26

Ruán, diciembre de 1151

La emperatriz Matilde nunca abandonó el pabellón del duque de Normandía en Ruán, la ciudad más importante de la zona. Era una mujer anciana a la que le gustaba disfrutar de las comodidades que le ofrecía aquel lugar. Por tanto, todo el mundo tenía que acudir a su presencia. Todos la necesitaban, porque gobernaba aquel lugar ahora que su hijo estaba en guerra. Por tanto, escuchaba las noticias que le llegaban de cualquier parte y eso hacía que todos la necesitaran todavía más. Justo antes de las Navidades, llegó hasta sus oídos cierto rumor que quiso creer que era falso y, por tanto, cuando escuchó que su hijo Enrique se encontraba en el norte, envió el mensaje de que este fuera a visitarla en cuanto llegara a Ruán.

Enrique se había dirigido al sur con la intención de expulsar a su hermano del último castillo que conservaba cuando el paquete procedente de Luis con destino a Esteban llegó a su poder. En cuanto leyó la carta y conoció la lista de espías de Thierry, se dio cuenta de que a Esteban ya no le quedaba ninguna posibilidad. Al pedir a Thierry su red de espías, se había situado para siempre en el bando opuesto de los hombres a los que habían espiado, que eran todos los nobles que tenían cierto poder en Inglaterra. Nadie volvería a confiar en él.

Pero, para salirse con la suya, la lista tenía que ser puesta en conocimiento de las personas adecuadas y estar acompañada por el dinero preciso. El invierno se cernía con toda su crudeza sobre la región. Tenía que planear ahora qué es lo que debía hacer la primavera siguiente, cuando se reanudaran los combates. Se olvidó de su hermano y en seguida tomó la decisión de poner rumbo a Ruán, para hacer ahí todos los preparativos necesarios.

Dos días después, cogió la carta y, acompañado de sus hombres, cabalgó hacia Ruán, pasando por un ruidoso grupo de hombres que portaba un árbol de Navidad decorado con muérdago y acebo. Aquella bulliciosa compañía, que no paraba de cantar canciones soeces y alegres ni de agitar pellejos de vino, se encontraba a casi un kilómetro de la ciudad. Sus hombres decidieron a acompañarles en el canto hasta que llegaron a las puertas de la urbe. Enrique se unió a ellos, cantando sin parar, aunque no tenía voz para ello. Le gustaba mucho la Navidad, ya que todo el mundo se reuma y eso le brindaba la oportunidad de arreglar muchos asuntos pendientes.

Una vez dentro de la ciudad, envió a sus guardias a la casa de Robert de Courcy, que se encontraba junto al río, donde se alojaría mientras se hospedase en Ruán. Su otra opción era la residencia del duque, donde vivía su madre, si no le importase que la Emperatriz controlara todos sus movimientos. Pero primero tenía que ir a visitarla. También se llevó consigo al trovador y su mujer, ya que tenía pensado ofrecérselos a su madre a modo de regalo de Navidad.

Cabalgaron a lo largo de la calle principal de la ciudad, que estaba abarrotada de carretas y burros, así como de personas que se dirigían al mercado. Los edificios de madera, con sus fachadas de cáñamo, presentaban un aspecto destartalado. Dirigió a su montura esquivando los charcos de lodo que salpicaban la calle. Mientras avanzaba, se percató de que muchas personas le dedicaban miradas cargadas de desprecio, aunque las ignoró completamente. Su padre había incendiado una parte importante de Ruán cuando la invadió unos años antes de que se hiciera con el control de Normandía, y a las gentes del lugar les desagradaba que los angevinos todavía siguieran allí. No obstante, gobernaba aquel lugar con mano diestra y ellos le obedecían. Pasó por la plaza principal, donde algunos campesinos se encontraban levantando una plataforma para albergar el desfile de Navidad, y tomó una callejuela que pasaba por delante de una vieja iglesia que conducía al palacio del duque, un edificio rodeado por una muralla hecha de piedra y mimbre.

Apostados en la puerta, los centinelas le vieron llegar y se pusieron firmes como cerrojos. Enrique atravesó la puerta a caballo, con la pareja de trovadores tras él.

Al otro lado se encontraba el patio, que estaba pavimentado con azulejos. En el exterior de la puerta del salón se encontraba su madre, sentada al sol, acompañada de dos muchachas que se encargaban de servirla, y con las rodillas tapadas con una manta.

Matilde era una mujer enjuta y seca como una rama, un verdadero saco de huesos. Enrique sabía que su madre se aplicaba algún producto en el pelo para mantenerlo oscuro. Su piel lucía un tono amarillento, semejante a los dientes envejecidos. Solía enfermar con frecuencia, aunque en aquel momento presentaba un aspecto sano y le brillaban los ojos. Su voz seguía siendo fuerte. En cuanto clavó la mirada en Enrique gritó:

—Bueno, señor mío. Me he enterado de que has estado hostigando a tu hermano.

—Se lo merece —dijo Enrique.

Luego desmontó y le entregó las riendas del caballo a un mozo de cuadras. Lanzando una mirada al trovador para indicarle que se mantuviera donde estaba, avanzó por el patio y dedicó una reverencia a su madre, despojándose del sombrero. Había adoptado la costumbre de colocar en su tocado una ramita de retama, tal y como hacía su padre.

—¿De qué me quieres hablar?

—¿Qué es eso que he escuchado acerca de ti y de esa malvada francesa? Corre el rumor de que se ha interesado por tu persona. No deberías mezclarte con una mujer como esa; te hará caer en desgracia.

—No es francesa —dijo él. Luego miró a su alrededor para ver quién podría estar escuchando… había docenas de personas en las proximidades. Las dos muchachas que se encontraban detrás de la silla de su madre lo miraban atentamente por el rabillo del ojo. En sus anteriores visitas se había acostado con una de ellas y lo había intentado con la otra. Decidió que aquellas Navidades también conseguiría yacer con la segunda.

—No te acerques a esa arpía. Hará contigo lo que ha hecho con el pobre Luis. Nunca sabrás si tus hijos son realmente tuyos.

Enrique levantó lentamente la mirada hacia las muchachas. Quería que su madre no se entrometiera en su camino. Pensó en hablarle de las cartas, de las confabulaciones entre Luis y Esteban para dividir a los barones ingleses, quienes nunca dejarían que ningún hijo de Esteban subiera al trono. Enrique pensaba que ahora era rey de Inglaterra por pleno derecho, aunque no pudiera portar la corona, por culpa de esa arpía. A su espalda, escuchó los primeros tonos bajos del laúd y miró por encima de su hombro. El trovador se había sentado en un lado del patio, no muy lejos de él, y estaba inclinado sobre el instrumento. Su esposa se encontraba detrás de él, apoyando una mano en su hombro.

Enrique se volvió hacia su madre.

—Quiero convocar un consejo en primavera con el fin de planear otro ataque sobre Inglaterra.

Decidió no decirle nada de la carta. No había ninguna razón para contarle más de lo que ya sabía.

La anciana levantó la barbilla. Aquella mujer le había ayudado en su lucha por Inglaterra. Extendió una mano y la muchacha que se encontraba a su izquierda, la que se había acostado con Enrique, le alcanzó una jarra. La otra muchacha, su siguiente presa, se adelantó con una copa.

Matilde se llevó la copa hasta los labios, bebió de ella y la bajó. Las muchachas volvieron a ocupar sus puestos detrás de la silla.

—¿Quieres convocar otro consejo? —dijo la Emperatriz—. Te recuerdo que nadie vino al último que celebraste el otoño pasado. Bebe.

Enrique tomó la copa.

—Vendrán a este. Necesito construir otra flota.

El duque había calculado que podría llegar a reunir tres mil hombres, una cifra que consideraba suficiente. El problema era cómo llevarlos hasta Inglaterra.

—No tenemos dinero —dijo su madre, juntando las yemas de los dedos—. Dime por qué piensas que esta vez te saldrás con la tuya, sobre todo cuando ya has fracasado dos veces.

La anciana giró la cabeza mientras hablaba, depositando la mirada sobre el trovador.

Enrique le dedicó un bufido. La Emperatriz llevaba planificando esa empresa desde que él era un niño. Sólo estaba divirtiéndose a su costa, algo que molestaba a Enrique sobremanera. El duque apuró el resto de vino que quedaba en la copa.

—La primera vez que lo intenté tenía nueve años —dijo, depositando la copa en el suelo. La carta que había interceptado la convencería, pero todavía no estaba dispuesto a contarle nada—. Necesito dinero.

Su madre se encogió de hombros e hizo una mueca. Sus dedos se movieron caprichosamente sobre la manta que le cubría las rodillas. Su mirada volvió a desviarse hacia el trovador, que estaba tocando algo dulce y complejo, inspirado en muchas de las canciones que había escuchado cuando pasó por delante de los campesinos que decoraban el árbol de Navidad. La mujer comenzó a cantar.

—Consigúeme el dinero —dijo Enrique. Su madre tenía amigos entre los judíos. También tenía amigos entre los ingleses.

—No me darán un céntimo hasta que demuestres que puedes salirte con la tuya en algo.

—¿Y qué he estado haciendo desde que murió mi padre? He conquistado todo Anjou salvo Mirebeau, dejando que se lo quede Godofredo por el amor que siento por ti —dijo, haciendo a su madre un gesto con la cabeza; quería recibir cierto reconocimiento por ello—. He conseguido hacerme con el poder en Normandía. He llegado a un acuerdo con Luis. Se va a mantener al margen de la guerra con Inglaterra e, incluso, me va a ayudar a defender el este. Si construyo una flota esta primavera podría hacerme a la mar este mismo verano —prosiguió. La navegación hacia el oeste por las estrechas aguas del Canal siempre era una empresa difícil, ya que el viento siempre soplaba en contra y reinaba un fuerte oleaje. Si Luis cumplía el acuerdo, dispondría de todo el año para aguardar a que llegara el momento adecuado. Pero no quería esperar todo un año, ni siquiera un mes—. Necesito cincuenta barcos.

Podría coronarse rey las próximas Navidades, pensó.

—Deberíamos encontrar una novia para ti —dijo ella—. Tal vez una princesa danesa.

—Yo me ocuparé de eso, madre —respondió Enrique.

—Entonces es por ella, ¿no es así? Se trata de esa ramera occitana. Es mucho mayor que tú —dijo su madre. Luego ahuecó la manta sobre su regazo, clavando la mirada sobre sus dedos nudosos—. Es cierto que yo también era más vieja que tu padre. Pero al menos sabía perfectamente cuál era el lugar que debía ocupar una mujer. Le odié durante veinte años, pero nunca hice el menor intento de anular nuestro matrimonio —prosiguió, arrastrando la voz y desviando la mirada hacia la música—. Estuve a punto de asesinarlo una vez.

Enrique se echó a reír. No dudó lo más mínimo de las palabras de su madre. Los primeros recuerdos que tenía de sus padres eran sus constantes peleas encarnizadas.

—No tengo intención de casarme.

—Oh —dijo la Emperatriz, volviendo la mirada hacia él, con la voz ligeramente más suave—. Estupendo.

—Todavía… —concluyó Enrique, echándose de nuevo a reír y guiñando un ojo a la chica.

Pero en ese momento estaba pensando en Leonor. Comenzó a sentir que no tenía intención de mostrase agradecido a Leonor por su trono. Luego lanzó un profundo suspiro. Quería estar sobre ella, quería tenerla debajo, que esa larga cabellera rojiza se envolviera por entre sus muñecas.

Su madre le dedicó una mirada penetrante, cargada de ira. Tal vez había percibido algo en el rostro de su hijo, pero se limitó a decir:

—Di a los músicos que se acerquen, así podré escucharlos mejor.

—Te gustan, ¿eh? —dijo Enrique. Entendía muy poco de música, pero le parecía que sonaban muy bien.

—No puedo saberlo —dijo su madre— hasta que no los pueda escuchar bien.

Su voz estaba cargada de un tono de agravio, como si su hijo estuviera presumiendo. Enrique nunca había escuchado ningún elogio en boca de su madre, ni hacia él, ni hacia ninguna otra cosa o criatura. Pero el gesto de la anciana se suavizó cuando se volvió para escuchar la música y su rostro se cubrió de cierto aire de melancolía. Enrique se volvió e hizo una señal con la mano al trovador y a su esposa para que se acercaran.

El duque se marchó del palacio y la Emperatriz ordenó a Claire y a Thomas que entraran en el salón. Aquel lugar era como un granero, ventoso y vacío, salvo por algunos estandartes que colgaban de las paredes. Claire pensó que lo habían construido recientemente o que lo acaban de reformar y todavía no habían tenido la oportunidad de decorarlo como era debido. Mientras los sirvientes se agolpaban a su alrededor, Thomas y ella se sentaron en un pequeño banco, que descansaba cerca de la silla de la Emperatriz, y comenzaron a tocar. El trovador hizo sonar algunas notas. Luego se incorporó y se sentó en el suelo, a los pies de la Emperatriz, con las piernas cruzadas y el laúd apoyado sobre su regazo.

Primero tocó la canción de la reina, extraída de su larga historia del caballero de los pesares, para después continuar con la canción de Tristán. Thomas estaba teniendo algunos problemas con las cuerdas, deteniéndose a menudo para afinarlas. Mientras se afanaba con los trastes y las clavijas, Claire estudió a la anciana que descansaba sobre su asiento.

La Emperatriz lucía una larga y elegante túnica, tan fina como cualquiera de las que tenía Leonor, y muchas más joyas que esta. Alrededor de su cuello colgaba un enorme collar de oro y cuarzo rosado, y en su cabello, en sus muñecas y en sus dedos, así como en sus orejas, llevaba más colgantes y joyas. Pero su rostro era afilado como un cuchillo, su piel crujía como las hojas secas y su mirada era despiadada. Claire se fijó en aquella pequeña boca con sus finos labios, siempre curvados hacia abajo en las comisuras, y pensó que no le gustaría servir a una mujer así.

Luego pensó, con cierta sorpresa: Ahora ya no soy una sirvienta, ni siquiera de Leonor, y sintió una maravillosa sensación de satisfacción ardiendo en su pecho.

Thomas se volvió hacia ella.

—Probemos algo nuevo. Quiero que interpretes la canción de la reina.

Obedientemente, la muchacha se incorporó, levantó la cabeza y comenzó a entonar las primeras notas; lentas y ensoñadoras, podrían ser tristes o alegres. Le gustaba mucho tratar de hacer que parecieran felices y tristes al mismo tiempo. El laúd sonó bajo su voz durante unas cuantas notas y, a continuación, Thomas comenzó a cantar.

Pero estaba entonando la canción de Tristán, entremezclándola con la suya. Eran dos canciones distintas y, sin embargo, armonizaban perfectamente. Se separaban y se volvían a unir inspirando una dolorosa dulzura. Claire se sorprendió y bajó la mirada hacia el músico, encontrando su mirada clavada en ella. Claire le cantó a él y él le cantó a la Emperatriz, y la canción sonó, en cierto modo, diferente, rica y profunda, tierna y palpitante. Thomas le dedicó una sonrisa y la joven apoyó su mano en el hombro del trovador.

—¿Dónde has encontrado a esta gente? —preguntó la Emperatriz.

—Me alegro de que te guste —dijo Enrique.

—Ciertamente —asintió ella—. Estaba pensando que necesitan un tambor. Pero están por encima del nivel habitual que se encuentra en el país —prosiguió, tocándose la nariz con su largo dedo—. ¿De dónde proceden?

Enrique estaba escuchando a los músicos, que eran realmente buenos. La mujer también era hermosa, y joven, con unas maneras refinadas.

—Por lo poco que he visto de él, creo que el tañedor de laúd es de Gales. Su esposa es francesa, pero… —dijo Enrique, que no quería seguir hablando del tema—. No tengo la menor idea.

Su madre no pensaba dejarle escapar.

—¿Cómo diste con ellos?

Enrique se encogió de hombros.

—Alguien me los envió. Tengo muchos asuntos de los que ocuparme, madre. Te veré en la cena. Mañana. Cuida de mis músicos, puesto que tanto te gustan.

—No he dicho…

Pero Enrique ya se había dado la vuelta. Le dedicó una amplia reverencia, para compensar su huida, y salió rápidamente por la puerta.

Claire y Thomas vivían en el salón del duque y tocaban para la Emperatriz dos o tres veces al día, pero Enrique no volvió a hacer acto de presencia. La Emperatriz les entregó un saco con dinero y luego otro más. Claire se hizo cargo de ellos. Se encontró con el administrador y habló con él sobre la posibilidad de proporcionarles un lugar donde pudieran estar a solas. Se acercaban las fiestas, con sus misas y sus desfiles y el enorme árbol de Navidad en el centro del salón. Sin embargo, no había el menor rastro del joven duque. Un día, de repente, la Emperatriz llamó a Claire para que fuera a su tocador, que se encontraba detrás del salón.

Claire no podía negarse a obedecer una orden de la Emperatriz, tanto si era una sirvienta como si no, y entró en el tocador. Era un lugar mohoso y cálido gracias al calor que desprendían los braseros, que estaban rodeados de algunos objetos personales de la anciana: ropa de cama gruesa, chales y muebles, todos ellos con un nauseabundo olor a perro. La Emperatriz se sentó y Claire le dedicó una reverencia.

—Te llamas Claire, ¿no es así?

—Sí, madame —respondió y, al percibir la mirada dura de la anciana, rectificó rápidamente—. Majestad.

—Dime —dijo la Emperatriz, llevando su mano huesuda hasta los labios—. Fue la reina de Francia la que te envió a mi hijo, ¿verdad?

Claire se puso tensa, pero conservó la compostura. Debes ser honesta, pensó, en un instante. Decir una mentira le habría traído un montón de problemas, así que respondió:

—Sí, Majestad. Pero no me envió a mí. Sólo he venido con mi marido.

—¿Ese estrafalario tañedor de laúd es tu marido? Pero si eres una muchacha de buena cuna. Se nota en tus maneras, en tu forma de hablar.

—Thomas es mi marido, Majestad. No tengo otra familia.

Lo cual, en aquel momento, era realmente cierto. Aunque su padre supiera o le importara dónde estaba, no iría en su busca después de aquello.

Los ojos de la Emperatriz eran como abalorios.

—Pero has venido de Poitiers.

—Estuvimos en Poitiers, Majestad, antes del Adviento —dijo Claire, manteniendo la figura erguida, tal como hacía cuando cantaba. Sabía que estaba a punto de suceder algo. Era la tercera prueba, pensó.

—¿Viste allí a la reina de Francia?

—Sí, Majestad. Y también al rey. Mi marido tocaba para él en su corte.

—Sí. No fue buena idea por su parte dejarlo marchar. Dicen que, por obra de todos sus pecados, la reina tiene un fino oído para los músicos. Dime… —prosiguió la Emperatriz, inclinándose hacia ella, con las yemas de los dedos apoyadas en la barbilla—. Dicen que es una mujer muy descarada y poco femenina, una ramera ligera de cascos, que se abriría de piernas delante de cualquier hombre. ¿Qué piensas de ella?

Claire parpadeó unos instantes y sus ojos se apartaron de los de la Emperatriz. En ese momento cayó en la cuenta de que sabía lo que la anciana tanto quería escuchar, la razón perfecta por la cual su hijo no debería casarse con Leonor.

Había guardado ese secreto durante todo ese tiempo, de manera inconsciente. Hasta ese momento, cuando le vino a la mente como un dragón que emerge de una oscura cueva: portaba un verdadero tesoro.

Y ahora, sorprendentemente, no sentía el menor interés por él. Ahora tenía todo lo que deseaba: Thomas, las canciones y una vida independiente. Suavizando el gesto de su rostro, volvió a mirar a la Emperatriz.

—No sé nada de ella, Majestad, salvo que es hermosa, inteligente y rica —dijo Claire.

—¿Nada? —La anciana echó hacia atrás la cabeza, frunciendo el ceño—. ¿Cuánto tiempo pasaste allí?

—No sé nada, Majestad.

—¿La viste en la corte? ¿En su cámara?

—Sólo en la corte, Majestad.

—¿Alguna vez viste a mi hijo con ella?

—¿En Poitiers? No, Majestad.

—¿Entonces en alguna otra parte? —dijo Matilde, recalcando sus palabras.

—En París, Majestad. Hace ya mucho tiempo.

—Entonces estuviste allí con la reina.

—Majestad, no soy más que la esposa de Thomas.

—No te creo.

—Majestad…

La anciana lanzó un gruñido de desaprobación al ver que había fracasado en su propósito, y miró fijamente a Claire.

—Después de todo, eres insignificante —dijo—. Vete, no me sirves para nada.

Claire se puso en pie, hizo una reverencia y salió del tocador, dando ligeros brincos mientras caminaba.

Había pasado la tercera prueba. Había salido victoriosa, aunque no sabía de qué. A lo lejos, sobre el nevado pavimento, se encontraba Thomas, sonriéndole. Claire corrió feliz hacia él.

Más tarde dijo:

—Quiero regresar a Poitiers.

—¿Por qué? ¿Qué te ha dicho?

—Nada. No gran cosa. Simplemente echo de menos Poitiers. Me gusta estar allí.

—En ese caso, nos iremos. Pero no ahora. El clima es poco propicio para viajar. Lo haremos en primavera. Pero hay algunos sitios a los que me gustaría ir primero.