese caso, que Dios le bendiga. Pero me resulta imposible de creer… —dijo.
—Yo sí puedo. Mi hermana pensó que yo era un peligro para ella, a pesar de todo lo que había hecho, y que ya no me necesitaba más —dijo Petronila, golpeando furiosamente la ropa de cama con la mano—. Aunque ahora cree que debería cuidar de su bebé, algo que hago gustosamente.
—No pensáis perdonarla —dijo Claire.
—No podré hacerlo jamás. No soy una hermana para ella, ni siquiera una amiga; solo una herramienta que puede utilizar cuando le plazca. Si alguna vez me ha llegado a querer…
No pudo seguir hablando y se echó a llorar. Un torrente de brillantes lágrimas tembló sobre las pestañas de sus ojos.
—Me alegra que estés de vuelta, Claire. Al menos puedo hablar contigo —dijo Petronila—. Ayúdame a hacer la cama. Ha sido un descuido por mi parte, gracias.
Él se estiró sobre la sábana, pasando las manos por encima de la cabeza mientras la luz de la vela tintineaba sobre el cabello dorado de su pecho.
—¿No se lo contará a nadie?
—No —dijo Petronila—. Como puedes ver, ella también ha cambiado. Ahora es una mujer. Ocultó a Alys lo que había visto. Y sabe muy bien que a Alys le encantan los cotilleos.
—Me preocupas tú. Lo que Leonor pueda hacerte —dijo de Rançun, sujetando su mano y besándosela.
—Preocúpate más de lo que yo pueda hacerle a ella —contestó, echándose a reír.
El bebé se movió en un rincón. Petronila levantó la cabeza, pero el pequeño se había tranquilizado de nuevo. La nodriza se encontraba en el piso de abajo, pero ella se encargaría de llamar a un paje que fuera a buscarla cuando el bebé se despertara con hambre.
—No puedo quedarme mucho tiempo. Alguien acabará por descubrirme. No he pasado el último año estudiando el comportamiento del duque para nada. Sé muy bien lo que hará. En cuanto llegue aquí, ella lo enviará a Limoges para que derribe aquella muralla. Necesito encontrarme tras los muros de mi propio castillo antes de que suceda lo que tiene que pasar —dijo de Rançun.
Petronila se preguntó dónde iba Joffre durante el día, ya que sólo aparecía cuando caía la noche.
—Eso si viene —dijo Petronila.
De Rançun hizo un ruido con la garganta.
—Por supuesto que vendrá. ¿Cómo iba a dejar pasar la oportunidad de multiplicar por dos sus tierras, su poder? Vendría, aunque ella fuera una hechicera.
—Casi se podría decir que es una hechicera.
—En ese caso, vendrá más deprisa todavía.
—Entonces, si viene, si toma la decisión adecuada… —dijo Petronila.
—¿Que es…?
Petronila agachó la cabeza sin decir nada. Luego apoyó la mano sobre el pecho de él, que la observaba con una mirada penetrante mientras la luz se reflejaba con total claridad en sus ojos. Luego, de Rançun se dio la vuelta y apagó la vela sin volver a preguntar.
Unos días después, cuando Claire se encontraba en el salón con Thomas, entró un paje para conducirla hasta la cámara de la duquesa. Allí no había nadie más que Leonor, de pie junto a la chimenea, quien en seguida despidió al paje con un gesto de la mano. Claire hizo una reverencia a la duquesa. Había pasado toda la mañana ayudando a Petronila con el bebé y estaba convencida de que todavía olía a leche derramada. La madre del niño le miró a los ojos, tal como Claire siempre la había recordado: el tocado dorado sujeto con la corona, enmarcaba las gruesas trenzas de bronce de su cabello y las zapatillas rojas asomaban por debajo del dobladillo de su túnica.
—Me alegro de tenerte de vuelta, Claire. No tienes nada que temer de tu padre —dijo Leonor.
—Muchas gracias, Majestad —dijo Claire, juntando las manos por delante del pecho. Estaba muy contenta de haber regresado a Poitiers y de que la duquesa se mostrara tan amable con ella. Aquello provocó que se le soltara la lengua—: La verdad es que me preguntaba a cual de las dos hermanas me encontraría aquí, Majestad.
En cuanto pronunció esas palabras, se tapó la mano con la boca, sorprendida por su atrevimiento.
—Bueno, ¿acaso estás decepcionada? —dijo Leonor, ensanchando su rostro con una sonrisa.
—Majestad, las dos estáis aquí y no puedo esperar nada mejor. Y vos siempre habéis sido Aquitania —dijo, sacudiendo la cabeza—. Nadie más que vos podría ser la duquesa de Aquitania.
Aliviada, observó que aquello agradó a Leonor, o al menos lo encontró divertido. Parecía comportarse de manera mucho más altiva, como si hasta entonces el rey la hubiera eclipsado.
—¿Fuiste con tu esposo a hablar con el duque de Normandía?
—Sí, Majestad. Pero, por entonces, todavía no era mi esposo.
Leonor lució una sonrisa traviesa.
—Recuerdo muy bien qué clase de hombre era. Que Dios te dé fuerzas para estar con él. ¿Visteis entonces al duque de Normandía?
—Oh, no mucho, Majestad. Nos llevó a la corte de su madre, en Ruán.
Los enormes ojos verdes se dilataron, brillando con fuerza.
—Su madre. La Emperatriz. ¿Qué clase de mujer es? Nunca la he conocido.
—Es una persona enjuta y delgada como un palo, Majestad. Me pareció que era una mujer enfermiza, como si algo la estuviera carcomiendo por dentro, pero no ha perdido el deseo de meter la nariz en todo —dijo Claire, tomando aliento y procediendo a contarle a Leonor todo lo que tenía que saber—. No quiere que su hijo se case con vos. Son muy estirados en el norte; no sé cómo consiguen tener hijos.
Salvo, pensó, que todos sean del duque Enrique.
Leonor lanzó una repentina carcajada. Claire sonrió abiertamente y sus miradas se encontraron.
—El duque Enrique le hace muy poco caso. Es un hombre duro, Majestad —dijo Claire.
—Tiene a otra mujer —dijo Leonor.
—No vi ninguna, pero algo he escuchado, Majestad.
—Has hablado con él.
—No, Majestad. Ni una vez. Pero Thomas sí.
—Has hablado con su madre.
—No escuchó nada importante de mi boca, Majestad. Me dijo que no le era de ninguna utilidad.
Leonor lo comprendió; tenía los ojos bien abiertos y la barbilla erguida.
—Supiste preservar mis secretos, Claire. Por esa razón estoy en deuda contigo.
—Mi señora —dijo la muchacha—, soy yo la que está en deuda con vos, por todo lo que habéis hecho por mí.
—No tengo la menor idea de qué es lo que nos espera. Pronto olvidaremos lo que ya ha pasado. Has visto a mi hermana —dijo la duquesa, asintiendo con la cabeza.
—Sí, Majestad.
—Entonces, ya sabrás que ella y yo no estamos en muy buenos términos.
—Sí, Majestad, me lo ha contado.
Leonor sacudió la cabeza.
—Te habrá dicho por qué —le espetó. Luego esperó unos instantes, pero Claire no dijo nada, así que prosiguió con cierta melancolía—. ¿Se encuentra bien?
—Sí, Majestad. Ha vuelto a ser ella misma. Creo que es lo que siempre ha deseado.
La duquesa hizo un movimiento repentino, levantando las manos. Se dio la vuelta y entrelazó los dedos.
—Ah, esto es una tortura. En ese caso, podré recordarla tal como realmente es. Sin embargo, no puedo estar en su compañía, que tanto me deleitaba. Nuestra relación es muy fría —prosiguió. Luego comenzó a pasear alrededor de la habitación, frotándose las manos. Finalmente, volvió a mirar hacia Claire—. Vas a volver junto a Petronila.
—Sí, así me lo ha pedido —dijo Claire.
—Entonces, dile… —le soltó Leonor, con los ojos centelleantes—. Dile que quiero recuperar a mi hermana.
—Majestad… —Claire se agitó incómoda, levantando las manos dubitativamente—. Sois vos la que tenéis que hablar con ella, no yo.
—No puedo hacerlo —dijo Leonor, dándole la espalda—. Tengo mucho miedo de lo que pueda decir. Me arrojaría a las llamas de una hoguera antes de escuchar lo que tengo que decir. Haz lo que te he ordenado. Pase lo que pase, no te supondrá ningún perjuicio.
—Sí, Majestad —dijo Claire y, tras hacer una reverencia, salió de la habitación.
Claire descendió de nuevo hacia el salón comunal que, como siempre, estaba abarrotado de los hombres fieles a la duquesa. Thomas se encontraba sentado junto a la chimenea, tocando el laúd. Claire pensó en lo que la duquesa le había dicho, y en lo que le contó Petronila, y trató de imaginarse las razones de su distanciamiento, teniendo en cuenta que siempre habían estado muy unidas.
Luego pensó en el duque Enrique. Sin embargo, no tenía la menor duda, el cabello que encontró en la almohada de Petronila no era el pelirrojo de Enrique. Ascendió por las escaleras y se sentó junto a Thomas, que la miró y comenzó a tocar una melodía, una y otra vez, murmurando entre dientes.
Claire colocó una mano sobre su vientre. Necesitaba seguridad en su vida. Pero, para ello, era necesario ganarse el favor de la duquesa, lo cual implicaba que no podría llevar un doble juego. Esperó pacientemente a que Thomas se detuviera un instante y tomara un trago de vino.
—Cuando nos Íbamos de Ruán hablaste a solas con el duque, ¿verdad?
—Ufff, no me acuerdo. Oh, me dio una bolsa con dinero —dijo, jugueteando con la púa entre los dedos, sin reflejar la menor emoción en el rostro.
—Se te da muy mal mentir —le espetó—. Debería mentirte yo a ti sobre cómo me atrapó un día en una esquina y trató de besarme.
El rostro de Thomas dibujó una mueca furiosa.
—¿Hizo eso? Si es así, le mataré.
—¿O acaso te estoy mintiendo? Dime lo que te dijo aquella vez en Ruán —dijo Claire, ahuecando las manos sobre su regazo.
—Oh, no fue gran cosa —respondió Thomas, entrecerrando los ojos—. Recuerdo que en aquel momento… parecías estar asustada. ¿Fue entonces?
Claire le miró a los ojos.
—Al fin y al cabo, una mentira u otra, ¿qué importa?
El músico frunció el ceño por unos instantes. Al final, depositó el laúd en el suelo.
—Está bien: el duque me pidió que no perdiera ojo de todo lo que sucede aquí y que luego le informara de ello, porque me recompensaría bien.
Claire sabía que el duque le habría dicho una cosa parecida. Luego pensó con tristeza que ella conocía muchos entresijos de cómo funcionaban las cortes.
—¿Qué le dijiste?
—Que lo intentaría… no le dije que sí. Pero no se puede decir no a un hombre de su posición.
Claire dejó escapar un grito ahogado de su garganta.
—¿Eres un músico o un espía?
Thomas frunció profundamente el ceño durante unos instantes y luego se relajó. Sus ojos brillaban con fuerza. Se inclinó sobre ella y la besó en la boca.
—Tú eres mi alma, querida.
—Yo también he sido espía. Pero preferiría dedicarme a la música —dijo, y pensó que, al menos todo lo que pasaba entre Leonor y el duque Enrique y Thierry no tendría consecuencias para ella ni para Thomas. Luego apoyó la cabeza sobre el hombro de su esposo y pasó la mano por su propio vientre, complacida.
Petronila escuchó el ruido que producía la excitación que sentía la corte y no pudo evitar la tentación de ir a ver qué sucedía. Entró por la puerta lateral, que se encontraba a los pies de las escaleras que conducían a la torre, y permaneció allí.
Ante ella se encontraba la corte de Aquitania, una amalgama de colorido y de rostros. Los hombres, gruesos como abejas en una colmena, iban ataviados con abrigos espléndidos y las mujeres portaban cofias decoradas; todos estaban congregados en el salón, hablando y mirándose los unos a los otros. Se movían constantemente, llenos de interés. Junto a la chimenea, Thomas se encontraba sentado junto a otro hombre que portaba el mismo instrumento, tal vez tratando de enseñarle algunos trucos. Claire se encontraba detrás de él, acompañada de otras tres mujeres, con las bocas abiertas de par en par y el pecho latiendo. Todos estaban cantando, pero el estruendo que se escuchaba en el salón principal era excesivo, así que apenas se podía distinguir lo que entonaban. Luego entró un grupo de mozos con una gran carga de leña que comenzaron a arrojar a la chimenea.
Las personas que se encontraban cerca de Petronila repararon en su presencia y le dedicaron todo tipo de elegantes reverencias. Un hombre barrió el suelo con su sombrero. Petronila contempló que la cabecera de la gran mesa se encontraba vacía. Su hermana todavía no había llegado. A su alrededor, todo eran murmullos y reverencias. No llevaba ningún adorno pero, pensó, tampoco lo necesitaba. Salió a mezclarse con las gentes, complacida ante tanto ruido y risas.
Saludó con la mano a Claire, que cantaba como si fuera a estallarle el pecho, aunque su voz resultaba inaudible en medio del tumulto general. A su espalda, alguien dijo:
—Es la señora Petronila.
Ella estuvo a punto de darse la vuelta y sonreírle. Una dispersa ovación llenó el ambiente y la dama volvió a saludar con la mano, provocando con ello que se escucharan más aplausos. El cocinero entró por la puerta trasera dando paso a cuatro pinches de cocina que portaban en lo alto una enorme bandeja que contenía un jabalí entero, todavía con la cabeza, con dos ciruelas negras sobresaliendo por los ojos. El animal tenía el cuerpo bañado en reluciente salsa y estaba tumbado sobre un lecho de hojas verdes.
Luego se escuchó el sonido de una trompeta y toda la multitud se volvió hacia la puerta principal, comenzando a elevar sus voces en un estruendo cargado de excitación. Petronila se quedó de pie, sintiendo cómo el vello de su nuca se erizaba al contemplar que su hermana hacía entrada en la sala.
Leonor llevaba una túnica de color verde bordada en oro, con algunas bandas doradas a lo largo del pecho y sobre las profundas bocamangas. No llevaba cofia, dejando que su rojizo pelo formase espirales de trenzas sobre su cabeza. El círculo dorado que formaban sus cabellos se asemejaba a la decoración de la verdadera corona. Petronila dio media vuelta y salió a toda velocidad. Todos los presentes avanzaron en dirección contraria, pronunciando a gritos el nombre de Leonor, con la intención de situarse más cerca de su esplendor.
Las trompetas todavía seguían bramando. La duquesa de Aquitania se dirigió hacia la enorme mesa, permaneció detrás de su silla y, frente ella, toda la sala comenzó a dedicarle reverencias con suma obediencia. Leonor permaneció firme, con la barbilla levantada, demostrando a todos que era ella la que gobernaba. En el otro extremo de la sala, vio cómo la única persona a la que realmente quería avanzaba a toda prisa hacia otra puerta y se marchaba.
Luego depositó la mirada sobre sus súbditos. Todos ellos se doblaron y le dedicaron una reverencia, formando un mar desigual de colores: oro y rojo, verde y plata, azul oscuro, púrpura. Todos la amaban. Pero aquello no era suficiente. Dejó que un sirviente le apartara la silla y tomó asiento.
Unos días más tarde, se encontraba sentada en sus aposentos privados. Ante ella había una docena de hombres procedentes de Burdeos. Ya había hablado de aquel asunto con el arzobispo, que era su señor, pero sabía que tenía que recibir a aquellos hombres, a los ciudadanos, a los mercaderes, para que el acuerdo pudiera llevarse a efecto.
Se sentó con las manos descansando sobre su regazo, la espalda recta, mirando a cada uno de ellos a la cara mientras hablaba.
—En las últimas semanas, ha habido problemas en el puerto de Burdeos con la entrada y salida de los barcos. Ya me habéis explicado vuestras versiones, culpándoos los unos a los otros. La medida que voy a tomar nos beneficiará a todos. He visto cómo se aplicaba en Antioquía, de cuya ciudad mi tío era príncipe, y donde los barcos han hecho uso del puerto desde los tiempos de Jesús, e incluso antes —dijo. Luego se detuvo y los miró fijamente, con las cejas arqueadas, hasta que comenzaron a mascullar y dedicarle toda clase de reverencias.
—Sí, Majestad.
—En primer lugar, haremos que los barcos entren y salgan del puerto por orden. Esto supone que debéis mantener un registro adecuado de sus llegadas y salidas. En segundo lugar, formad un grupo de pilotos propios, adiestradlos, y no permitáis que nadie más gobierne los barcos. En tercer lugar, debéis dejar de recurrir a los sobornos y, en su lugar, tenéis que cobrar tarifas previamente establecidas, de las cuales yo recibiré una parte proporcional. Y cuatro veces al año mi administrador irá a ver cómo se llevan a cabo los registros con el fin de asegurarse que todo está como es debido.
Aquellas palabras les irritaron como si les hubieran escupido a la cara. La miraron fijamente por unos instantes, sorprendidos, y luego comenzaron a hablar todos a la vez, levantando la voz como suelen hacer las mujeres cuando se encuentran en corro. Leonor escuchó algunas frases sueltas.
—… familias que han tenido pilotos durante generaciones…
—No hay sobornos.
—Esto es obra de Satán.
—Haréis lo que os he dicho o, de lo contrario, mi tío el arzobispo de Burdeos aplicará sobre vosotros un interdicto y os quedareis sin nada.
—Esta medida no funcionará —protestaron, apretando los labios como si fueran las cuerdas de una bolsa de dinero.
—Oh, ya lo creo que funcionará. Y mucho más, una vez que hayamos aplicado esas normas. Y me apoyaréis en mis decisiones, porque soy vuestra duquesa y estáis obligados a cumplir mi voluntad.
Sus palabras consiguieron que guardaran silencio. Leonor se recostó sobre su asiento, bebió un trago de vino y dejó que mostraran su enojo durante unos segundos. A continuación, les entregó algunos regalos, absolviéndolos de ciertos impuestos y obligaciones, haciendo que se sintieran mucho más felices.
Justo cuando empezaba a aplacarlos, Alys entró repentinamente.
—Majestad. Está aquí. Está aquí, Majestad…
Leonor sintió que le faltaba el aliento. En seguida se dio cuenta de a quién se refería. No estaba preparada. Despachó a los burgueses de Burdeos y se volvió hacia Alys.
—Decidle que venga. Él solo —ordenó, comprobando su túnica y viendo que no era la mejor que tenía, aunque era de un color hermoso.
Alys salió corriendo. El corazón de Leonor golpeaba con fuerza sobre su pecho. Levantó el brazo para agarrar la cofia, se despojó de ella y dejó que su cabello cayera sobre los hombros. Luego deshizo con los dedos las trenzas. Deseaba aparecer como una doncella, como una nueva mujer. Sacudió la cabeza para soltarse el cabello y se dio unas palmadas en las mejillas para que parecieran sonrosadas.
Enrique ascendió por las escaleras, adelantando a los pajes. El guardián se apartó de la puerta. Luego penetró en una habitación muy hermosa, toda cubierta de verde y oro, y en el centro de ella, encontró a Leonor con su reluciente cabellera roja.
—Bienvenido, mi señor —dijo ella.
El corazón de Enrique latía con fuerza después de la carrera que acababa de dar. Se sentía un tanto aturdido y expuso lo que había planeado decir.
—Eres todavía más hermosa de lo que recordaba.
Y, ciertamente, así era. Enrique no recordaba lo verdes que eran sus ojos. La duquesa se acercó a él y le besó, mientras él pasaba los brazos alrededor de su cintura, su cuerpo en tensión. La duquesa olía a rosas. La puerta se volvió a abrir y se cerró tras Enrique.
Leonor se encontraba mirando a ese punto y tuvo un sobresalto. Se soltó de los brazos de Enrique y se apartó de él. El joven dio media vuelta y se encontró con otra Leonor.
Esta portaba un bebé entre sus brazos.
—Leonor, ¿le vas a decir la verdad o lo hago yo? —dijo la recién llegada.
Leonor se dirigió directamente hacia su hermana, como un águila acechando a su presa, lista para matar. Petronila se puso tensa, como si fuera a repeler un ataque.
Pero, alargando el brazo, Leonor lo deslizó alrededor de su cintura y, hombro con hombro con ella, se volvió hacia Enrique.
—Mi señor. Contempla a nuestro hijo.
El caballero retrocedió un paso, con la boca abierta. Invadido por la confusión, recordó todos los rumores que corrían, los interrogantes que se habían vertido a lo largo del último año. Ella lo había engañado. Le había mentido en Saint Pierre. Le había traído el bastardo de otro. En ese caso, en Limoges… aquella no era ella. Las dos lo habían engañado.
Cuando se dio cuenta del ardid, la furia se apoderó de su ánimo. Ninguna mujer se había burlado jamás de él. Aquellas dos mujeres que ahora lo estaban mirando le habían engañado. A él, a Luis, a toda la cristiandad. Sus rostros resplandecían luciendo un gesto de desafío. Sabían que habían cometido una canallada. En ningún momento se miraron la una a la otra. La primera sensación que le invadió fue un arrebato de vergüenza. Las palabras crepitaban por su garganta para maldecirlas: a la ramera, a las dos, para liberarse del compromiso.
Luego contuvo el impulso y apaciguó su ánimo. No se había tomado tantas molestias para renunciar ahora al triunfo. De ese modo, cuando su cólera se aplacó, emergió su ardor.
No era capaz de apartar la mirada de aquellas dos mujeres. Recordó que la duquesa tenía una hermana; así pues, aquella era Petronila. Eran tan semejantes y, sin embargo, tan distintas. Cada una más hermosa que la otra. Las bocas lascivas, los pómulos tan pronunciados, la piel como la crema. Reconoció a la mujer con la que había estado retozando en París y en Saint Pierre, y a la mujer que le hizo arrodillarse en Limoges. Leonor era un poco más alta; su hermana era un poco más menuda y su pelo tenía una tonalidad más clara. Las dos desprendían mucho atractivo, cierto aura, como si alrededor de ellas resplandeciera un brillo dorado. Enrique sintió deseos de poseerlas a ambas sin tener en cuenta lo vil de su conducta. Además, precisamente por lo que habían hecho, las veía como a dos yeguas salvajes que todavía no habían sido domadas, deseando con todas sus fuerzas colocarles las bridas y cabalgar sobre ellas.
Luego se dirigió a la auténtica Leonor.
—Mi señora de Aquitania. Sé que te amé desde la primera vez que te vi. Pero, hasta este momento no sabía cuánto. Has nacido para compartir una corona conmigo. Este niño, por muy inoportuno que sea, será el presagio del príncipe y las princesas que habitarán en nuestra corte. Te quiero. Sé mi esposa —dijo Enrique.
Leonor lanzó un grito ahogado, se arrojó sobre sus brazos y le besó. Sus ojos, bañados por el oro, de repente se llenaron de lágrimas. Así pues, la duquesa no tenía la certeza de cómo reccionaría él. Lo había arriesgado todo por el bien de su hermana, que permanecía allí, sonriéndoles abiertamente con el bebé en brazos.
—En ese caso, nos casaremos mañana. ¿Estás preparado? —dijo Leonor. La duquesa dio un giro sobre sí misma apoyándose en la mano de su amado, mientras el sol resplandecía sobre su cuerpo. Enrique escuchó cómo una puerta se cerraba silenciosamente. Petronila se había ido. Enrique posó sus manos sobre Leonor y la envolvió entre sus brazos.
Fue una boda precipitada, sin demasiados alardes. Durante toda la ceremonia, sin preocuparse por lo que los demás pudieran pensar, Petronila permaneció oculta en la oscuridad de la pequeña capilla del palacio, ocupando un segundo plano. A continuación, salió por una puerta lateral y se dirigió hacia el patio de la iglesia, donde esperaba una gran multitud, tan alegre como si estuvieran celebrando el Primero de Mayo. El día era soleado y agradable, con algunas pequeñas nubes salpicando el cielo y el olor de la tierra renovada inundando la brisa. Petronila se encaramó a la tapia que había junto al arco, alejada del camino, y observó cómo Leonor y Enrique salían de la iglesia.
Tanto los seguidores de Leonor como los de Enrique los rodearon entre numerosos vítores y ovaciones, riendo y lanzando flores. Alys y Marie-Jeanne se abrazaron. Leonor llevaba el pelo suelto, cayendo sobre los hombros y, sin lugar a dudas, su vida acababa de dar un nuevo giro. Se había casado de nuevo y tenía un flamante y espléndido reino.
Sólo Leonor, pensó, sólo Leonor podría haber hecho una cosa así, desafiando las decisiones de los hombres, sabiendo que aquella empresa era posible y luego llevándola a cabo. Se escapó de la vieja y constreñida coraza que estaba reservada para las féminas y, con ello, la hizo volar en mil pedazos, tal vez para siempre; consiguió que todo el mundo estuviera a su servicio.
El largo cabello rojizo ondeaba como un pañuelo alrededor de la duquesa de Aquitania. Sobre el empedrado que se extendía delante de la capilla, su nuevo duque le cogió de las manos y la besó. Ella echó la cabeza hacia atrás y se echó a reír, con el rostro teñido de color. Las flores rociaron su cabeza, su túnica. Enrique la volvió a apretar contra su cuerpo y le besó el cuello y la oreja. Petronila supuso que no habían esperado hasta la ceremonia para poner en marcha la verdadera labor del matrimonio.
Su amante apareció tras ella y deslizó el brazo por el cuerpo de su amada. Petronila apoyó las manos sobre las de Joffre y se recostó sobre su pecho.
—¿Ha sido la elección correcta?
—Para Leonor, sin duda —dijo Petronila—. Para él… bueno, es lo que buscaba.
Aquel día en el que llevó al bebé hasta el interior de la Torre Verde, adivinó en el rostro de Enrique lo cerca que estuvo de renunciar a todo aquello. Pero al final no lo hizo. Se merecía a una mujer como Leonor.
—¿Y para ti? —preguntó de Rançun—. ¿Volvéis a ser amigas?
—Sí —respondió Petronila—. Permaneció a mi lado cuando se encaró con Enrique. Además, siempre seremos hermanas.
En el patio, Leonor y Enrique se cogieron de la mano, mirándose entre sí, riendo mientras el cabello de la duquesa ondeaba como una bandera de seda y el rostro de Enrique resplandecía de felicidad. El duque trataba de obligarla a ir en una dirección y ella tiró hacia la otra, inmóvil, disfrutando de aquella situación. Aquel acuerdo sería más un combate que un matrimonio.
Petronila levantó la mirada hacia de Rançun, que se encontraba junto a ella.
—¿La echas de menos?
—Ahora te tengo a ti —dijo él, besándola en el cabello—. Ven conmigo.
Petronila le siguió hasta las escaleras que descendían por la muralla exterior. A los pies de las mismas, junto a la puerta, el caballo negro y el gris bereber los esperaban, con un mozo de cuadras sujetando las riendas. La crin del caballo bereber estaba adornada con varias escarapelas rojas y el animal sacudía la cabeza en un gesto de satisfacción. Petronila se acercó a él y de Rançun la siguió para ayudarle a encaramarse a la silla de montar.