24

Sur de Le Mans, diciembre de 1151

Enrique levantó la mirada del andrajoso pedazo de papel que tenía entre las manos. Se encontraba saliendo por la puerta cuando aquel hombre, de repente, se acercó a él. Volvió a recorrer el patio con la mirada, todavía invadido por la cautela. A su alrededor sólo se encontraban sus propios hombres. Bajó la vista hacia la nota. En ese momento cayó en la cuenta de que era la primera vez que veía la caligrafía de la reina. Podría tratarse de una falsificación. Luego dijo al hombre de aspecto rudo que se encontraba delante de él:

—¿Dónde has conseguido esto?

—En Poitiers, mi señor.

—¿Quién te lo dio?

—La reina, la señora de Aquitania —dijo, y su voz se tiñó de un repentino orgullo. Miró a Enrique a los ojos y no le concedió la menor muestra de deferencia.

—Las personas con las que viajabas… ¿dónde se encuentran ahora?

—Cuando me separé de ellos, se dirigían hacia el camino de Boulogne.

Enrique se convenció de que aquel hombre decía la verdad. En cualquier caso, no le quedaba otra opción. Se dio la vuelta, miró al paje que esperaba a sus espaldas y lo envió en busca de Robert de Courcy. Luego plegó el papel rápidamente por la mitad. Ojalá aquello fuera cierto… ojalá fuera cierto… De forma impulsiva, lo besó. Robert se acercó a él a toda velocidad.

—Trae los caballos, y que vengan diez hombres con nosotros.

—Sí, mi señor.

Enrique se volvió hacia el extraño mensajero.

—Tú vendrás con nosotros.

Aquello sobresaltó al arrogante bastardo.

—Mi señor, mi mula no…

—Traedle un caballo —interrumpió Enrique, introduciendo la mugrienta nota en el bolsillo de su cinturón. Si aquel mensaje era falso, haría que aquel hombre respondiera por ello. Luego bajó las escaleras que conducían al patio, deambulando durante unos instantes por él sin rumbo fijo. Su mirada se posó de nuevo en el mensajero. No era occitano, pensó, ni siquiera francés; tenía la tez morena, ojos oscuros y largas orejas. Desconcertado, bajó la mirada hacia las manos del extraño. Eran unas manos suaves y finas, impropias de un soldado. Pero demostraba poseer el orgullo de un guerrero. Llegaron los mozos de cuadra con los caballos.

—¿Cómo te llamas? —dijo.

—Thomas, mi señor.

—Thomas —repitió—. Vámonos.

A mediodía, la compañía de viajeros se detuvo en una aldea de considerable tamaño y Claire se bajó de su montura con el trasero dolorido. Luego permaneció cerca del caballo, observando a la gente que se encontraba a su alrededor. Todavía llevaba el laúd entre los brazos y pasó la cinta de la funda sobre su hombro. Estar a solas con todos aquellos desconocidos le ponía nerviosa. En ese momento, alguien se dirigió a ella.

La joven dio un salto. Se trataba del mercader flamenco, un hombre anciano, con unos largos bigotes y un mechón de barba.

—Mi ruiseñor. No he podido evitar fijarme en ti… tu acompañante se ha marchado. Déjame que te ofrezca mi mesa para disfrutar de la comida; estarás a salvo conmigo y con mis sirvientes —dijo.

La muchacha se pasó la lengua por los labios. Tenía pensado rechazar su oferta, pero en ese momento su estómago protestó. Por tanto, no dijo nada y se limitó a asentir con la cabeza.

—Entra en la taberna. Pediré que preparen la mesa.

El comerciante se fue, dejando que el peso de la vejez arrastrara con esfuerzo su cuerpo por debajo de su costoso abrigo de piel. El corazón de la joven dio un vuelco movido por la gratitud que había despertado su amabilidad.

Luego entró en la taberna y se sentó en la mesa junto a él y sus sirvientes y le dieron carne, caldo, pan y vino. Se sintió complacida por ello, así como por la amabilidad que le demostraban. El mercader se sentó cerca de Claire y le dedicó una sonrisa. La joven se la devolvió y le dio las gracias.

—Me has proporcionado mucho deleite, tanto tú como tu amigo el cantante —dijo—. Es raro encontrar ese tipo de música, incluso en el sur, donde todo el mundo canta —asintió—. Me he dado cuenta que te ha abandonado con el niño.

La joven dio un respingo, paralizada, hasta que se dio cuenta de que el mercader se refería al laúd. Simplemente estaba bromeando. Claire se echó a reír.

—Oh, sí —dijo—. Pero volverá pronto. Tal vez esta misma noche.

El mercader flamenco asintió.

—En ese caso, te invito a que nos acompañes hasta que llegue ese momento. ¿Hacia dónde te diriges?

—Voy a Ruán —dijo Claire.

—Ah, bien, en ese caso, nos separaremos mañana por la tarde, donde el camino se bifurca hacia Boulogne. Pero, hasta entonces, me sentiré muy honrado si viajas con nosotros.

—Muchas gracias —dijo Claire—. Pero él debería estar de vuelta esta misma noche.

Sin embargo, no regresó. La joven apenas pudo dormir, envuelta en su abrigo y recostada sobre una camilla que estaba desplegada en un rincón de la habitación común. Todavía llevaba el laúd entre sus brazos. Y el bebé en su vientre. El músico se había marchado, la había seducido para luego abandonarla. El comerciante flamenco estaba convencido de ello, pensó. Trataría de persuadirla para que se fuera con él. Trataría de abrirse paso hasta su cama, ya que no sabía cantar. La joven apoyó la mejilla contra el traste del laúd, demasiado abatida como para poder llorar.

Finalmente, el sueño la venció en la profundidad de la noche, pero soñó que aparecían unos monstruos, y también que en su vientre llevaba el bebé de uno de aquellos engendros, con los cabellos oscuros y rizados y los dientes teñidos de sangre. Luego sintió que alguien se acercaba a ella y le arrebataba el laúd de entre sus brazos.

—No —gritó, y se incorporó, todavía medio dormida, luchando, apretando con fuerza los brazos alrededor del cuerpo abombado del laúd.

—Clariza —le susurró al oído—. Soy yo —dijo riendo—. Querida mía. Mi niña.

La joven soltó el laúd y rodeó con sus brazos el cuerpo del músico y, ya aliviada, comenzó a llorar. Lloró con tanta fuerza que no se dio cuenta de que la taberna estaba llena de hombres, hasta que encendieron más antorchas y un intenso griterío inundó la estancia.

—¡En pie! ¡Por orden del duque del Normandía!

La joven se incorporó con el corazón latiendo con fuerza, el abrigo alrededor del cuerpo y el brazo de Thomas por encima de sus hombros.

La taberna no contaba más que con una habitación y era humilde y mugrienta. Las antorchas la bañaban con una luz amarilla infernal envuelta en humo. Se encontraban en el borde de un tembloroso círculo de luz. En el centro del mismo se hallaba un joven de pelo rojizo ataviado con una cota de malla, blandiendo una espada en la mano.

A su espalda se encontraba una barrera de hombres, todos ellos vestidos con cotas malla. Una puñalada de temor frío atravesó el cuerpo de la joven. Miró a Thomas, cuyo aspecto cansado por el viaje le hacía parecer más viejo.

—Este hombre nunca duerme —dijo Thomas entre susurros, y la abrazó—. No tengas miedo. Estoy aquí —prosiguió, apoyando la cabeza sobre el hombro de la joven y, a continuación, soltó un bostezo.

—¿Qué está pasando aquí? —dijo el mercader flamenco, apareciendo repentinamente con un tono de voz cargado de malestar—. Dispongo de salvoconductos… el conde de Flandes es mi…

Pero su protesta se vio interrumpida por el batir violento de la puerta. Claire, todavía sacudiéndose del sueño, se dio cuenta de que la mayor parte de las personas que se alojaban en la taberna habían sido desalojadas y detrás de ella ahora sólo había soldados. La voz del joven duque rompió el silencio.

—No tengo necesidad de escuchar tu palabrería —dijo, mirando más allá del mercader flamenco, a uno de sus hombres—. Traed su equipaje.

—¡Cómo os atrevéis a hacer esto! —gritó el mercader—. Sea lo que sea lo que estéis buscando… os prometo que no lo encontraréis. Soy un hombre honrado —prosiguió, volviendo el rostro hacia el duque, pero su cabeza se giró repentinamente y miró a Thomas.

Claire colocó su mano sobre el muslo del músico, que se encontraba junto a ella, como si pudiera protegerle de esa mirada, que era violenta como el ataque de una serpiente. El trovador se encontraba apoyado sobre la joven, medio dormido.

El joven duque anduvo alrededor de la luz de la linterna. Sus espuelas tintineaban a cada paso que daba. Aquel era el hombre con el que se iba a casar Leonor, pensó Claire. Sintió cómo un escalofrío recorría su espalda. Aquel era el padre del bebé. Uno de los caballeros se acercó.

—Mi señor, no hemos encontrado nada. ¿Probamos con los caballos?

El rostro de Enrique se nubló. Daba la sensación de que los ojos se le iban a salir del cráneo, clavados como estaban en el mercader, que le sonreía burlonamente.

—Os lo dije…

—Desnudadle —dijo Enrique—. Desnudadlos a todos.

Claire pensó: es como la hoja de un cuchillo, que lo corta todo hasta que llega al corazón. Y luego comenzó a temblar.

—Un momento, escuchadme —dijo el mercader.

La atención del duque se agudizó, brillante como una antorcha, y enseñó los dientes.

—¡Quítate la ropa!

—Esperad. Hagamos un trato.

—Robert…

—¡Esperad! Esperad… —El mercader flamenco metió la mano en el interior de su abrigo y sacó un paquete grueso, sellado. Luego, lo arrojó al suelo.

—Ya os lo he entregado. Ahora dejadme marchar…

—Cierra el pico —murmuró Enrique.

El mercader apretó los labios con fuerza. El joven duque empujó el paquete con el pie y su caballero Robert lo recogió del suelo. Miró el sello y lanzó un gruñido.

—Tiene una L, rematada con varias lilas y una corona encima.

Enrique miró el paquete detenidamente y luego desvió la mirada y la detuvo de nuevo en el mercader flamenco.

—Hay algo más —dijo, mirando al mercader. Su rostro relucía con fuerza y sus ojos ardían como el carbón. Claire se santiguó. Aquellos hombres eran unos auténticos demonios. En alguna parte había oído decir eso, que descendían de los demonios. La espada que portaba en su mano relucía como la luz de una antorcha—. Hay algo más. ¿No está aquí?

—Yo… —balbuceó el mercader flamenco, juntando las palmas de las manos—. Os juro por Dios, mi señor…

—¡Desnudadle!

Robert se dio la vuelta, a punto de dar las órdenes. Por unos instantes se encontró entre el flamenco y el terrible duque, y el mercader giró sobre sus talones. Luego dio un salto, no con la intención de alcanzar la puerta, sino de llegar hasta donde se encontraba Thomas, con los brazos extendidos y un rictus en la boca.

Claire dejó escapar un grito. Thomas se despertó repentinamente de su sueño. Mientras el mercader se abalanzaba sobre él, impulsó el cuerpo hacia adelante, sin siquiera levantarse, golpeando con su hombro sobre las rodillas del mercader.

El flamenco perdió el equilibrio y se cayó. Tres de los caballeros lo sujetaron antes de que golpeara el suelo. Thomas se puso de pie ágilmente, los rodeó y se sentó de nuevo junto a Claire.

El duque de Normandía no hizo un solo movimiento. Sus ojos titubearon brevemente sobre Thomas y luego volvieron a clavarse en el mercader flamenco. Sus hombres le estaban despojando de la ropa. Al cabo de unos segundos, asomó su pecho desnudo, cubierto con un vello grisáceo. Contra las costillas, una banda de lino sujetaba un segundo paquete, mucho más liso.

El caballero Robert se adelantó, entregándoselo al duque, que lo cogió y observó el sello. Luego metió el paquete en el interior de su abrigo y dijo:

—¡Atadlo! Llevadlo a Le Mans y arrojadlo a un pozo. Veremos si alguien se atreve a liberarlo.

—¡Mi señor! —El mercader flamenco trató por todos los medios de sentarse. Su rostro estaba empapado en sudor. Estaba medio desnudo y Claire apartó la mirada de él.

El duque ignoró su llamada y se volvió hacia Thomas.

—Eso es un laúd. ¿Esta es tu esposa? ¿Eres un trouvere?

—Sí, así es como creo que nos llamáis los del norte.

El duque le dedicó una sonrisa.

—Ha sido un buen truco. Os venís conmigo a Ruán. Ya casi es Navidad y a mi madre le gusta la música.