30

En Poitiers los días eran grises. Había pasado el invierno y el sol aumentaba su recorrido por el cielo, desprendiendo una luz cada vez más intensa, y en las laderas que descendían a los pies del Maubergeon los primeros brotes verdes comenzaban a asomar en los árboles. La Cuaresma estaba a punto de llegar a su fin.

Leonor no paraba de subir y bajar escaleras, tratando con ello de precipitar el parto del bebé, pero hasta él la había traicionado. No saldría de su vientre a tiempo para ayudarla.

Un día se encontró con Petronila, que bajaba por las escaleras, y se detuvieron, mirándose cara a cara.

Su hermana portaba una espléndida túnica verde. Miró fijamente a Leonor y esta le devolvió la mirada, esperando recibir algún tipo de disculpa, algún gesto de contrición, alguna hendidura a través de la barrera que se había interpuesto entre ambas. Petronila la miró a los ojos y no dijo nada. Finalmente, Leonor pasó por delante de ella. Aquella noche, estuvo llorando varias horas.

No fue capaz de distinguirnos, pensó una y otra vez. No fue capaz de distinguirnos.

Pronto llegó el día en el que debería acudir a Beaugency. En su propio aposento, anclada a la cama, esperó a que le comunicaran que sus propias damas de compañía, una vez más, con sus propios ropajes y su propia corona, estaban transformando a su hermana en la duquesa de Aquitania, en la reina de Francia. Se echó a llorar, pensando en ello, y maldijo entre dientes, mientras en el interior de su dilatado vientre, el bebé se movió.

Petronila se sentó como una muñeca sobre el taburete mientras Alys trabajaba en su proceso de transformación, aplicando un toque de pintura en sus mejillas o una pasada con la brocha sobre su cuello.

—¿Mi hermana se encuentra bien?

Debería haberse referido a ella como «la reina». Pero no era como reina que Petronila se sentía mal, sino como hermana. Ella se estaba convirtiendo en reina gracias al maquillaje, pero no podía pintarse ni convertirse en otra hermana.

Desde el día en el que había mantenido aquella disputa con Leonor, no paraba de defender mentalmente la rectitud de sus actos. Ella no había buscado a Enrique de Anjou, sino que sólo había hecho lo que tenía que hacer. Le había puesto en su lugar, tal como se merecía… y tal como Leonor debería haber hecho en su momento. Para Petronila, la cólera de su hermana era como una herida que estaba abierta en su corazón. Luego decidió enterrar el recuerdo de ese último y apasionado beso.

La situación entre ellas se había endurecido como el hierro enfriado. Se estaba enconando, vertiendo sobre ambas un terrible veneno. Sabía que Leonor nunca daría su brazo a torcer, que nunca admitiría que se había equivocado.

Petronila estaba obligada a pedir perdón, aunque no hubiera hecho nada. Estuvo a punto de rendirse, en las escaleras, y hacer lo que Leonor esperaba; dedicarle una reverencia y dejar que siguiera su camino. Pero al final se resistió a ello. Una mentira no cerraría la herida. Una mentira sólo haría que fuera más profunda.

Alys sujetó el espejo bizantino ante ella y Petronila inspeccionó el rostro que asomaba reflejado en el óvalo adornado de oro y joyas. Estaba muy hermosa. Ahora era más hermosa que Leonor. Sin embargo, le dolía el corazón por su hermana, cuyo rostro contemplaba en el espejo; por la hermana que había perdido.

—¿Cómo se encuentra Leonor? ¿Ya ha salido de cuentas?

—No —dijo Alys—. Sigue postrada en la cama, muy triste. Llora mucho y el bebé todavía sigue aferrado a ella.

—Si fuera posible, iría a verla —dijo Petronila, sintiendo ciertos remordimientos.

—Señora, tal vez sea más prudente no hacerlo. Se encuentra en muy mal estado —repuso Alys.

Petronila apartó la mirada. Era consciente de que la afirmación «en muy mal estado» significaba que Leonor todavía la odiaba. En cualquier caso, ir a verla no sería suficiente. Para arreglar las cosas tendría que traicionarse a sí misma, aceptar la culpabilidad de su conducta y dejar que Leonor preservara su fingido orgullo.

Sabía que aquello sería su propia destrucción y que nunca más volvería a ser feliz.

Pero ahora tenía que marcharse a Beaugency, a solas, así que hizo acopio de todas las fuerzas que le quedaban y recuperó la compostura. Aquel largo viacrucis todavía no había llegado a su fin, aunque lo haría pronto. Entonces, tal vez, cuando fueran libres, podrían recuperar su relación. Se prometió a sí misma que, cuando llegara ese momento, iría a hablar con su hermana, y todo lo que había sucedido entre ellas se arreglaría, de una manera u otra.

Leonor se encontraba postrada en la cama, y de Rançun se acercó a ella, sujetando el sombrero con la mano.

—Mi señora —dijo, arrodillándose junto a ella—. La señora Petronila se dirige a Beaugency.

—Y piensas ir con ella.

—Si me lo pedís, no lo haré —respondió—. Pero se supone que ella sois vos y nunca os he abandonado. Sin lugar a dudas, si no la acompaño, alguien se daría cuenta.

Leonor luchó contra sí misma. Una negra cólera ardía en su interior. Había permanecido postrada durante mucho tiempo, esperando, y su temperamento se había inflado como si estuviera hirviendo, lleno de ira. Alargó el brazo por debajo de la almohada de la cama y sacó la daga plateada.

—Joffre —dijo—. Tienes que ir con ella. Por esa razón y por otra más. No puede haber dos reinas. Si Enrique no es capaz de encontrar la diferencia entre nosotras, entonces sólo debe vivir una. Petronila no debe regresar a Poitiers —dijo, entregándole la daga, que temblaba en su mano, así como su voz—. Si me quieres, harás lo que te pido.

El caballero comprendió. Leonor lo vio en sus ojos. De Rançun se enderezó, con la boca abierta y la mirada clavada en ella. Todo el color se había mudado en su rostro y se le atascó la garganta. Luego apartó la mirada de la reina. Entonces, cogió la daga y salió en silencio. Leonor se recostó de nuevo sobre la almohada y cerró los ojos.

Más tarde, cuando comenzaron a sobrevenir los dolores, pensó amargamente en el duque Enrique, el hombre por el que había hecho todo aquello. Era Enrique el que había provocado esa situación. El nunca la había amado y lo único que quería de ella era Aquitania. Leonor se postró en la cama, retorciéndose y gritando. Enrique solo la quería por Aquitania, por Aquitania.

Entonces, como si esos pensamientos fueran un espejo, se vio reflejada a sí misma. Ella sólo le quería por Inglaterra, Normandía, Anjou. Nunca lo había amado. Se había comportado con la misma vileza que él.

Dándose cuenta de la realidad, llegó a la conclusión de que nunca había amado a nadie.

Había querido a su hermana. Comenzó a gritar, sumida en las convulsiones del parto. Marie-Jeanne se acercó a ella y la reina sujetó con fuerza la mano ajada y arrugada de la anciana que había mecido su cuna, la había vestido con sus primeras túnicas, la había preparado para su boda, había viajado con ella a París y a Antioquía y que ahora se encontraba allí, constante y leal. Las puertas hacia la eternidad se estaban abriendo y ella se encontraba postrada como un altar en el umbral. En su vientre, las dos manos de la fuerza vital le apretaban y comenzaban a retorcerse. La reina agarró la mano de la anciana y el eco de sus gritos se escuchó por toda la torre, sin estar segura de por qué gritaba: si por los dolores que le producía el parto o por la orden que le había dado a de Rantpin de asesinar a su hermana.

Beaugency se encontraba en la orilla norte del río Loira, en la frontera meridional del reino de Francia, a un día a caballo de distancia ascendiendo por Blois, por donde el viejo puente atravesaba el río. Petronila llegó hasta allí cuatro días antes del Domingo de Ramos. Con el año avanzando, el frío y oscuro invierno estaba a punto de marcharse, ya que cada día era más caluroso y soleado que el anterior, la hierba dejaba asomar su verde dorado por entre las grietas de las piedras y las primeras brisas suaves de la primavera, procedentes del mar, comenzaban a recorrer el lecho del río. A su espalda, Leonor no era más que un insignificante recuerdo encerrado en la habitación de una torre.

Al día siguiente, varios de los prelados y de los nobles más poderosos de Francia se congregaron en un consejo formal y declararon que el matrimonio entre el rey y la reina quedaba anulado, como si nunca hubiera existido, alegando que los cónyuges eran primos dentro del grado prohibido.

Se trataba del clásico arreglo eclesiástico en el que se esgrimía una serie de argumentos necesarios sin contar nunca la verdad. Hacía años, un Papa anterior los había declarado casados, pero esa sentencia quedó revocada. Las pequeñas princesas, Marie y Alix, permanecerían con su padre y serían consideradas legítimas, por mucho que aquella afirmación contradijera la esencia del decreto. Leonor recuperó su patrimonio de Aquitania, donde siempre había sido duquesa por derecho propio. Tanto el rey como su escurridiza reina quedaban libres para volver a casarse, aunque se suponía que Leonor, como vasalla de Luis, tenía que obtener previamente su permiso.

Petronila fue testigo de todo aquello, sentada en la parte posterior de la iglesia entre una multitud de sirvientas. Todas ellas, salvo Alys, pertenecían a la nobleza local y apenas la conocían. Se mantuvo a una distancia prudente de todo aquel que la conociera bien. Pero luego salió al pórtico de la iglesia, al aire libre, expuesta a la luz del sol, y los portavoces del consejo avanzaron hacia ella con la intención de anunciarle personalmente la decisión que habían tomado. Uno de ellos era el arzobispo de Burdeos, que la conocía de toda la vida.

Ataviada con una magnífica túnica nueva de color verde y oro, con mangas bordadas desde el puño hasta el hombro con oro y perlas y una cofia también hecha de un tejido de oro que le producía dolor de cabeza por la carga a la que le sometía la corona, los esperó cobijada bajo el atrio abierto, preguntándose qué debía hacer. Qué haría el clérigo si se destapaba el engaño. El arzobispo no se quedaría callado, de eso no tenía duda. Y si descubría que no era Leonor, se acabaría todo, ya que estaba segura de que el eclesiástico no consentiría en formar parte de un fraude.

Sintió un latido insoportable en las sienes que no le dejaba pensar. Llevó las manos hasta la cabeza, se despojó de la corona y la arrojó al suelo. ¡Qué otra mujer fuera la reina de Francia!

Su pensamiento voló hasta donde se encontraba Leonor, en Poitiers. ¿Habría tenido ya el bebé? ¿Eso habría cambiado su ánimo, tal como sucedía a menudo? ¿Ya sabría que eran libres? ¿Eso haría que Petronila también se liberara? De repente, sus ojos se inundaron de lágrimas, como si ese profundo sentimiento las hubiera liberado, haciendo que se desbordaran con fuerza. En ese momento, el arzobispo de Burdeos se estaba aproximando, mientras ella lloraba amargamente. Se estaba viniendo abajo.

En seguida se dio cuenta de que su llanto podía sacarle de aquel atolladero. Mientras el pequeño grupo de eclesiásticos avanzaba por el pórtico, Petronila se llevó las manos al rostro y se echó a llorar de manera incontrolable.

El arzobispo le dedicó una reverencia, mientras los demás prelados se alineaban a su espalda con gesto grave. Petronila levantó la mirada por un instante, contempló la sorpresa que se delataba en sus rostros y volvió a sollozar sobre sus manos. El arzobispo de Burdeos titubeó unos instantes.

—Leonor, mi querida Leonor.

Luego explicó rápidamente la decisión que se había tomado.

A continuación, se inclinó sobre ella, apoyando una mano sobre su hombro, y susurró:

—Mi querida, ya es demasiado tarde para lamentarse, ¿verdad?

Hizo un movimiento con la mano y un paje se agachó para recoger la corona del suelo. Todos los presentes se agitaron en el atrio, haciendo crujir sus hábitos.

Una vez liberada del escrutinio del arzobispo, Petronila se enderezó, apretó las manos contra los ojos y dejó de llorar, con la mente vacía y turbia. Instantes después, se dio cuenta de que había salido victoriosa.

Bajó las manos hasta su regazo, sorprendida. Había ganado, les habían concedido la anulación y había roto los grilletes de un espantoso matrimonio que la ataba tanto a ella como a Leonor al frío corazón de Francia.

Una oleada de placer inundó su ánimo, elevándolo hacia el cielo como una hoja sometida por la acometida del viento. Se santiguó. A pesar de lo que Leonor pensaba de ella, había conseguido que las dos salieran de aquella situación. Había ganado aquella batalla, su oportunidad de empezar una nueva vida. Ahora, lo único que tenía que hacer era volver a enfrentarse a su hermana.

Y eso, pensó, tal vez fuera la tarea más difícil de todas.