El día después de que la reina de Francia partiera hacia Beaugency, Claire y Thomas llegaron a Blois, la vieja ciudad que se levantaba a orillas del Loira, y decidieron quedarse allí. Alquilaron una habitación en una taberna situada junto al río, y durante casi una semana Thomas tocó allí, sólo para ellos, enseñando a la joven nuevas canciones y trabajando en las antiguas. Cuando se les acabó el dinero, tocaron para los clientes de la taberna.
La ciudad de Blois estaba llena de gente que había llegado de todas partes para celebrar la Semana Santa y los festivales de la Pascua. La cantina siempre estaba atestada y, además de lo que el tabernero pagaba a Thomas, los clientes también les entregaban dinero, flores, anillos y copas de vino, invitaciones a otras casas, así como peticiones para que tocara otro tipo de música. El trovador se dio cuenta de que allí podría ganarse muy bien la vida.
Pero también observó que Claire cada vez se sentía menos feliz. Una mañana, se acercó a ella mientras la muchacha estaba de pie junto a la puerta, con la mirada perdida en la lejanía; no hacia la calle, sino en dirección al río y al puente, que era perfectamente visible desde el umbral. El camino que se extendía sobre el puente conducía hacia el sur, a Poitiers, y bastaba con mirarla para que Thomas se sintiera incómodo.
El músico se quedó detrás de ella, la abrazó y le besó el hombro.
—Subamos a practicar un poco —dijo. No quería que la muchacha mirara hacia el sur.
—¿Cuándo nos vamos? —dijo ella.
Las manos del músico se posaron sobre la blanda protuberancia del vientre, que cada día se dilataba un poco más. Aquello le conmovía más de lo que hubiera imaginado, y ya estaba empezando a componer canciones para el bebé.
—¿Qué tiene de malo este lugar? Aquí tenemos todo lo que necesitamos —dijo Thomas.
El músico tenía miedo de que, si la joven volvía al sur, si regresaba a la corte de Aquitania, recordaría quién era y el modo de vida que llevaba antes, y eso le contrariaba, ya que estaba convencido de que no era bueno para ella. Las manos de la joven se cerraron sobre las de Thomas y apoyó la cabeza sobre el hombro del trovador.
—Quiero regresar a Poitiers, sueño con ello cada noche. Quiero que el bebé nazca allí. ¿Cuándo nos iremos? —insistió Claire.
El músico guardó silencio por unos instantes. Por la calle se escuchaba el incesante traqueteo de las carretas, acompañadas por un grupo de jinetes ataviados con elegantes abrigos plateados rematados con bandas rojas, portando espadas en la cadera. Aquellos soldados, observó, eran los hombres del conde. Por fin, encontró la respuesta adecuada.
—Cuando nos hayamos casado —dijo.
—Casarnos. —Claire se volvió hacia él, con los ojos relucientes por un repentino buen humor—. Pero si hemos dicho todo el tiempo que estábamos casados —prosiguió, besándolo.
—Sí… pero tu padre nunca lo ha consentido —dijo Thomas, abrazándola con fuerza.
Aquellas palabras hicieron que Claire lanzara una sonora carcajada.
—Bueno —dijo ella—, lo que hay entre tú y yo, en mi opinión, está por encima de su ausencia.
Los ojos de la joven buscaron el rostro de su enamorado, luciendo una sonrisa perenne en los labios. Thomas pensó que la joven estaba cada vez más hermosa, como si estuviera madurando tras haberle entregado su semilla.
—Muy bien; entonces, nos casaremos. ¿Cuándo? —repuso ella.
—Oh —dijo Thomas—, cuando encontremos un sacerdote.
—En ese caso, encontremos uno hoy mismo —dijo Claire—. O, al paso que vamos, tendremos que pedirle que sumerja al bebé en la pila bautismal el mismo día que junte nuestras manos.
—Bueno, eso no sucederá tan pronto —dijo él, pero la besó de nuevo y salió en busca de uno. Aquella idea hizo que se sintiera un poco aturdido, pero cada vez más animado.
Por fin encontró un sacerdote. Se casarían durante la Semana Santa, unas fechas que siempre traían buena suerte a ese tipo de ceremonias. En cuanto la esposa y las hijas del tabernero se enteraron de la noticia, no dejaron a Claire sola, sino que insistieron en regalarle varios lazos y una túnica, zapatos nuevos y una cofia bordada. Se iban a casar el Jueves Santo en el pórtico de la iglesia y el día anterior a esa fecha la introdujeron desnuda en una bañera que había en la cocina, derramaron sobre ella varios cubos de agua caliente y le frotaron la piel hasta que se puso roja, lavándole también el cabello con agua de rosas.
También comenzaron a murmurar, haciendo todo tipo de comentarios sobre los pequeños escándalos locales, así como de la reina de Francia, que había acudido a Beaugency para perder su corona. Claire sumergió la cabeza bajo el agua y la levantó, chorreando, para escuchar con atención a la muchacha de mayor edad.
—Dicen que no paró de llorar un instante. Es terrible que tu esposo te repudie de esa manera.
Claire no dijo nada. Se preguntaba cuál de las dos hermanas había acudido a Beaugency… si Leonor ya había tenido el bebé. Le dolía el corazón por no poder regresar todavía a Poitiers. Extendió los brazos sobre los costados de la bañera y pidió a las muchachas que le pasaran un cepillo por los cabellos.
—Tu marido nunca hará una cosa así, dulce dama —dijo una, dándole palmaditas en el hombro—. ¡Mañana estarás casada!
Todas lanzaron un profundo suspiro.
—Y ninguna de vosotras lo hará pronto —dijo la esposa del tabernero, con mordacidad, haciendo que todas se echaran a reír, incluso Claire.
—Es un trovador —dijo la joven—. Vive siguiendo sus propias leyes.
De nuevo, todas suspiraron.
—Nunca había escuchado una música igual. Espero que os quedéis para siempre.
Claire guardó silencio, mientras el cepillo se hundía en sus cabellos; se sintió limpia y cálida, como la luz del sol, rodeada por la esencia de rosas. Él es mi trovador, pensó. Sabía muy bien por qué el músico quería casarse y le sorprendió que pensara que ella podría abandonarle por algún motivo. Pero la idea de estar realmente casados hacía feliz a Claire. Se sentía como si estuvieran atravesando juntos una puerta invisible.
—Muy pronto celebraremos otro matrimonio, si el señor del castillo consigue salirse con la suya —dijo la hija mayor del tabernero. La joven les había traído una copa de vino mezclado con hierbas y miel. Bebió de ella y se la entregó a Claire.
—Ssshhh —dijo su madre—. Ese tipo de cosas nunca se pueden dar por seguras. No hables de ello hasta que no se haya realizado.
Claire pasó la copa. El vino dulce caliente hizo que la cabeza le diera vueltas. Pensó en las manos de Thomas, sobre el laúd, sobre su cuerpo, sujetando dentro de poco un bebé, poniendo el anillo en su mano. Estiró los dedos de su mano izquierda. Era extraño cómo una cosa tan pequeña ahora empezaba a parecer tan extraordinaria.
—Ella tiene que pasar por aquí en su regreso a Poitiers, ¿verdad? —dijo una de las chicas—. Me refiero a la reina. Así podremos verla.
—Ya no es la reina —dijo otra. La hija abrió la boca y su madre le hundió el codo en las costillas para que guardara silencio.
—Oh, ella vendrá aquí —dijo la madre.
—Tal vez tarde más de lo que pensaba —dijo la hija.
Claire todavía se encontraba estudiando su mano, pero las palabras que había pronunciado la mujer pasaron a dominar repentinamente sus pensamientos.
—¿La duquesa pasará por aquí para ir a Poitiers? —preguntó Claire.
—Es el camino más rápido —dijo la madre.
—En ese caso, podemos salir a verla —gritaron todos—, y comprobar lo desdichada que es.
Y, de nuevo, la madre clavó el codo en el costado de su hija, haciendo que todos intercambiaran una mirada y se echaran a reír.
Claire extendió el brazo para volver a coger la copa. Era como la música, pensó. Si te dan la mitad de las notas, algunas veces puedes llegar a componer toda la obra. Llevó la copa hasta sus labios, considerando ese punto.
Aquella tarde, antes de que se fueran a tocar, ella dijo:
—Tenemos que aplazar el matrimonio un día o dos.
—¿Cómo? —preguntó Thomas, levantando la cabeza.
—Tengo que irme unos días —dijo Claire, partiendo un pan por la mitad y dejando un pedazo sobre la mesa, delante de él—. Volveré cuanto antes y nos casaremos en seguida. Te lo prometo.
—No quiero que te vayas —protestó Thomas.
—Acuérdate cuando te marchaste por el camino que conducía al norte. ¿Recuerdas que entonces confié en ti? —repuso Claire.
La cabeza del músico se giró ligeramente, observándola por el rabillo del ojo.
—Recuerdo que tenías miedo. Pero ahora llevas un bebé. ¿A dónde vas? —preguntó el músico.
—No muy lejos —dijo ella—. Está a un día de camino, más o menos. Pero tengo que hacerlo.
Si se lo contaba, lo único que podía conseguir es que las cosas fueran más complicadas.
—Entonces, ¿vas a volver pronto? —preguntó el trovador, cogiendo un pedazo de pan, con la mirada todavía clavada en ella, cargada de sospecha.
—Aplaza la boda al día siguiente de Pascua y regresaré para casarme contigo. De ese modo, incluso podremos celebrarlo dentro de la iglesia —repuso la joven.
—Iré contigo.
—Como quieras. Si no confías en mí, adelante. Pero es mi obligación, no la tuya —dijo Claire.
El músico masticó el pan, estudiando a la joven. Ella le sonrió y se inclinó hacia adelante para besarle. Y, al final, se marchó sola.
El Sábado Santo, Petronila salió de Beaugency a lomos de su caballo, de vuelta a Poitiers.
El camino se extendía a lo largo de la orilla norte del Loira, que estaba muy crecido como consecuencia de las inundaciones de primavera. Una vez que salieron de Beaugency, avanzaron siguiendo la ribera del río, por debajo de pequeñas colinas salpicadas de árboles, campos y viñedos. Cada pocos kilómetros, el camino se convertía en la calle de una aldea, en un sendero que se extendía a través de casas diseminadas de piedra y madera, ya decoradas con alfombras, tapetes y ramos de cañas que anticipaban la llegada de las procesiones de la Semana Santa. Entre las aldeas, los campos ascendían formando franjas sobre las laderas de las colinas y la tierra se abría al sol, formando largos surcos entre bancales que todavía estaban abarrotados de las zarzamoras del invierno y de las hojas secas del año anterior. A pesar de la proximidad de la Semana Santa, la gente se encontraba trabajando en los campos, doblando la espalda, agachándose y enderezándose en su interminable tarea.
Algunas veces, Petronila los veía a través de un telón de flores silvestres. Las zanjas que se abrían a cada lado de la carretera aparecían pobladas de matojos y los capullos de color blanco y amarillo estaban a punto de abrirse. Salomón en toda su gloria, pensó respetuosamente, pero su mirada fue más allá, depositándose en los trabajadores de los campos.
Siempre se maravillaba al pensar en aquella parábola: dejad que crezcan las flores silvestres, pensó, y el mundo será un lugar un poco más agradable. Sin los campesinos y las hilanderas, todo se vendría abajo.
Dios, por supuesto, era el creador de las flores. Sin embargo, la gloria de Salomón, por muy espléndida que fuera, la había creado el hombre. Para ser más exactos, la había creado la mujer. Se santiguó, un tanto molesta por los caprichos de Dios.
El caballo bereber estaba dispuesto a salirse de la carretera, mordiendo las riendas y sacudiendo la cabeza. Ahora lo cuidaba un nuevo mozo de cuadras, que había trenzado su crin con escarapelas rojas y había pulido toda la plata de sus arreos. Las campanillas que colgaban de los faldones de su silla de montar tintineaban como si fueran música. Ella lo dominó, sujetando las riendas con ambas manos, y el animal la obedeció sumisamente.
Le sorprendió lo extraño que debería parecerle a la gente del campo aquella pequeña y extravagante caravana que desfilaba ante sus ojos. A su espalda avanzaba de Rançun, montado en su caballo negro, portando el halcón sobre su puño y, tras él, la carreta en la que iban Alys y otras damas de compañía nuevas, que se sentaron juntas a charlar y a comer pasteles. Sus cofias se mecían con el viento, cuya fuerza hacía que se sonrojaran sus mejillas, y cuando agitaban las manos y se echaban a reír eran como flores silvestres danzando con el aire.
De Rançun guardaba silencio y casi nunca miraba a Petronila. Ella se preguntaba cuál sería la causa de su ánimo distraído y supuso que el caballero estaba preocupado por Leonor. ¿Había estado Joffre alguna vez tan lejos de ella? Detrás de las damas de compañía y de varios sirvientes, que avanzaban a pie junto a la carreta y detrás de ella, iban cuatro caballeros ataviados con una cota de malla, rematada con unos chalecos rojos que lucían el emblema del león rampante de Leonor en el pecho y en la espalda, y sus caballos llevaban bridas de cuero de color rojo. Casi todos eran muchachos imberbes, con las espadas brillantes como dinero recién acuñado. De Rançun había pasado gran parte del camino hacia al norte gritándoles para que mantuvieran el orden. Sin embargo, ellos no paraban de hacer cabriolas con sus caballos, silbando y gastándose bromas los unos a los otros, olvidándose de su disciplina.
Después marchaba la carreta que contenía el equipaje de la reina, conducida por el administrador con su vara de oficial en la mano, seguida de una multitud dispersa de más sirvientes y criados. Muchos de ellos portaban los colores de Leonor y avanzaban hablando y cantando. Algunos iban a pie, otros a caballo y todos ellos marchaban por un camino que parecía extenderse a lo largo de media milla.
Eran flores silvestres en movimiento. Mientras avanzaban, la gente que trabajaba en los campos se enderezaba y se volvía para mirar. Sus rostros estaban tan curtidos como sus campos. Un niño pequeño, vestido con un guardapolvo raído y con los pies descalzos, corrió siguiendo el borde de la zanja, sin parar de reír emocionado. Algunos comenzaron a gritar el nombre de Leonor. Mientras se acercaban, otros salieron de los campos. Mujeres ataviadas con sucios delantales y hombres vestidos con sus guardapolvos atados alrededor de la cintura se asomaban a ambos lados del camino. Petronila los saludaba con la mano, preguntándose qué es lo que les atraía de ella: no se trataba de Leonor, obviamente, ya que cualquier Leonor lo habría hecho. Tal vez veían en ella una versión mejorada de sí mismos. Por tanto, pensó que debería mostrarse todo lo majestuosa y hermosa que le fuera posible. Les dedicó una sonrisa y les saludó con la mano, empapándose de sus gritos y complacida de su bienvenida.
Pensó: ¿Qué parte de todo esto me corresponde a mí? ¿Quién soy yo? La miserable esposa marginada de hace unos meses le resultaba tan extraña como esta espléndida y aparente duquesa. Tal vez aquello explicaba por qué el mundo le parecía un lugar tan insólito mientras avanzaba a lomos de su caballo, viéndolo con nuevos ojos. Tal vez, ahora en realidad no era una persona distinta.
El bosque se cerró alrededor del antiguo camino. Dejaron a sus espaldas los campos plantados y arados. Avanzaron con paso firme hacia Blois, con el verde río serpenteando sereno a lo largo del pie de una pequeña pendiente. El nivel de las aguas todavía era elevado como consecuencia de las lluvias recientes y algunos árboles pequeños estaban inundados a la altura de las rodillas en las hondonadas. Como era Semana Santa, se encontraron con algunos viajeros más, que se apartaban del camino con premura y se quedaban a observar el paso de la duquesa de Aquitania. A mediodía, la pequeña comitiva se detuvo y dio cuenta de su comida, consistente en pan y queso, sentándose en un lado del camino, como si se trataran de ciudadanos comunes.
No llegaron aquel día a Blois. Unas horas más tarde, se detuvieron en el convento de Santa Casilda, que se elevaba a orillas del Loira, con la intención de pasar allí la noche. Las rosas silvestres cubrían las murallas del convento como tributo a la santa, que las había llevado en su falda en alguna vieja fábula. Los sarmientos ennegrecidos por el invierno estaban empezando a echar nuevas hojas, como lazos que se retorcieran sobre la pared de piedra gris.
En su interior, las monjas estaban muy ocupadas arreglándose y preparando la reliquia del convento, el dedo de Casilda, para la procesión de Semana Santa, y Petronila y su caravana constituían un obstáculo para ello. Apiñada con sus damas de compañía en los dos dormitorios que estaban reservados para los viajeros, Petronila disfrutó de una cena consistente en pan y vino amargo, y cuando el sol estaba empezando a esconderse por detrás del horizonte, se metió en la cama con Alys y dos de las damas de compañía, preguntándose si sería capaz de conciliar el sueño.
Su pensamiento repasaba una y otra vez al arrebato de furia de Leonor y las cosas horribles que le había dicho, lo que aquello significaba, ahora que Leonor y ella habían escapado de aquel abominable matrimonio y de la decadente corte francesa. Le parecía una quimera la posibilidad de volver a ser amigas. Sin embargo, tenía que regresar a Poitiers. No tenía otro lugar donde ir. Quería regresar a su casa, pero en aquel momento carecía de un verdadero hogar. Su mirada se hundió en la oscuridad y lo único que vio ante sus ojos fue la nada.
Por fin cayó dormida. Cuando una voz le habló, se despertó sobresaltada de un oscuro y exasperante sueño y se incorporó en la cama.
—¿Quién es?
—Mi señora —dijo de Rançun, justo al otro lado de la cortina—. Venid, rápido, tenéis que escuchar esto.
Las damas de compañía se agitaron. Alys se incorporó detrás de ella.
—¿Hay hombres en la habitación?
—Voy a abrir la cortina —dijo Petronila, descorriendo el pesado tapiz y saliendo de la cama; no llevaba más que un ligero camisón y sujetó el borde de la cortina sobre su cuerpo. Dos velas todavía ardían en la oscuridad, delatando que la noche todavía estaba desgranando sus primeras horas. Apenas era medianoche. De Rançun se encontraba de pie, tratando de mirar a cualquier parte menos a ella.
—Traedme ese abrigo. ¿De qué se trata? —dijo Petronila, señalando.
El caballero le entregó el gabán y ella se lo pasó por el cuerpo, soltando la cortina, sin importarle el breve segundo en el que mostró su cuerpo. De Rançun se dio la vuelta y ella le siguió descalza a través de la pequeña alcoba hasta la puerta.
Justo al otro lado, en la arcada, se encontraba Claire con uno de los jóvenes caballeros a sus espaldas.
Petronila se detuvo, sorprendida de verla. La muchacha aparentaba mayor edad. Llevaba una larga túnica oscura, con un pesado abrigo rodeando su cuerpo. Se encontraba hablando con el joven caballero por encima del hombro, y se volvió hacia Petronila, mirándola directamente.
—Oh —dijo, doblando el espinazo para dedicarle una amplia reverencia—. Sois vos, mi señora.
—Eso espero —dijo Petronila, con un tono de voz cortante y directo.
Claire la había reconocido en seguida, algo que no le sorprendió en absoluto. Miró al joven caballero, que no parecía estar demasiado interesado en las extrañas palabras de bienvenida de la muchacha.
—Me alegro de encontrarte. Pensé que no volvería a verte más. ¿De dónde vienes? Pensamos que te habías marchado para siempre con el trovador.
Claire se enderezó. Su gesto delataba que ahora se sentía segura de sí misma.
—Lo hice —dijo—. Estoy a punto de casarme con él. Y luego regresaremos a Aquitania, pero ya sabéis cómo es Thomas. Él quería quedarse en Blois. Así que llevamos un tiempo en esa ciudad, lo suficiente como para enterarnos de los rumores que corren. Por eso he venido a advertiros de que vais a tener algunos problemas en Blois. No debéis ir allí.
Petronila puso una mano sobre la joven.
—En ese caso, que Dios te bendiga. Pero, dime, ¿qué es lo que me espera en Blois que tanto debo temer?
Claire le sujetó la mano.
—Aquel lugar se ha llenado repentinamente de caballeros y de sargentos ataviados con cotas de malla, todos armados, incluso en la ciudad. Los he visto con mis propios ojos y he escuchado a la gente murmurar que os tienen algo reservado —dijo, sonrojándose, pero su mirada era directa—. Desconozco de qué secreto se trata, pero sé que es sobre vos y creo que tal vez alguien pretenda obligaros a casaros por la fuerza.
Petronila dio un respingo, agarrando el pesado gabán que cubría su cuerpo con la otra mano y pensó: Debería haber supuesto que algo pasaría. Esto todavía no ha terminado.
—¿Quién los dirige?
—No sé mucho más que lo que os he contado y lo que sé se escucha por todos los rincones de la ciudad. Pero creo que es el señor que gobierna la región y son sus hombres los que se han apostado en Blois.
—En cualquier caso, habrá mucha gente que haya ido a celebrar la Pascua —dijo Petronila—. Pero llevar a tantos hombres armados… ¿Estás segura? ¿Cómo sabes que son suyos?
—Todos ellos portan sus blasones —dijo Claire—. Van vestidos de plata, con una banda cruzada de color rojo, cada uno de ellos con tres discos dorados.
—Enrique de Champaña —dijo de Rançun enseguida.
Petronila sacudió la cabeza.
—No es él. La banda es diferente. Se trata de su hermano menor, Thibaut. Es el conde de Blois.
Su corazón latía como un mazo sobre su pecho. Volvió a mirar a Claire, encontrándose directamente con la mirada de la muchacha, sus manos todavía unidas. Petronila apretó aquella fuerte mano blanca.
—Muchas gracias, Claire. Nos has salvado, como bien supondrás. Ven conmigo a Aquitania para así poder agradecértelo.
Claire le sonrió, moviendo la cabeza hacia un lado, con los ojos relucientes.
—Mi señora, habéis hecho mucho por mí, aunque no lo sepáis. Soy leal a la señora de Aquitania —dijo. Luego apretó la mano brevemente y se soltó, sumergiéndose de nuevo en la oscuridad.
—Espera —dijo Petronila, pero la muchacha ya se había ido, regresando junto a Thomas; volviendo de nuevo a la vida que, de alguna manera, había creado para ella, cuando habría tenido que ser sólo una dama de compañía, una sirvienta de otra persona, hasta que la entregaran a un matrimonio de conveniencia.
De Rançun apareció ante ella con las cejas arqueadas y Petronila se percató de que el caballero estaba esperando sus órdenes. Dejó arrastrar de nuevo sus pensamientos hacia la información que Claire le había dado. Sus manos estaban frías y las deslizó por debajo del gabán, sin dejar de pensar en la trampa que habían tendido para secuestrarla.
Si alguien la atrapaba y la conducía hasta su lecho, la obligarían a casarse por la fuerza. Una de sus propias tías había tenido que sufrir esa humillación antes de que Petronila naciera, cuando sus barones la secuestraron para impedir que se casara con alguien que no era del agrado de ellos. El hombre que la violó se convirtió en su marido. Eso mismo le podría pasar a ella y su captura haría que las cosas empeoraran para Leonor. Se volvió hacia el caballero.
—Al menos Claire nos ha dado una oportunidad —dijo de Rançun—. Podemos rodear Blois. Vayamos a Tours.
—No —dijo ella—. Ya contarán con eso. O se enterarán rápidamente. Nuestra caravana es demasiado lenta como para poder huir de caballeros armados.
Sus pensamientos fueron más allá de esa primera amenaza, tratando de imaginar qué tipo de peligros les podría esperar después. Podría haber otros hombres esperándoles entre Blois y Poitiers, siguiendo el mismo perverso plan, el matrimonio por hechos consumados, una costumbre tan ancestral como un anillo de boda. Entonces se acordó de Godofredo de Anjou cuando se encontraron en Limoges, que trató de acosarla antes de que partieran.
—¿Y qué tal si…? —dijo Petronila, tratando de imaginar aquella situación como si fuera un juego de mesa: engañando a sus oponentes—. ¿Qué tal si nos desplazamos en barca? Siguiendo el cauce del río.
De Rançun miró por encima de su hombro al joven caballero que se encontraba a su espalda, que salió rápidamente de la oscuridad. Petronila volvió la cabeza, mirando a la alcoba que se encontraba detrás de ella; las damas de compañía se habían congregado allí sin perderse una sola palabra. De Rançun volvió a mirarla.
—Eso estaría bien —dijo—. Si podemos avanzar por el Loira, podremos llegar directos al sur, a través del país, directos a Poitiers.
Con los ojos abiertos de par en par y el cabello enmarañado, Alys había llegado hasta la puerta de la estancia.
—¿Debemos preparar el equipaje?
La mente de Petronila analizó a toda velocidad esa opción, imaginando las barcas flotando por el río y luego tomando un camino hacia el sur a través de las cavernosas colinas y de los bosques. Luego se volvió de nuevo hacia de Rançun.
—¿Qué opinas?
—Como queráis, mi señora. Podemos llevarnos a unos cuantos acompañantes y viajar sin equipaje —asintió.
Petronila se volvió hacia la mujer que se encontraba detrás de ella.
—Espera aquí. Creo que saldréis mañana siguiendo el camino que se suponía íbamos a seguir.
Se le ocurrió la posibilidad de que los demás siguieran el camino como si ella todavía se encontrara entre ellos y disimular su huida.
—Pero…
Petronila le lanzó una mirada cortante y la anciana guardó silencio. A través de la oscuridad de la arcada, el joven caballero apareció dando grandes zancadas bajo la luz de la antorcha.
—Mi señor —le dijo a de Rançun—, el convento cuenta con dos barcazas, las dos equipadas, junto a la orilla del río.
—Muy bien —dijo Petronila, y luego se dirigió a de Rançun—: En ese caso, te dejo al mando para que hagas todos los preparativos. Averigua cuántos caballos podemos llevar en cada barcaza. Pregunta en qué estado se encuentra el río.
—Creo que es un completo cenagal. Eso hará que tengamos que avanzar muy despacio. Deberíamos descender por el río hasta pasar Blois, incluso.
—Así lo haremos entonces —dijo Petronila, imaginándose navegando y sorteando la emboscada, escapando delante de las narices de los conspiradores. Sintió cómo le hervía la sangre—. Bien. Meteremos algunos caballos y los demás seguirán el camino.
—Sí, mi señora. Averiguaré dónde podemos cruzar el río —concluyó de Rançun antes de ir a iniciar los preparativos.
Petronila se volvió hacia Alys y las damas de compañía que se encontraban en el umbral de la puerta.
—Tú y las demás… estaréis a salvo; no os harán ningún daño. Podéis llegar a Poitiers siguiendo el camino habitual.
—No —dijo Alys—. No pienso dejaros sola.
Apiñándose en el umbral, las damas de compañía murmuraron demostrando su acuerdo.
Petronila se echó a reír, manteniendo la compostura ante la firme lealtad que le mostraban. Avanzó hacia donde se encontraban, sumergiéndose en el calor de su amor dulce y femenino.
—No sabéis cuánto os quiero por ello. Pero debéis hacer lo que os digo. Habrá espacio para tres o cuatro caballos, como mucho —dijo, sin mencionar que el viaje de las damas serviría para parecer que se encontraba con ellas—. Dirigíos a Poitiers. Nos encontraremos allí.
Siempre y cuando de Rançun permaneciera a su lado, pensó, podría salir airosa de aquella situación.
—En ese caso, así lo haremos, mi señora. Iremos a Poitiers de la mejor manera posible —dijo Alys, poniendo su mano sobre el brazo de Petronila—. Tened cuidado.
Petronila colocó su mano sobre la de Alys, agradecida por la devoción que le demostraban tanto la anciana como las demás, y pensó: Contamos con la fe de todas estas personas sin pensar siquiera en ello, pero si fracasan, estamos perdidos. Se inclinó y besó la mano de Alys, haciendo que la mujer dejara escapar un susurro de sorpresa.
—Marchaos, ahora, tengo que ponerme ropas mejores que esta. Y unos zapatos.
Luego entró en la habitación, comenzando a hacer los preparativos para la huida.