En su sueño, Leonor se encontraba a solas en un largo salón, en el cual la luz penetraba a través de las ventanas. A su espalda, por encima de ella, en alguna parte, una voz pronunciaba las mismas palabras una y otra vez. Se trataba de Bernard, adivinó, y la voz profunda y cavernosa del viejo abad parecía proceder de los cielos.
—No confiéis en nadie. No confiéis en nadie. No confiéis en nadie —repetía.
En su sueño también había una mesa que se extendía a lo largo de la pared, bajo las ventanas, semejante a un altar, cubierta de blanco. Y sobre ella había una hilera de dagas. Avanzó junto a la mesa recogiendo las dagas una a una, sopesándolas, y dejándolas de nuevo en su sitio. Cada una de ellas parecía confundirla. Una era demasiado corta, otra demasiado pesada. ¿Tenía que elegir una? ¿Qué era lo que estaba buscando? Una era deslucida, otra era roma, otra estaba rota. Alargó el brazo para recoger la última, una daga que tenía una hoja larga y brillante. La agarró con fuerza y, en ese instante, el cuchillo se convirtió en una serpiente al contacto con su mano.
Leonor dio un respingo, todavía sujetando la empuñadura, y la serpiente se volvió para morderla, con su cabeza moteada en forma de cuña, con las mandíbulas abiertas. Contempló los colmillos curvos teñidos de verde de los que emanaba el veneno. En ese momento, se despertó.
Sabía muy bien lo que significaba ese sueño. Ahora, después de la Noche de Epifanía, incluso llegó a convencerse de que conocía la identidad de la serpiente.
Cuando pasaron las Navidades, y se convocó el consejo, todos se marcharon de Limoges. El rey fue el primero en partir, emprendiendo el regreso a París. Un día después, las mujeres salieron rumbo a Poitiers.
Petronila cabalgaba oculta bajo su disfraz de duquesa de Aquitania, que durante unos meses más seguiría siendo la reina de Francia, mientras el caballo gris bereber danzaba entre sus piernas. Ya había adquirido el hábito de permanecer erguida y con la cabeza alta, pero en su interior se sentía deshecha en pedazos.
Desde la Noche de Epifanía y el consiguiente encuentro con Enrique de Normandía, había pasado cada mañana sumida en sus oraciones, rogando a Dios que le indicara qué es lo que debía hacer y cómo debía actuar. Pero Dios no le ofreció ninguna respuesta. Hasta entonces, siempre había contado con Leonor para hablar de cualquier cosa, pero ahora no tenía a nadie a quién acudir. Enrique de Normandía había pasado a ocupar sus pensamientos: su voz dura y áspera, su arrogancia, abrazándola con fuerza como si le perteneciera. Leonor quería casarse con aquel hombre. No se atrevía a contarle siquiera que se había encontrado con él y, mucho menos, todo lo demás.
Y él la había mentido con la intención de salirse con la suya. Aquel hombre carecía de honor, a pesar de su rancio abolengo y de su noble apellido. Era el más peligroso de todos. A pesar de lo joven que era, poseía una inteligencia maligna. Enrique había sabido cómo provocar su ira, cómo desatar su furia, con aquel humilde postrado de rodillas. Él no se mantendría fiel. Solamente haría aquello que le permitiera salirse con la suya.
Ese era el hombre que su hermana pretendía llevar a Aquitania, que iba a gobernar Aquitania.
Pero también podría llegar a ser el rey de Inglaterra. Ya había conquistado Normandía y Anjou, en el breve espacio de tiempo desde que lo vieron en París. Leonor había comentado que las cartas que le envió acabarían con el último apoyo con el que contaba el rey Esteban. Todo su cuerpo recordó aquel abrazo y se preguntó si se estaba imaginando que Enrique había sido tan ardiente, un fuego entre sus brazos.
Desvió la mirada a de Rançun, que cabalgaba junto a ella, y luego miró por encima de su hombro para ver quién podría escucharla: sólo iba cerca del portaestandarte, medio dormido sobre su silla de montar.
—Joffre —dijo—. ¿Qué sabes del duque Enrique?
El caballero le lanzó una mirada penetrante y acercó un poco más su caballo, hasta cabalgar estribo con estribo.
—Creo que es un angevino, mi señora, rudo, cruel y ambicioso —dijo, y su voz sólo pudo llegar hasta los oídos de Petronila.
—También es un guerrero —respondió ella y, al decirlo, sintió repentinamente el impacto fantasma de su beso.
—Sí. Es un gran soldado. Eso se lo reconozco.
—Mi hermana tiene intención de casarse con él en cuanto sea libre —dijo Petronila.
El caballero desvió la mirada, como si una lluvia de centellas hubiera caído sobre su rostro.
—Lo sé. Y eso será la perdición de todos nosotros. He intentado hablar con ella, pero no me ha querido escuchar —dijo.
Mientras avanzaban, el caballo bereber sacudió la cabeza para arañar al otro caballo, que levantó la suya. Petronila tensó las riendas y pensó: Será la perdición de todos nosotros. O el comienzo de algo mucho mejor. Joffre, pensó, solo ha expresado su propio deseo y piensa en lo mejor para Aquitania.
—Es joven… mucho más joven que ella. Y con el tiempo crecerá. Ella podría enseñarle.
De Rançun tenía la mirada fija al frente y su cuerpo estaba rígido como una piedra.
—No debería haber dicho nada. Mi opinión no cuenta.
—Lo que hiciste, mantenerte fiel a ella, es una señal de la verdad que encierran tus palabras —dijo Petronila.
—Mi señora —dijo él, desviando la mirada—, por favor, no habléis más de ello. Tengo miedo a que se me suelte la lengua.
—En ese caso, no hay más que hablar —repuso ella. Pensó que él había dicho muchas más cosas de las que había pretendido. A su espalda, en la carreta, viajaba su hermana, portando el bebé que no se atrevía a conservar, dejando a un marido que la amaba sin pasión, preparándose para unirse a otro con el que sería mucho más difícil tratar; un hombre testarudo y apasionado, que podría dominarla con más facilidad de la que ella podría dominarle a él.
Petronila se preguntó qué lugar ocupaba ella en todo esto y si había hecho bien en actuar como lo había hecho hasta entonces. Pensó, de nuevo, con el estéril convencimiento de que no lo haría, que debería contar a su hermana lo que había sucedido entre ella y Enrique. No podía pensar en otra cosa salvo en lo que había hecho. Cabalgó bajo el sol del invierno y sintió que en su vientre crecía el pequeño temor de que todo lo que hiciera probablemente solo em peoraría las cosas.
La marcha hacia Poitiers fue lenta, para preservar la salud de Leonor, deteniéndose con frecuencia. Los campos nevados se extendían a su alrededor. Varios grupos de personas salían para verlos pasar. Un día sí, y otro también, Leonor permanecía tumbada en la carreta, bajo varios montones de pieles, acunando su dilatado vientre entre sus brazos. Sólo prestaba atención al bebé. Soñaba con él y se lo imaginaba, alimentándolo mentalmente mientras su cuerpo lo moldeaba en su interior. La certeza de que tendría que renunciar a él le partía el corazón. Sin embargo, no veía otra salida. Le prometió que cuidaría de él. Sería testigo de cómo se convertiría en un hombre rico y venerado y, seguramente, en un hombre muy atractivo.
Leonor pensó que si daba pronto a luz podría acudir en persona a Beaugency. Podría recibir la anulación personalmente. Podría volver ocupar el lugar de la duquesa de Aquitania delante de todo el mundo, el objetivo que se había marcado firmemente con Petronila. Si el bebé no nacía pronto… si ese extraño engaño tenía que seguir adelante…
Mientras se agitaba con el traqueteo de la carreta, vio a su hermana cabalgando por delante, atrayendo todas las alabanzas, todas las miradas, los homenajes, mientras ella tenía que permanecer postrada como un fardo. Contempló cómo algunas veces Petronila tenía que luchar con el caballo bereber y se dio cuenta con cierto regocijo de que su hermana tenía miedo a aquel animal. Comenzó a desear que el corcel se agitara, se pusiera a dos patas y la arrojara a una zanja.
En cuanto le invadió aquella sensación, pensó: Qué mujer más despreciable soy. Al fin y al cabo, todo se reduce a un bebé que no es más grande que un gato, y estoy albergando malos deseos para mi hermana. Debería estar agradecida a Petronila por todo lo que estaba haciendo, sacrificando su buen nombre por el bien de Aquitania. La gratitud no era más que un saco vacío, palabras que se lleva el viento. El amor era un junco doblado. Su poder, su nombre y su propio rostro se estaban desvaneciendo y nunca más serían suyos de nuevo. Mientras permanecía postrada entre cojines y pieles en aquel carromato, pudiendo ver únicamente el cielo sobre su cabeza, se pasaba la mayor parte del tiempo dormitando, cayendo en un profundo sueño y saliendo de él. Avanzaban lentamente. Leonor pasó un brazo alrededor de su vientre y pensó de nuevo en el bebé, imaginando su rostro, su voz, como si el hecho de soñar con él hiciera posible que fuera más real. ¿Qué más había allí?, pensó adormecida, con cierto aturdimiento.
Entraron en Poitiers cuando la noche estaba bien avanzada para evitar a la multitud y, de la forma más discreta que pudieron, llegaron al Maubergeon. Leonor ascendió hasta el último piso de la torre exterior, la que ella denominaba la Torre Verde, y se asomó a la ventana para contemplar la ciudad, deseando que el niño naciera cuanto antes.
Tanto ella como Petronila apenas hablaron. Dormían en habitaciones separadas, situadas en las dos torres opuestas del Maubergeon. Allí les invadió la sensación de que se abría un enorme abismo entre ellas, un vacío que no eran capaces de llenar; de que algo se había roto. Durante el día, su hermana entraba y salía del salón, sin permanecer nunca demasiado tiempo en él, sin visitar nunca a Leonor. Había trasladado su propia corte a la otra torre, con sus aposentos azules y, a medida que pasaban los días, permanecía allí con mayor frecuencia. El hecho de no ver a Petronila hizo que Leonor albergara la sospecha de que su hermana la había traicionado. Si no era ni la reina de Francia, ni la duquesa de Aquitania, no era nadie.
Petronila ni siquiera la miraba y Leonor se dio cuenta de que le ocultaba algún tipo de secreto. Salía a pasear por la ciudad y la multitud la seguía; iba a la iglesia y entregaba limosnas en nombre de la duquesa de Aquitania. Una vez que pasaron las fiestas, y a punto de llegar la Cuaresma, decidió no convocar a la corte, ya que su hermana estaba supuestamente enferma. Iba a todas partes ejerciendo de duquesa.
—No sabía que Petronila fuera a disfrutar tanto con todo esto. Creo que le ha cogido gusto —dijo Alys maliciosamente.
—Ahora mismo, se alegraría de que me hubiera muerto —dijo Leonor, medio dormida. Mientras se sentaba junto al fuego, dejó que las damas de compañía la bañaran, la acariciaran con un paño caliente y le secaran la piel hasta teñirla de un brillo rojizo. Marie-Jeanne trajo una toalla limpia. Leonor observó cómo le secaba su enorme vientre, lleno de pálidas marcas, del cual sobresalía un enorme ombligo. Algo se movió, apretándose momentáneamente contra su costado y dirigiéndose hacia el centro, y luego todo volvió a la normalidad.
—Eso habría hecho que las cosas fueran mucho más fáciles.
Marie-Jeanne contuvo la respiración.
—Mi señora, os equivocáis. Ella os ama. Simplemente también disfruta mucho haciéndose pasar por vos —dijo Alys, tapándose la boca con la mano—. No pretende haceros daño.
Leonor cerró los ojos. Alys deseaba que las cosas fueran así, tal como las había explicado, pero cuanto más pensaba en ello, más crecía en su interior la sospecha. Entre ella y Petronila ahora sólo se extendía el silencio y, cada día que estaban más cerca de Beaugency, cada día que pasaba sin que naciera el bebé, el silencio se volvía más profundo y crecían las espinas.
Luego llegó la Cuaresma. Leonor ascendía cada día por las escaleras y las volvía a bajar, varias veces. Siempre había escuchado que subir y bajar escaleras era bueno para dar a luz. El bebé permanecía obstinadamente en su sitio, haciéndose cada vez más grande y pesado. Leonor tuvo un sueño en el que el bebé tenía dos cabezas, una para cada uno de sus pechos. Soñó con que en el interior de su vientre portaba una carnada de gatos. Soñó, una y otra vez, con la hoja que se convertía en una serpiente en su mano. Comenzó a dormir con una daga de plata bajo la almohada.
Las historias sobre Enrique de Normandía se extendían como la pólvora, declarando que se había convertido en el amo de Normandía y Anjou y que había convocado un consejo para la primavera con la intención de iniciar su ataque sobre Inglaterra. El primer consejo, que lo había celebrado seis meses atrás, no despertó el menor interés y corría el rumor de que el rey Esteban había pagado a los barones normandos para que también se negaran a acudir a este.
Un día, Alys se dirigió a Leonor con el ceño fruncido.
—Majestad, ¿sabéis que Enrique de Normandía estuvo en Limoges durante la Noche de Epifanía?
Leonor dio un respingo. Se encontraba postrada en la cama, ya que era el único lugar que le resultaba cómodo.
—Oh, no. No lo sabía. ¿Estuvo allí? Por el amor de Dios. Afortunadamente, no me llegó a ver.
Luego recordó el momento que pasó en la escalera, cuando un impulso la salvó. Recordó haber estado sentada con los niños, observando cómo se divertía la desatada multitud.
Luego, una horrible idea asaltó su mente, como una enorme lengua de fuego, y apartó bruscamente el cobertor.
—Pero él me vio, ¿verdad? —dijo, sintiendo que la ahogaba una irresistible cólera, ardiente y furiosa, algo que había permanecido encerrado durante mucho tiempo. Deslizó los pies hacia el suelo—. O tal vez pensó que me había visto. Traed a mi hermana.
De Rançun se detuvo junto a la puerta, extendiendo la mano.
—Por favor… tened cuidado… —dijo, mirando a Alys con los ojos entreabiertos—. ¿Qué habéis hecho?
—Traedla aquí —gritó Leonor—. Aunque tengáis que arrastrarla de los pelos. ¡Traedla ante mí!
Con el rostro blanco, Alys salió corriendo por la puerta pasando por delante del caballero. De Rançun se volvió para mirar por encima de su hombro. Leonor agitó su gabán y se lo pasó alrededor del cuerpo. Ni siquiera su cólera podía hacer que sintiera calor. Comenzó a pasear por la habitación, apretando los dientes con fuerza, mientras de Rançun y Marie-Jeanne se pegaban contra la pared. Minutos más tarde, apareció Petronila.
Su hermana portaba una túnica real, una de las creaciones más refinadas de Alys, con el pelo recogido en unas trenzas de color rojo dorado que caían sobre su cabeza. No llevaba cofia, sino una joya que relucía en su pecho. Estaba muy hermosa. Leonor también lo pensó, hermosa como una estrella, mientras ella… ella…
Todas las sospechas que había ido albergando explotaron en un estallido de ira.
—¿Me has engañado con él? ¿Lo has hecho? —gritó.
Los ojos de Petronila se dilataron y sus labios se abrieron. Durante unos instantes, salió a la luz la vieja Petronila, con los hombros encogidos.
—Mi señora, no sé de qué…
—¡Lo sabes perfectamente! —la interrumpió Leonor, furiosa ante su disimulo, convencida ahora de que Petronila era la serpiente. Estuvo a punto de golpearle el rostro pero, en su lugar, prefirió lanzarle un rugido, nariz con nariz—. ¿Me has engañado con él? ¡Di la verdad, malvada mujer de corazón falso! ¡Quiero la verdad!
—No —gritó Petronila, encogiéndose. Pero su rostro estaba alterado. No se sometería fácilmente a la furiosa mirada de Leonor, tal como había hecho hasta entonces. Retrocedió, con el rostro pálido, pero sin sentir temor, lanzando una mirada penetrante—. No, no lo he hecho. —Su voz sonó con seguridad. Luego dio la espalda a su hermana, enseñando los dientes en una mueca que estaba lejos de ser una sonrisa—. Él lo habría hecho, confundiéndome contigo, y sabiendo que posees el calor de una loba…
Leonor lanzó un grito y esta vez agitó su mano delante del rostro de Petronila, pero su hermana alargó el brazo, le sujetó por la muñeca y se la apartó.
—Le obligué a postrarse de rodillas —gritó Petronila, triunfante—. Hice que se disculpara por su infidelidad —dijo, apartando el brazo de Leonor. Sus ojos brillaban con fuerza, firmes, sin parpadear. Aquella era una nueva Petronila, su rival, su igual—. Hice lo correcto, Leonor. No te atrevas a dirigirte a mí de esta manera.
—Me atreveré a hacer lo que quiera —gritó Leonor—. Lo has visto… y te ha besado, ¿no es así?
Petronila no cedió un ápice, con el rostro resplandeciente de ira.
—¿Estás celosa? Sí, le besé. Deberían hacer un estudio sobre esto… él no te quiere… ni siquiera sabe la diferencia entre tú y yo. Ni siquiera en un beso. Lo único que desea es conseguir Aquitania.
Leonor dejó escapar un grito. Comenzó a dar vueltas a aquella idea, paseando por la habitación, mientras se golpeaba los muslos con el puño.
—La maldición de Bernard era real… incluso en aquellos en los que confié… Ah, Dios, estoy deshecha. Él… incluso él… ¡Y tú! ¡Tú!
De repente, exhausta, comenzó a deshacerse en llanto, y se desplomó al suelo, llorando.
—Marchaos todos. Apartaos de mi vista.
El bebé se agitó en su interior y le dio una patada, como si tratara de huir de aquella lunática, de su madre.
A su espalda, Petronila dijo:
—Leonor, entérate de que el mundo no gira a tu alrededor. Hay muchas más cosas que se escapan de tu alcance.
Luego salió dando un portazo. Alrededor de la habitación, asustadas como ratones, las damas de compañía se pusieron en movimiento, y sus murmullos sonaron como un susurro. Leonor, entre sollozos, se arrastró hasta su cama y se enterró bajo las sábanas.