23

Desde Poitiers, la caravana de Leonor se dirigió hacia el sur a través de la campiña, bajo la fría garra del invierno, mientras los juncos que se agolpaban a los lados del camino se levantaban formando setos de cañas negras, rotas, y el cielo era un enorme y pálido manto de color azul salpicado de nubes. La primera noche, cuando se detuvieron a pernoctar, cayó una ligera llovizna. Se parapetó en su abrigo, exhausta. El caballo se sentía cansado y avanzaba con desgana bajo la ligera sujeción de las riendas.

A la mañana siguiente se pusieron de nuevo en marcha, muy temprano, todavía por delante del rey, que llevaba una caravana mucho más numerosa y lenta, y siguieron haciéndolo la mañana después. Luego, al mediodía de la tercera jornada, llegaron a Limoges.

La lluvia se había tornado en una nieve húmeda que caía azotada por un intenso viento gélido. La ciudad, que estaba dividida por la mitad por el cauce de un río, se extendía ante sus ojos sobre el valle y ascendía hasta las colinas, aunque las agujas de las iglesias apenas se hacían visibles entre el pesado aire gris. El río dividía las casas, pero lo más destacado era la parte alta de la ciudad. Petronila pensó que era un lugar muy hermoso, enclavado sobre la falda de una colina, con sus tejados de pizarra colocados formando escalones sobre la nieve.

El vizconde de Limoges acababa de circundar su ciudad con una nueva muralla, una decisión que había dado pie a ciertas disputas motivadas por su legalidad. Pero la puerta estaba abierta para el rey y la reina, y los centinelas que se encontraban apostados junto a ella hicieron una reverencia a su procesión mientras penetraba a través de los cerrados pasadizos de sus calles. La nieve se adhería a los tejados y doblaba con su peso los árboles y los arbustos mientras los caballos avanzaban cautelosamente por sus resbaladizos adoquines.

Al contemplar esa escena, a Petronila le invadió la sensación de que el cielo se desplomaba inexorablemente sobre sus cabezas, como si fuera a aplastarlos bajo la noche eterna del invierno. Se colocó la capucha de su abrigo hasta que le cubrió el rostro, dejando que su piel le acariciara las mejillas.

Mientras avanzaban por el camino que conducía hacia el castillo, enclavado en la parte alta de la ciudad, hizo un gesto con la cabeza a de Rançun para que detuviera la caravana y tiró de las riendas del caballo bereber tratando de que se dirigiera hacia el carromato donde se encontraba Leonor.

Su hermana estaba envuelta en las ropas de luto, con el rostro cubierto por el velo, y su figura se había dilatado y ensanchado. Dando unos golpecitos con su cincha en la grupa del caballo, Petronila obligó al jadeante bereber a dirigirse hacia un lado del carromato. Con una mirada rechazó a los curiosos que se agolpaban a su alrededor, avanzando sin escucharlos y fingiendo no prestarles atención.

—¿Cómo te encuentras?

—La verdad es que muy bien. Muchas gracias. Si Raimund se encuentra en el castillo, tendremos problemas. Es un hombre muy inteligente, como muy bien sabes, y siempre tengo por costumbre coquetear un poco con él. ¿Podrás hacerlo?

—No —dijo Petronila, mordiéndose el labio. Había hablado una o dos veces con el vizconde y era un hombre más que inteligente. Sabía que no podía coquetear con nadie como lo hacía Leonor. Luego añadió—: Tienes que fingir que estás enferma. De ese modo, me mostraré preocupada.

—Muy bien —dijo Leonor, y se tumbó de espaldas, dejando escapar un grito de lamento. Petronila regresó a la parte delantera de la caravana, deslizando las riendas por su sudorosa mano. Pero allí solo estaba la vizcondesa, rodeada de una multitud de damas y de clérigos. Las esperaba bajo el arco que se extendía sobre la puerta de entrada del castillo, rebosante de bienvenidas y explicaciones.

—¡Majestad! Mi señor ha partido para reunirse con el rey, pero nos sentimos muy complacidos de teneros en nuestro hogar, mi graciosa dama…

Petronila se inclinó desde lo alto de su silla de montar para dejar que la vizcondesa le besara la mano.

—Mi señora, nos sentimos muy halagados de estar aquí. Mi hermana se ha puesto repentinamente enferma y debemos acudir de inmediato a algún lugar tranquilo donde pueda recuperarse.

La vizcondesa era una mujer rechoncha, de corta estatura, como una manzana, con unos ojos oscuros y brillantes que se dilataron al escuchar sus palabras, luciendo una repentina expresión de que lo había comprendido. En ese momento, Petronila se dio cuenta de que hasta sus oídos habían llegado algunos rumores y que había sacado sus propias conclusiones sobre el mal que aquejaba a su hermana.

—¡Oh, sí, Majestad!

Luego se apartó de su camino, dedicándole una elegante reverencia mientras abría paso a Petronila para que pasara ante ella.

Avanzaron por el patio, que estaba limpio de nieve, donde los sirvientes y los invitados del castillo se congregaban. Sus ropajes relucían como estandartes sobre la piedra blanca y gris. El carromato penetró en el patio, atrayendo la mirada de todos los presentes. Comenzaron a elevarse las voces lanzando proclamas, y todos estiraron el cuello para ver mejor. Petronila avanzó por el patio, oculta bajo su abrigo, sin ser reconocida. Tristemente, pensó, Leonor seguía siendo el centro de atención, incluso oculta bajo un áspero abrigo, protegida de las miradas, y viajando bajo un falso nombre. Dejó que de Rançun le ayudara a bajar de la silla de montar; pero incluso él giró la mirada hacia el carromato.

Sacaron a Leonor como si se tratara del cerdo de la festividad de San Martín, con mucho dramatismo, sobre un abrigo transportado por una docena de hombres. Siguiendo las órdenes de Joffre de Rançun, la trasladaron a través del pabellón principal del castillo y se desviaron hacia una hilera apartada de habitaciones enclavadas en la torre norte. La escalera era estrecha y empinada, pero consiguieron finalmente transportarla hasta la habitación superior entre gritos y disculpas.

Una vez en el aposento, Petronila no tuvo problemas para echar de la alcoba a todos los presentes, salvo a sus propias damas de compañía, y cerrar la puerta. Leonor, que se encontraba dulcemente tumbada sobre la cama, se puso de pie, apartando de su rostro el enmarañado velo.

—No sé cómo puedes llevar esto. Da más calor que un horno.

Marie-Jeanne había llegado para ayudarla y le fue despojando de las capas de blanca lana. La reina de Francia emergió de los pétalos estrujados de la túnica de viuda, con el cabello empapado en sudor, envuelto en una maraña de color oro bermejo, y los ojos relucientes.

—Por fin puedo ser yo misma, siempre y cuando no me vea obligada a montar a caballo.

Petronila se había desplomado sobre un taburete. Como no estaba Claire, les faltaba ayuda. Algunas veces solían llamar a los pajes para que les llevaran comida, enviaran mensajes o hicieran pasar a las visitas. Otras veces, les pedían que acompañaran a alguien para ayudarles a salir. Marie-Jeanne depositó la túnica sobre la cama y fue a remover las brasas. Mientras tanto, Alys había cogido unas copas y las estaba llenando de vino. Petronila volvió a mirar a su hermana. Tendría que fingir ser Leonor con todas sus fuerzas si todo el mundo seguía viendo a la auténtica con regularidad. Se pasó los dedos por el pelo y Marie-Jeanne llegó en seguida con un cepillo.

—No sabes el aspecto que tienes, Leonor —dijo Petronila, hundiendo el cepillo en sus cabellos, haciendo que todo su cuero cabelludo le escociera.

—Si me quedo sentada puedo disimularlo bajo mis vestiduras de lino —dijo Leonor, dándose unos golpecitos en la rodilla con los dedos mientras su redondo vientre se asomaba como una luna desde su regazo—. Alguien tiene que obligar al vizconde a que derribe esa muralla. No puedes dejar que la gente levante muros donde le plazca.

—La muralla puede esperar —dijo Petronila—. Alys, enséñale el espejo. Ya no puedes ocultar el vientre, ni siquiera bajo los ropajes de fino. Creo que me voy a poner muy enferma durante todo el tiempo que permanezcamos en Limoges.

Luego recostó la espalda, disfrutando de la caricia del cepillo sobre sus cabellos y, a continuación, observó a su hermana con los ojos entreabiertos.

Alys colocó el espejo delante de ella y Leonor se inclinó hacia él. No miró hacia su abultado vientre, sino a su rostro, tocando con la yema de los dedos la piel que se extendía bajo sus ojos y bajo sus párpados.

—Sin embargo, el banco que se reserva a la reina en la iglesia del monasterio está apartado de todas las miradas. Podemos ir a escuchar los cánticos.

El canto de los monjes de Saint Martial era famoso en toda la cristiandad y deseaba enormemente escucharlo, aunque eso suponía tener que atravesar las calles bajo un clima infernal.

Leonor se apartó del espejo y no protestó. Luego se tumbó sobre la cama con los ojos cerrados. Su vientre sobresalía por encima de la ropa de cama. Petronila observó con satisfacción que su hermana la estaba obedeciendo.

Se había convertido en Leonor incluso para la propia Leonor, pensó, y comenzó a reírse interiormente de sus cavilaciones.

De Rançun entró, realizando muchas reverencias y presentando multitud de disculpas, con un montoncito de nieve derritiéndose sobre su hombro.

—Ha llegado el rey —dijo, dirigiéndose a las dos hermanas, su mirada pasando de una a otra—. Todo el mundo habla de la señora Petronila y de que está a punto de tener un hijo.

Leonor se incorporó y lanzó una risotada. Se acomodó a duras penas sobre la cama. Alys entró para colocar algunas almohadas y cojines debajo de su cabeza. A pesar de los humeantes braseros que se consumían en la habitación, el frío que reinaba en la estancia seguía siendo helador. Marie-Jeanne colocó el abrigo de Leonor alrededor del cuerpo de la reina, pero el tamaño de su cuerpo era evidente incluso a través de esa cortina.

—¿Qué aspecto presentaba mi señor?

—Parecía estar aterido y cansado —dijo de Rançun. Luego se volvió ligeramente hacia ella para responder—. No prestó la menor atención a las habladurías que circulaban sobre la señora Petronila. Él y su séquito se han alojado en la torre principal, desde donde se divisa esta estancia. Desde allí nos podrán ver entrar y salir, controlarán cada paso que demos.

Levemente, a través de las murallas de piedra, penetraron los primeros tañidos de las campanas de la iglesia.

—¿Todavía sigue nevando? —preguntó Petronila.

—Sí, mi señora —dijo el caballero, volviendo a mirarla por encima de su hombro.

—Estupendo —dijo ella, bostezando por detrás de su mano—. En ese caso, no saldremos en todo el día.

—No los pierdas de vista, Joffre. Presta oídos a todos los rumores. Debemos saberlo todo.

—Así lo haré, Majestad. Os tendré informada —respondió. Luego se volvió hacia Petronila y dijo serenamente—: Lo habéis hecho muy bien, mi señora.

A continuación, salió de la habitación. Petronila apoyó la cabeza sobre su mano, disfrutando mientras Alys le cepillaba el cabello, y cerró los ojos.

A la mañana siguiente había dejado de nevar. Leonor y Petronila emprendieron camino a través de las calles heladas y cruzaron el río en dirección al monasterio, con la intención de escuchar misa y ver a los monjes cantar. Petronila se puso las ropas de Leonor y esta se vistió con las túnicas blancas de luto, pero entonces, de repente, mientras se encontraban en el patio de la iglesia del monasterio, se encontraron cara a cara con el rey y su corte.

Thierry se hallaba entre ellos. Cuando lo vio, a Petronila le invadió un repentino arrebato de odio. Apartó la mirada del secretario y su caravana se hizo a un lado para dejar pasar al rey, dedicándole una reverencia. Se acordó de dotar a su reverencia de la habitual pomposidad extravagante que Leonor siempre ofrecía a su esposo, como si fuera una especie de burla. Luis se detuvo unos instantes, dedicándole una rápida y tímida mirada, y luego prosiguió su marcha. A su lado se encontraba el vizconde, concentrado en atender al rey, y no le prestó la menor atención. Aliviada, Petronila observó cómo se marchaban. Luis volvía a parecer enfermo y presentaba unas manchas grises alrededor de la mandíbula. El sur siempre había sido un mal amigo suyo. Parapetado tras un grupo de monjes que portaban una serie de incensarios, dirigió sus pasos hacia la enorme puerta de la iglesia.

Thierry se detuvo unos instantes, volviendo la vista hacia atrás por encima del hombro, y en su rostro asomó una mueca repentina, retorciendo los labios. Luego apresuró el paso para alcanzar a su señor. Petronila, con la boca seca, condujo a las damas a toda velocidad hacia los asientos reservados a la reina y allí se acomodaron.

La iglesia era antigua y oscura, incluso por la mañana. La habían decorado con motivo del Adviento. Su crucifijo estaba cubierto con un lienzo blanco y habían adornado el altar con una serie de paños también blancos que colgaban por los lados, haciendo que la iglesia pareciera una especie de velatorio. En la parte posterior y en el lado izquierdo de la misma, el asiento de la reina estaba situado sobre una elevación, de tal modo que, aunque aquel lugar estuviera lleno de feligreses, Petronila podía ver con claridad todo el camino que conducía al altar, donde los sacerdotes se encontraban realizando una serie de rezos previos a la misa. A su derecha, en el extremo más alejado de la iglesia, podía divisar al rey, o al menos el lugar donde se encontraba, ya que una celosía perfectamente labrada ocultaba tanto al monarca como a su corte.

Mientras observaba aquella escena, alguien se asomó alrededor de la celosía, mirándola fijamente. Al instante, Petronila se enderezó en su asiento, mirando al frente y manteniendo la cabeza recta, tal como solía hacer Leonor.

En ese momento, desde el coro, se escuchó una canción con tanta fuerza que hizo que todo su cuerpo se estremeciera.

Veni, veni, Emanuel…

A diferencia de otros cánticos sacros, aquellas voces fluían en raudales independientes, mezclándose entre sí hasta formar un complejo entramado de notas. El sonido trémulo hacía que sus oídos se sintieran embriagados. La exuberante música se derramaba por el interior de su cuerpo y, por unos instantes, apenas podía escuchar las palabras, tal era la majestuosidad del sonido.

Captivum solve Israel

Qui gemit in exsilio

Privatus Dei Filio…

Aquellas canciones nunca mencionaban a la madre de Dios. Petronila pensó en la Virgen María, imponente como la propia Leonor, quien también tuvo un hijo de un temerario padre. Su mente se desvió inconscientemente hacia el bebé de su hermana. Había visto algunos restos de sangre en la ropa de cama, pero Leonor no quiso hablar de ello. Que Dios tenga piedad de nosotros, pensó. No podía perderlo ahora. Volvió a pensar en la Virgen María, que había soportado multitud de males en nombre de Jesús, que había hecho todo lo que le habían pedido, se había mostrado mansa y humilde, y había sido exaltada por ello. Se preguntaba si Leonor estaba, de algún modo, desafiando a Dios.

Sintió que algo le pinchaba en la espalda y se enderezó. Se dio cuenta de que, mientras se encontraba sumida en sus pensamientos, había encorvado la figura, inclinándose hacia adelante. Fue la propia Leonor la que le pellizcó. Invadida por el resentimiento, se enderezó y se cuadró de hombros, levantando la cabeza para adoptar el gesto de una reina, mirando al frente en dirección al altar.

Escuchó atentamente la música y, nota por nota, se dejó embriagar por su gloria, enroscándose sobre sí misma como si se tratara de una escalera que ascendiera hasta el cielo. A pesar de su estado de ánimo, comenzó a sentirse encumbrada, transportada hacia lo alto por medio de aquella canción.

Gaude, gaude, Emanuel

Nascetur pro te, ¡O Israel!

Sintió deseos de poder llevar una vida tan auténtica y perfecta como aquella canción, que seguía su firme curso infalible a través de una cortina de voces que mutaba constantemente, abriendo un camino mágico a través de los bosques de la noche. Se sintió como si estuviera entre matorrales muy espesos y no supiera quién era ni adonde se dirigía. Leonor había traicionado a Luis, aunque nunca había elegido casarse con aquel hombre, y lo que ello significaba. ¿Le habían obligado a ser leal? Todo el mundo sabía que, para que aquel compromiso fuera vinculante, el juramento tenía que ser pronunciado libremente. Recordó al maestro del Studium echando por tierra el concepto del pecado. Y ella, Petronila, no había traicionado a nadie. Lo único que había hecho era ayudar a su hermana.

Sin embargo, desde cierto punto de vista, sabía que había pecado tanto como Leonor, ayudándola, incitándola contra el rey, subvirtiendo la orden que le había dado Dios.

No obstante, ¿lo más importante no sería que ella se convenciera de que era inocente? Aristóteles dijo algo al respecto: el sentido de un acto radica en su intención. Aunque todos pensaran que ella era culpable, sus intenciones, ayudar a su hermana, estaban desprovistas de pecado.

Aquel era el peligro, observó. Así es como las almas bondadosas acaban tomando el camino del infierno: jugando con las palabras y olvidando el significado que encierran. Pero ella no sabía qué significaba todo aquello. Si era culpable de algo, ¿cuál era entonces su pecado y cómo podía repararlo? ¿Qué podía confesar?

Había vuelto a dejar de prestar atención a la música y sólo percibía un amasijo de sonidos inconexos. Se santiguó. Se habían metido de lleno en aquella empresa y ya no podían volverse atrás. No podía averiguar cuál sería el final de aquella aventura, si es que lo había. Sintió que su ser se había dividido en dos partes: en su hermana y en la hermana de su hermana. Ninguna de ellas se parecía a la auténtica Petronila. Levantó la cabeza, tratando de encontrar de nuevo la manera de concentrarse en la música.