Normandía, mayo de 1152
La emperatriz Matilde había pasado todo el invierno enferma, una circunstancia que le sucedía a menudo, y se había quedado todavía más delgada y pálida. Pero no quiso quedarse en su propio tocador. Su severa voz siempre estaba acompañada de su frecuente mal humor. Se quejaba de que el trovador se había marchado y pidió que le trajeran, cada cierto tiempo, más cantantes y tañedores de laúd, pero ninguno de ellos era de su agrado. Se solía sentar en su cama mientras los sirvientes la trasladaban de un sitio a otro. Pero ella les dedicaba todo tipo de improperios y les ordenó que se quitaran de su vista, incluido Enrique, cuando podía encontrarlo, aunque este apenas hacía lo que su madre le ordenaba.
Unos días después de la Pascua, la Emperatriz había pedido a sus sirvientes que la llevaran, con cama y todo, al consejo de Lisieux que iba a anunciar la nueva campaña del duque de Normandía contra Inglaterra.
El consejo se iba a celebrar en el salón principal. Cuando llegó a la puerta, coincidió con su hijo. La Emperatriz hizo una pausa para admirar su apariencia, aunque jamás admitiría una cosa así. El duque era un hombre fuerte, corpulento y de gran porte y, aunque todavía era joven, irradiaba un destello de poder. Pensó que nunca se había portado bien con él.
Enrique le dedicó la debida reverencia, tal como su madre le había enseñado a hacer desde que era un niño, fustigándolo sin piedad si se olvidaba. Luego, aquel niño al que solía azotar se acercó a Matilde ataviado con un refinado abrigo que llevaba de forma descuidada. La pequeña rama amarilla que pendía en su sombrero era un emblema que había heredado de su padre. Llevaba un papel en la mano, en el que tal vez estaba escrito algún discurso que pretendía leer en el consejo. Le brillaban los ojos.
—Ha llegado Arundel. Y Leicester está presente. ¿Has conseguido el dinero? —preguntó.
—Hay dinero suficiente en los cofres, siempre y cuando no te comportes como un manirroto —respondió la Emperatriz, arrebatándole el papel de la mano—. ¿Qué es esto?
—El último castillo que quiero tomar —dijo—. Este se va a entregar voluntariamente.
Enrique observó cómo la mirada de su madre se posaba sobre su elegante y sesgada caligrafía. Decidió dejar la carta en manos de la Emperatriz y se dirigió hacia el salón, donde los nobles ya se habían congregado.
Unos meses atrás, había convocado un consejo y se había encontrado una sala vacía. Esta vez echó un vistazo desde la puerta hacia el amasijo de cuerpos que se extendía de pared a pared. Todos estaban esperándole, dedicándole una reverencia, con una sonrisa en los labios, recibiéndole con un «Sí, mi señor; por supuesto, mi señor». Enrique sintió cómo se le hinchaba el pecho bajo el abrigo. También vio, en la lejanía, entre un círculo de partidarios, al mismísimo conde de Leicester, que había venido de Inglaterra sólo para asistir a ese acontecimiento, con su enorme corpachón y su pelo cano, luciendo una pluma en el sombrero.
Enrique lo había preparado todo. Había diseñado al detalle un plan para atacar Inglaterra y no necesitaba a todos aquellos hombres —sólo a algunos—; pero ahora que estaban todos, uniría a unos cuantos a su causa. De hecho, albergaba la sospecha de que, con el apoyo de algunos nobles, como el del conde de Leicester, y con la carta que había interceptado al rey Luis, podría arreglarlo todo para lanzarse sobre Inglaterra sin que supusiera una gran conmoción. Esteban los había traicionado a todos y, de alguna manera, había dejado constancia por escrito de su engaño. Pero siempre era mejor tener el puño cubierto con la cota de malla y la espada preparada, por si acaso.
Además debía exponer otro asunto ante el consejo, un asunto en el que los nobles no tenían nada que decir. Contraería matrimonio cuando quisiera. Cabía la posibilidad de que el hecho de casarse pudiera retrasar la invasión. Seguramente Luis presentaría algunas objeciones. A su espalda escuchó a su madre gritar de desesperación. Al fin había llegado a la parte más importante de la carta de Leonor. Enrique permaneció de pie, mirando hacia el interior del salón, contemplando a los hombres que hacía solo unos meses no se habían molestado siquiera en responder a su propuesta, que le habían cerrado las puertas de sus castillos en las narices, hasta que les obligó a abrirlas por la fuerza. Cuando lo vieran, todos le dedicarían multitud de reverencias, reconociendo su posición. Avanzó rápidamente hacia ellos con la intención de cogerlos por sorpresa.