A la mañana siguiente, cuando se despertó, el caballo había desaparecido.
Se enderezó alarmada. Sin él, estaba mucho más perdida que antes. Miró a su alrededor, al bosquecillo de árboles jóvenes donde había dormido. Había llegado hasta allí en medio de la oscuridad, sin encontrar ningún lugar seguro que estuviera abierto y tranquilo, y no podía dar un paso más. Se puso de pie, mirando a su alrededor, tratando de encontrar el caballo.
Todavía estaba oscuro entre los espigados árboles pero, justo más allá, los primeros rayos de sol iluminaban una franja de pradera verde, así que decidió avanzar hacia la hierba para reconfortarse con su repentino calor. Se había despojado de los zapatos y el rocío en seguida le empapó los calcetines. La luz del sol resplandecía en cada brizna de hierba, tintineando y centelleando, como si las estrellas se hubieran desplomado durante la noche y trataran de ascender nuevamente hasta el cielo.
El caballo se encontraba paciendo a unos metros de distancia. Sobre su larga y ondulante cabellera colgaba una última escarapela roja y terna las riendas atadas a una rama. El animal había arrancado la rama del árbol y la llevaba arrastrando tras de sí. Petronila lo observó mientras avanzaba hacia el animal y se percató de que el caballo había movido una oreja, señalando el lugar donde se encontraba ella. Se acercó a su cabeza y le dio unos golpecitos.
El bereber levantó la cabeza de la hierba húmeda y le dedicó un resoplido. Tenía unos enormes ojos negros y prominentes, llenos de sabiduría. La piel de sus orificios nasales era suave y aterciopelada. Frotó su cabeza contra ella y Petronila desató las riendas de la rama, conduciéndolo de nuevo hasta el bosquecillo de árboles. Le dolía el estómago por el hambre.
Había dormido acurrucada sobre la silla, envuelta en su abrigo y en las mantas de esta. Comenzó a colocar con torpeza todas las cosas en el caballo. Consiguió poner la manta con facilidad, pero la voluminosa silla, los estribos y las cinchas que colgaban eran más pesados de lo que esperaba y, la primera vez que lo intentó, las cinchas golpearon al caballo, que se apartó para esquivarla, haciendo que todo cayera al suelo.
Petronila recordó haber visto al mozo de cuadras poner el estribo por encima de la silla para que no molestase. El caballo estaba inmóvil, con las orejas levantadas pero sin mover un músculo, observándola detenidamente. Petronila se acercó a él y le dio unas palmaditas reconfortantes, murmurando algunas palabras dulces al oído del animal, tras lo cual volvió a poner la manta, alisándola con la mano. Pasó los estribos y las cinchas por encima del asiento de la silla con cuidado y, con los brazos doloridos, la levantó y la colocó suavemente sobre el lomo del caballo. El animal lanzó un resoplido, pero permaneció inmóvil. Petronila trató de apretar con fuerza las cinchas; aun así, la silla parecía estar muy suelta.
Luego se dirigió junto a su montura a una parcela de hierba con la intención de encontrar algo que le ayudara a subirse al lomo del animal. Era agradable estar paseando. Se sentía demacrada y débil por el hambre, pero le levantó el ánimo pasear junto al caballo bajo la luz del sol. Por primera vez en su vida, estaba haciendo cosas por sí misma, para su propio bien. Le sorprendió comprobar que le gustaba estar sola, sin tener que preocuparse por nadie ni tener que servir a nadie, al menos por un tiempo. La hierba estaba salpicada de pequeñas flores blancas y amarillas. Cogió algunas y las entrelazó en la crin del caballo, que no paraba de comer, arrancando los nuevos brotes verdes.
Cuando pensó en la posibilidad de tener que estar sola para siempre, la pradera iluminada por el sol le pareció una cueva que se cerraba sobre su cabeza. No debía pensar en esas cosas, al menos por ahora. Lo primero era intentar llegar a Poitiers, hasta los aposentos de Leonor. Tenía que hablar cara a cara con ella, pensó, y aclarar las cosas.
Por primera vez, se dio cuenta de que podía superar a su hermana. Ahí es donde le había llevado todo aquello: a pensar que triunfaría, que heredaría un nuevo tipo de reino. Ya nunca más sería la sumisa hermana pequeña.
Cuando llegó cerca de los confines del bosque, los pájaros volaban por encima de su cabeza, parloteando airadamente desde las ramas más altas. Las aves encontraban comida allí donde ella no podía llegar. Condujo al caballo por un sendero estrecho que no era más ancho que su pie, y que avanzaba bajo la densa maleza que formaban las ramas que colgaban de los árboles. Aquel camino tenía que conducir a alguna parte, y lo siguió pasando por un estrecho banco de arena y alrededor de un cenagal, siempre rodeada por el trino de las aves. Luego siguió a través de unas cañas secas hasta llegar al río.
El agua corría con fuerza, mostrando un color marrón terroso e inundando los bordes de sus riberas. La rama de un árbol pasó flotando a toda velocidad. No podía cruzar por allí. Comenzó a avanzar por la orilla, que estaba llena de zarzas, juncos y maleza oscura. El caballo la seguía, pastando a medida que avanzaba.
Aproximadamente al mediodía, llegó a un lugar donde un grupo de rocas amarillentas hacía que el río girara bruscamente. Allí mismo, pero en el lado opuesto del río, se habían acumulado varios pedazos de madera flotante, y montones de ramas enmarañadas se apiñaban sobre un tocón a medio enterrar. El pedregoso lecho del río parecía encontrarse a poca profundidad. Un poco más allá, el lecho se hundía en una pendiente que bajaba hasta la corriente, pero el río allí no era muy ancho. Luego distinguió, impresas en la húmeda tierra del terraplén, algunas huellas de ciervos. Era evidente que algún animal había cruzado por allí.
No había encontrado un lugar mejor en las proximidades. De pie sobre un banco de arena, con el caballo en perpendicular a ella, se subió como pudo sobre la silla de montar. Afortunadamente, el animal se quedó quieto. Le dio unas palmaditas en el cuello y le dijo que era maravilloso. Luego tiró de las riendas hacia un lado y lo condujo hacia la empinada rampa arenosa, adentrándose en el agua.
El suelo estaba blando bajo las pezuñas del caballo y comenzó a retroceder, resistiéndose a avanzar y sin parar de mover las orejas. Luego lanzó un resoplido. «¡Vamos!», gritó golpeándolo con los talones. Pero el animal se negó a avanzar. El suelo se deshacía bajo sus patas y comenzó a resbalar con la cabeza agachada y las orejas de punta. Petronila se sujetó con fuerza al pomo de la silla y luego, rápidamente, descendieron la rampa y se adentraron en los profundos remolinos que formaba la corriente.
El río les golpeó como un puño, sacudiendo al caballo lateralmente. Se hundieron en las heladas y oscuras aguas hasta que sólo asomaba la cabeza del animal. El agua le llegaba a Petronila por la cintura, haciendo que la falda se hinchara como una vela a su alrededor mientras su cuerpo casi flotaba. Se mantuvo aferrada al corcel, apretando las dos manos sobre el cuadrado pomo. El caballo nadó con fuerza, pero el río los estaba arrastrando corriente abajo, lejos de la orilla. Por unos instantes, Petronila pensó en bajarse de un salto y atravesar las aguas por sí misma, pero se aferró a la silla y comenzó a rezar.
La corriente los arrastró de nuevo y el caballo clavó las pezuñas en el fondo. Sus patas golpearon la tierra firme. Luego avanzó con fuerza, yendo contracorriente a través de las aguas poco profundas, salpicando con fuerza y pillando de improviso a Petronila, haciendo que casi se cayera. Perdió los estribos y se quedó colgada de un costado del animal durante unos instantes, agarrando la silla de montar con una mano y su crin con la otra. Luego volvió a enderezarse sobre el lomo de su montura, que ya estaba trepando una corta pendiente que ascendía hasta la ribera amarilla en dirección al sol. Petronila estaba empapada hasta los huesos, pero por fin se encontraban al otro lado del río.
Estaba mojada y tenía mucho frío. Encontró un lugar cubierto de hierba para que el caballo pastara y desmontó. Se despojó de toda su ropa, salvo la interior, y la extendió sobre el suelo para que se secara al sol. Estrujó el abrigo para escurrir la mayor cantidad de agua posible y se envolvió en él. En alguna parte, más adelante, encontraría alguna señal de vida: una aldea, una fortaleza, algo. La región de Poitou no podía estar toda desolada. Entonces podría suplicar que le dieran algo de comer. Se peinó el cabello con los dedos tratando de deshacer los nudos que se le habían formado. Seguramente presentaba el aspecto de una mendiga. Sus manos estaban sucias y probablemente su rostro también lo estuviera. Comenzó a pensar en una gruesa rebanada de pan, en un queso cremoso, en manzanas y en un vaso de buen vino. El caballo seguía paciendo junto a ella. Observó cómo el animal buscaba metódicamente nuevos brotes y se lamentó no poder disfrutar también de una buena comida a base de hierba.
Luego, de repente, el animal levantó la cabeza y enderezó las orejas, abriendo de par en par sus orificios nasales. Petronila se incorporó de un salto, mirando hacia el lugar que observaba el caballo, con la mano extendida hacia la brida, por si tenía que salir corriendo.
Por el mismo camino que habían tomado desde el río, dirigiendo su caballo negro, avanzando con la cabeza agachada como si estuviera leyendo el suelo, se acercaba Joffre de Rançun.
Petronila dejó escapar un grito de alegría. El caballero giró sobre sus talones, la vio y lanzó una exclamación. El caballo negro levantó la cabeza y el bereber, detrás de Petronila, lanzó un suave relincho. De Rançun soltó las riendas, dio dos pasos hacia ella y la envolvió en sus brazos.
—Petra. Dios mío. Pensaba que os habíais ahogado en el río.
La apretó con fuerza contra su cuerpo, colocando una mano sobre su cabello. Ella sintió cómo los labios del caballero rozaban sus sienes y pasó sus brazos alrededor de él. Se dio cuenta de que no llevaba puesta más que la ropa interior, que entre su cuerpo y el de Joffre no había más que un fino trozo de lino. A través del paño, se clavaron en su cuerpo los bordes de hierro de su cota de malla. Petronila dio un paso hacia atrás, soltándose de él, y cruzando los brazos por delante del pecho.
—Joffre. Muchas gracias. —No se le ocurría otra cosa mejor que decir. Sus ojos estaban inundados de lágrimas—. Muchas gracias.
El caballero le sonrió, con el rostro resplandeciente.
—Estáis viva. Ese es mi agradecimiento. Estabais a mi cargo y os he fallado y, sin embargo, habéis conseguido salir adelante. Sois toda una mujer, Petra —dijo, bajando la mirada al cuerpo de la dama, que únicamente estaba cubierto por un fino paño, y luego, serenamente, apartó la mirada de ella. Su voz sonó ligera y rápida—. Será mejor que os vistáis. Deberíamos seguir adelante.
—Iré a por mi ropa —dijo ella, recogiendo su indumentaria a toda prisa.
De Rançun se quedó allí, de pie, dándole la espalda, defendiendo la modestia de la dama. Toda la frialdad que había demostrado en los últimos días había desaparecido. La había encontrado y volvían a ser amigos. Petronila se sentó para ponerse los calcetines, que estaban tiesos y en mal estado. Tras levantarse, avanzó con esfuerzo hacia su camisa y su sucia túnica.
—Ya estoy lista… puedes darte la vuelta.
El caballero extendió un brazo y apartó algunas briznas de hierba de la manga y de la cofia de la dama, dejando asomar una sonrisa en sus ojos, pero su rostro se volvió a nublar.
—Poitiers se encuentra a sólo un día de camino. Sabed que habéis recorrido un gran trecho hacia el sur —dijo, metiendo un bucle de la cabellera de Petronila bajo su oreja y acariciando su mejilla con los dedos. Petronila tuvo la sensación de que el caballero estaba a punto de besarla—. Creo que dentro de más o menos medio día encontraremos el camino principal que conduce hasta el sur, y allí hay una aldea donde podremos encontrar algo para comer. Es posible que también encontremos ropa. Otro medio día, un poco más. Pero…
En ese momento, parecía estar haciendo un esfuerzo por recobrar la compostura. El beso había desaparecido.
—Tal vez no deberíais ir a Poitiers.
Al escucharlo, un escalofrío recorrió la espalda de Petronila, como si hubiera tocado una piedra fría.
—¿Por qué no? —preguntó.
De Rançun sacudió ligeramente la cabeza y torció la boca, paladeando algo desagradable. Sus ojos se apartaron de ella.
—Bueno, allí se encuentra Leonor —dijo.
Petronila le frunció el ceño.
—Necesito arreglar las cosas con ella. ¿Y a dónde voy a ir si no? Después de todo, Poitiers es mi hogar y ella es mi hermana.
El caballero abrió la boca, luego la cerró, se humedeció los labios y le dio la espalda, avanzando unos cuantos pasos. Luego habló con voz amarga.
—Vuestra hermana… Lo que ella… no puedo… —dijo. Levantó una mano, tratando de mantener la compostura—. ¿Cómo puedo deciros lo que no me atrevo a hacer? Ella me entregó una daga cuando nos fuimos de Poitiers. Y me dio algunas instrucciones. Aquella noche, en la barcaza, cuando dijisteis que habíais cambiado… me di cuenta de que no podía cumplirlas. Me di cuenta de que desearía que Leonor se pareciera a vos, de que era a vos a quien amaba. Así que arrojé la daga al río.
—¿Qué dices? —gritó Petronila—. ¿Qué me quieres decir?
El caballero levantó las manos, impotente.
—En cualquier caso, no creo que lo pidiera en serio.
—¿Te ordenó que me asesinaras? —gritó Petronila llena de furia.
—Que Dios me ayude, Petra. Creedme, por favor, creedme: nunca habría podido hacer una cosa así —dijo, poniendo sus manos sobre los brazos de la dama, inclinándose hacia ella, lleno de pasión—. Siempre la he obedecido, pero lo que dijisteis en la barcaza… no podía hacerlo —prosiguió, soltándose de ella y retrocediendo un paso con la mirada baja—. En cualquier caso, no creo que lo dijera en serio.
—Entonces, ¿por qué me estás diciendo que no regrese a Poitiers? —preguntó Petronila, avanzando hacia los caballos—. Creo que esa es razón más que suficiente para volver.
En ese momento repasó todo lo que el caballero le había dicho y se dio la vuelta.
—Joffre, me has salvado la vida —dijo.
Había defendido a Petronila en contra de la voluntad de Leonor, él, que nunca la había fallado. Extendió los brazos hacia Joffre.
De Rançun la envolvió en su abrazo, pasando sus brazos alrededor de ella y apretando con fuerza su cuerpo contra el suyo. La besó en la frente y luego en la boca, con suavidad y ternura. Luego acunó la cabeza de Petronila con su mano.
—Te amo, Petra. No podría hacerte daño —dijo. Luego retrocedió, con el rostro enrojecido y repitió—: Te amo.
Petronila dejó caer los brazos a los lados del cuerpo. El beso que le dio le sabía a miel. Todo le parecía extraño. Luego se dio cuenta de lo que aquello significaba para él.
—Joffre, ¿qué hacemos ahora? —dijo.
—No puedo volver a su servicio. He dejado de confiar en ella. En cualquier caso, Leonor lo interpretará así.
—Entonces, realmente quería hacerme daño —gritó Petronila, y se volvió hacia los caballos—. Iré a verla, Joffre… tanto si me lleváis allí como si no. Me plantaré delante de ella y hablaremos de este asunto.
El caballero se le acercó.
—Petronila, podemos ir a mi castillo en Taillebourg. Solamente se encuentra a unos cuantos días de aquí.
Ella lo miró de nuevo, decidida.
—Me voy a Poitiers, Joffre. Pase lo que pase —dijo, pasando sus dedos por las mejillas del caballero—. Muchas gracias… por todo lo que has hecho. Gracias.
Estuvo a punto de decirle: Yo también te amo.
—Voy contigo. No dejaré que te enfrentes a ella sola —contestó. Se volvió hacia el caballo bereber y pasó el estribo por encima del asiento para poder alcanzar los arreos y apretarlos. A Petronila eso le recordó lo que había hecho y le agradó, reafirmándola de alguna manera. Bajó la mirada hacia el cinturón del caballero, y por primera vez advirtió que la pequeña vaina que se encontraba debajo de su espada estaba vacía. Sintió un escalofrío por todo el cuerpo. Miró hacia el río, con la mirada perdida, preguntándose qué se iba a encontrar en Poitiers.
Los rumores corrían por las calles, ascendían hasta la colina, se extendían por las escaleras del palacio. Las voces resonaban en los patios, en las cocinas, cargadas de excitación, de fervor. En Poitiers, la mujer que se encontraba en la Torre Verde los escuchó enseguida.
Corría la noticia de que, en algún lugar del camino que se extendía entre Beaugency y Blois, la duquesa de Aquitania había desaparecido. Cuando la trampa del conde Thibaut se cerró en Blois, sólo atraparon a sus sirvientas. La duquesa había sido vista en algún lugar cerca del río Creuse, pero se había vuelto a perder su rastro. Nadie sabía dónde se encontraba en ese momento.
En la Torre Verde, una mujer se encontraba sola, postrada sobre un enorme lecho y profundamente dormida; soñaba constantemente que de Rançun, daga plateada en mano, atravesaba la puerta y hundía la hoja en su corazón.