27

Limoges, Navidad de 1151

Por fin se publicaron los decretos, convocando a las principales figuras de la iglesia de Francia a un consejo para decidir sobre el asunto del matrimonio del rey, y exhortándolos a reunirse en Beaugency durante la semana anterior al Domingo de Ramos. Mientras tanto, Leonor pasó las Navidades como siempre solía hacer. Petronila acudió a la iglesia, expuesta al glorioso centelleo de miles de velas y al relucir del oro, cuya intención era iluminar y embellecer al recién nacido después de su larga espera entre las tinieblas. Mientras tanto, Leonor se encontraba sentada detrás de una cortina, escuchando a un aburrido sacerdote predicar torpemente en latín.

Cada día que pasaba se sentía más fuerte. Había dejado completamente de sangrar y no había perdido al bebé, que todavía se movía y daba patadas en su vientre, algunas veces formando un evidente bulto que sobresalía de su piel. Leonor se abrazó el vientre con un brazo, contenta por llevar en sus entrañas a un niño que era tan fuerte como su madre.

No habían celebrado ningún banquete de Navidad, sólo comieron algunos restos juntas en su cámara. Al menos, Petronila no había acudido al gran festín que celebró el vizconde en el salón, donde se oían a lo largo de todo el día las risas, el bullicio, la música y la excitación. Leonor no podía leer, ni siquiera sentarse tranquilamente y, además, la enorme carga que llevaba en su cuerpo la fatigaba. Se sentía cansada a todas horas, aunque no podía dormir y, cuando lo hacía, soñaba con criaturas monstruosas.

Los días avanzaban a paso lento. Leonor se sentía inquieta, malhumorada, importunando a todos los que le rodeaban con su genio, mientras ella no paraba de ir de acá para allá por toda la habitación.

Llegó la Noche de Epifanía. Durante todo ese día, las mujeres no dejaron de murmurar y de agitarse a su alrededor mostrándose excesivamente solícitas, pero cuando cayó la noche y comenzó la fiesta en el salón, una a una se fueron marchando. Hasta Marie-Jeanne, sonriendo sin parar, después de acostar a Leonor con sumo cariño y ternura, se marchó para unirse a la Fiesta del Desgobierno, un festejo en el que lo más bajo se situaba en el nivel más alto y estaban permitidos todos los placeres.

Leonor se sentó sola en su cama, inmensa como una roca. Siempre le había gustado aquella noche y le parecía algo muy duro y cruel no poder disfrutarla. Deseó que Thomas todavía siguiera allí, ya que, de ese modo, podría llamarle para que tocara para ella. Sin embargo, lo más probable es que de todas maneras no hubiera venido, ya que era un hombre caprichoso, como si su música estuviera por encima de una duquesa.

Lentamente, comenzó a pensar en la posibilidad de que, de alguna manera, todavía podría formar parte de la fiesta. Pensó en disfrazarse con ropas viejas y así, si alguien la viera, la tomarían por Petronila. Podría bajar, sumarse a la multitud y pasárselo bien de la mejor forma que pudiera.

Salió a duras penas de la cama. Ella, que nunca tuvo que vestirse sola, se metió con esfuerzo en una túnica, tirando y metiendo la falda para que le cubriera la protuberancia que sobresalía de su vientre. Luego se colocó una cofia alrededor del cabello y la ató como si se tratara de una campesina. Después se calzó unos zapatos de madera. Tras envolverse en un abrigo para combatir el intenso frío que reinaba en la escalera, atravesó la puerta, donde incluso los guardias se habían marchado para unirse a la fiesta.

Comenzó a descender por la escalera, apoyando una mano sobre la fría pared para mantener el equilibrio. Una vez abajo, estaba convencida de que alguien estaría dispuesto a pasar un rato divertido con aquel enorme pedazo de carne en el que se había convertido. Mientras bajaba, podía escuchar el enorme alboroto que reinaba en aquel lugar, las risas y los gritos, la agitación de la música y el golpeteo rítmico que producían los pies al bailar.

Dentro de su vientre, el bebé se revolvió, como si también estuviera bailando.

Leonor hizo una pausa, mientras sus pies absorbían el frío que procedía de la escalera y se colaba a través de sus zapatos. Si seguía avanzando, si realmente era capaz de encontrar a alguien con quien entretenerse en la oscuridad, el bebé se agitaría.

Luego se humedeció los labios con la lengua. Por un instante, su viejo corazón rebelde se sublevó, pensando: Nadie me impedirá hacer lo que quiera, y todavía menos un pequeño gusano que nunca he pedido. Se pasó la mano por el vientre. Era suyo, aunque existiera la posibilidad de que no pudiera ser su madre, era suyo, su responsabilidad, su bebé. De repente, una oleada de amor hacia aquella criatura recorrió todo su cuerpo. Pensó: Él tampoco ha pedido existir. Yo lo he creado, por mucho que fuera de manera inconsciente. No debería sufrir por mi irreflexiva falta.

Luego, bajo sus pies, alrededor de la curva que se dibujaba en la escalera, escuchó las voces de algunos niños, susurrando y riendo. Con la mano todavía apoyada en la pared para que le ayudara a mantenerse en pie, descendió a través de la oscuridad. El resplandor de una antorcha brilló alrededor de la curva de la escalera. Avanzó hasta el rellano y encontró a un grupo de chiquillos que formaban un corro, bajando la mirada hacia los últimos escalones que conducían al salón.

Se trataban de los pajes más jóvenes y de niñas de la corte, de unos cinco o seis años, atraídos por el calor y la excitación, pero demasiado temerosos como para acercarse más. Cuando la vieron, se apresuraron a apretarse contra la pared. Habrían salido corriendo, pensó Leonor, diseminándose como duendes, si hubieran encontrado un camino, pero ella bloqueaba las escaleras y el oscuro y bullicioso salón que se abría a sus pies los asustaba. Leonor les dedicó una sonrisa y siguió descendiendo.

—No tengáis miedo. Yo también he venido a mirar… ¿qué está pasando ahí abajo?

Se dio la vuelta para observar a través de la escalera, donde una única antorcha se consumía en la pared, iluminando las risas, la alegría y los bailes entre sombras que se agolpaban formando un bullicioso tumulto.

Sólo se podía ver el brillo de algunas velas en la cavernosa oscuridad que se extendía a lo lejos. La gente se congregaba en el extremo opuesto de la gran sala, de tal modo que lo primero que vio Leonor fue el amasijo confuso de cuerpos, los brazos extendidos, las cabezas en movimiento, los giros vertiginosos de la danza. En alguna parte sonaba la música, descontrolada y un tanto desafinada y fuera de ritmo. Se acercó un poco más a la parte superior de las escaleras, tratando de distinguir los rostros entre la oscura muchedumbre.

Todos estaban bailando, formando una enorme hilera de cuerpos, cada uno de ellos con las manos en los hombros o en la cintura del que tenían delante, retorciéndose y girando mientras avanzaban a través del salón. La luz de la velas brilló por unos instantes sobre un rostro erguido, iluminado con una amplia sonrisa y enrojecido por los efectos de la bebida. Un pie se extendió, una falda voló. El incontrolado movimiento de cuerpos parecía formar una enorme criatura que hacía el amor consigo misma.

Se sentó sobre el escalón para observarlos, distinguiendo al mismísimo vizconde ataviado con un traje de juglar, saltando vigorosamente con una sirvienta. Otra muchacha pasó corriendo y riendo a través de la multitud, abriéndose paso entre los bailarines, ondeando el cabello y con el corpiño medio desabrochado, bajo el cual se movía un seno desnudo. Leonor se recogió la falda alrededor de las rodillas. Luego se dio cuenta, sorprendida, de que los niños se habían arremolinado a su alrededor para observar, mientras uno de ellos descansaba la cabeza sobre el brazo izquierdo de la reina y una pequeña mano se apoyaba en su rodilla derecha.

Qué extraña pequeña fiesta, pensó complacida. Extendió el abrigo alrededor de ellos para que no tuvieran frío, como haría una gallina con sus polluelos.

—¡Mirad! —dijo Leonor, y señaló hacia el enorme fogón, donde alguien se encontraba lanzando hacia la multitud varios bollos que sacaba de una cesta. La gente daba grandes saltos para cogerlos, subiéndose los unos encima de los otros y formando un enorme bullicio, fingiendo que luchaban con bastones. De Rançun se encontraba entre ellos. Mientras la reina lo observaba, el caballero se subió a una mesa de un salto, separó a los demás y luego se precipitó sobre ellos, haciendo que el que se encontraba más cerca de él se cayera de espaldas. Un poco más cerca, apoyados sobre la pared, Leonor divisó a dos cuerpos erguidos que se agitaban apasionadamente y pidió a los niños que miraran hacia el otro lado.

—¡Mirad al Rey del Desgobierno! ¿De quién se trata… lo conocéis?

—Es Joques, el ayudante del cocinero —dijeron los niños, riendo, y se agolparon alrededor de ella—. ¡Míralo, el muy idiota! ¡Mañana el cocinero le hará fregar todas las cacerolas!

La gente seguía cantando y la larga hilera de los bailarines comenzó a bambolearse. Un odre de cuero empezó a navegar por encima de las cabezas de la multitud hasta golpear la pared y caer al suelo, obviamente vacío. Un joven larguirucho, ataviado con un abrigo de mujer y enormes mangas que se asemejaban a alas, comenzó a correr entre la multitud perseguido por tres muchachas. Cuando por fin lo atraparon entre la densa jauría de gente, comenzó a dar vueltas en medio de ellas, gritando y riendo sin parar.

—¡Baila, Reynaldo, baila!

—Señora —dijo uno de los niños, tirando de la manga de Leonor—. ¿Esa de ahí es la reina?

Leonor dio un respingo, sobresaltada, y miró hacia el lugar donde señalaba la niña.

Allí estaba la reina, o Petronila, lo cual era lo mismo, deslizándose entre la multitud. Mientras avanzaba, a pesar del ambiente festivo de la Noche de Epifanía, la gente le dedicaba reverencias, como si estuviera desfilando delante de ellos. Petronila no les prestó la menor atención, sino que siguió andando con la cabeza erguida en actitud orgullosa, haciendo que Leonor apretara los dientes con fuerza.

—Sí, es la reina —dijo.

Luego apretó el brazo contra su enorme vientre. La excitación y la alegría que le producía ver la fiesta se habían convertido en cenizas dentro de su boca. Pensó: Esto es una locura. No puede haber dos reinas.

La pequeña muchacha levantó la mirada hacia ella, con los ojos muy abiertos.

—No es tan hermosa como vos, mi señora.

—Ahh.

Ya no le embriagaba la alegría y no se sintió capaz de recuperarla. Los niños que se agolpaban a su alrededor no paraban de reír, desafiándose mutuamente a mezclarse con la descontrolada danza. Poco a poco, Leonor se fue separando de ellos y se puso torpemente en pie. Apoyando una mano sobre la pared para mantener el equilibrio sobre la resbaladiza escalera, consiguió ascender con esfuerzo hasta su oscura y vacía cama.

Petronila llevaba puesta una máscara que le ocultaba la mitad del rostro y una capucha sobre la cofia, pero todos pensaban que sabían quién era. La Noche de Epifanía, pensó, era el momento perfecto para ella, para su disfraz de falsa reina, dos imposturas que se burlaban de los demás, incluso de ella misma. La multitud le dedicaba amplias reverencias mientras pasaba a través del bullicioso y abarrotado salón, y ella les sonreía y les saludaba con la mano, convertida en la Reina del Desgobierno.

Tan solo había algunas luces aquí y allá, de tal modo que reinaba una cómoda oscuridad en la cual podía divertirse. Sobre las alargadas mesas, las pilas de pastel de habas y las jarras de vino se agotaban rápidamente. En la cabecera, el ayudante del cocinero, convertido en rey por una noche, ya estaba completamente borracho sobre su trono, con una corona de papel en la cabeza, balbuceando órdenes apenas coherentes que nadie se molestaba en obedecer. Una hilera de bailarines pasó por delante de ella, con las manos apoyadas en las caderas del de delante, riendo y lanzando patadas a los lados. Petronila paseó entre ellos, con la cabeza erguida, dejando tras su paso un torrente de comentarios cargados de admiración.

Se deslizó a través de la habitación, aceptando las reverencias con la condescendiente sonrisa propia de una reina. La gente que se agolpaba a su alrededor gritaba y bailaba y lanzaba risotadas. Un hombre tocado con un sombrero rematado con campanas comenzó a dar saltos entre la multitud, doblando su cuerpo para dedicarle una extravagante reverencia, y la condujo más allá del fogón para compartir con ella un pequeño baile. Luego apareció una copa, que iba de mano en mano, y Petronila bebió un sorbo. Alguien le entregó un pastel de habas, aunque no contenía ninguna habichuela.

Cuando se acercó a la puerta, sintió que le tocaban el brazo. Petronila se volvió, sorprendida, hacia un pequeño y extraño paje que tenía los hombros del abrigo cubiertos de nieve. El paje hizo una doble reverencia, llevó un dedo hasta sus labios y la llamó por señas.

Petronila dudó por unos instantes. Le sorprendió enormemente el descaro de aquella llamada. Se preguntó de quién sería ese paje… el vizconde era un famoso amante. Se sintió invadida por la curiosidad. Aquella era la Noche del Desgobierno, una ocasión propicia para pasar un momento alegre en la oscuridad. De repente, deseó ser amada, al menos ser cortejada, si no necesariamente ganada.

El paje la condujo afuera a través de una puerta lateral. Cruzaron el oscuro patio cubierto de nieve hacia la caseta del guardia y atravesaron la estrecha puerta. En la pequeña y desnuda habitación que había al otro lado, ardía una única vela. En cuanto Petronila entró, un hombre la abrazó por detrás.

—Leonor —dijo, volviéndola hacia él. Le arrancó la máscara que cubría su rostro y la besó apasionadamente—. He venido. Tenía que volver a verte.

La boca de aquel hombre se unió a la suya, llena de deseo, y sus manos se apretaron contra el pecho de Petronila, contra su trasero. Ella le miró a los ojos con gesto adusto, duro y frío como el pedernal. Era Enrique de Anjou.

El primer impulso de Petronila fue devolverle el beso. Se hundió en aquel fiero abrazo, excitada, dejando que aquellos fuertes brazos la envolvieran, apoyando las manos sobre su poderoso pecho. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que alguien la había besado de aquella manera. Es un toro salvaje, pensó, que puede conseguir a cualquiera que desee, a Leonor o a cualquier otra. En ese momento, recordó las palabras de Godofredo, que le decía: Él nunca duerme solo.

Aquel recuerdo la atravesó como una flecha y un velo frío se extendió sobre su cuerpo. No podía entregarse. No podía rendirse a él, ya que, de lo contrario, caería presa de su lujuria, de su ambición, y no sería más que otra de sus conquistas.

Petronila apoyó las manos sobre el pecho de aquel hombre y lo apartó de su cuerpo. Enrique no cedió fácilmente, y apartó su rostro, frunciendo el ceño.

—Estabas más dispuesta la última vez que nos vimos —dijo.

Sin duda, pensó Petronila, pero volvió la cabeza hacia él y le miró a la cara.

—En aquel momento todavía no sabía que habías llevado a otras mujeres a tu lecho, señor. Tu hermano me lo ha dicho. Has roto lo que había entre nosotros.

Petronila se soltó de su abrazo y retrocedió, cruzando los brazos por encima de su pecho y atravesándolo con la mirada, tratando de imitar a Leonor.

—Te he ayudado en tu causa —dijo—. He conservado mi fe en ti. Pero me has traicionado y ya no estoy segura de qué es lo que hay entre nosotros, Enrique.

El duque estaba boquiabierto. Petronila miró por encima de su hombro en dirección a la puerta, que estaba cerrada, asegurándose de que se encontraban a solas en aquella pequeña habitación. Luego se volvió para mirarle, a sus ojos grises y penetrantes, al duro rostro que resultaba tan atractivo como el de su padre y el de su hermano. Pero este era más fuerte y más fiero. Los músculos de Enrique se tensaron en los bordes de su mandíbula. Estaba a punto de perder los estribos. Petronila le sonrió, mostrándose indiferente a su enfado.

—No me vas a tratar así, señor. Nunca más.

Enrique murmuró algo, atrapado entre su cólera y la sorpresa que le producía su sentimiento de culpabilidad, y ella se echó a reír, mostrando su menosprecio. Enrique había pensado que ya la había conquistado, que era de su propiedad, como Anjou y Normandía. Su rostro se tiñó de rojo. El intenso color le hacía parecer mucho más joven. Su boca se cerró y sus labios se movieron arriba y abajo mientras las cejas se arqueaban sobre su nariz. Luego suavizó la mirada. Petronila se dio cuenta de que estaba tratando de encontrar alguna excusa. Luego, dijo en voz baja:

—Todo lo que has hecho por mí… aquello fue, espero, por los dos, por nuestro reino. En cuanto a lo demás… —Sus manos se enredaron en el espacio que había entre ambos—. Solo fue… ellas no me importan lo más mínimo.

—¡Ellas! —dijo Petronila, echándose de nuevo a reír, y pensando: ¿Acaso no presta atención a lo que dice su propia voz?

Petronila se volvió hacia la puerta y Enrique se interpuso en su camino, impidiéndole el paso. Un escalofrío cargado de temor le recorrió la piel. No se atrevió a dejar que Enrique se diera cuenta y le miró a la cara con el ceño fruncido.

—Tengo que irme, mi señor. No permaneceré aquí contigo, a solas, de esta manera.

—Leonor —dijo él, poniendo sus manos como si quisiera agarrarla de nuevo. Ella se preparó a luchar contra él, a gritar.

Enrique se percató de ello. Su rostro era diáfano como un espejo y Petronila se percató de todos los pensamientos que se agitaban en su interior. Se dio cuenta de que el duque había decidido no atacarla, de que había optado por emplear otra táctica. Enrique apartó los brazos y se postró apoyado sobre una rodilla.

—Perdóname —dijo—. Tienes razón y estaba equivocado. Mi corazón sólo te pertenece a ti… lo juro. Por favor. Perdóname.

Aquella repentina sumisión pilló por sorpresa a Petronila, que comenzó a tambalearse, como si hasta entonces se hubiera apoyado sobre la fuerza de aquel hombre. Luego miró aquellos duros ojos grises, preguntándose si estaba siendo sincero, y se dio cuenta, como si el mismo Enrique lo hubiera proclamado en voz alta, que se estaba limitando a decir aquello que le permitiera salirse con la suya. Pero Enrique no intentaría nada por miedo a perder Aquitania. Petronila se echó de nuevo a reír. Enrique era un embaucador, un mentiroso, no sólo un hombre fuerte, y nunca podría confiar en él, pero era un ser maravilloso.

—Eres demasiado inteligente, señor. Déjame marchar —dijo Petronila.

Enrique se quedó plantado en el sitio, pero su voz perdió fuerza, tratando de persuadirla con sus lisonjas.

—No tenía que haber venido. Tengo demasiados asuntos pendientes en el norte. Estoy tratando de reunir un consejo y necesito conseguir dinero. Todo lo que me has enviado me ayuda a conseguir el trono. Pero he pensado que la fiesta de la Noche de Epifanía es como una noche apartada del tiempo. Me encontraba a unos cuantos días de distancia —dijo, encogiéndose de hombros—. Y ya ves qué bienvenida me has dedicado.

—Esta —respondió Petronila— es la bienvenida que te mereces.

Volvió a tratar de dirigirse a la puerta, pero Enrique se interpuso y la sujetó del brazo; su mirada se encontró con la de Petronila. Decidió no intentar someterla y la dejó marchar en seguida.

—Va a haber anulación —dijo Enrique.

—Sí —respondió Petronila—. Durante la Pascua.

Petronila levantó la mano y él la soltó. Luego, impulsivamente, la joven se inclinó hacia adelante y le besó en los labios.

El beso fue bastante casto y Enrique no trató de agarrarla, pero los suaves cabellos de su barba acariciaron la mejilla de Petronila, haciendo que sus labios se separaran y sus lenguas se tocaran. En ese momento, una oleada de deseo casi invadió su cuerpo. Pero no se atrevió a hacer nada. Se apartó de nuevo de los brazos del duque y salió por la puerta.

En el oscuro patio cubierto por la nieve, el aire gélido ardía en sus mejillas. Decidió dirigirse hacia la torre y, en el arco que formaba la puerta, bajo la luz de la antorcha, se detuvo y enderezó su vestido.

Su corazón latía con fuerza bajo sus costillas. Luego se llevó los dedos a la boca. Había sentido deseos de seguir besándole. Había sentido deseos de ir mucho más allá.

Enrique no había sospechado nada… ni por un instante. Sin ninguna duda, la había tomado por Leonor.

Luego pensó: No la ama. Lo único que desea es poseer Aquitania. Recordó el poder que desprendía, que la atrajo de igual modo que había atraído a su hermana, y se preguntó si Leonor sería capaz de dominarle o si el caballero la domaría a ella como si fuera una yegua salvaje.

Cuando Petronila miró de nuevo hacia la caseta del guarda, la puerta estaba abierta, el brillo amarillo de la vela lucía débilmente y el duque se había marchado. Un poco después, se encontró con Alys, que estaba un poco embriagada, sentada junto a la escalera que conducía a la torre.

—¿Alguien ha comentado la llegada de un extraño? ¿Un hombre del norte?

Alys levantó la mirada hacia Petronila, con los ojos dilatados y oscuros, nublados.

—Mi señora —dijo, echándose a reír—. Mi señora.

Siguió riéndose como si aquello fuera el chiste más gracioso del mundo y extendió su mano. Petronila decidió no seguir intentándolo y se sentó junto a ella.

Una vez fuera de Limoges, Enrique se despojó del sombrero de peregrino que había utilizado para entrar en la ciudad, sacó a su caballo de un cobertizo que se encontraba junto al camino y se dirigió hacia el camino. Al menos había dejado de nevar. Pensó que había recorrido un largo trecho para no conseguir más que un beso. Su boca todavía lo paladeaba. Sintió que la quería más que nunca, que ella era todavía más hermosa de lo que recordaba, que su orgullo brillaba alrededor de su cuerpo como una luz dorada. Cuando se casaran, la llevaría al lecho cada vez que le apeteciera. Haría que aquella boca roja y lujuriosa emitiera un profundo gemido.

Recordó aquel cuerpo ágil y vigoroso entre sus brazos. Puede que todo el mundo la llamara ramera, que dijera que era una mujer usada, pero ante sus ojos parecía casi una doncella, fresca y salvaje, rebosante de valor.

Cabalgó hacia el camino principal que se dirigía hacia el norte, pasando por Poitiers.

Mientras lo atravesaba, divisó el campo que le rodeaba, más ondulado que Anjou o Normandía, con sus limpias aldeas encajadas dentro de sus murallas y los castillos descollando sobre los picos. Sus castillos eran más grandes que los del norte y su ubicación era mucho más favorable. También pensó que no dejaría que el vizconde de Limoges construyera aquella muralla. Frente a él, el camino se extendía sobre una amplia llanura y el valle del río se abría ante sus ojos.

Todo eso muy pronto sería suyo. Y también la mujer más hermosa que había conocido. Dirigió su caballo directamente hacia el norte, regresando a sus tierras, pero no dejó de pensar un instante en Aquitania.