Ruán, febrero de 1152
El negro invierno los había aislado. La Emperatriz celebró una Cuaresma muy austera. Había convertido a Claire en su dama de compañía, sin apenas haberle consultado, pero ella estaba contenta de tener algo que hacer. La anciana necesitaba constante atención y las muchachas siempre estaban entrando y saliendo. Como Thomas se encontraba de muy mal humor, para Claire era una oportunidad de estar distraída en otra parte. La Emperatriz les obligaba a ir a misa con frecuencia, una medida que no hacía feliz a nadie.
Como pasaba mucho tiempo con otras mujeres, Claire compartía sus chismorreos. Hablaban de personas que no conocían. Descubrieron que la muchacha había estado en Poitiers y París y la acribillaron a preguntas sobre los nobles de la corte.
—París no es gran cosa —dijo Claire. Esa afirmación hizo que todas se sintieran muy complacidas, pero luego prosiguió—: Poitiers, sin embargo, es el mejor lugar del mundo, y ojalá estuviera allí.
Todas la miraron con el ceño fruncido y comenzaron a burlarse de ella y a hablar a sus espaldas.
Tenían la lengua de una víbora. Contaron algunos chismes sobre ella a la Emperatriz, aunque esta no pareció darles la menor importancia. Una mujer, más joven que ella, llevó a Claire junto al armario y sonrió burlonamente.
—Tu marido es un hombre atractivo. En mi opinión, deberías vigilarlo de cerca.
Las demás se echaron a reír. Después de aquello, no podía evitar la tentación de observar todos los movimientos de Thomas.
Enrique reapareció repentinamente, poco después del martes de carnaval. A Claire le dio la sensación de que parecía sentirse un poco contrariado. Cuando lo vio entrar en el salón, la muchacha llevaba una túnica a la Emperatriz, que había salido de la cama por primera vez en mucho tiempo y se había sentado junto a los braseros. En cuanto se enteró de que había llegado, la anciana le llamó a su lado.
—Bueno, muchacho, ¿se puede saber de dónde sales?
Enrique avanzó por la amplia estancia hasta acercarse a ella. Su abrigo estaba mugriento y lo lanzó a un lado, arrojando su sombrero al otro. Los pajes se apresuraron a recogerlos. Claire optó por retroceder hasta la pared. La mayoría de las muchachas luchaban en silencio por conseguir una mirada del duque, que le recordaba a Thomas.
El recuerdo de su amado la inquietó. El invierno parecía haberlo aplastado bajo su pesada mano. Desde que la Emperatriz declaró que entre la lista de prohibiciones durante el tiempo de Cuaresma se incluía la música, el trovador se mostraba silencioso y desanimado. Incluso antes del Miércoles de Ceniza, se marchó solo a tocar, como si quisiera castigar a la corte, que consideraba su pasión como algo pecaminoso.
Claire lo había acompañado algunas veces. El edicto de la Emperatriz se aplicaba a todo Ruán, así que tuvieron que desplazarse más allá de la ciudad. Cantaban juntos en el cobertizo de un granjero y trabajaron en una nueva parte de la historia de Tristán. Luego, la melancolía del trovador pareció desvanecerse y hasta dedicó una sonrisa a la muchacha. Pero el frío era intenso y Claire tenía mucha tarea por delante. Como Thomas tenía prohibido tocar, ella tendría que hacer algo útil que les permitiera quedarse en la corte. Pero él salía a diario, a solas, incluso varias veces al día. La joven se preguntaba si el trovador tendría a otra mujer. Comenzó a vigilar a las demás muchachas de la corte, para ver si alguna de ellas siempre estaba fuera cuando el trovador salía.
—Sigo necesitando dinero —insistió Enrique.
—Por el amor de Dios, eres como un pantano que se traga todo —dijo su madre. Aunque en la habitación no hacía frío, la anciana estaba envuelta en pieles, con su cabello ralo metido por debajo de un gorro de piel y las manos ocultas en los pliegues—. No tengo de dónde sacar más dinero, métetelo en la cabeza.
—Consigúelo de los sacerdotes —dijo él. Claire dio un respingo, sorprendida.
—Bueno, siempre se puede recurrir a la Cruzada —dijo su madre, lentamente.
—Eso es —repuso Enrique—. Consigue el dinero que se ha recaudado para la Cruzada.
Su madre se detuvo, ofendida.
—Eres un blasfemo. Cada día te pareces más a tu padre.
—Quiero ese dinero.
—La Iglesia…
—La Iglesia tiene mucho dinero —interrumpió Enrique, y sonrió, como si todo aquello le resultara completamente lógico. Cuando sonreía, dejaba asomar la punta de los dientes. Claire pensó: Leonor y él hacen una pareja perfecta.
Su madre se dio la vuelta, levantando la mano.
—No pienso hablar de esto contigo.
Enrique la rodeó, haciendo que le mirara, con la cabeza inclinada hacia adelante como si fuera un perro de pelea.
—Lo harán. Habla con ellos, exígeles que me hagan un donativo. Quiero todo el dinero de las Cruzadas.
La anciana se volvió hacia el otro lado.
—Déjame sola. Estoy cansada —dijo. Sus ojos se iluminaron al ver a la muchacha a un lado—. Claire, tráeme un poco de sidra caliente.
La joven salió de la estancia. Enrique todavía se encontraba hostigando a su madre. Claire pensó que el duque disfrutaba molestándola sólo para ver cómo la anciana trataba de eludirle. Era un viejo juego entre ellos. Volvió a pensar en Thomas, que estaba lejos de su vista, mientras la vieja sospecha iba en aumento. Cuando entró con la sidra en una copa de madera, el duque todavía se encontraba allí, pero de pie, a un lado de la estancia, con aire satisfecho. Su madre había claudicado, aunque probablemente sólo para librarse de él. La anciana se volvió hacia Claire, extendiendo sus viejas manos para alcanzar la copa.
Claire se la entregó. Cuando lo hizo, movida por un impulso, la chica se volvió y miró al duque Enrique.
Él le sostuvo la mirada. La muchacha ya se había percatado otras veces que el joven la observaba, lleno de interés, y ahora ese interés se había acrecentado. Finalmente, ella bajó los ojos. A continuación, sabiendo lo que había hecho, volvió a levantarla y lo miró a través de sus pestañas.
Los ojos de Enrique se dilataron y comprendió el significado.
—Está demasiado caliente —protestó la anciana con brusquedad.
Claire volvió a bajar la vista, tratando de concentrarse en la tarea que tenía entre manos. De repente, sintió que le invadía una sensación de vergüenza. Deseaba haber apartado los ojos de él y se preguntaba si había sido demasiado descarada. La joven tragó saliva.
—Os traeré otra, Majestad.
—No, no —dijo Matilde, fatigosamente—. Me lo tomaré. Al menos así entraré en calor.
La anciana pasó las manos alrededor de la copa y miró hacia el salón.
Claire vigiló con el rabillo del ojo al joven duque, que seguía allí de pie, observándola, esperando el momento propicio. La joven se dio la vuelta y salió a toda prisa por la puerta lateral.
La muchacha no encontraba a Thomas. El músico no se hallaba en ninguno de los lugares que solía frecuentar: ni en su rincón del salón, ni junto al fogón. De repente, mientras la muchacha se dirigía hacia la puerta, el trovador entró desde el otro lado de la misma, cargando la funda del laúd sobre sus hombros.
La joven corrió hacia él. Se sentía tan feliz por verlo de nuevo que se echó a llorar.
—Es por el frío —dijo en seguida, precipitándose en los brazos de su enamorado—. Es por el frío.
Luego se dijo para sí misma: lo siento, lo siento. No volveré jamás a dudar de ti.
Se dirigieron hacia el interior de la estancia para calentarse un poco. El músico rodeó a Claire con los brazos.
—¿Qué sucede? ¿Qué te ocurre?
La apretó contra su cuerpo. Luego deslizó una mano rápidamente sobre el vientre de la joven y fingió estar alisando su túnica. Claire apoyó la cabeza en su hombro, sorprendida. La muchacha no sospechaba ni por un instante que el músico había advertido su estado, ya que ni siquiera ella acababa de creérselo. Luego el músico la besó en la frente.
Claire pensó: Casi lo pierdo todo, sin motivo, sólo por una sospecha. Estaba decidida a entregarme al duque. Luego cerró los ojos. El mal que había visto en Thomas había brotado en ella misma.
—Regresemos a Poitiers. No tenemos por qué esperar a la primavera, ¿verdad? —dijo ella.
—Poitiers —respondió el músico. Su tono de voz se elevó, entusiasmado—. Es una buena idea. Quiero irme de aquí. No soporto este frío. Y la manera en la que se vive aquí la Cuaresma resulta muy irritante.
El duque Enrique, acompañado por algunos de sus hombres, pasó por delante de ellos, encaminándose hacia la puerta. Volvió la cabeza dirigiendo su mirada hacia Claire y Thomas. La joven cerró los ojos y deseó fervientemente estar en cualquier otro lugar. No volvería a hacerlo. Se apoyó en Thomas, rompiendo de nuevo a llorar, y el músico la llevó hacia el fuego.
La Emperatriz no se sentía feliz por su partida e increpó a Thomas cuando este le comunicó las intenciones de la pareja.
—Es una joven de rancio abolengo —gritó la anciana, repetidas veces—. No puedes arrastrarla por la nieve.
Cuanto más discutía, más decidido estaba el músico a marcharse, hasta que, finalmente, la anciana se percató de la firmeza de sus intenciones, dejó de gritar y le miró fijamente durante unos instantes. El músico le devolvió la mirada.
—Por el amor de Dios. La arrogancia que demostráis los cantantes va más allá del puro entendimiento. ¿Acaso la música no es más que un montón de ruido y un puro galimatías? Si ese es vuestro deseo, marchaos. De todos modos, ya he escuchado bastante tu mugrienta música —dijo finalmente la anciana, agitando la mano en el aire, como si los estuviera despidiendo.
El trovador se puso enseguida manos a la obra para realizar los preparativos. En aquel momento, se dio cuenta de que tenía una razón más para sentirse orgulloso de Claire, porque él estaba seguro de que se habría gastado todo el dinero. Sin embargo, la joven había ahorrado todo lo que pudo, y cuando les entregaron regalos, también los cambió por dinero. Por tanto, la muchacha contaba con una bolsa llena de monedas que Thomas usó para comprar un par de caballos con los que emprender el viaje hacia el sur, gastándose con ello la mitad del dinero que tenían. Ahora sólo les quedaba encontrar acompañantes con los que poder viajar, los suficientes para poder adentrarse en las profundidades del invierno, especialmente, en una época como la Cuaresma. Finalmente, llegó hasta sus oídos que un grupo de judíos de la Yeshiva de Ruán se dirigían hacia el sur y aceptaron unirse a ellos; al menos, hasta que llegaran a Blois.
Thomas enganchó el laúd a su silla de montar empleando la correa de la funda y se agachó para comprobar las cinchas. Claire se encontraba de pie junto a su propio caballo. El duque Enrique se acercó a él.
—Tañedor de laúd. Ya os marcháis. Me entristece escucharlo —dijo, dirigiendo su mirada por encima del hombro de Thomas, en dirección a Claire.
—Tengo los pies ligeros —dijo Thomas—. No me gusta permanecer mucho tiempo en el mismo sitio.
—Sin embargo… —Los ojos de Enrique se encontraron con los suyos, inquisitivamente—. Me han dicho que regresáis a Poitiers.
Thomas pensó que el duque estaba mirando a Claire.
—Sí, mi señor, por fin. Hay otros lugares a los que preferiría ir, pero mi esposa quiere regresar allí.
—Tu esposa —dijo Enrique, mirando más allá de él, y esta vez Thomas sabía que el duque estaba observando a Claire. Thomas frunció el ceño; recordó cómo la joven se había abrazado a él aquel día. Enrique volvió a dirigir su mirada hacia él.
—Eres un hombre inteligente y podrías servirme de algún provecho. Mientras estás allí, toma nota de todo cuanto veas hacer a la duquesa. Sabré recompensar tu esfuerzo.
Thomas movió la cabeza a un lado y a otro.
—¿Qué me daréis? —dijo.
—¿Qué quieres? —dijo Enrique. Su boca dibujó una mueca burlona, casi una sonrisa—. Cuéntame todo lo que veas —dijo, moviendo la cabeza hacia Claire, que estaba detrás del músico, y, acto seguido, se fue.
Thomas se dirigió a ella, pensando un tanto excitado en lo que el duque le había dicho. Le atraía el juego, más que el dinero.
—¿Qué quería? —dijo su esposa.
El músico no podía decírselo, así que fingió sentirse celoso.
—No le mires de ese modo —dijo.
Al escuchar sus palabras, la joven se sonrojó y se dio la vuelta. El músico se sintió mal por haber jugado con ella. Se volvió hacia su caballo y se subió a su grupa. Acto seguido, salieron para unirse al resto de sus acompañantes.