Limoges, diciembre de 1151
Leonor había decidido cambiar toda la habitación, así que pidió a Marie-Jeanne y a Alys que se pusieran manos a la obra y, a continuación, liberada de toda tarea que llevar a cabo, se sentó junto a la ventana y dejó algunas migas de pan a los pájaros sobre el alféizar. Petronila se encontraba en la estancia, esperando a que los pinches de cocina regresaran con el vino y los pasteles de Adviento. Con cierto recelo, Leonor observó que el aspecto de su hermana había cambiado de alguna manera. Estaba ahora más erguida que antes. Siempre se había parecido, en cierto modo, a un ratón y caminaba con los hombros encogidos, lo cual le hacía parecer una persona diminuta y dócil. Pero se había convertido en una mujer muy hermosa, en la misma medida que Leonor cada día resultaba menos agraciada.
A pesar de su tamaño, le invadió la sensación de que cada vez era más invisible para todos. Los demás atendían con mayor frecuencia a Petronila, la verdadera reina, dejando a Leonor apartada en un rincón, anclada por el abultado lastre que suponía cargar con un bebé, ignorada y olvidada por todos. Trató de luchar contra la desacostumbrada sensación de la envidia: ella, que nunca había conocido rival. Comenzó a sentir punzadas en las piernas y cambió de posición en su asiento. Las cosas tienen que ser así, se dijo a sí misma. Petronila le estaba ahorrando muchos sufrimientos y le evitaba tener que mostrarse en público, evitando con ello que su buen nombre quedara expuesto al ridículo y a los rumores. Pero una fría sensación de celos invadió su corazón como si se tratara de un espinoso brezo.
Llegaron los pasteles, esparciendo sus aromas picantes por toda la habitación. Los dos pajes colocaron los dulces alrededor de la mesa baja, que estaba preparada en mitad del brasero de la torre. El aroma de las especias orientales se mezcló con el del humo. Leonor se dio la vuelta para mirar a los pájaros, deshaciendo el pan entre sus dedos.
De repente, todos los pájaros echaron a volar emitiendo un diminuto ronroneo con el batir de sus alas. Luego, se escuchó un brusco golpe en la puerta y todos se giraron hacia allí. Petronila miró a Leonor, dubitativa, demostrando que al menos en su presencia no se atrevía a representar el papel de reina, y su hermana le hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Es de Rançun… dejadle pasar —dijo, mirando más allá de su hermana, hacia Alys—. Dejadle pasar.
Alys abrió la puerta y el caballero entró en la estancia a toda prisa, con el rostro encendido. Pasó por delante de Petronila y se postró con una rodilla ante Leonor.
—El rey ha anunciado la celebración de un consejo con la intención de declarar la anulación de vuestro matrimonio. Será en Beaugency, durante la Pascua. Está decidido, Majestad. Thierry se ha retirado apresuradamente a sus tierras —dijo, y su sonrisa se extendió a lo largo de su atractivo rostro bañado por el sol—. Y vos y vuestra corte podréis regresar a Poitiers, después de la Navidad, y esperar allí, hasta que se reúna el consejo. Habéis ganado. Sois la duquesa de Aquitania y nadie manda sobre vos. Seréis libre para casaros con quien deseéis.
Leonor dejó escapar un grito de alegría, como si fuera una campesina interpretando una danza. Las damas de compañía comenzaron a lanzar gritos de alegría. En medio de todo, Petronila se volvió y sonrió a su hermana; sus miradas se encontraron. Las sospechas de Leonor se habían desvanecido. Después de todo, se había portado como una tonta, inventando un problema donde no lo había. Se levantó de su asiento, con los brazos extendidos, para abrazar a Petronila y celebrar la victoria.
De inmediato sintió un fuerte espasmo por todo el cuerpo, haciendo que se tambaleara y obligándole a sentarse de nuevo en su taburete. Dobló el cuerpo, cruzando los brazos por encima de su vientre y lanzó un gemido de dolor que la hizo sacudirse.
Las damas de compañía corrieron a atenderla.
—¿Qué te sucede? ¿Ya llega? Oh, Dios mío… —gritó Petronila.
Leonor se enderezó. El dolor que le hizo retorcerse había desaparecido por unos instantes.
—Tráeme… —dijo, cerrando los ojos. Todo lo que le rodeaba se había venido abajo. Sintió cómo el caballero la cogía y la llevaba fuera y luego se sumergió en un mar oscuro y lleno de dolor.
Era demasiado pronto, demasiado pronto. Si nacía ahora, el bebé no podría vivir y ella, probablemente, tampoco sobreviviría. Era demasiado pronto.
Su cuerpo se había convertido en un amasijo de dolor, calambres y sangre. Sentía en sus carnes la humedad de la sangre que emanaba de sus entrañas.
—Leonor —dijo su hermana—. Bebe esto. —La reina hizo un gran esfuerzo por levantar la cabeza—. Toma.
Un paño húmedo tocó sus labios y lo chupó, saboreando las hierbas.
Volvió a tensar el cuerpo para recibir el siguiente insoportable y demoledor pinchazo de dolor. Escuchó cómo las damas de compañía hablaban a su alrededor, pero lo único que le importaba en aquel momento era el dolor que le invadía. Le trajeron vino y lo vomitó. Luego la sacaron de la cama para cambiar la ropa, ya que las sábanas estaban manchadas de vino y sangre.
Dejó escapar un nuevo gemido, sintiendo que la oscuridad la envolvía en un manto de humedad y hedor. Durante toda su vida había hecho lo que había deseado y ahora tendría que pagar por ello, tendría que pagar por todos sus pecados y saldar todas las cuentas que tenía pendientes. Todos se arremolinaron alrededor de su cama como si se tratara de una reunión de abominables y diminutos gnomos que extendían hacia ella sus sucias manos. Se echó a temblar pensando en la proximidad del momento en el que tendría que entregar su vida para pagar sus terribles deudas. Todo su cuerpo comenzó de nuevo a latir y a retorcerse, y sintió cómo un nuevo torrente de sangre resbalaba por sus muslos.
Alguien le estaba dando a cucharadas un brebaje de sabor desagradable y escuchó voces a su alrededor.
—¿Ha perdido el bebé?
—No, no —dijo una extraña y oscura voz de mujer del sur—. El niño está donde debe. La poción debería mingar los dolores. Es una mujer fuerte y el bebé es sano. Dios está con ella.
Leonor se quedó con esa última frase. Dios estaba con ella. Era una mujer fuerte. Se negaba a morir. Había soñado y arriesgado demasiado como para acabar sus días de aquella manera. Marie-Jeanne agarró con fuerza su mano y la besó. Otro pinchazo cargado de dolor hizo que todo su cuerpo se retorciera. Leonor cerró los ojos, aferrándose a la vida, haciendo acopio de todas sus energías a cada espasmo de dolor que le sobrevenía.
La mujer desconocida se había marchado. Marie-Jeanne y Alys le trajeron su comida. Pero no vio a Petronila. Comió algo y esta vez no lo devolvió. Luego bebió un poco de vino con más hierbas. Lentamente, se dio cuenta de que ya hacía tiempo que no tenía pinchazos.
—Petronila —dijo, haciendo un esfuerzo por levantar la mano, por decir a su hermana que se había acabado—. Petra. ¿Dónde está mi hermana?
—Mi señora… se fue a la iglesia… pensó… que la gente comenzaría a murmurar… —dijo Alys, metiendo dulcemente la mano de la reina bajo la ropa de cama—. Dormid, mi querida y buena señora.
Petra. Se ha marchado para hacerse pasar por mí. Se fue de nuevo a ocupar mi lugar. La vieja sospecha regresó con más fuerza para alimentar su fatiga como una llama sobre la hierba seca.
Podría ocupar tu lugar, había dicho Petronila delante de todo el mundo.
Todo volvió a cobrar un nuevo orden a su alrededor. Las palabras que su hermana había proferido, lo que había hecho, lo que Leonor le había dejado hacer. Sintió que estaba resbalando, cayendo, dejando un espacio tras de sí, que Petronila había ocupado por su propio derecho. No, no dejaré que me lo arrebate. Sin embargo, poco a poco se estaba sumiendo en un profundo sueño, exhausta, mientras las damas de compañía murmuraban alrededor de su lecho.
La iglesia estaba desvencijada y oscura. En Navidad, era costumbre encender todas las velas. También todas las estatuas, las vasijas y los cuadros quedarían despojados de sus velos, mostrándose gloriosos y resplandecientes, para dar la bienvenida al Cristo recién nacido.
Oh, ven, oh, ven, Emanuel…
Petronila se sintió cómoda en la oscuridad. Había dejado a los demás con Leonor y, por tanto, podía ser ella misma, allí, a solas. Se inclinó para rezar, suplicando por la vida de su hermana.
No podía dejar de recordar el momento que había vivido en la habitación de la torre en el que habían recibido la noticia de su liberación y en el que Leonor se había venido abajo. Aquello era una especie de advertencia, pensó. Un mensaje divino. De alguna manera, Leonor tendría que pagar por lo que había hecho. Y si no era Leonor, entonces seguramente tendría que hacerlo Petronila.
No encontró el valor suficiente para pensar en lo que sucedería si Leonor falleciera. Perder a su hermana no sería más que el principio del fin. Quedaría atrapada. Recordó con amargura lo mucho que había disfrutado fingiendo ser Leonor. Ahora deseaba desesperadamente poder acabar cuanto antes con todo aquello. Rezó por Leonor, por el bebé de su hermana, pero no rezó por su propia suerte. En aquel momento, se había olvidado de sí misma.
Pensó en su hermana: en sus ojos verdes y brillantes, en su risa, en su rostro encendido por la excitación, llena de vida. Suplicó a Dios por la vida de su hermana, incapaz de pensar en nada digno que ofrecerle a cambio.
A continuación, acompañada de sus cuatro caballeros, salió al patio que se extendía por delante de la iglesia y de Rançun le ayudó a subir a la silla de montar. El caballero no quiso mirarla a los ojos y, por su aspecto, se diría que se sentía abatido y desdichado. Petronila cogió las riendas. Después de pasar varios días descansando en el establo, el caballo bereber se mostraba dócil y ella comenzó a pugnar con él tirando de las riendas sin prestar atención a la multitud de extraños que avanzaban hasta ella, hasta que de Rançun lanzó un grito.
—¡Abrid paso! ¡Dejad paso a la reina!
Petronila giró la cabeza para mirar, con el caballo finalmente sometido a la voluntad de sus correas. Godofredo de Anjou, montado sobre un enorme bayo semental le bloqueaba el paso. Una media docena de hombres ataviados con abrigos de intenso color rojo se agrupaban en la estrecha puerta que se levantaba a sus espaldas. De Ranqun todavía se hallaba detrás de ella, acompañado de los demás caballeros, y Petronila se encontraba a solas delante del joven angevino.
Todo su cuerpo se encogió. Los ojos de Godofredo de Anjou brillaban como la cabeza de un clavo, con la mirada fija en aquella mujer como si fuera un rayo de luz. Petronila sintió cómo los ojos del joven se clavaban en ella y le sometía a un profundo escrutinio sin siquiera parpadear y pensó: Lo sabe todo. Luego, montado en su caballo negro, de Rançun cabalgó junto a ella y gritó de nuevo a Anjou:
—¡Despejad el camino!
Anjou ignoró su orden. El joven habló a Petronila, inclinándose un poco hacia adelante, implorando.
—Me habéis obligado a hacer esto, Leonor. No queréis verme… no respondéis a mis notas…
Los hombres que se encontraban detrás de él comenzaron a avanzar, con la mirada fija en de Rançun y las manos apoyadas en sus espadas.
Petronila dio un respingo, sintiendo cómo el miedo ascendía por su garganta y la invadía una apremiante sensación de premura. No podía permitir que lucharan. No podría verse atrapada entre ellos. Tampoco podía consentir que Anjou se impusiera a ella. Pero la única manera de salir de aquel atolladero era pasando por encima de aquel muchacho que estaba subido a lomos de un imponente semental y, de repente, pensó en cómo Leonor manejaría aquella situación y se lanzó hacia adelante.
—Por la sangre de Dios —gritó, furiosa, con la misma furia que habría demostrado su hermana—. ¡Cómo os atrevéis! ¡Apartaos de mi camino, señor! ¡Cómo os atrevéis a cerrarme el paso!
El rostro de Anjou estaba encendido y brillante, cargado de intenciones.
—Quiero que vengáis conmigo… sólo unos instantes… dejad que os muestre mi corazón…
Petronila sabía que aquello lo echaría todo a perder y el creciente pánico hizo que su cuerpo se echara a temblar. El caballo bereber comenzó a danzar bajo su cuerpo, resoplando con fuerza. Petronila se concentró de lleno en su dramatización de Leonor, el único refugio que le quedaba.
—¡Apartaos de mi camino! —gritó, dirigiendo el caballo bereber directamente hacia él, en dirección a la puerta.
De Rançun avanzó a su lado y el resto de su corte se apresuró a seguirla. Anjou dudó unos instantes y, por un momento, Petronila pensó que se quedaría quieto, que la agarraría y la llevaría consigo; pero el joven apartó su caballo con un movimiento de las riendas y extendió un brazo para contener a sus hombres. Mientras pasaba a su lado, Petronila sacó el cuerpo de la silla de montar para mirarle a la cara.
—Y meteos esto en la cabeza, señor… no quiero volver a veros.
El muchacho se sonrojó hasta la raíz de sus rubios cabellos, pareciendo repentinamente ser más joven de lo que ya era. Petronila pasó por delante de él. Frente a la puerta de salida, todavía se apostaban algunos hombres de Anjou, pero de Rançun se colocó delante de Petronila en un par de zancadas y gritó:
—¡Abrid paso a la reina de Francia!
Los angevinos se agruparon de nuevo en el patío. Petronila dejó que el caballo bereber saliera trotando a toda velocidad por la puerta, en dirección al espacio abierto de la calle. Estaba sudando profusamente bajo su cofia y le dolían las manos. De Rançun pasó por delante de ella para encabezar la comitiva y, mientras la sobrepasó, le dedicó una sonrisa de aprobación.
Los caballeros se pusieron a su altura. La corte se colocó alrededor de ella y, envuelta en un reconfortante enjambre de hombres armados y a caballo, cabalgó a través de una multitud de ojos curiosos, avanzando por el puente que cruzaba el río. En la calle que se extendía al otro lado, los niños se entretenían deslizándose por el empedrado sobre enormes trozos de hielo y de Rançun y sus hombres se adelantaron para apartarlos del camino de la reina. Petronila dejó que el caballo ascendiera a su propio paso por los empinados y resbaladizos adoquines, con la cabeza agachada y las pezuñas golpeando con fuerza el suelo helado.
Leonor, pensó. Leonor, ya casi he llegado.
Una vez en la puerta del castillo, desmontó deslizándose en los brazos del caballero de Rançun. Por unos instantes sus ojos se encontraron. Petronila vio en él el mismo pánico que sintió en su cuerpo. Girándose, se dirigió a toda velocidad a la torre, para subir y ocupar de nuevo el lugar que le correspondía junto a su hermana. Justo cuando estaba ascendiendo por la escalera se cruzó con Alys, cuyo rostro se mostraba resplandeciente.
Petronila la sujetó por las muñecas. El gesto alegre de la mujer le delató lo que quería saber antes de que preguntara, tragando saliva.
—¿Cómo está mi hermana?
—Se está recuperando. No ha perdido al niño —dijo Alys, arrojándose en sus brazos mientras se abrazaban—. La reina está comiendo. Tiene los ojos abiertos y quiere vino.
Luego besó a Petronila y se soltó, bajando por las escaleras, mientras Petronila se precipitaba a toda velocidad hacia la habitación de su hermana.
Todas las mujeres que había allí se arremolinaban alrededor de la cama. Petronila se abrió paso entre ellas, se desplomó sobre el lecho junto a Leonor y puso su mano sobre la de su hermana. Con la cabeza apoyada sobre la almohada, el rostro demacrado de Leonor se volvió hacia ella.
—Disfrutaste de la música, ¿verdad?
No era más que un susurro. Leonor estaba pálida como la ceniza y los ojos se habían teñido de sombras como el polvo del carbón. Su voz sonaba agotada y entrecortada, pero parecía tener mejor aspecto que en los últimos días.
Petronila se echó a reír, invadida por una sensación simultánea de impotencia y alegría. Luego agarró la mano de su hermana.
—Oh, Leonor, te encuentras bien. Gracias a Dios. Gracias a Dios. Es una señal, Leonor…
Las lágrimas resbalaban abundantemente por su rostro. Levantó una esquina de la ropa de cama y se enjugó los ojos.
Leonor emitió un sonido escéptico.
—Sí, si hubiera muerto habría sido toda una señal.
Petronila apretó la palma de la mano de Leonor contra su rostro.
—De hecho, es una señal. Indica que Dios está de nuestro lado —dijo. Luego se incorporó, retirando las manos. Vio en los ojos huecos de su hermana la necesidad de contestar—. No, no digas nada. Descansa.
Leonor torció la boca. En aquel momento había más color en su rostro que cuando Petronila entró en la estancia. Cerró los ojos y movió la cabeza sobre la almohada.
—Que signifique lo que sea.
Petronila se incorporó, avanzó por la habitación y dejó que las damas de compañía le despojaran de su ropa. Sin lugar a dudas, aquella señal también iba dirigida a ella, pensó. Había rezado y Dios le había respondido. Dios también estaba de su parte. Había hecho bien en hacer lo que consideró que era adecuado. Se sintió relajada como no lo había estado en mucho tiempo, y aliviada.
—Decidme que os encontráis bien, mi señora.
—Oh —dijo Leonor, apartando la mirada. Se encontraba sentada en mitad de un anillo de braseros. Era el primer día que había salido de la cama desde que cayó enferma—. Me encuentro bien, Joffre.
El caballero parecía muy serio. La reina le sonrió para hacer que estuviera de mejor humor.
—No ha sido nada. Sólo problemas de mujeres. Pero ya pasó todo. Lo realmente importante son las noticias que me trajiste aquel día. ¿Te alegras por mí, ahora que voy a librarme de Luis?
El caballero apartó uno de los braseros y se sentó sobre sus talones delante de ella, para ponerse a su altura.
—Me alegro mucho —dijo—, me siento sincera y completamente feliz, como muy bien sabéis, mi señora. Pero también sois consciente de que debéis casaros de nuevo.
Leonor lanzó un bufido al escuchar algo tan evidente.
—Sí. Aquitania está lleno de barones pendencieros. Necesitaré a alguien que les sacuda en la cabeza.
—Quiero que os caséis conmigo —soltó de Rançun.
Leonor se echó a reír, sorprendida.
—Oh, muy inteligente por tu parte. Voy a gobernar sobre mis nobles pendencieros y celosos casándome con uno de ellos. Eso no puede funcionar, viejo amigo —dijo. Luego se detuvo; el rostro del caballero se estaba tiñendo de color rojo oscuro y la reina se dio cuenta demasiado tarde de que no compartía su opinión. Luego soltó otra risotada medio ahogada—. Joffre —dijo, poniendo su mano sobre la del caballero—. Joffre. No puedo hacer eso. Todos los caballeros de Aquitania se rebelarían —dijo. Luego, bruscamente, para que no le respondiera, prosiguió—: No hablemos más de esto.
De Rançun levantó la cabeza. Alguien se acercaba desde la escalera y el caballero se puso rápidamente de pie y se apartó. Leonor percibió que se sentía ofendido, irritado, celoso y desgraciado, incluso cuando le dio la espalda, y sintió que una pequeña punzada de culpabilidad se clavaba en su corazón. En cualquier caso, arreglaría las cosas con él. Pero sabía que no había forma de resolver aquella situación, salvo darle lo que él quería, algo que no estaba dispuesta a hacer. De Rançun se volvió y bajó por las escaleras, pasando por delante de Alys y Marie-Jeanne, y desapareció.