Thomas tenía una mula y, de algún modo, había conseguido otra más pequeña para Claire. Se unieron a un grupo de viajeros que se dirigían al norte y que fue ampliando su número a lo largo del primer día. En él iba un mercader flamenco acompañado de sus sirvientes y algunas bestias de carga, un calderero con sus ollas colgando de su cinturón, tres monjes, un judío subido a un burro blanco, media docena de peregrinos y un hombre que encabezaba una reata de mulas de carga. A medida que avanzaban, se unieron a ellos algunas vendedoras que se dirigían a la siguiente aldea, una de ellas portando un ganso bajo el brazo. Pasaron aquella primera noche a campo abierto, diseminados bajo las estrellas que relucían en el cielo.
—¿Te arrepientes de haber venido? —dijo Thomas en voz baja. Ella se acurrucó en su abrigo, acercándose todo lo que pudo a la pequeña hoguera sin llegar a quemarse. Habían llevado un poco de pan y queso y les quedaba algo de vino. A lo largo de la pradera escuchó el griterío que se congregaba alrededor de la enorme fogata, donde se habían congregado el mercader flamenco, los monjes y los peregrinos y se estaban emborrachando.
—Lo que siento es tener tanto frío. Lamento que no haya ningún lugar donde dormir salvo el suelo —dijo ella, levantando la mirada hacia el trovador—. Pero no me arrepiento de haber venido.
Thomas le sonrió. Estaba sustituyendo las cuerdas del laúd. Las tripas retorcidas se colocaban por pares y, por tanto, se vio obligado a poner dos a la vez. Una pequeña jarra de aceite descansaba junto a sus rodillas. Luego hizo girar la clavija de madera con una mano para tensar la cuerda.
—Bueno, me alegro de que hayas venido. Me has sorprendido, Clariza. No sabía que fueras tan valiente.
La muchacha no dijo nada. El trovador no le había contado porqué la reina le había enviado al norte, limitándose a decirle que así se lo había ordenado. Cuando el músico le comunicó que se marchaba, la joven no se lo pensó dos veces. Claire no quería renunciar a él, a estar con él, con la música, lo cual era decir lo mismo.
—Escucha esto —dijo Thomas, comenzando a tocar una melodiosa serie de notas. Frunciendo el ceño, volvió a retorcer la clavija—. He pensado que podía ser la canción del rey.
La joven cantó la canción, contiendo la respiración. El músico aún no había acabado de componer su larga historia sobre el caballero de las desdichas y la reina que lo amaba. La joven había escuchado varias versiones de esa canción.
—¿Tal vez es demasiado alegre?
—Intenta esto —dijo el músico. Y comenzó a tocar de nuevo, esta vez con un tempo más lento, bajando un tono, para que sonara más triste.
—Mucho mejor —dijo la joven. Se preguntaba si también sería capaz de componer canciones. Le maravillaba comprobar cómo el músico era capaz de extraer historias y sentimientos de un pedazo de madera con solo colocar los dedos sobre ella de la manera adecuada—. Vamos a cantar. Nadie nos escuchará.
—Eres la única intérprete que he conocido que no quiere que nadie la escuche —dijo el músico soltando una carcajada. Comenzó a tocar las notas de la obertura del caballero de las desdichas. Complacida, la muchacha, elevó la voz para interpretar la canción.
Dos días después, llegaron a Chatellerault. En seguida, el judío fue al encuentro de su comunidad y el resto del grupo se adentró en una apestosa taberna que se levantaba junto al río. Allí, a cambio de una importante suma de dinero, el tabernero les ofreció pan y vino. El mercader flamenco y sus sirvientes ocuparon la única habitación individual.
En aquel cubil solo había un fogón y todos los demás se congregaron a su alrededor. La noche se fue cerrando. Claire pasó su abrigo alrededor del cuerpo; el olor a ajo quemado, orina, sudor y ropa sucia hacía que resultara difícil respirar. Se preguntaba cómo iba a poder dormir entre semejante multitud. Thomas pasó un brazo alrededor de la joven. Contra su voluntad, la muchacha comenzó a pensar en los aposentos de la reina en el Maubergeon, en las habitaciones ventiladas, en la tranquilidad, en la comida y en el vino, y su estado de ánimo sufrió un arranque de desencanto. Tal vez había cometido un error. El músico acercó más a la joven hacia su cuerpo y la besó en la frente. En ese momento se dio cuenta de que la muchacha no era tan valiente como pensaba. Que había actuado movida por un impulso. Una oleada de pánico recorrió la piel de la muchacha. Sintió cómo su cuerpo se tensaba, apartándose del músico, mientras pensaba: Todavía estoy a tiempo de regresar.
Desde el otro lado del fogón, alguien dijo:
—Canta algo.
El resto del grupo comenzó a murmurar, mostrando su acuerdo. La muchacha levantó la mirada, sorprendida, y el hombre que se encontraba al otro lado del fogón le asintió con la cabeza. Era el calderero, un hombre anciano, con el rostro lleno de costurones y cubierto de arrugas.
—Cantad los dos, como hicisteis la pasada noche.
Claire se sonrojó. No se había dado cuenta de que los habían escuchado. Thomas se incorporó y extendió el brazo para coger el laúd.
—Ya ves —le dijo a Claire, y sus dedos se movieron hábilmente sobre las cuerdas—. Cantemos la canción de la reina.
El músico sabía que aquella era la canción preferida de Claire.
La muchacha se humedeció los labios, tratando de dirigir su temblorosa atención hacia el músico. Aquel grupo de extraños la observaba fijamente. Al principio su voz sonó vacilante. Recordó que debía enderezar el cuerpo, impulsar la voz desde el vientre. Luego la voz del músico se unió a la de ella y la joven se volvió, cruzando su mirada con la del trovador. El resto de la habitación se había difuminado y sus voces se elevaron al unísono.
Los temores que sentía se habían disipado. Aquello era lo que más amaba, lo que más le gustaba hacer, sin pensar a dónde le pudiera conducir.
En alguna parte se abrió una puerta y algunas personas llegaron de la otra habitación para escuchar. La joven se sentó para ver a Thomas tocar y, envuelta en aquella música, aunque hacía frío y todo estaba oscuro, sintió cómo se elevaba su ánimo y pensó: He hecho bien. Al final, resulta que soy valiente. La joven se echó a reír, incluso mientras cantaba, completamente satisfecha.
—¿Qué quieres entonces? —preguntó más tarde Thomas con tono amable, envuelto en la oscuridad—. ¿Saltar sobre el palo de una escoba?
La joven cerró los ojos, aunque se encontraban en el rincón más oscuro de la buhardilla de la taberna. El tabernero les había conducido hasta allí, con mucha ceremonia, como si acabara de desvelarles un tesoro secreto: aquella diminuta habitación vacía que sólo contaba con una estrecha camilla.
—No quiero que nada cambie —dijo ella.
Su cuerpo todavía cantaba de triunfo. Se habían ganado el derecho a estar en aquel lugar, cantando durante buena parte de la noche en la taberna. La voz de la joven todavía estaba ronca de lo mucho que había tenido que trabajar con ella y en sus oídos todavía se escuchaban los ecos del estruendoso aplauso, de los gritos que rogaban más y más, de las llamadas cargadas de deseo, de anhelo y de tributo.
—No va a cambiar nada —dijo él—, salvo que ahora tendremos una cama cómoda y estaré aquí arriba contigo, en lugar de tener que dormir en el suelo.
La joven extendió la mano, indicándole con su gesto que no se arrimara más. El músico se estaba acercando cada vez más a ella desde que dejaron Poitiers, pero aquella noche era la primera vez que estaban a solas.
—Buenas noches, Thomas.
Las yemas de los dedos del trovador acariciaron las suyas. Luego, emitiendo apenas un susurro, comenzó a cantar.
Claire tuvo que hacer un esfuerzo para escucharlo. Contuvo la respiración y se inclinó un poco hacia él. El músico cantó en su propia lengua, emitiendo algunas palabras extrañas que transmitían ternura a pesar de su incapacidad para entenderlas, sintiendo que cada nota estaba cargada de dulzura. Cerró los ojos, adormecida. El músico se acercó más a ella y acarició con sus labios la mejilla de la joven.
Ella se sobresaltó un poco, pero el trovador comenzó a cantar y su voz apaciguó a la muchacha, disipó sus temores y le levantó el ánimo, expectante. Claire contuvo la respiración para escucharle cantar. Durante unos instantes, el músico se limitó a inclinarse sobre ella, colocando sus labios cerca del rostro de la joven, haciendo que sus dulces palabras susurraran melodiosamente en sus oídos. Después, lentamente, se deslizó en la cama junto a ella.
La joven comenzó a temblar; sabía que aquello acabaría por suceder. Podía haber dicho que no. Podría haberle rechazado. Oh, pero no podía negarse a aquello. Siempre había deseado que llegara ese momento. El músico cubrió las mejillas de Claire con las dos manos y le cantó hasta que las lágrimas bañaron los ojos de la joven. Luego, el trovador dejó de cantar y comenzó a besarla.
Aquello también era una canción, aquel dulce y profundo beso, rebosante de ternura y de deseo. Claire separó los labios. Dejó que el músico la acariciara dentro de su boca con su lengua. Titubeante, la muchacha introdujo la suya en el calor de la boca del trovador.
Thomas intensificó el beso. Claire dejó escapar un gemido y, en lo más profundo de su cuerpo, se encendió una pequeña chispa. El músico pegó su cuerpo al suyo y una mano se deslizó por la túnica de la joven.
—Clariza. Mi amor. Mi esposa. Clariza.
Al sentir su tacto, al escuchar aquellas palabras, la muchacha dejó escapar un suspiro. Así pues, ¿estaban casados? Oh, el calor de su mano sobre su pecho. El tacto de aquel pulgar sobre su pezón, como si estuviera acariciando las cuerdas de su laúd. El músico le cantó al oído mientras despojaba a la joven de su ropa. Luego hundió su boca en la clavícula de Claire, apretándola sobre el latido de su cuello. Ella pasó los dedos por entre su espesa cabellera rizada, con el cuerpo ardiendo de deseo, cantando con él. El músico conocía perfectamente qué zonas de su anatomía debía acariciar y volvió a susurrar de nuevo su nombre. La joven levantó las rodillas hacia él, embriagada por la melodía, y el músico deslizó su mano por debajo del trasero de la joven. Algo duro rozó la feminidad de Claire, se introdujo en ella y luego ascendió por su interior de forma tan repentina que la joven dejó escapar un grito. Luego dejó escapar un intenso suspiro. Pasó sus brazos alrededor del cuello de Thomas, agarrándolo con fuerza, jadeando, con los ojos cerrados, extasiada. Todo su cuerpo se estremeció. A continuación, dejó escapar un gemido, lleno de dolor, de excitación. El músico la apretó con fuerza hacia él, cantando.
Cruzaron el río en dirección norte. Los judíos pusieron rumbo a Troyes, y lo mismo hicieron los peregrinos. A lo largo de todo el día, las gentes del lugar iban y venían, consiguiendo protección para los pequeños desplazamientos que había entre pueblo y pueblo. Cuando llegaban a una aldea, daban de beber a los caballos y la gente se congregaba alrededor de ellos, tratando de venderles pan, queso, vino e, incluso, ropa y zapatos.
Un mercader de lana se unió a ellos con una reata de mulas de carga, así como una pareja de jinetes de aspecto rudo que decían ser caballeros. Todas las noches, Thomas y Claire cantaban y los demás les ofrecían carne, vino y la cama más blanda.
A medida que avanzaban hacia el norte, el tiempo se iba haciendo cada vez más frío. El mercader de lana tomó otro camino, y una multitud de hombres ataviados con túnicas negras se unieron a la comitiva, entonando cánticos en latín, afirmando proceder del Studiumy declarando que se dirigían a Inglaterra, ya que allí había otro Studium. Aquella noche pernoctaron en otra taberna, donde Thomas y Claire consiguieron encontrar un rincón en el que poder estar a solas.
El rincón se encontraba detrás de la cocina y era cálido, así que se tumbaron juntos. Claire tenía la boca seca. Aquel lugar estaba lo bastante iluminado como para poder verse. Quería tocarle. Él la besó en la frente y apretó su cuerpo contra el suyo, mientras la joven colocaba tímidamente las manos sobre el hombro del músico.
Thomas apretó su cuerpo contra el de la muchacha, moviendo sus piernas sobre las de ella. Claire deslizó sus manos por su espalda hasta llegar a las caderas del trovador. Luego abrió un poco sus piernas, para dejar que la penetrara.
Pero él no hizo nada de eso, limitándose a besarla. La mano de Thomas se deslizó entre los muslos de la joven, apenas tocándola. La joven sintió que su sexo se elevaba con la intención de llegar a él.
—Estoy preparada —dijo ella, y se sonrojó, avergonzada por haber dicho una cosa así.
—No —dijo él con firmeza—. No, yo soy demasiado grande y tú eres demasiado tierna.
Sus dedos acariciaron el borde de sus pliegues hasta que la joven arqueó la espalda, suplicándole con su cuerpo, y los besos del músico hicieron que la respiración de la joven se entrecortara.
—Thomas…
—No, no. No quiero hacerte daño.
El músico se echó a reír. Estaba jugando con ella. Claire dejó escapar un gruñido de protesta. Agarró con decisión el miembro del músico, lo introdujo en su cuerpo y retozaron juntos en una deliciosa y jadeante danza, interpretando un nuevo tipo de música, hasta la salida del sol.
Unos días después, se detuvieron a mediodía junto a un pozo que encontraron a un lado del camino. Una docena de casas se levantaban a su alrededor. Claire se bajó del caballo, encontró un lugar discreto en una zanja y orinó. Cuando regresó al lugar donde habían dejado atadas las mulas, vio que el músico había desaparecido.
La joven se estremeció. Pero antes de que, ni siquiera pudiera mirar a su alrededor, apareció Thomas, avanzando con grandes zancadas.
Los ojos del trovador estaban llenos de excitación, tal y como solían mostrarse cuando tocaba el laúd. Cogió la mano de Claire y la condujo a un lugar apartado del camino, lejos de la gente que se agolpaba alrededor del pozo, y sacó un pedazo de papel de la manga.
—¿Ves esto?
La joven frunció el ceño; los bordes del pliego estaban sucios. La muchacha sujetó las mangas del abrigo con los puños y se abrazó. La gélida brisa había sonrojado sus mejillas y pensó que aquel era el hombre más atractivo que había visto en su vida. Luego sacudió la cabeza.
—¿Qué es?
—Es la nota que la reina me ha pedido entregar a Enrique de Normandía —respondió, agitando el papel bajo la nariz de la muchacha.
—Oh —dijo ella, mirando con más atención—. ¿De qué se trata? ¿Es un mensaje?
—No lo he leído. Se me ocurre que… —Su voz se fue apagando hasta convertirse en un murmullo—. Puedo conseguir una recompensa mejor por él. Tal vez podríamos leer su contenido.
—¿Qué dices? —dijo, con la boca abierta. El suelo pareció inclinarse bajo sus pies. Miró al trovador como si se hubiera convertido en un sapo—. Quieres decir, ¿traicionar a la reina? Ella nunca te lo perdonaría. —Aquello sería el fin del músico. La joven sacudió la cabeza. De repente, todo lo que pensaba de él se disipó en el aire, revoloteando a su alrededor como un depravado demonio—. No. ¿Para qué vamos a hacer eso? ¿Dónde? ¿Cómo? Debes ser honesto, Thomas. Es mucho más fácil.
El músico se echó a reír.
—De acuerdo —dijo, volviendo a esconder el pedazo de papel en el interior de su manga—. Sabía que reaccionarías así.
Luego pasó sus brazos alrededor de la cintura de la joven y la besó.
Claire suspiró aliviada. El trovador la había puesto a prueba. Así hacía las cosas, dedujo, bromeando y jugando, como si siempre tuviera que llegar a la verdad a través del camino más retorcido. A continuación, Thomas dijo:
—Pero, en cualquier caso, lo que acabo de escuchar junto al pozo lo cambia todo.
—¿Qué has escuchado? —dijo ella, con cierto temor.
El músico se apartó de ella, dejando únicamente su mano sobre la cadera de la joven.
—Ese duque Enrique se encuentra en Le Mans y se dirige hacia el sur. Por tanto, si seguimos yendo al norte, no lo encontraremos.
—Ah —dijo ella, dirigiendo de nuevo la mirada hacia la manga del músico, donde se encontraba oculta la nota, preguntándose qué habría en ella; si su contenido era de suma importancia.
—Así pues —dijo él—, me marcho a Le Mans, tan rápido como pueda, a un ritmo que probablemente no seas capaz de seguir. Quiero que te dirijas a Ruán. Te veré allí.
La joven le miró atónita. La sombra de la sospecha se cernió sobre Claire como una espesa niebla. Todo volvía a darle vueltas, traqueteando con estrépito y apartándola de él. El músico la estaba abandonando. Al final, Petronila tendría razón. La había utilizado y ahora la estaba apartando de su lado. El músico se había dado la vuelta, dirigiendo la mirada hacia el camino donde se encontraban los demás, que se estaban preparando para marcharse. Luego volvió a mirar a la joven.
—¿Qué ocurre? —dijo inocentemente. Luego la miró al rostro—. ¿Es que no confías en mí?
La joven recobró la compostura, parpadeando. Recordaba lo que el trovador le había propuesto hacía unos minutos, traicionar a Leonor, que no había sido más que una prueba que había pasado holgadamente.
—Confío en ti —dijo, mirándole a los ojos mientras su corazón latía con fuerza bajo las costillas.
—Muy bien —respondió el músico. Luego pasó sus manos por la cintura de Claire y la ayudó a subirse a su mula—. Me reuniré contigo en Ruán.
Acto seguido, agarró la bolsa de dinero que colgaba de su cinturón y se lo entregó.
—Thomas…
—Y esto —dijo, descolgando el laúd enfundando de su hombro y dándoselo a la joven.
La muchacha dejó caer la bolsa. Agarró el instrumento con las dos manos. De repente, el mundo que se había puesto boca arriba volvió a estar enderezado y en orden, tranquilo de nuevo. El músico le sonrió con los ojos llenos de alegría. Desde la carretera, alguien les llamó.
—Eh, vosotros, nos marchamos.
La joven escuchó el restallido de un látigo y colocó el laúd entre sus brazos como si se tratara de un bebé. Thomas se agachó para recoger el dinero y lo metió entre el muslo de la joven y la silla de montar.
—Vigila esto, es todo lo que tengo —dijo, y luego se dio la vuelta.
Claire agarró las riendas de la mula, con un brazo alrededor del laúd, y siguió a los demás. No se dio la vuelta para observar cómo el músico se marchaba. Estaba segura de que regresaría. El nunca abandonaría su laúd.
La mula avanzó al trote para poder alcanzar la cabeza de la caravana. El mercader flamenco también llegó hasta la parte delantera, a salvo del polvo que levantaba la comitiva, pero la joven permaneció detrás de él, cabalgando a solas. Frente a ella, el camino se extendía a través de la invernal campiña. Luego, comenzó a meditar sobre todo lo que había sucedido.
Era como una especie de vía crucis, pensó. Como una prueba de armas. Primero la tanteó con el mensaje de la reina, luego la puso a prueba dejándola sola. Todas estas tentativas suelen tener una tercera parte. Por ahora sólo había vivido la segunda, pero estaba segura de que faltaba otra por llegar. Se sintió un poco desconcertada. De repente, volvió a invadirle la añoranza de Poitiers, de la gente que conocía allí, de la vida fácil que llevaba. «Sí, Majestad». Encontrar el cepillo. Hacer lo que le pedían. Por otra parte, pensó, era mejor concentrar su espíritu allí, donde estaba. Dejó caer la mano sobre la bolsa del dinero, que estaba encajada sobre su muslo, la agarró y la metió en el interior de su abrigo.