35

Justo cuando el sol comenzaba a ponerse sobre el horizonte, llegaron a la aldea, donde consiguieron carne, queso y pan y durmieron durante toda la noche bajo un montón de heno. Ella se enrolló en su abrigo, que todavía estaba mojado por algunos sitios. Aunque habían preparado un lecho de heno donde tumbarse, el suelo estaba muy duro. De Rançun se despojó de su cota de malla y de su espada, se tumbó junto a ella y extendió su abrigo sobre ambos. Petronila apoyó la cabeza en el brazo del caballero. En medio de la oscuridad, lo único que pudo distinguir fue su silueta.

—¿En qué estás pensando?

—Durante toda mi vida he hecho todo lo que ha estado en mi mano para servirla, y ahora tengo que hacer lo contrario. Poseo mis propias tierras. Mis hermanos las han descuidado desde hace tiempo. Todo es muy extraño —dijo él.

Petronila comenzó a llorar, exhausta.

—No puedo creerlo… no puedo creerlo.

De Rançun le murmuró algunas palabras y la rodeó entre sus brazos, la besó y dejó que llorara. Olía a caballo, a heno y a sudor. Petronila apoyó la cabeza en su hombro mientras este acariciaba su rostro con las yemas de los dedos. Luego, de Rançun pronunció su nombre.

—No soy Leonor, ya lo sabes —dijo Petronila.

—Por eso te amo —respondió.

Petronila sintió miedo de creer en sus palabras. Se estaba quedando dormida, a salvo en sus brazos. Y, por unos instantes, notándose demasiado adormecida como para ofrecer resistencia, se entregó y supo que era amada.

Al mediodía siguiente llegaron al camino principal, que estaba repleto de viajeros. Nadie reparó demasiado en ellos, aunque Petronila advirtió que había un par de hombres que miraban su caballo. Pasaron junto a algunos peregrinos, que no paraban de cantar en su camino hacia el sur, y a una caravana de carretas llena de provisiones. Un grupo de mendigos ataviados con harapos gritaban pidiendo limosna, ahuecando las manos, como si estuvieran recogiendo el agua de una lluvia invisible.

Por la tarde se encontraron cabalgando sobre el puente que servía de entrada a la ciudad de Poitiers. La puerta estaba abierta de par en par y por ella entraban campesinos que conducían carretas, comerciantes con sus bultos y burros, mercaderes y gentes del lugar, palmeros con sus bastones y sus sombreros adornados con campanillas, así como todo tipo de vagabundos anónimos. Nadie reparó en dos viajeros harapientos más que iban a pie, llevando de las bridas a dos caballos agotados. Tampoco tuvieron que pagar peaje para entrar en la ciudad.

Petronila avanzó por las calles mirando a su alrededor. Las blancas paredes de la ciudad y los tejados rojos, sus vivos aromas y sonidos, se cernían sobre ellos en un abrazo de bienvenida. Las flores comenzaban a mostrar su esplendor. Cabalgó a través de un intenso aroma a rosas que hacía que el aire fuera casi comestible. Las estrechas calles adoquinadas, abarrotadas de tiendas y de gritos de personas que hablaban occitano, incluso la familiar colina empinada, le alegraron el corazón. Daba la sensación de que allí hacía más calor. La ligera brisa portaba aromas de hojas verdes y frescas. Los pequeños pájaros pardos volaban alrededor de los aleros de los tejados, como si fueran ratones que entraran y salieran de una pared. En la ventana de un piso superior, una mujer se encontraba sentada, cantando, y en la calle que se extendía más abajo, un hombre le acompañaba en el canto. No habían pasado más que unos días desde que abandonaron Poitiers, pero en aquel momento tenía la sensación de que todo era diferente. Ahora era libre para elegir el tipo de vida que quisiera; solo que no sabía cuál era.

De Rançun montaba junto a ella. Petronila sintió deseos de cogerle la mano. Unos instantes después, él le cogió la suya.

Tras alcanzar la cima de la colina, llegaron al palacio. En la entrada principal, la sencilla puerta estaba abierta y de Rançun fue el primero en atravesarla. En ese momento apareció el vigilante, que le vio, se giró y reconoció a Petronila al instante.

O tal vez creyó reconocerla. El hombre se postró de rodillas ante ella, juntando las manos.

—Gracias a Dios —dijo—. Que Dios sea alabado por haberos permitido llegar hasta aquí, Majestad.

Estaba medio borracho, como la mayoría de los vigilantes, sin parar de subir y bajar la cabeza, con los ojos abiertos de par en par, empañados por las lágrimas. En el patio, de Rançun llamó con voz autoritaria a los mozos de cuadra para que se ocuparan de los caballos. Luego lanzó a Petronila una mirada cargada de intenciones y la dama se acercó a él para dirigirse al Maubergeon.

Ascendió unos escalones y atravesó con paso firme la puerta que conducía a la Torre Verde. Al llegar a la escalera comenzó a correr. De Rançun iba detrás de ella, sin querer alejarse, pero dejando que ella siempre fuera por delante. Cuando llegó a la puerta de la habitación más elevada de la torre, el centinela se encontraba mirando por la ventana y ni siquiera se dio la vuelta hasta que pasaron por delante de él. Petronila se precipitó hacia el interior de la cámara que se encontraba al otro lado.

El sol estaba comenzando a ponerse y una luz rojiza y brillante atravesaba las ventanas, haciendo que toda la estancia refulgiera. Petronila miró rápidamente a su alrededor y no vio ninguna cuna, pero sí a Marie-Jeanne, que la contemplaba junto al armario con la boca abierta y los ojos llenos de asombro, y luego, junto a la cama, divisó a Leonor, que estaba de pie, a solas.

Su hermana se dio la vuelta y se encontraron cara a cara. Petronila lanzó un grito ahogado, temblando. Se tambaleó un poco, pero se mantuvo firme, de pie, con la cabeza hacia atrás.

—Por lo que veo, le faltó coraje para cumplir mis órdenes —dijo Leonor. Aquellas palabras fueron como una sacudida. Luego avanzó hacia ella—. Bernard tenía razón. Todo el mundo en el que he confiado me ha traicionado.

Tenía las mejillas pálidas, aunque sus pómulos presentaban un intenso color rojizo. Su voz estaba cargada de un desconcertante tono de alivio.

Petronila estaba encendida de ira y ya no podía retroceder más.

—¡Has tratado de asesinarme! —dijo. Luego dio dos pasos hacia adelante y dirigió la palma de la mano hacia el rostro de Leonor.

Su hermana dejó escapar un grito y la esquivó, colocando sus brazos a modo de escudo. Pero Petronila le golpeó con la otra mano. Leonor la agarró por la cofia y tiró con fuerza. Petronila le dio un empujón. Comenzaron a pelear, empujándose y zafándose la una de la otra, hasta que Petronila golpeó a Leonor en el rostro con la palma de la mano.

La duquesa cayó al suelo, llevándose consigo un trozo de la cofia de su hermana. Petronila retrocedió, con la sangre hirviendo y la cabeza erguida.

—Te lo mereces, Leonor, por haberme atacado después de todo lo que he hecho por ti. Te mereces algo mucho peor —dijo.

—Sabía que no lo haría —dijo Leonor, jadeando. Se puso de pie y se acercó tambaleándose hacia la mesa. Se frotó la cara con la mano. Luego desvió la mirada hacia de Rançun, que se encontraba de pie en el umbral de la puerta, con el rostro serio—. Sabía que no tendrías valor para hacerlo. Sabía que la amabas más que a mí. Me has traicionado, hasta tú lo has hecho. No quiero verte nunca más.

El caballero dio media vuelta y se marchó. Leonor volvió su mirada asesina hacia Petronila.

—En cuanto a ti, hermana —dijo Leonor, con los ojos encendidos—. ¿Qué harás ahora? ¿Acaso no estuviste todo el tiempo conspirando para ocupar mi lugar? —preguntó, sacando un papel de la mesa—. Esta es la propuesta que le hago a Enrique, firmada, sabiendo que era incapaz de distinguirnos. ¿No es esto lo que querías? ¿Ser la duquesa, mandarle a buscar y gobernar con él? ¿Y qué pensabas hacer conmigo?

Petronila lanzó una carcajada de sorpresa. En seguida se acordó de que había estado rezando por la vida de su hermana en la iglesia de Limoges, por temor a que le tendieran una trampa cuando fuera duquesa.

—Ahora podrías salirte con la tuya… quitarme de en medio… agarrar un cuchillo y atravesarme con él, ¿verdad? —dijo Leonor. Luego se incorporó, con los ojos centelleantes.

Petronila sacudió la cabeza.

—Eso es lo que harías tú, Leonor —dijo, señalando hacia el papel con la mano—. Adelante. Cásate con tu pequeño rey. Gobierna el mundo, si eso es lo que quieres. Pero yo vuelvo a ser Petronila y me alegro mucho de ello. Nunca quise ser otra persona —prosiguió, retrocediendo un paso, con las manos en las caderas y la cabeza inclinada hacia atrás mientras miraba a Leonor a los ojos—. También he conocido el amor, y lo prefiero mil veces al poder. Tú comenzaste esto, así que tienes que cargar con ello.

Los labios de su hermana se entreabrieron. Bajo la palidez de su piel, se asomó el sonrojo. Petronila se volvió hacia la puerta y pensó: Todavía puedo alcanzarlo. Ojalá me haya esperado.

—Alto —ordenó Leonor—. Detente, Petra, quédate donde estás. No puedes marcharte.

—Haré lo que me plazca —dijo Petronila, encarándose de nuevo con su hermana—. Después de todo lo que ha pasado, ahora yo también soy libre. Tal como ha dicho Joffre, todo ha cambiado. Has dejado de confiar en mí. Ahora sé quién soy y qué es lo que quiero.

A continuación, salió por la puerta y descendió rápidamente los altos escalones. El sol ya se había ocultado. El patio exterior estaba oscuro, pero vacío, y sólo había algunos andrajosos junto a la puerta del salón, esperando a ser satisfechos con alguna limosna. De Rançun no se encontraba allí. Petronila fue hasta la puerta y dirigió la mirada hacia la ciudad. Con toda seguridad, él la estaría esperando. Su corazón latía con fuerza, de manera irregular. Se preguntaba si tal vez no había malinterpretado sus palabras. Era cierto que Joffre siempre había obedecido a su hermana, a Leonor. Se adentró en Poitiers y deambuló sin rumbo por las calles hasta que la luna ascendió al cielo, pero no encontró el menor rastro de Joffre.

No tenía a donde ir, y lo único que podía hacer era regresar al Maubergeon. Nadie la detuvo. Nadie pareció reparar en ella. Se dirigió a la vieja habitación de la torre. Se encontraba vacía, tal como la había dejado: la fría chimenea, el taburete descansando en mitad de la estancia, la cama revuelta, la puerta del armario entornada. La ventana estaba abierta de par en par y un aire gélido penetraba por ella. Entró en la alcoba y se quedó allí, confusa, sin saber muy bien qué iba a hacer.

Se preguntaba dónde se habría marchado de Rançun. Tal vez había regresado a Taillebourg, al gran castillo que su familia poseía en Charente. Recordó cómo se había despertado aquella mañana, envuelta en sus brazos, viviendo un momento de perfecta felicidad, y pensando: Esto es todo lo que tendré.

Se acercó a la cama y se sentó en ella, agotada. Pasados unos instantes, se escuchó un golpe en la puerta.

Petronila la abrió y encontró a una joven rechoncha y de corta estatura, una aldeana que se encontraba junto al umbral con un fardo entre sus brazos, envuelto en una manta. La muchacha hizo una pequeña reverencia. Petronila frunció el ceño, desconcertada, y luego miró a la manta.

Un grito ahogado escapó de su garganta y un torrente de calor inundó su cuerpo. Levantó el pequeño fardo de los brazos de la muchacha y, con una mano, apartó la manta. Debajo de varias capas de lana encontró el rostro de un bebé; una flor perfecta, rosácea, de labios diminutos y ojos cerrados como las curvas de una resplandeciente concha.

Luego abrió sus ojos azules y aquella brillante mirada hizo que todo el cuerpo de Petronila se estremeciera.

—Sí —dijo, conteniendo la respiración—. Sí —repitió. Luego se volvió hacia la nodriza—. Pasa. Me lo quedaré conmigo —dijo, bajando la cabeza y besando al bebé en la frente—. Ahora es mío.

Luego depositó al bebé sobre la cama, abrió la manta y desenrolló las capas que lo envolvían. La nodriza murmuró algo entre dientes. Petronila le dirigió una mirada severa y la muchacha sonrió como pidiendo disculpas y guardó silencio. Petronila volvió a mirar al bebé.

Se trataba de un niño, con el pecho cuadrado, ataviado con pequeños calcetines adornados con bolas rojas. Al verlo, se llenó de alegría. Por fin un varón. Era un niño grande y robusto, con los hombros anchos y piernas largas, amplia frente y mandíbula fornida. Petronila se echó a reír al verlo, sintiendo en seguida un profundo amor hacia el bebé. No pudo evitar un pensamiento: Pensaban que era mío, desde que empezó todo, cuando estábamos en París. Me lo he ganado por tener que pasar por esta dura experiencia. Este es mi premio.

El espeso cabello del bebé era oscuro, pero Petronila pensó que había visto en él un tono rojizo. Lo dejó tumbado sobre su cama por unos instantes, con los ojos abiertos y los brazos y las piernas agitándose libremente, mientras lo acariciaba, hablaba con él y le contaba los dedos de las manos y de los pies, inspeccionaba el bulto negro que sobresalía de su ombligo y dejaba que el niño agarrara con su mano su dedo pulgar. Era el niño más hermoso que había visto, y así se lo expresó varias veces. El niño se volvió al escuchar la voz de Petronila, con la mirada perdida.

Luego lo levantó en brazos: daba la sensación de que no pesaba nada. El bebé le acarició la nariz y comenzó a chillar. Al principio, Petronila se puso tensa, asustada, ya que no tenía nada que darle, sintiéndose impotente ante sus demandas. Luego comenzó a acunarlo entre sus brazos y le cantó. Aquello tranquilizó al bebé, que se recostó con los ojos abiertos, contemplando el rostro de Petronila.

—Tengo que ponerte un nombre. Pero uno que no tenga nada que ver con la historia de nuestra familia. Y nunca te llamaría, que el Cielo nos asista, Enrique. Si lo hiciera, todo el mundo se daría cuenta y tú eres mi niño secreto —dijo. Luego lo depositó de nuevo sobre la cama, se lamió el dedo e hizo la señal de la cruz sobre la frente del niño—. Te llamaré Felipe. Amarás a los caballos y todos los demás te amarán a ti.

La nodriza dejó escapar otro grito de desaprobación. El bebé comenzó a pedir algo con los labios y acto seguido empezó a llorar. Petronila retrocedió y dejó que la nodriza se ocupara de él.

Ordenó que le trajeran leña y que hicieran un buen fuego en la chimenea. Algunas mujeres a las que no había visto nunca entraron y le hicieron la cama. Todas ellas le dedicaron una reverencia cuando se marcharon, sin llegar a mirarla nunca a los ojos. Una de ellas murmuró antes de irse: «Mi señora Petronila». Aquel nombre era como un trago de vino. Volvía a ser Petronila. Para siempre.

Pero volvía a quedar relegada a un segundo plano. Pensó en de Rançun, que en aquel momento probablemente se debía encontrar lejos, camino de su propio castillo, y decidió borrarlo de su memoria antes de que le resultara demasiado doloroso.

La nodriza se llevó al bebé a donde quiera que durmiera, probablemente a la habitación contigua. De ese modo podría escuchar al niño llorar por la noche. Se preguntaba si podría tenerlo consigo y que la nodriza durmiera en su habitación. Sentía sus pechos secos, inservibles. Deseaba con fuerza tener leche para dársela al bebé. Aquello le parecía la cosa más tierna del mundo.

Permaneció de pie en la alcoba, a solas, reparando de repente en todo el espacio que se extendía a su alrededor. Estaba vacío. Se había imaginado a sí misma entrando en su propio reino y tal vez aquello era todo lo que había, esa soledad, esa sensación de impotencia, con el niño de otra persona al que ni siquiera era capaz de alimentar.

Encendió una vela y permaneció junto al fuego, despojándose de la cofia. Leonor la había rasgado; la arrojó al suelo. Se sacudió el cabello para dejarlo suelto. Al día siguiente trataría de encontrar a alguien que se lo cepillara, ya que en ese momento no era más que un amasijo enmarañado que le llegaba hasta la cintura. Necesitaría contar con sus propias damas de compañía, con una corte para ella sola. Y, tal vez, también necesitaría contar con un hogar propio. Se despojó como pudo de la andrajosa túnica con torpeza.

—Petra.

Al escuchar aquella voz, se le pusieron los pelos de punta.

—Petra —dijo de nuevo Joffre, mientras ella se precipitaba en sus brazos.

—Te he buscado —dijo Petronila, echándose a llorar. Luego apretó su boca contra la suya, pasando los brazos por el cuello de él.

—¿Pensabas que iba a abandonarte? —preguntó de Rançun, abrazándola con fuerza contra su pecho—. No podría dejarte aquí —prosiguió. Luego se echó a reír y retrocedió un paso para contemplar el rostro de Petronila—. Pensaba protegerte de ella, pero ya vi que era Leonor la que necesitaba protección —dijo, besándola de nuevo—. Hay que ver cómo la atacaste… te tenía miedo. Tienes el espíritu de una heroína, querida.

Sus manos apretaron de nuevo la espalda de Petronila, que sólo estaba cubierta por la ropa interior y una blusa. Luego le hizo cosquillas en la oreja con sus labios. Los dedos del caballero se deslizaron sobre la hendidura que se abría en la parte superior de las nalgas de la mujer.

—Ojalá pudiera encontrarte siempre desnuda.

Petronila le besó de nuevo, pasando los brazos alrededor de su cuello, y sintió que el abrazo de él se apretaba contra su cuerpo. No quería dejar de besarle. La lengua de Joffre pasó rozando por el labio inferior, por el interior de su mejilla. Ella se encendió movida por el puro deseo largamente contenido. Llevaba mucho, mucho tiempo aguardando aquel momento y no quería esperar más.

—¿Puedo ayudarte a quitarte el resto? —preguntó de Rançun. Sus dedos se escondieron ligeramente por debajo de la ropa interior, levantándola.

Petronila se recostó, con los brazos del caballero todavía rodeando su cintura, y pasó sus manos sobre el abrigo de Joffre.

—¿Cómo se quita esto?

Luego descendió hasta el cinturón y desabrochó la hebilla. De Rançun lanzó una exclamación de sorpresa y regocijo y sujetó el cinturón y la espada envainada antes de que golpearan el suelo, sin dejar de rodear con el brazo la cintura de ella. Luego arrojó con gran estrépito la espada hacia un lado y se inclinó, para que Petronila pudiera ver su hombro.

—Suelta el cierre.

A continuación, volvió a levantar el vestido de Petronila, sujetó los faldones alrededor de su cintura y deslizó su mano sobre su desnudo trasero. Ella se estremeció, sintiendo una oleada de sensaciones. Encontró el broche sobre el hombro de su amado y descorrió el cierre, haciendo que su cota de malla cayera. Levantando los brazos, Petronila dejó que de Rançun levantara el vestido y la ropa interior por encima de su cabeza.

El caballero arrojó la ropa al suelo, dejó que ella le despojara de su túnica y se quedó quieto, con las manos en los brazos de su amada, contemplando su cuerpo con los ojos abiertos de par en par. Petronila recorrió con sus manos el pecho desnudo del caballero.

—Nunca te había visto desnudo —dijo ella, mientras recorría con la yema de los dedos una larga cicatriz blanca que asomaba a través del vello rizado del pecho.

—Yo tampoco a ti —dijo él—. Somos como dos desconocidos. Tenemos que aprender todo el uno del otro —prosiguió, inclinándose y depositando en su boca un beso lleno de ternura—. Todo comienza ahora y todo es nuevo para nosotros.

Petronila sintió su cuerpo temblando de deseo. De Rançun la levantó en brazos y la llevó hasta la cama.

Petronila se despertó a su lado en el amanecer del Domingo de Resurrección, cuando todos los pecados han sido redimidos. El caballero todavía dormía. La mirada de Petronila recorrió lentamente su cuerpo, su masa de cabello rubio y rizado, sus pómulos bronceados por el sol. La mandíbula cuadrada de Joffre que había rozado sus muslos la noche anterior, cubierta por una barba rubia, le había hecho cosquillas en sus partes íntimas. De Rançun le había enseñado algunas formas de amar que ella desconocía completamente, más íntimas, más excitantes que todo lo que había conocido antes. El cuerpo de él, con la consciencia todavía sumida en un profundo sueño, era como una ofrenda para ella: el amplio pecho con su vello rubio y rizado, musculado como una armadura, el vientre hundido un poco por debajo de las costillas y, más abajo, la suave curvatura de su pene. Petronila quería tocarle allí. Quería inspeccionar todo su cuerpo, tal como hizo con el bebé, un cuerpo que ahora era suyo y de nadie más.

De Rançun se agitó y abrió los ojos, que eran de color azul intenso.

—Tengo que irme en seguida —dijo. Luego estiró el brazo, le sujetó la mano y la besó—. Ven conmigo a Taillebourg. Te lo suplico. No sería ninguna deshonra para ti salir a hurtadillas de esta manera —prosiguió, iluminando su rostro con una sonrisa y haciendo que sus ojos brillaran con más fuerza—. Aunque creo que hay demasiado amor entre nosotros como para que nos casemos.

—Tú has empleado tu honor como escudo para protegerme y, hagas lo que hagas, ya no puedes deshonrarme. Pero debo permanecer aquí, Joffre. Todavía hay algunas cuentas pendientes entre mi hermana y yo.

—¿Qué? —preguntó de Rançun, poniendo la mano de Petronila sobre su hombro y apretándola con fuerza. Su pene se estaba endureciendo, excitándose.

—No lo sé —dijo ella. Deseaba sentir al caballero de nuevo y no quería que se volviera a marchar—. Quédate conmigo. Por favor, quédate.

Petronila le entregó su boca, separando los labios.

De Rançun la acostó de espaldas y le dio un beso largo y profundo, un beso que la maniató.

—Sólo durante un tiempo —dijo Joffre—. No para siempre. Llegará un momento en el que tengas que elegir.

Ella tragó saliva y abrió las piernas para recibirlo. Ya he elegido, pensó. La repentina acometida del cuerpo del caballero la llenó, haciendo que se convirtieran en un único ser. Petronila gritó, echando la cabeza hacia atrás bajo el poder de aquel cuerpo.