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Los rumores corrieron con tanta rapidez como el galope de un caballo, extendiéndose a lo largo de los caminos y senderos de Francia, llegando hasta Aquitania y más allá. A los pocos días del anuncio de la anulación de Beaugency, todo el mundo era consciente de lo que le esperaba a Leonor.

Leyeron la proclama en cada iglesia de Francia y también en todas las capillas que eran vasallas del rey francés. Por toda la cristiandad se supo que Leonor ya no estaba casada. En Normandía, en Ruán, la noticia llegó hasta los oídos del duque, que permaneció impasible detrás de su madre, en la iglesia. En Mirebeau, en el sur de Anjou, en el último castillo que su hermano le permitió ocupar, Godofredo de Anjou escuchó la noticia en su capilla. También llegó hasta París, hasta Troyes y hasta Toulouse. Y se recibió en Poitiers, pero teñida de un color distinto.

A pocos pasos de la noticia llegó la segunda oleada de rumores. Se corrió la voz en las calles, y en todos los mercados, así como en los salones de la corte, de que habían tendido varias emboscadas a Leonor. Los hombres trataban de capturarla, de secuestrarla, de usar la vieja ley que estaba en labios de todos: raptus, robo de novia. Atraparla durante una noche y hacerse rico para toda la vida como duque de Aquitania.

En la Torre Verde, la propia Leonor, a quien todos confundían con Petronila, se encontraba postrada en la cama, escuchando con preocupación las historias que circulaban, y rezaba para que nadie atrapara a su hermana.

De Rançun sabría muy bien qué debía hacer para impedir que Petronila fuera capturada y de ningún modo permitiría que le hicieran nada si la atrapaban. Pero, además, su señora le había encomendado otra tarea y él siempre la obedecía. Independientemente de lo que Leonor hubiera hecho, él siempre había acatado sus órdenes. No había manera de impedirlo. Él usaría la daga.

Se dijo a sí misma que no había tenido intención de que las cosas salieran así. Solo quería separarse de ella. Pero fue ella la que puso el cuchillo en su mano.

También pensó en el santo Bernard, quien había pronosticado que, una vez liberada de su matrimonio regio, iba a convertirse en una presa fácil de cualquier hombre arrojado, armado y sin escrúpulos. Bernard no había reparado en las artimañas de las mujeres. Sentía demasiado desprecio por los pecados y las debilidades de estas como para comprender que una mujer puede superar a un hombre. Tampoco era consciente de que las artimañas de una mujer podían acabar por consumirla. Por estar con Enrique podría llegar a matar a su propia hermana. Todo el mundo la había traicionado y, al final, de una forma mezquina, se había traicionado a sí misma. El precio que tenía que pagar por ello le resultaba insoportable. Puede que eso la llevara a morir de dolor o de culpabilidad. Lo más probable es que permaneciera sumida en un profundo sentimiento de dolor y de culpa durante el resto de su vida. Se quedó postrada en la cama, con una mano apoyada en la de Marie-Jeanne. La anciana le dio algunos pedazos de pan empapados en vino. Algunas veces, en la lejanía, escuchaba el llanto encendido de un bebé.

Un hijo. Perfectamente desarrollado y lleno de vida. Su hijo, a quien nunca había visto. Y a quien nunca llegaría a ver. Si pudiera verlo, si pudiera tocarlo, aunque solo fuera una vez, si pudiera oler su deliciosa piel de bebé, advertir cualquier parecido con otra persona, nunca le dejaría marchar de su lado. Se sentía demasiado débil como para poder hablar. Casi demasiado débil como para decidirse. Tendría más hijos. Ya había dado a luz a dos, y ahora a este otro, pero después de tenerlos no permitiría que se apartaran de su lado, y los amaría, los amaría con todo el corazón que no le pudo entregar a este niño. Los amaría, con todo el afecto que le enseñó el amar a su hermana. Juró que lo haría. Y luego se quedó dormida.

En el río no sucedió nada durante un tiempo. Durante todo el día y la noche siguiente, las dos barcazas navegaron sin contratiempos por el Loira. Petronila finalmente se quedó dormida, acurrucada en la parte posterior de la cubierta. No les quedaban más alimentos que pan, queso y un poco de vino malo, la mayor parte del cual era para los barqueros. Se detuvieron un par de veces en una de las riberas, cubierta de hierba, para tratar de coger comida para los caballos, pero el poco heno que cortaron se acabó casi de inmediato. Los caballos estuvieron toda la segunda noche golpeando sus pezuñas y relinchando, haciendo que la barcaza se sacudiera bajo el cuerpo de Petronila. A primera hora de la mañana, las barcazas navegaron a la deriva por el cenagoso margen izquierdo del río, tropezando y rozando las hileras de juncos, volviendo a raspar el tambaleante casco.

Habían desembarcado en un terreno situado en una pradera cenagosa, donde los caballos se hundieron en el negro lodo hasta los espolones, mientras una bandada de patos alzaba el vuelo hasta los cielos lanzando sus estridentes gritos. El humo y la neblina de una pequeña aldea asomaban río abajo. Los tres caballeros jóvenes llevaron a los caballos en busca de hierba y de Rançun se fue a la aldea, dejando a los barqueros maniobrando con las embarcaciones. En seguida volvieron a remar hacia aguas más profundas, tratando de encontrar un remolino que los arrastrara de nuevo hacia la corriente.

Petronila paseó un poco junto al río, encontró un pequeño bosque de viejos árboles que se levantaban fuera del alcance de curiosos, donde pudo hacer las habituales necesidades de la mañana, y después regresó al río y se lavó el rostro y las manos.

Sentada de cuclillas en la ribera, con las manos rojas e irritadas por el frío del agua, pensó en Poitiers y le pareció un lugar tan lejano como la dorada Catay. Su cofia casi se había caído, y finalmente se la tuvo que quitar del todo, con alfileres incluidos, alisando luego el paño blanco sobre sus rodillas. No tenía la menor idea de cómo ponérsela de nuevo. Desde que era pequeña alguien siempre había estado a su servicio para vestirla. Antes de que abandonara el convento, Alys le había puesto una bolsa en la mano que contenía un cepillo, algunos lazos y paños y una pomada. Pasó el cepillo por sus cabellos durante unos segundos. Tenía el pelo enredado con un tosco vellón. Finalmente, lo recogió todo en la nuca, envolvió la cofia a su alrededor una o dos veces e hizo un nudo, dejando que las puntas cayeran sobre su espalda.

Tenía que llegar a Poitiers. Pero allí se encontraba Leonor. Y su hermana ahora la odiaba. En realidad, no tenía un hogar, y en cuanto tuviera que despojarse del disfraz de Leonor, ni siquiera iba a tener un nombre.

Se sentó mirando al río con la mirada perdida, pensando en la vetusta ciudad, en el palacio y el jardín, y en las dos hermanas jugando en él cuando no eran más que unas niñas, haciendo muñecas con las flores. Leonor siempre había usado las flores rojas para elaborar sus vestidos y Petronila las rosas, o las blancas, las más pálidas. Leonor había confeccionado con margaritas algunas coronas para las muñecas, pero Petronila nunca la imitó.

Se dio cuenta de que, a lo largo de toda su vida, había sido consciente de que pasaría desapercibida. Había aceptado ese hecho durante toda su existencia. Finalmente, se puso de pie y regresó hacia donde se encontraban los hombres.

Justo antes del mediodía, de Rançun regresó de la aldea con un hombre del lugar que se apoyaba sobre un bastón y que conocía un camino hacia el sur a través del bosque. Los caballeros volvieron a traer los caballos y todos se sentaron en círculo y dividieron lo poco que les quedaba de pan y vino. Tras subir a sus monturas, cabalgaron siguiendo a su nuevo guía. Petronila quitó las escarapelas rojas de la crin del caballo bereber y las metió en la bolsa de la silla de montar.

No tardaron en dejar atrás el bajío. El camino ascendía formando escalones y bancos a través de bosques de robles, de árboles tan encorvados y nudosos como gnomos, medio doblados bajo el peso de sus enormes y pesadas copas. La luz del sol incidía hasta el suelo formando extensos rayos. Todo era fresco y verde y estaba salpicado de las primeras diminutas y perfectas hojas. Los champiñones brotaban como enormes sombreros redondos alrededor de las raíces protuberantes de los árboles y las bandadas de pájaros gritaban sin cesar, pertrechados en las ramas, intercalando trinos salvajes. Estamos en Semana Santa, recordó Petronila, incluso aquí, en la agreste campiña. Todo el mundo despertaba a la vida por medio del amor de Dios. Recitó algunas oraciones matinales para sí misma, enfadándose de nuevo con Leonor por lo que había hecho, y por cómo tuvo el bebé; y con ella misma, Petronila, por haberse involucrado en aquella aventura, incapaz de ver una salida para sí misma.

El guía los condujo por un cerro donde las rocas amarillas descollaban, ásperas como huesos viejos. A los pies de la siguiente pendiente corría un pequeño riachuelo y cabalgaron un trecho hasta que encontraron un lugar donde vadearlo. En una aldea formada por tres pequeñas cabañas, después de regatear, rogar y entregar algunas monedas de oro, cada uno de ellos se hizo con un puñado de pasteles de miel sin levadura, tan toscos que se partieron y se deshicieron en cuanto Petronila les hincó el diente.

Los pasteles fueron recibidos en su estómago como si se trataran del festín más refinado. La suave sidra que bebieron para regarlos le resultó embriagadora como el vino. Con prudencia, reservó tres pasteles, aunque todavía se sentía hambrienta, y los guardó en su abrigo.

De Rançun mandó a los tres caballeros jóvenes a cazar, pero Petronila sabía que sin perros ni halcones no podrían cobrar ninguna pieza. Cada vez que se detenían, Petronila miraba a su alrededor en busca de fruta, de bayas, aunque dado lo poco avanzado del año lo único que encontró fue algunos frutos verdes, pequeños y duros como rocas. A su alrededor, la tierra estaba empezando a despertar a la vida y ella se sentía hambrienta. Chupó un puñado de hierba, sorprendiéndose de su sabor silvestre.

Aquella noche, nadie había reservado ninguna porción de su alimento y Petronila acabó por compartir sus tres pasteles con los demás, de tal modo que nadie recibió más que un bocado. Durmieron en el suelo, bajo el intenso frío de una noche despejada, mientras las estrellas relucían por encima de sus cabezas. El pedazo de pastel no le había mitigado demasiado el hambre y era incapaz de conciliar el sueño, así que se quedó tumbada, pensando en cómo era posible que fuera una proscrita en su propio país. Se sintió rechazada, aislada, insustancial como un fantasma. Pensó: ahora soy libre. ¿Pero para qué? ¿Para hacer qué?

Cuando amaneció, se pusieron de nuevo en marcha. El guía les llevó por el río hasta llegar a un vado, donde vivían algunas personas. Allí encontraron más pan, esta vez en rodajas gruesas y dulces, y cruzaron la corriente.

En aquel punto también les despidió el guía, haciendo algunos gestos imprecisos con la mano señalando hacia el sur y al este. Observó cómo de Rançun contaba el oro en su mano y dijo:

—El río Creuse está allá, al final de aquel sendero. Dirigíos un poco hacia el sur y allí podréis cruzar el viejo puente en Port-de-Piles.

A continuación, el guía empezó a deshacer el camino por el que habían llegado, agitando su larga vara. Comenzó a cruzar el río por el vado y avanzó salpicando agua hacia el otro extremo, sin volver nunca la vista atrás.

Al día siguiente, salieron del bosque y se dirigieron hacia la orilla del río Creuse, avanzando un poco al oeste del puente de arcos de piedra que lo cruzaba. El cielo había estado todo el día cubierto por unas amenazantes nubes grises, pero en aquel momento daba la impresión de que estaba empezando a clarear. En el otro extremo del puente, lo único que podían ver era algunos tejados oscuros de la aldea que se extendía a lo largo del camino, por detrás de los árboles.

Uno de los jóvenes caballeros que iba detrás dijo:

—Bueno, al menos allí habrá algo para comer esta noche.

Petronila soltó un poco las riendas para que el caballo pudiera pastar. Como era habitual, había guardado un poco de pan, pero los muchachos no. Si no podían encontrar alimento más adelante, pensó con avaricia, habría sido mucho mejor para ella habérselo comido todo en su momento.

Le dolía todo el cuerpo después de haber estado tanto tiempo cabalgando, y sintió algunos calambres y retortijones producto del hambre, pero la proximidad de las casas que se levantaban al otro lado del puente hizo que tomara algunas precauciones. A esas alturas, todo el mundo sabría que había eludido a Thibaut y hacia dónde se dirigía. ¿Habrían caído en la cuenta de que podía haber cruzado el río en aquel punto?

De Rançun acercó su enorme caballo negro a ella.

—Mi señora, ¿estáis pensando lo mismo que yo? —dijo en voz baja, sin mirarla a la cara.

—Sí. Envía a alguien, inspecciona la zona y luego ven a informarme de lo que hayan encontrado —dijo, sonriéndole.

—Iré yo mismo.

—No —dijo Petronila, rápidamente, extendiendo la mano por delante del caballero—. Todo el mundo te conoce… envía a uno de ellos. A dos de ellos. Pídeles que se quiten los guardapolvos.

Petronila hizo un gesto con la cabeza hacia los jóvenes caballeros que se encontraban tras ella.

En cuanto recibieron la orden, los tres caballeros se pusieron en marcha, animadamente, formando con sus voces un desafortunado coro. Petronila volvió a mirar hacia la aldea, tratando de encontrar a sus gentes en la calle. A esa distancia, aquel lugar parecía estar extrañamente desierto aunque, después de todo, era Semana Santa y lo más probable es que todo el mundo estuviera ocupado en sus oraciones. De Rançun despachó a los tres jóvenes, despojados de su cota de malla, que se alejaron trotando por el camino que conducía hasta el puente con la orden de comprar también pan si podían encontrarlo.

—Al menos, no está lloviendo —dijo Petronila—. Ayúdame.

De Rançun desmontó de su caballo mientras ella movía una pierna hacia adelante, pasándola por encima del pomo de su silla de montar, y se deslizó por el costado del caballo hasta caer en sus brazos, manteniendo la mirada baja. No quería ver cómo Joffre se esforzaba por esquivarla. El caballero la depositó suavemente en el suelo y se volvió en seguida para ajustar la brida del caballo bereber, mientras el animal comenzaba a comer la hierba que se levantaba alrededor del camino.

—Ya casi hemos llegado —dijo de Rançun. Su voz sonaba tensa. Se enderezó, pasando las riendas entre sus dedos—. Una vez lleguemos al otro lado del Creuse podremos llegar a Poitiers en unos días.

Luego volvió la mirada hacia el puente.

Petronila dejó escapar un suspiro. De repente, perdió el deseo de regresar a Poitiers tan pronto, aunque eso supusiera llenar el estómago. Una vez en Poitiers tendría que tomar otra decisión. Por mucho que lo intentaba, no era capaz de imaginar cómo iba a enfrentarse cara a cara con Leonor. Trató de no pensar en ello, de observar a los caballos pastando, de disfrutar del hecho de no estar subida a la silla de montar.

—Joffre —dijo—. Eres tan callado.

El caballero se aclaró la garganta. Su mirada estaba fijamente perdida en la lejanía. Petronila tenía la sensación de que, cuanto más se acercaban a Poitiers, más se apartaba Joffre de ella. Era como si el hecho de llegar a Poitiers fuera lo peor que pudiera pasar.

—Podemos encontrar algo de comida allí —dijo de Rançun finalmente, cubriendo con palabras intrascendentes el silencio que los separaba.

—Eso espero —dijo Petronila. Luego se dio la vuelta, mirando al puente—. No. Mira.

Los tres caballeros jóvenes habían llegado a una hondanada que bajaba hasta el puente y empezaron a cruzarlo pero, de repente, comenzaron a regresar al galope. Algo iba mal. Petronila se volvió hacia el caballo bereber, que estaba resoplando y alzó la cabeza, con las orejas levantadas. De Rançun dijo algo entre dientes, se volvió y subió rápidamente a Petronila a la silla antes de que esta dijera una palabra, enrollando las riendas entre sus manos.

Los tres caballeros jóvenes galoparon por el camino hacia donde se encontraban los dos. A sus espaldas, en el puente, otro grupo de caballeros se acercaba tras ellos. Se escuchó un grito apagado, como un grito de caza. Petronila sintió que el corazón se le subía hasta la garganta. El caballo bereber captó su inquietud y comenzó a retorcerse y a danzar. Los tres caballeros llegaron hasta ella, al galope.

El primero de ellos comenzó a gritar antes de que su caballo se detuviera.

—Son los hombres de Godofredo de Anjou. Nos estaban esperando, justo encima del puente. Nos reconocieron en seguida; sabían que éramos nosotros.

—Vamos —dijo de Rançun.

—¿Dónde? —gritó Petronila, volviendo la mirada hacia el camino que se extendía hacia el norte, por donde habían llegado, y luego hacia el oeste, donde los árboles crecían formando un espeso bosque a lo largo de la orilla del río. A su izquierda, hacia el este, el río formaba un recodo junto a una amplia franja de tierra cultivada, despejada y a medio arar, salpicada de árboles, y observó que había más aún en la le jama. Dirigió al caballo bereber en aquella dirección, a medio galope, y los demás avanzaron tras ella.

A sus espaldas, junto al puente, se escuchó un grito ininteligible. Luego sonó un cuerno. A Petronila se le erizaron los cabellos. Así es como se siente el ciervo cuando comienza la cacería, pensó. Galopó a toda velocidad a través de la pradera, con los caballeros rodeándola a poca distancia.

Incluso mientras sujetaba las riendas del caballo bereber, se volvió para mirar y vio que los perseguidores se encontraban tras ella: al menos treinta hombres. Ella y su escolta llevaban cabalgando todo el día y habían acumulado muchas jornadas de viaje, mientras que sus perseguidores estaban frescos, motivados, y les iban recortando el terreno con cada zancada que daban.

Al frente de ellos iba un caballero sin sombrero cuyo cabello leonado se agitaba desordenado como una crin: se trataba del propio Godofredo de Anjou. Cuando aquel hombre se diera cuenta de cómo le había engañado, no le dispensaría un buen trato. Petronila no quería caer en su poder.

Pero Godofredo la estaba alcanzando. Al frente, el río se curvaba ligeramente, estrangulando las largas hierbas de la pradera contra una pequeña elevación que llegaba a una hilera de árboles. En aquel momento, pensó Petronila, si él fuera un halcón, y ella no fuera más que un conejo, caería en seguida en sus garras.

Sus propios hombres se estaban quedando un poco rezagados. Los tres muchachos de su guardia formaron una pantalla que la protegía ligeramente de su perseguidor. De Rançun cabalgaba junto a ella a galope tendido y el cuello de su caballo negro estaba empapado en sudor. Petronila se volvió hacia él, agarrando las riendas con las dos manos, y gritó:

—¿Qué podemos hacer?

De Rançun agitó su brazo hacia ella… hacia su caballo.

—¡Deja que corra! Lucharemos… eso te permitirá disfrutar de cierta ventaja… ¡Corre!

De Rançun volvió la mirada hacia la carga que avanzaba a sus espaldas y observó a Petronila una vez más, sólo por unos instantes.

—¡Corre, Petra!

Recostándose en su silla de montar, el caballero tiró de las riendas y viró.

Por unos instantes, Petronila comenzó también a frenar el caballo con la intención de quedarse al lado de Joffre. El caballo se resistió a sus órdenes, desobedeciendo a las riendas, sacudiendo la cabeza y haciendo que su amazona rebotara sobre su silla de montar. Petronila sintió la enorme fuerza del animal, abrió las manos y dejó que volaran las riendas.

El caballo huyó. Incluso después de llevar tantas horas cabalgando, estaba muy excitado y dispuesto a correr, poniendo toda su energía en cada zancada, con la cabeza hacia el frente. La crin del animal azotaba a Petronila. Se agarró al pomo de la silla de montar con las dos manos, manteniéndose en los estribos, sintiendo la gigantesca flexión y extensión del cuerpo del caballo entre sus piernas y dejó escapar un grito, en parte de exaltación, en parte de terror. El viento golpeaba su rostro con la suficiente fuerza como para hacer que de sus ojos manaran algunas lágrimas y el suelo volaba bajo sus pies, formando una difuminada estampa de color verde. A cada zancada que daban, pensaba que iba a salir volando por los aires y que se golpearía en cualquier instante. Seguramente el caballo acabaría por tropezarse, por arrojarla al suelo. No había manera de detenerlo. Los árboles que se elevaban al frente avanzaban hacia ella. Algo enorme se extendía antes de llegar a ellos: una muralla de troncos rotos, tocones, muñones y ramas se levantaban al otro lado del campo. Petronila miró rápidamente por encima de su hombro.

Los demás se habían quedado rezagados. De Rançun había concentrado a sus tres hombres. Se dieron la vuelta y se alinearon tratando de impedir el paso a Anjou y, aunque estaban en franca minoría, permanecieron prácticamente inmóviles a la espera de sus perseguidores. No la atraparían ahora, a menos que fracasasen.

Petronila volvió a mirar hacia delante, sujetando el pomo de la silla de montar. Los árboles se cernían sobre su cabeza, y en el límite del bosque se levantaba la muralla de árboles y maleza. El pánico se apoderó de ella. No había manera de atravesarla, ningún hueco por el que pasar, y el enorme caballo que montaba no ralentizaba su paso. Soltó la mano derecha del pomo, tratando de sujetar las riendas que colgaban del cuello del animal. A punto de colisionar contra la pared de madera, el animal cogió impulso y voló por los aires.

Petronila lanzó un grito, sacudiéndose sobre la silla de montar. El caballo saltó por encima de la barrera como si se tratara de un palo tirado en el suelo y supiera exactamente lo que había al otro lado de ella. Petronila salió despedida de la silla, viajando a través del aire por encima del animal. Luego aterrizaron juntos, Petronila golpeándose con fuerza de nuevo contra la silla, y el caballo bereber hundiéndose hasta las rodillas en una maraña de zarzas y árboles jóvenes que se encontraban justo al otro lado de la muralla de maleza.

Mientras el caballo embestía y daba zarpazos para abrirse paso, ella se agarraba con fuerza a las riendas. Pero cuando el animal comenzó a galopar por un estrecho sendero que se extendía bajo los árboles, Petronila dejó que siguiera avanzando.

Los árboles se apretaban contra los costados del animal y sus ramas se extendían por debajo de la altura de la cabeza, así que, para evitarlos, se agachó todo lo que pudo, apoyándose en el pomo de la silla de montar y recostando la cabeza a lo largo del cuello del animal. Las ramas le arañaban la espalda y se le clavaban en el abrigo, lacerando sus hombros. Petronila observaba cómo las pezuñas del caballo golpeaban el suelo que se extendía bajo sus pies. El animal saltó por encima de otro árbol, dio un giro brusco a la derecha y luego se desvió repentinamente a la izquierda, siguiendo el viejo camino.

Instantes después, ralentizó su marcha hasta convertirse en un trote, luego en un paseo. En los bosques, la oscuridad se cernía temprano y Petronila no podía ver nada más que una maraña siniestra de troncos y hojas. Tampoco escuchaba ningún ruido que le indicara que alguien avanzaba tras ella. Se preguntaba qué habría sido de Joffre, que había entregado su vida por ella, y un repentino dolor se clavó en el centro de su pecho. Joffre era mejor que ella o que la propia Leonor y no pensaba en sí mismo. El caballo avanzó, siguiendo el rastro de un sendero. Se detuvo un par de veces, resoplando, cuando llegaban a un punto en el que el camino se dividía. Ella siempre dejaba que fuera él quien decidiera qué desvío tomar, así que el caballo siguió adelante.

Al final, bajo la luz rojiza de la puesta de sol, cabalgó hacia otra pradera, desviándose a su derecha. Se habían apartado mucho del río, que tenía que correr en las tierras bajas, hacia el sur. Petronila aflojó las riendas y el caballo comenzó a pastar. Mientras miraba a su alrededor, tratando de percibir el menor ruido, no consiguió ver nada salvo los árboles y la hierba, sin escuchar más que el viento y el canto de algunos pájaros.

Todavía conservaba el pedazo de pan que había guardado. Luego atrapó los pedazos que estaban esparcidos por su bolsa y los masticó. Cuando se acabaron, todavía sentía hambre y estaba realmente agotada, perdida y sola.

No tenía miedo, lo cual era sorprendente. Podría encontrar el río y, después de cruzarlo, Poitiers estaría sólo a un día o dos de camino. No se moriría de hambre en un día. Y estar sola tal vez le ayudaría a pensar mejor.

Lo primero que tenía que hacer era encontrar el cauce del río. Dejó que el caballo siguiera pastando, pero lo dirigió hacia el sur, en dirección a la pradera.