Acababa de pasar la luna llena, trazando el astro el perfil de un diáfano huevo asimétrico que ascendía sobre un cielo desprovisto de estrellas. Las monjas tenían intención de usar las barcazas para llegar a Blois y asistir a las procesiones de Semana Santa que se iban a celebrar allí. Por tanto, las embarcaciones estaban preparadas en el embarcadero, semejantes a los barcos que hacen los niños, dos enormes planchas planas de madera, cada una de ellas con una enorme caña de timón en la parte trasera. De Rançun sacó a los barqueros de su cabaña, y cuando estos protestaron y amenazaron con ir a contarle lo que sucedía a la abadesa, el caballero desenvainó su espada y les obligó a subir a las barcas. El jefe, al que llevó ante Petronila, era un hombre encorvado y larguirucho, que rumiaba y se tiraba del pelo, tenía siempre una respuesta para todo lo que se le preguntase.
Las barcazas estaban perfectamente equipadas, dijo. Cada una de ellas podría cargar con hasta tres caballos, pero lo más recomendable era que sólo fueran dos. A lo largo del río, la tierra era cenagosa, estaba poblada de matorrales y no había ningún camino.
Petronila había abandonado la idea de limitarse a trasladar a toda su pequeña corte en grupos de dos y tres hasta la otra orilla en cuanto advirtió las ventajas que supondría dividirse en dos grupos. Pero en ese momento se dio cuenta de que, a lo largo del río, no habría nada para comer, no disfrutarían de ninguna comodidad y se encontrarían con un difícil trayecto plagado de enemigos.
Se verían obligados a descender el río a favor de la corriente, tal como ella y de Rançun ya habían previsto, y orientó sus preguntas hacia el barquero en ese sentido. ¿Cómo podrían pasar por el puente de Blois? Ya lo había atravesado anteriormente e hizo un esfuerzo por recordarlo con todo detalle. El barquero pensó que las barcazas pasarían por debajo de los arcos, siempre y cuando el río no estuviera demasiado crecido y nada se hubiera quedado atascado bajo el puente como consecuencia de las inundaciones. El barquero afirmó que llegarían a Blois si se ponían enseguida en marcha, ocultos en la oscuridad de la noche, cuando fuera imposible ver nada.
Más allá de Blois, el barquero pensó que habría algunas zonas de la orilla izquierda del Loira donde podrían desembarcar, dependiendo del nivel de las aguas. Sin embargo, el hombre se encogió de hombros y sacudió ligeramente la cabeza. Aquel lugar era muy agreste y nunca había estado allí. ¿Quién sabe lo que les esperaba en la otra orilla? Nadie había llegado tan lejos. Petronila asimiló toda la información, tratando de dar con una idea brillante y encontrar el camino que los condujera hasta casa.
No tenía la menor duda de que Leonor habría tomado una decisión al instante. Y podía confiar en de Rançun. Pensó de nuevo en la capacidad de las personas que estaban a su servicio.
Estarían a merced de un río que había sufrido una inundación; el plan se fue volviendo más confuso a medida que fue llegando el momento de ejecutarlo. Sin embargo, sabía que no podía permanecer más tiempo allí. Miró a su alrededor en busca de Joffre de Rançun.
El caballero se encontraba de pie, detrás del barquero, con sus jóvenes soldados congregados a su alrededor.
—Mete los caballos en las barcas, mi bereber y tu caballo negro en una, y sube a la otra a todos los caballeros que puedas. Consigue pan, vino y agua y cualquier cosa que vayamos a necesitar —añadió, adivinando que el caballero ya había pensado en todo esto, pero tenía que ordenárselo. Aquella era su decisión y seguiría con ella hasta el final. Luego extendió la mano hacia él—. Deprisa.
Dar órdenes le reconfortó. Comenzó a ver su plan con mejores ojos: si podía pasar Blois durante la noche y luego atracar en el extremo opuesto, podría tomar la delantera a todos y llegar a casa en unos días. Ojalá pudieran pasar el puente; ojalá fueran capaces de encontrar un lugar donde atracar en la orilla izquierda. La incertidumbre que le provocaba aquella empresa hizo que sus rodillas flaquearan, pero la idea de ser atrapada, de ser capturada, era mucho más terrible.
En ese caso, todo se vendría abajo. La anulación se había firmado con testigos, pero si la atrapaban y se revelaba su identidad, ¿acaso no sería revocada? Y tanto ella como Leonor caerían en desgracia. Pero, mientras tanto, la humillación que sufrirían sería terrible cuando se descubriera toda la verdad, y aquello la oprimía como una mano de hierro. Por el bien de las dos, tenía que conseguir escapar.
El mozo de cuadras condujo al caballo bereber, ensillado y con las bridas, con la crin todavía trenzada con escarapelas rojas. Para meterlo en la primera barca se necesitaron tres hombres y varias cuerdas. Una vez que estuvo dentro, el caballo retrocedió, golpeando con las pezuñas la madera de la barcaza. Los hombres le sujetaron por el cuello, tratando de tranquilizarlo. El ruido que produjo atrajo la atención de muchas personas. La abadesa apareció de repente y se encaró con Petronila.
—Debo protestar por esto, mi señora. Estamos en Semana Santa. Ya no sois la reina de Francia.
Petronila apartó la mano de aquella mujer de su brazo. Se estaba poniendo tensa, le hervía la sangre y contuvo con dificultad las ganas de abofetear el rostro de la abadesa.
—Id a contar a Thibaut de Champaña vuestras ideas sobre la Semana Santa.
—¡Nos estáis robando nuestras barcazas!
Al otro extremo del embarcadero estaban colocando el corpulento caballo negro del caballero de Rançun junto al caballo bereber.
—¿Acaso no sois novias de Cristo? Consideradlo como una ayuda a los necesitados —dijo Petronila.
Luego fue a unirse a de Rançun y a los caballos, y los barqueros, con sus largas varas, las empujaron hasta la corriente del río.
La enorme plancha de madera se deslizó a través de las negras aguas, apenas dando la impresión de estar en movimiento. Sin embargo, la luz de la antorcha que iluminaba el embarcadero se fue alejando hasta sumirse en la oscuridad y no tardó en convertirse en dos temblorosos puntos de luz que quedaban a sus espaldas, moteando las aguas con su tenue reflejo. En el centro de la barcaza, el caballo bereber permanecía sujeto y con las patas extendidas. Petronila avanzó hacia la proa, demasiado inquieta como para permanecer sentada. En cualquier caso, tampoco había donde sentarse. El agua resplandecía a la luz de la luna, rodeada tanto en la lejana orilla izquierda como en la cercana ribera derecha por una hilera de árboles anegados y grupos de juncos.
De Rançun se acercó a ella. Petronila se aproximó a su vez al firme calor que le proporcionaba el caballero. Necesitaba a aquel hombre. Quería apoyarse en él, descargar sus preocupaciones y sus miedos sobre él. El caballo bereber acabó finalmente por tranquilizarse, dejando caer la cabeza. Presentaba una apariencia dócil como la leche, adormilado. A sus espaldas, sobre las aguas del río, la segunda barcaza avanzaba a poca distancia, dibujando una oscura silueta de caballos y hombres. Más allá, los diminutos puntos de luz que señalaban el embarcadero de las monjas eran demasiado pequeños como para poder distinguirlos.
—¿Qué pasa si nos atrapan? —preguntó Petronila.
—No lo sé —dijo de Rançun. Su voz sonó áspera—. Deberíais hacerles saber en seguida que no sois Leonor.
A Petronila le dio un vuelco el estómago. No era fácil distinguir cuál de las dos cosas sería peor: si se enteraban (fuera quien fuera el que la atrapara) o no. Si pensaban que era Leonor, la forzarían, y lo harían en seguida, para que así no hubiera la menor duda de que la poseían, sin poderse negar al matrimonio. Pero si se enteraban de que era otra persona, podrían violarla de todos modos, a modo de venganza, o animados por el resentimiento, o por la simple lujuria, y luego se desharían de ella.
Un repentino escalofrío de terror invadió su cuerpo ante la idea de volver a ser repudiada, de volver a no ser nada. Trató de no pensar más en ello. Consiguió dominar sus miedos con un arrebato de justa cólera.
—Les odio. A todos ellos. ¿Acaso soy un castillo al que se puede asediar y ocupar? —dijo Petronila.
—No os arrebatarán de mi lado, os lo prometo. No mientras siga vivo —dijo de Rançun.
Al escuchar aquellas palabras, una repentina sensación de dulzura y agradecimiento hacia él envolvió el cuerpo de Petronila. Bajó un poco la cabeza, albergando en su corazón aquellas palabras de consuelo. Sabía que el caballero la había reconfortado movido por su propio honor, y no por ella. De Rançun estaba enamorado de Leonor. Sin embargo, su honor y su amor le hacían permanecer a su lado. Petronila podía confiar en aquel hombre tanto como que el sol sale cada mañana. Luego guardó silencio durante unos instantes. Seguían avanzando a lo largo de la orilla derecha del río, a través de una oscuridad de terciopelo. El agua salpicaba con fuerza sobre el costado de la barca y la luz de la luna teñía la superficie del río con un manto de plata. Qué hermoso, pensó Petronila, y comenzó a tiritar de frío.
—Deberíais apartaros del azote del viento —dijo de Rançun, sin siquiera mirarla. Petronila se preguntó de nuevo por qué el caballero evitaba dirigir su mirada hacia ella.
—No —respondió Petronila—. Pero traedme mi abrigo si no os importa, por favor.
El caballero se dirigió a la parte trasera, detrás de los caballos. Ella se quedó contemplando el río desde la proa, tratando de divisar las primeras señales de la ciudad, del puente. De repente, la barca dio un respingo y se sacudió ligeramente. Petronila adivinó que habían pasado por encima de algo que estaba sumergido en las aguas. Una voz a sus espaldas le lanzó un grito de advertencia y la barcaza dio un repentino salto, algo rozó por debajo de la embarcación y luego siguieron avanzando sin mayores sobresaltos. De Rançun regresó junto a ella, colocando el gabán alrededor de su cuerpo.
—Acabo de hablar con el barquero. Creo que vamos a tener problemas: solo están acostumbrados a llegar hasta Blois y regresar desde allí con caballos remolcando las barcazas a lo largo de la orilla. Por tanto, quieren detenerse en Blois, en esta ribera —dijo de Rançun.
Petronila dio un respingo.
—Vaya, eso no me gusta. Tenemos que cruzar al menos hasta el otro lado del río —dijo, recordando el camino que tantas veces había recorrido hasta Blois, donde sus perseguidores podrían tenderles innumerables trampas—. Deberíamos avanzar todo lo que podamos, ¿no crees? Veamos hasta donde nos llevan. Averigua qué debemos hacer para convencerles: todos tenemos un precio y estoy dispuesta a pagar por él —prosiguió, dibujando una mueca en la oscuridad—. ¿Nos queda dinero?
—Tengo la bolsa que me entregó Matthieu antes de partir.
—Muy bien —dijo ella, aliviada—. Ve a comprar sus servicios.
El caballero fue a ocuparse de ello mientras Petronila volvía la mirada hacia la oscuridad que cubría el frente. La barcaza apenas parecía avanzar, arrastrándose a lo largo del río teñido de luna. El sonido del salpicar del agua en la proa sonó como una risa. Luego cambió ligeramente, haciéndose más rápido, como si estuviera discutiendo o lanzando una advertencia y la barca se deslizó hacia la izquierda. Bajo la plateada calima de la luz de la luna, Petronila vio ante sus ojos y hacia la orilla una silueta oscura y delgada que salía de las aguas como una garra; las ramitas de los arbustos se movían en su firme avanzar. Una enorme rama, pensó, que emergía de las profundidades, se quedó atascada de alguna manera en el casco de la embarcación. Pasaron fantasmalmente por encima de ella. La barca volvió a tocar algo en su avance hacia un nuevo obstáculo.
Estaban rodeando un recodo de poca profundidad; el agua formaba remolinos blancos en la proa mientras avanzaban hacia la orilla y, en frente, en la negra franja de la ribera, apareció una tenue luz roja. Seguramente se trataba de alguna antorcha o de un farol. Mientras Petronila la observaba, apareció otra, y luego se vieron más luces, primero a sus espaldas, en lo alto. Se estaban aproximando a Blois.
Volvió la mirada hacia la parte trasera de la embarcación, preguntándose si los barqueros abandonarían en ese punto, atracarían en la orilla más próxima y se negarían a seguir avanzando, dejándola a merced de sus enemigos. Si eso sucediera, tendría que obligarles a abandonar las barcazas y pediría a sus caballeros que las gobernaran, sabiendo que no sabrían manejarlas, ya que eran hombres acostumbrados a manejar espadas, halcones y caballos, y no a enfrentarse con las aguas y el timón de una barca. El Loira estaba inundado; habría corrientes traicioneras, rocas sumergidas y árboles como el que acababan de pasar. También habría serpientes, pensó. Monstruos marinos. Dragones. Trató de pensar en alguna alternativa en caso de que los obligaran a bajarse allí. La barcaza siguió avanzando firmemente, y, a su frente, como una pared, la estrecha banda negra del puente se extendió por encima del resplandeciente río.
Sintió cómo un escalofrío le recorría la espalda. No iban a detenerse. Las barcazas se deslizaron por delante de los salientes de los embarcaderos que se extendían a lo largo de la orilla derecha mientras los gruesos bloques de edificios oscuros se erguían en tierra, algunos de ellos tintineando aquí y allá con tenues luces. Sobre la colina se levantaba la negra columna del castillo, con las antorchas refulgiendo en su cima como pendones sobre el cielo de la noche. Escuchó algunas voces ásperas a su espalda que daban órdenes.
La voz de de Rançun, la de otra persona, la de un barquero. Demasiado rápida, demasiado pesada, sin detenerse, la embarcación de madera avanzaba hacia la pared del puente, que ahora se elevaba por delante de ellos como un acantilado. Pensó en el caballo bereber y se dio la vuelta; el propio de Rançun se encontraba junto a la cabeza del animal. Volviendo a mirar al frente, Petronila comenzó a divisar que la arcada del puente se abría mientras se adentraban en los bucles que formaban los gruesos pilares. Parecían ser inaccesibles, demasiado bajas, demasiado estrechas como para atravesarlas, sin fondo, sin fin, semejantes a tenebrosas cavernas que conducían al abismo. La barcaza se dirigió directamente hacia un arco, deslizándose como si hubiera una pendiente en su interior y, de repente, se sumieron en la oscuridad, envueltos en un bramido que sacudía sus oídos y sintiendo cómo la húmeda piedra se extendía sobre sus cabezas. La barcaza se movía bajo sus pies y pronto aparecieron de nuevo bajo la luz plateada. Petronila lanzó un suspiro como si acabara de salir a la superficie. La embarcación dio un repentino salto y Petronila tuvo que mantener el equilibrio. A su espalda, las pezuñas retumbaban sobre la madera del casco como un tambor y de Ranyun no paraba de lanzar maldiciones. A la derecha de Petronila, las últimas siluetas oscuras y abultadas de la ciudad pasaron ante sus ojos, salpicadas de tenues luces. La barcaza avanzó con calma. El río murmuraba con tranquilidad bajo sus pies.
De Rançun regresó tras haber negociado con los barqueros.
—Les he dado un poco de vino —dijo—. Y también les he prometido dinero. Uno de ellos tiene un primo que vive junto al río, en un lugar llamado Amboise y afirma que nos bajará allí.
—Muy bien —dijo ella. Se alegraba enormemente de tener al caballero a su lado. Pensó que, sin él, estaría perdida—. Sin embargo, cuando vayamos hacia Poitiers, deberíamos apartarnos del camino principal.
Tras decir esas palabras, pensó en lo que les esperaba allí y soltó:
—Espero que Leonor se encuentre bien.
De Rançun se santiguó.
—Pido a Dios por ello, mi señora —dijo, pero de nuevo apartó la mirada, como si ocultara algo.
—Dios cuida de ella —dijo Petronila—. Posiblemente ya habrá tenido el bebé —añadió, dudando por unos instantes, sin estar segura si debería hablar de ese tema, pero luego prosiguió—: Todavía la quiero, pero lo que ha pasado entre nosotras me ha dolido como si me hubiera arrancado el corazón. He hecho todo lo que me ha pedido. He hecho todo lo que había que hacer, tanto por su bien como por el mío. Pero no lo valora. Sabes que me ha dicho algunas cosas que ni siquiera me atrevo a recordar.
—Bueno, sí, lo he oído —dijo él, y su voz sonó un poco quebrada—. Pero ella… vos tenéis que juzgarla por lo que es… Leonor. Es como es y no va a cambiar. Lo único que le importa es cumplir su propia voluntad.
Petronila se hundió en el calor de su abrigo, bajando la mirada hacia el río. Se dio cuenta de que el caballero amaría eternamente a Leonor. Aquel hombre hacía todo aquello por su hermana, no por ella.
Eso le dolió. Se preguntó por qué se dejaba influir tanto por él y por sus opiniones y pensó: Lo necesito. Sin embargo, daba la sensación de que nunca podría estar a su alcance, ya que el caballero solo tenía ojos para la duquesa.
Luego, de repente, pensó: Le amo. Y él apenas me mira. Se quedó mirando fijamente al río, dándose cuenta de que siempre había estado enamorada de Joffre de Rançun.
Él permaneció a su lado en silencio, inmerso en la oscuridad, dejando entre ambos un espacio imposible de llenar.
—He cambiado —dijo Petronila.
Al escuchar sus palabras, el caballero dio un respingo y se volvió hacia ella. Petronila percibió el brillo de sus ojos en la oscuridad. Luego, de improviso, se volvió y se apartó de ella, lo más lejos que pudo. Petronila se preguntó si sus palabras habían hecho que se alejara. Sintió como una advertencia. Pero Joffre siempre se había mantenido fiel y honrado. Se dio cuenta de que siempre le había admirado. Y que siempre había quedado relegada a un segundo plano por Leonor, que daba por hecho que él siempre permanecería a su lado. Sin embargo, pensó que admitirlo no cambiaba nada. Un largo camino se extendía ante ambos. Todo lo hacían por el bien de Leonor y tenía que confiar en él.
Pensara lo que pensara, él se lo guardó para sí. Aquello le ponía nerviosa. Estaba completamente agotada, y deseaba con fuerzas que Joffre la reconfortara, pero el hombre permaneció alejado en su rincón de la barca, mirando hacia el río. Petronila no podía pensar en otra cosa más que en decírselo, en atravesar la fría barrera que, de repente, se levantaba entre los dos, pero Joffre no dijo nada.
Petronila vio moverse algo por el rabillo del ojo. Se dio la vuelta y vio cómo de Rançun echaba su brazo hacia atrás. Había arrojado algo al río. Se escuchó como salpicaba a lo lejos. Ella giró la cabeza, mirando al otro lado.
La noche siguió avanzando hasta que, al frente, el profundo cielo comenzó a difuminarse y a adquirir un tono púrpura más pálido. El viento le golpeaba el rostro, soplando del oeste. El púrpura se tornó lentamente en rosa y luego en un naranja rosáceo, reflejando tenuemente sobre las aguas que se extendían al frente como un camino cubierto de oro. A sus espaldas, el contorno del sol asomaba por encima del horizonte, arrojando una luz pura e intensa que ascendía por el cielo y se dispersaba sobre el río y la tierra, haciendo que el mismo aire brillara con una sangrante intensidad y que el río se convirtiera en una corriente dorada salpicada de miles de gotas. ¿Aquello era una promesa, o tal vez un presagio? Petronila respiró profundamente, recobrando el ánimo, y dejó que el día la envolviera con su manto.