21

El caballo bereber era ágil como un gato, testarudo y revoltoso. En cuanto Petronila se subió a su grupa, la arrojó al suelo.

Se golpeó con fuerza sobre la hierba, cayendo con las manos bajo su cuerpo. Tuvo la sensación de que el estómago le seguía rebotando incluso después de que el resto de su anatomía se hubiera detenido. De Rançun estaba tranquilizando al caballo gris.

—Conseguiremos otro caballo.

—No —dijo Petronila. Se levantó del suelo, se sacudió el polvo que le cubría de pies a cabeza y se dirigió hacia él y el caballo. Para practicar, se habían ido hasta las afueras de la ciudad, a una pradera que se extendía entre los bosques, donde no hubiera testigos. Allí sólo haría el ridículo ante ella misma. Y ante de Rançun, al que ya conocía.

El caballo le lanzó un resoplido mientras movía inquieto las orejas hacia adelante y hacia atrás, y sus ojos emitían un fulgor cargado de malévola satisfacción, como si acabara de hacer algo prodigioso. Luego sacudió su larga crin blanca y volvió a resoplar. Ahora que sabía que podía arrojarla al suelo, lo volvería a intentar en cuanto le fuera posible. Petronila dijo entre dientes:

—Lo voy a montar… ayúdame.

Luego pensó: Si no soy capaz de montar este caballo, no seré digna. Ni siquiera pensó de qué podría ser digna, en caso de que pudiera serlo.

De Rançun contestó:

—Apuntad con los talones hacia abajo y mantened la cabeza erguida… Yo estaré sujetando las bridas en todo momento.

La aupó sin esfuerzo hasta lo alto de la silla y Petronila pasó una pierna por encima de ella, tirando tras de sí de las faldas mientras se sentaba a horcajadas, algo que no había vuelto a hacer desde que montaba en su poni cuando no era más que una niña.

El caballo volvió a brincar y la sacudió hacia adelante, pero esta vez estaba preparada y, mientras de Rançun sujetaba la cabeza del corcel, Petronila se pudo sostener, metió los pies en los estribos y mantuvo los talones apuntando hacia abajo. De Rançun colocó las riendas debajo de la barbilla del animal, hablándole con voz firme y tranquilizadora, mientras el caballo danzaba y trataba de avanzar, con las patas ligeras como las de un ciervo. Luego, Petronila cogió las riendas.

—Déjalo suelto.

—Mantenedlo tranquilo. ¡No dejéis que levante el hocico! —dijo de Rançun, mientras se dirigía hacia su caballo negro.

Bajo el cuerpo de Petronila, el caballo bereber saltó hacia adelante, veloz, suave y poderoso. Ella lo rodeó, tocando con su pierna el costado del animal y tirando hacia sí de las riendas, de tal modo que el animal tuviera que flexionar el cuello. Mientras le hacía avanzar en círculos, ella le obligó a llevar un lento y apacible trote. De Rançun cabalgaba a su lado y el caballo bereber se asustó violentamente, haciendo que Petronila perdiera de nuevo el equilibrio sobre la silla y el animal echara a correr.

De Rançun galopó a su altura durante unos momentos y luego se quedó rezagado. Petronila consiguió recuperar la estabilidad sobre su montura después de unas cuantas zancadas y, tirando con fuerza de las riendas, consiguió que el animal avanzara en círculos y se volviera a tranquilizar, haciéndose de nuevo con el control.

—Es demasiado rápido —dijo Petronila cuando de Rançun llegó a su altura.

—Es un maldito diablo —dijo, inclinando el cuerpo fuera de su montura para dar una palmada en el musculoso y curvilíneo cuello gris del bereber—. Lo habéis hecho muy bien. Ya os dije que seríais capaz de montar este caballo. Simplemente tenéis que conseguir que esté tranquilo. No puede salir corriendo con la barbilla metida en el pecho.

Petronila estaba tratando de recordar el modo en el que Leonor se sentaba sobre su silla de montar, con los hombros rectos. A menudo colocaba las riendas en una mano y luego les daba varias vueltas para sujetarlas bien. Otras veces apoyaba la mano, con las riendas sobre su muslo mientras descansaba la otra mano en la cadera. A Petronila le escocían los muslos y le dolía el trasero en un lugar hasta entonces desconocido para ella. Aquella postura era mucho más incómoda que cabalgar de lado, pensó, pero también le permitía ejercer un dominio mucho mayor sobre el animal. Consiguió que el caballo bereber emprendiera un medio galope en círculos, con movimientos suaves, como si estuviera cabalgando sobre la silueta del brazo de un ángel.

Puedo conseguirlo, pensó mientras sentía cómo su cuerpo se inundaba de un torrente de excitación. Puedo hacer todo lo que ella hace. Invadida por una especie de cruda lascivia, echó la cabeza hacia atrás y dejó escapar una fuerte carcajada.

Aquella noche, el arzobispo de Burdeos les hizo una visita mientras Leonor y Petronila jugaban al backgammon en el pabellón de Maubergeon, con seis velas colocadas en un candelabro sujeto a la pared que colgaba por encima del tablero. Cuando anunciaron la llegada del arzobispo, Petronila miró rápidamente a su hermana para asegurarse de que la oscuridad ocultaba su figura. Aliviada, comprobó que la luz solo iluminaba el rostro de Leonor, así como sus manos.

El arzobispo entró en la sala y avanzó hacia donde se encontraban ellas, sonriendo en todo momento. Pero su aspecto delataba que estaba consumido y fatigado, y Leonor, con solo una mirada, ordenó a un paje que fuera a buscarle una silla.

—Buenas noches, mis queridas niñas —dijo con su acostumbrado tono occitano informal. Ocupó con cuidado su asiento en la silla que el paje le había llevado. Petronila tuvo la sospecha de que ya había vencido varios taburetes bajo su peso. El clérigo colocó las manos sobre sus extendidas rodillas y miró por encima del tablero que se extendía entre ellas. Su quijada colgaba alrededor de su cuello formando una serie de pliegues redondos. Tenía los ojos un poco caídos, como si se trataran de dos pequeñas guirnaldas rojas, dando la sensación de que siempre estuviera triste, a pesar de sus constantes bromas.

—Bueno —dijo—, ya veo que estáis jugando al backgammon. Vuestros impulsos infantiles os juegan malas pasadas, Leonor.

Leonor se rio de su broma, un tanto molesta.

—Tío, ¿vais a venir con nosotros a Limoges cuando partamos de nuevo? —preguntó Petronila.

—Ah, no —respondió—. Me marcho a Burdeos. Debo convocar a la corte allí y ya se acerca el día de la Anunciación —dijo, quitándose el sombrero y pasando la mano por su reluciente frente.

—En ese caso, debería daros las gracias ahora por vuestros servicios —dijo Leonor.

—Veréis, Leonor —dijo él—: Debéis escucharme primero. El rey ha aceptado la anulación, pero va a ser imposible convocar el consejo en Limoges. Ahora hablan de Beaugency, el Domingo de Ramos.

Petronila apartó la mirada, poniendo los ojos en blanco, en un gesto de exasperación. Luego pensó: Deberíamos haber previsto que sucedería esto. Es demasiado tarde. Bajó la mirada al tablero que tenía ante sí, sobre el cual las fichas estaban perfectamente colocadas en las filas con forma de daga, sin que hubiera una sola columna bloqueada. Metió el dado en el pequeño cubilete y lo agitó hasta que comenzó a traquetear. Tal vez deberían encontrar una manera de conseguir que Leonor ingresara en un convento para que tuviera el bebé en secreto y posponer el consejo hasta el verano. Pero en seguida se dio cuenta de que aquello era imposible.

La voz de Leonor sonó tensa como un alambre.

—Tío, esas no son buenas noticias. Quiero quedarme en Poitiers y, sin embargo, tengo que marcharme de nuevo. Hasta que no me libere de Luis no podré regresar.

Petronila dejó escapar un pequeño susurro para manifestar su acuerdo. El arzobispo de Burdeos sacudió ligeramente los hombros hacia adelante y hacia atrás, como si estuviera esquivando algo.

—Todo es culpa de ese bastardo templario afeitado. Él quiere exprimir hasta la última gota de Aquitania antes de soltarla.

—¡Antes de soltarla! —Leonor se volvió hacia él mientras su rostro relucía a la luz de la vela, encendido por la rabia—. Nunca lo va hacer, tío. Va a seguir bajo su control eternamente —dijo, lanzando un suspiro violento. Luego se recostó sobre su asiento y se dirigió a Petronila—: Y ahora ¿qué hacemos?

—Pensaremos en algo —dijo, extendiendo la mano para evitar que su hermana se pusiera de pie y revelara su figura.

—Debemos ser pacientes. Regresaré con el rey después de Navidad. Volveré a hablarle de ello, pero… —dijo el arzobispo, lanzando a las hermanas una sonrisa de disculpa—. Debo pediros un favor.

—Por supuesto. ¿De qué se trata esta vez? —dijo Leonor.

—Es de nuevo Thomas —dijo el arzobispo—. El tañedor de laúd. Quiere volver a vuestro lado y tiene miedo de no ser bien recibido.

Leonor dejó escapar una carcajada teñida de enfado y se volvió hacia él con los ojos entreabiertos.

—Bueno, ha sido muy inteligente por su parte haberse dado cuenta de ello. Ha descubierto que al rey no le importa lo más mínimo su arte, ¿es eso?

—Con él solo se escuchan salmos —dijo el arzobispo de Burdeos—. Volved a acogerle, Leonor. Es demasiado virtuoso como para permitir que caiga en brazos de algún alemán o, lo que es peor, de alguien de Troyes.

—Decidle que esta noche cante de nuevo bajo mi ventana —dijo Leonor—. Dejemos que sea un auténtico ruiseñor. Y, una vez que haga eso, lo consideraré.

—Sois una mujer generosa —dijo el arzobispo, incorporándose de su asiento—. Hablaré con el rey. Os prometo que conseguiré esa anulación.

A continuación, extendió la mano y ella la sujetó con fuerza, levantando la mirada hacia él.

—Muchas gracias, tío. Supongo que habéis hecho todo lo que habéis podido —dijo, soltándole la mano sin besar el anillo y despidiéndole con un gesto de la cabeza.

Cuando el arzobispo se hubo marchado, ella dijo:

—Bueno, han sido malas noticias.

Petra extendió el brazo y comenzó a extender las piezas sobre el tablero para comenzar una nueva partida. Habían llegado demasiado lejos. Sin embargo, tenía que haber alguna manera de salirse con la suya.

—Debes ser paciente, Leonor. Al final, todo saldrá bien. Leonor se recostó sobre su asiento, con la cabeza agachada, levantando la mirada ligeramente hacia ella, por debajo de sus pobladas cejas.

—Petra, dime la verdad. Claire me ha contado que has hablado con Thierry.

Petronila se puso rígida como el hielo. El aire se le atascó en la garganta.

—Oh, esa pequeña zorra.

Leonor no sonreía. En sus ojos no se podía leer ninguna expresión.

—¿Qué te dijo? —preguntó.

Petronila bajó la mirada hacia el tablero, sobre el cual las fichas se encontraban en la posición de salida. Agitó el dado y movió las piezas, aunque su mano temblaba ligeramente. Cuando habló, incluso para sus adentros, su voz sonó desafinada

—Fue tan… monstruoso, Leonor. No podía permitirme contártelo. Me ofreció entregarnos Aquitania a cambio del bebé.

—Entonces, lo sabe —la voz de Leonor sonó completamente relajada.

—No… no estoy segura —dijo Petronila, levantando la mirada hacia su hermana—. Me confundió contigo. Pensó que estaba hablando contigo. Me dio a entender que tú… pudieras tener un amante y conseguir un bebé de esa manera, para entregárselo al rey.

Leonor se estremeció. Su rostro estaba encendido de asombro.

—Qué malvado. No hay nada peor que un hombre que ha sido privado de su masculinidad.

—Te lo habría contado, lo juro. Quise hacerlo. —Petronila sabía que estaba balbuceando—. Pero todo era tan absurdo… apenas podía creerlo. Sólo quería olvidarlo.

—Sí. —Leonor se enderezó en su asiento y cogió el cubilete. Su mirada se depositó en el tablero e hizo rodar el dado sobre él. Su voz sonaba fría y pensativa—. Sin duda, yo también habría querido olvidarlo. Pero Thierry podía habernos dado algo a cambio. Tal vez deberíamos encontrarnos de nuevo con él. En secreto.

—¿Qué? —dijo Petronila, confundida—. ¿Aceptarías su ofrecimiento?

Leonor le dedicó una sonrisa, no una sonrisa agradable, sino con los labios finos y haciendo una mueca cruel, con los ojos medio cerrados. Había sacado un doble, así que movió sus piezas a toda velocidad por el tablero.

—Pero esta vez, seré yo quien vaya a hablar con él.

Petronila cogió el cubilete con la mano temblorosa. Sin embargo, Leonor no parecía estar enfadada y se sintió más aliviada.

—¿Crees que será prudente?

—¿Dónde os encontrasteis?

—En el confesionario… en la capilla de Chatellerault. Todo estaba oscuro y la celosía…

—Ah, ya veo. Eres muy inteligente, Petra.

Sus palabras no sonaron a cumplido, como debería haber sido. Petronila inclinó el cubilete y los dados salieron de él: un cinco y un cuatro. Movió sus piezas sin reparar demasiado en ello, con la mente dando tumbos entre un sentimiento de culpabilidad y la sensación de alivio que le producía no haber sido el blanco de los reproches de Leonor.

—Bien —dijo Leonor—. Esto no es propio de ti, Petra. Me has abierto una puerta —dijo. Cogió el cubilete, lo agitó de nuevo y en su siguiente movimiento eliminó dos piezas de Petronila del tablero—. Creo que arreglaremos ese encuentro con Thierry y veremos qué podemos sacar con ello.

Claire había reparado en la habilidad de Alys para el maquillaje: el rostro de Petronila parecía realmente hermoso, pero no por obra de la naturaleza, sino del arte. Había madurado y ahora encerraba más gracia, incluso orgullo. Petronila se acercó a ella en el espacio sombrío que se abría detrás de la escalera, donde podrían hablar sin ser advertidas. Era la primera hora de la mañana y el salón todavía estaba vacío, ya que todo el mundo se encontraba esperando en el patio, aunque no tardarían en entrar.

Sin embargo, lo primero que Claire dijo fue:

—Por favor, mi señora, os doy las gracias por haber permitido que Thomas regresara.

Petronila respondió:

—No me des las gracias. Debería cortarte las orejas y guardarlas en una caja por haber ido con cuentos a mi hermana.

Leonor le había hecho la promesa de que no se enfadaría.

La muchacha levantó la cabeza, mirando a Petronila a los ojos.

—Soy la sirvienta de la reina, mi señora. Puede que no sea valiente, y desde luego no soy honesta, pero puedo ser leal. —Su voz sonaba ceremoniosa, encantada de aquella rectitud. Luego hizo una pequeña reverencia—. Lo que vos hacéis, tratando de protegerla y de salvarla, es un gesto verdaderamente noble, mi señora, y muy valiente. Os admiro mucho por ello.

Petronila entrecerró los ojos y apartó ligeramente la cabeza.

—Y estabas enfadada conmigo por lo de Thomas. —La muchacha se puso colorada y sus dientes apretaron con fuerza los labios. Petronila se echó a reír, mirándola directamente de nuevo—. Así pues, estamos en paz, ¿no es cierto?

Los labios de Claire se separaron y levantó la mirada, con los ojos muy abiertos por la sorpresa. Con ciertas dudas, comenzó a sonreír y sus ojos brillaron.

—Sí, supongo que así es, mi señora.

—Muy bien. Y supongo que te has comportado de forma recta y has sido fiel, ya que dependo de ello, porque necesito que me prestes un servicio honesto —dijo Petronila.

La cabeza de Claire se inclinó.

—Así lo haré, mi señora.

—Quiero que vuelvas a hablar con Thierry.

La muchacha parpadeó, frunciendo el ceño, e inclinó la cabeza hacia un lado.

—¿Vos queréis eso? —dijo, poniendo un pequeño énfasis en la primera palabra.

—Explícale que vas de parte de la reina, por supuesto. Dile que desea reunirse con él en las mismas circunstancias, aunque ahora será aquí, en la capilla del palacio. El encuentro debe celebrarse a una hora tardía… esta noche.

De repente, un enorme estruendo resonó por todo el pabellón. Una muchedumbre procedente del patio comenzó a abarrotar las escaleras y, al instante, aquel lugar se convirtió en un hervidero. Varios muchachos portando antorchas corrieron hacia la sala para encender los candelabros de pared que colgaban en el otro extremo de la estancia. Petronila extendió un brazo y dio unos golpecitos a Claire en el hombro con más fuerza de la necesaria.

—Y, a pesar de mis consejos, todavía sigues perdiendo el tiempo con Thomas.

La muchacha tragó saliva.

—Cantamos juntos. Me está enseñando a cantar.

—Oh —dijo Petronila, y se echó a reír—. Nunca había oído que lo llamaran así. Supongo que es cosa tuya. Todos estamos metidos en esto hasta el cuello —dijo. En aquel momento, la sala estaba llena de gente y no se podía demorar. Luego volvió a dirigirse a Claire—. Vete ahora mismo y haz lo que hemos acordado. Y estás perdonada, no es necesario que sigas encogida de miedo.

Claire la observaba detenidamente, con la boca abierta para preguntar algo más. Pero allí había demasiadas personas riendo, dando palmas y saltando a su alrededor. Claire dedicó a Petronila una rápida reverencia y se marchó corriendo. Petronila volvió a ocultarse en la profunda oscuridad que se cernía debajo de la escalera para colocarse el velo sobre el rostro.

Claire descendió al patio para encontrarse con Thierry. El encuentro que había mantenido con Petronila todavía se repetía en su mente. Esperaba que la hermana de la reina hubiera estado más enfadada.

Honesta y valiente, leal y generosa, pensó. Si no siempre, al menos la mayoría de las veces.

Valiente como una heroína, pensó. Todo lo que se proponían, el hecho de que Petronila montara en el caballo durante la procesión ocupando el lugar de la reina, la conmovía tanto como una de las canciones de Thomas.

A continuación, a través del patio cubierto de nieve, vio cómo se acercaba Thierry. Abandonó esos pensamientos y acudió a su encuentro.

Más tarde, sentada entre las damas mientras la preparaban para la procesión, Petronila se sentía tan asustada que pensó que iba a vomitar. Era como un pedazo de madera al que estuvieran pintando y sintió deseos de no haberse prestado a hacer aquello. Clavó su mirada en Leonor, que la observaba desde la cama. Se dijo a sí misma que no podía fallar a su hermana y se aferró a ese pensamiento, como si se tratara de una letanía, repitiéndolo una y otra vez.

Leonor vestía la severa túnica de luto blanca de Petronila, con el velo suspendido de su oreja, listo para ser extendido. Mientras tanto, las damas de compañía estaban convirtiendo a Petronila en la viva imagen de su hermana.

—Ahora quedaos quieta, querida —dijo Alys, levantando con un dedo el rostro de Petronila hacia el sol.

Petronila cerró los ojos. Los magníficos ropajes le resultaban pesados, ásperos, demasiado sueltos, o demasiado apretados, no estaba segura, y comenzó a sudar, aunque hacía frío. Todas las damas de compañía se habían congregado a su alrededor y sus miradas le hacían sentir como si estuviera desnuda. El pincel acarició su mejilla y, a continuación, Alys comenzó a aplicar algo sobre sus párpados y bajo sus ojos y lo extendió con el pulgar. Mientras tanto, Petronila mantenía los ojos cerrados. Los dedos diestros que se deslizaban sobre su barbilla le inclinaron el rostro hacia el otro lado y el pincel comenzó de nuevo a acariciarle la piel, con un tacto agradablemente suave.

Luego se incorporó y Alys se apartó unos pasos de ella. Abrió los ojos y todas las mujeres que se habían congregado a su alrededor dejaron escapar un agudo grito ahogado colectivo, el más sincero de los cumplidos. Petronila clavó su mirada en Leonor, que se encontraba delante, y se colocó junto a ella, colocando su cabeza junto a la Petronila, mientras sujetaba un espejo ante ellas.

La boca de Petronila se abrió de par en par. Entre el murmullo de todas las damas escuchó lo que veía reflejado en el espejo: que ella y su hermana eran semejantes como dos flores de la misma viña. Tenía ante sí dos copias de la misma cara: las bocas amplias y exuberantes, los ojos verdes salpicados de oro, el fulgor de los pómulos, el cabello rojizo peinado hacia atrás que emanaba del profundo pico que se extendía sobre las cejas.

A pesar de sus temores, sintió que le invadía una oleada de satisfacción. Le invadió la sensación de que había estado esperando toda la vida a que llegara ese momento. Por fin, era tan hermosa como Leonor.

Incluso más hermosa que ella. Leonor, tras regresar a la cama, se dejó caer pesadamente, metiendo su grueso cuerpo debajo de las niveas sábanas.

—Adelante —dijo—. Todo saldrá bien. Nadie advertirá el engaño. Vete ahora. Me siento cansada.

Se hundió sobre su cama. Petronila percibió que la voz de su hermana estaba teñida de cierto tono quejoso, del tono propio de los celos.

Tuvo que hacer un gran esfuerzo por contener una sonrisa. Cuando la dejó asomar, Alys dijo:

—No, no, eso lo echará a perder… esa es Petronila, ese ceño… dejad que vuestro rostro se relaje, niña. Así.

Petronila sonrió obediente y levantó los ojos mientras Alys asentía complacida.

—Muy bien.

Marie-Jeanne, como hacía siempre, cogió la corona y se la colocó sobre la cabeza. Pasó la cinta de la cofia por encima de ella para mantenerla fija y metió el extremo por detrás de la oreja de Petronila. Esta se levantó y, mientras las damas de compañía la atendían, salió de la habitación y bajó al patio.

Allí ya se había congregado una gran multitud que la esperaba, y cuando apareció por las escaleras, se escuchó un fuerte bramido: «¡Leonor!». Todos gritaban su nombre empleando el lenguaje occitano, Alienor. Ella levantó las manos hacia la muchedumbre, como si se tratara de un dios, bendiciéndolos. Sintió cómo la sangre corría a toda velocidad por sus mejillas. Se mantuvo perfectamente erguida debajo del círculo dorado de su corona, orgullosa como una diosa, y avanzó hacia el lugar donde le esperaba el caballo bereber, agitando la cola, mientras de Rançun sujetaba la brida.

Pensó que aquel era el día más grande de su vida. Cuando salió a lomos del caballo, las calles estaban atestadas de gente que gritaba al unísono el nombre que ahora era suyo, al menos por el momento, y agitaba banderas y ramas de muérdago y hiedra, y levantaban en brazos a sus hijos para que la pudieran ver. El caballo bereber se asustó y avanzó furtivamente, lanzando resoplidos a la multitud, agitando las orejas hacia adelante y hacia atrás. Pero ya estaba preparada para aquello y conocía muy bien sus engaños. A pesar de aquel fingido ataque de pánico, sabía que el animal no tenía miedo de nada, que simplemente trataba de sacar provecho como cualquier otro cortesano.

Delante de ella, apareció el carromato, con su enorme y poco agraciada estatua de San Hilario, obispo y Padre de la Iglesia, que había predicado en aquellas tierras cuando los reyes de Francia no eran más que unos salvajes de barba poblada. Siguió a la carreta a través de las estrechas callejuelas empinadas de Poitiers, pasando por debajo de los carteles que colgaban los mercaderes, por delante de las puertas de las tabernas, por debajo de las ventanas abarrotadas de gente que no paraba de lanzar proclamas. El bramido de la multitud la inundó como si se tratara del mar. Ella sonreía, saludaba con la mano y pedía a sus pajes que entregaran dulces al gentío, sintiendo que la adulación de su pueblo la envolvía como la espuma de un inmenso y cálido océano.

A pesar de verse como la diosa que los demás estaban contemplando, una parte de su ser se sentía diminuta, fría y asustada. Pero decidió que tenía que acabar con sus miedos. Dejó que la excitación la fuera elevando a medida que avanzaba a lomos de su caballo, mientras sus pajes y caballeros iban por delante, empujando al gentío para abrir paso, sintiéndose cada vez más y más segura de sí misma.

Así es como se debe sentir Leonor, pensó. Y así se sentiría ella a partir de ahora mientras Leonor se encontraba en la carreta, lejos de las miradas de todos, soportando la carga de su enorme vientre y de su constante fatiga. Petronila se había encumbrado hasta ocupar su lugar y estaba dispuesta a disfrutar de aquel privilegio durante todo el tiempo que le fuera posible.

Envuelta en la oscuridad, Leonor avanzó hasta el confesionario, se sentó en el banco que estaba reservado al sacerdote y descorrió el pequeño cerrojo. Al otro lado no había nadie, tal como había planeado, ya que no tenía intención de que aquel hombre la viera aproximarse. A esas alturas, nadie, ni siquiera entre el manto de aquella oscuridad, podría pasar por alto que aquella mujer estaba a punto de tener un hijo.

Pasó la mano por su vientre, pensando en el bebé. A pesar de todas las molestias que sentía, ella lo amaba. Le asustaba imaginarse qué es lo que debía hacer cuando el niño naciera.

También le aterrorizaba pensar en el parto: el dolor, la sangre y el peligro que suponía. Cada vez que una mujer se postraba en el lecho, se enfrentaba a la posibilidad de que, en lugar de dar a luz una vida, ella misma se viera condenada a morir. El bebé se removía en su interior, como si fuera capaz de percibir sus temores. Era un pequeño ser, un pequeño rizo de vida, un pequeño príncipe escondido.

Leonor todavía se encontraba reflexionando sobre esos asuntos cuando alguien se deslizó al otro lado del confesionario y la voz de Thierry Galeran dijo:

—Majestad. Ya he llegado. Así pues, ¿habéis considerado mi propuesta?

—Oh, sí —dijo Leonor, entre dientes—. La he considerado. Escuchad esto, malvado: quiero liberarme de la atadura de mi matrimonio. Tenéis que dejar de poner obstáculos y apremiar al rey para que acepte, en seguida, ya que de lo contrario acudiré a Luis y le diré lo que me propusisteis en Chatellerault.

El eunuco se quedó sin aliento. Al otro lado de la celosía no era más que una sombra que se movía. No dijo nada, así que ella prosiguió.

—¿Qué creéis que hará cuando se entere de lo que me habéis ofrecido?

—Majestad —la voz sonó medio ahogada, un tanto dubitativa por el temor—. Lo negaré todo.

—Bah —dijo ella—. El rey os conoce lo suficiente como para reconocer una de vuestras argucias. También sabe que yo no le miento, pase lo que pase. Y, como mínimo, optará por relevaros de vuestro cargo. Luis es un hombre de honor. Su sangre es su tesoro más valioso. Es posible que hasta os condene por traición, por tratar de entregar la sagrada corona de Francia a un bastardo de segunda fila.

Thierry no dijo nada, pero Leonor escuchó cómo respiraba con fuerza, como si se tratase de un caballo enfermo.

—Adelante, Thierry. Id y preparaos para celebrar el consejo que me dejará libre. Decidle al rey que, mientras tanto, debería quedarme en Poitiers. Y no permitáis que vuelva a veros jamás.

La puerta del confesionario se abrió de golpe y el secretario salió precipitadamente. Leonor se quedó sentada en su banco, con las manos apoyadas en el regazo, henchida de placer. Esperó unos instantes, temiendo que el secretario hubiera apostado a algún espía en los alrededores con la intención de que la vieran salir, pero sabía que había ganado. Thierry haría lo que le había ordenado. Pasó de nuevo la mano por su vientre. Ahora solo quedaba el problema de dar a luz al niño.

Pero eso sería posible si se pudiera quedar en Poitiers. Cualquier cosa era posible en Poitiers. Cerró los ojos, fatigada pero satisfecha de sí misma, reuniendo fuerzas para regresar al Maubergeon.

Mientras ascendía por las escaleras, encontró a de Rançun que la estaba esperando. El caballero avanzó hacia ella, con la mirada torva, y le ofreció la mano para que la reina se apoyara en ella.

—Majestad —dijo—. Tengo noticias sobre la suerte que ha corrido el duque de Normandía, cuando tengáis el honor de escucharlas.

—Ah —dijo ella—. Os escucho. Contadme.

De Rançun avanzó a su lado. Leonor pasó la mano por su brazo y se apoyó en él mientras ascendían por las escaleras.

—Hay un mensajero que ha llegado de Inglaterra.

Leonor volvió la mirada hacia él.

—¿Lo envía el rey Esteban?

—Sí. Tiene la lengua suelta y le gusta el vino.

Habían alcanzado el rellano y se detuvieron en él. Por las escaleras subían y bajaban varias personas, sirvientes con tinas y cuencos, así que decidieron esconderse en un lateral. Leonor se quedó en un punto desde el que podía ver todo lo que les rodeaba y miró al caballero con gesto inquisitivo.

—Entonces, ¿Esteban y Luis están conspirando? Es el señor feudal de Normandía, ¿puede hacer eso?

—No, no… el mensajero está aquí para ver a Thierry.

La mirada de la reina se agudizó invadida por la excitación. Aquello era algo nuevo.

—¿De qué se trata?

El caballero de cabellos claros hizo una mueca.

—Son las habituales negociaciones por la espalda. Thierry, con su afición al espionaje, parece haber creado una importante red de confidentes en Inglaterra… tiene oídos en cada hogar y en cada salón. Esteban quiere conocer esos nombres.

—¡Oh! —dijo ella—. Ese maldito eunuco bastardo y mentiroso.

De Rançun le dedicó una sonrisa, complacido de ser su espía. Leonor pensó en que esos nombres podrían ser de gran utilidad al duque Enrique. En seguida se dio cuenta de que serían mucho más importantes para los hombres que estaban siendo espiados.

—Investiga… —dijo Leonor, preguntándose qué es lo que necesitaba saber—. Averigua todo lo que puedas.

—Así lo haré —dijo de Rançun.

—¿Hay alguna cosa más que deba saber? ¿Alguna noticia del propio duque de Normandía, por ejemplo?

El caballero dejó asomar una pequeña sonrisa.

—No, Majestad.

Leonor volvió la mirada hacia la pared, con gesto pensativo. Terna que haber alguna manera de sacar partido de aquella situación. Luego se volvió repentinamente, sin decir nada, y atravesó la puerta, penetrando en sus aposentos. Se percató de que el caballero permaneció alh unos instantes y luego se marchó, tan fiel como siempre, demostrando que su reina le podía confiar cualquier asunto.

Horas más tarde, cuando todos los demás ya se habían acostado, Leonor seguía sin conciliar el sueño, pensando en lo que de Rançun le había contado. Si Enrique utilizara aquella información para su provecho, sería un punto de inflexión en la empresa de Inglaterra. Podía colocarse ella misma en el punto crucial de sus ambiciones, sólida como un pilar de sustentación. Se encontraba sentada junto a la ventana dándole vueltas a ese asunto, deseando que Petronila se despertara para hablarle de ello, cuando escuchó a Claire deslizándose al interior de la alcoba, mucho después de que la luna hubiera alcanzado su cénit.

Se imaginó lo que la muchacha estaba haciendo, andando a hurtadillas de aquella manera. Por unos instantes, apartada de sus mayores preocupaciones, pensó en Thomas, el tañedor de laúd. Era un hombre demasiado apuesto, así que debía deshacerse de él antes de que llevara a la perdición a una de sus damas de compañía preferidas. Por supuesto, lo más complicado de todo era encontrar la manera de hacerlo. Luego, el primer asunto volvió a ocupar sus pensamientos y, de repente, descubrió que el trovador podría ser, al mismo tiempo, el problema y la solución. Miró por la ventana hacia la luz de la luna, teñida de plata y azul, imaginando la manera de llegar al norte desde allí.

A pesar de todo, tenían que volver a abandonar Poitiers. Iban a pasar las Navidades en Limoges y no había forma de librarse de ello. El rey tampoco anunció de inmediato la celebración de ningún consejo, ni tampoco confirmó que se fuera a producir la anulación. Leonor se sentía irritada, sin parar de pasear nerviosa ni de gritar a todo el mundo. Pero, dos días después de haber obligado a Thierry a postrarse de rodillas, prepararon de nuevo el equipaje y se subieron al caballo con la intención de marcharse.

Pero no todos pudieron subirse al caballo. La propia Leonor se vio obligada a ir dando tumbos en el carromato, como si fuera un barril de carne curada, como si se tratara de otro bulto de equipaje más. Todo el mundo estuvo de acuerdo en que Petronila había sustituido con tanto acierto a la reina que, siempre que fuera necesario, debería volver a suplantarla. Leonor apretó los dientes al escuchar aquello pero, en lo más profundo de su corazón, se sintió aliviada.

El día antes de abandonar Poitiers, se sentó junto a Petronila en el jardín, pasándose la una a la otra la copa de vino. Había meditado durante largo tiempo qué hacer con el tañedor de laúd.

—¿Qué piensas de nuestro Thomas?

—Que tiene la voz de un ángel —dijo Petronila—, pero nuestro tío tenía razón: es un demonio para las mujeres.

Leonor extendió el brazo para entregarle la copa.

—¿Es un hombre inteligente?

—¿Qué quieres decir? —preguntó Petronila. Luego bebió un sorbo y dejó la copa junto a su rodilla.

—Tengo una tarea que es perfecta para él —dijo Leonor—. La empresa requiere que haga exactamente lo que se le pide y que no me falle. ¿Crees que lo hará?

Petronila se echó a reír, tanto por las perversas intenciones de su hermana como por lo que había dicho.

—¿Qué tarea? Tú nunca pides inteligencia a los demás, sino honestidad. Y no conozco a nadie más honesto que Joffre.

—Joffre no puede encargarse de esto. Nos hemos enterado, gracias a la buena fortuna y a algunos sobornos y confidencias, de que Luis ha recibido a un mensajero procedente de Inglaterra que va a regresar allí, ahora, mientras nos dirigimos hacia el sur. Lleva consigo una carta que le será muy útil al duque de Normandía.

—Mmmmm —Petronila meditó unos segundos—. Por supuesto, el camino que conduce hasta el trono de Inglaterra se atraviesa comprando a los nobles ingleses.

—Sí, eso pienso yo. Cuando regrese a su país, el mensajero pasará cerca de donde se encuentre el duque Enrique y, si este es advertido a tiempo, podría hacerse con la carta. Quiero que el trovador vaya con la caravana del mensajero. Es un disfraz perfecto; habrá muchos viajeros y será bienvenido por su condición de músico. Y el trovador puede alertar a Enrique sobre la oportunidad que tiene entre manos mientras el hombre del rey todavía se encuentre a su alcance.

Petronila alzó las cejas con mirada inquisitiva.

—Es un buen plan. Si fracasa, ¿qué perdemos? Pero si lo consigue… está muy bien pensado, Leonor. Eres una maestra en estas artes.

Leonor se recostó sobre su asiento, satisfecha. A pesar de lo que parecía últimamente, Petronila todavía la reverenciaba. Aún era la auténtica duquesa de Aquitania. En seguida comenzó a reírse en su interior al pensar que podría ser ella la duquesa. Envió a un paje para que fuera a buscar al trovador.

Thomas abandonó la comitiva al día siguiente, dirigiéndose hacia el norte, con un grupo de viajeros de los cuales uno de ellos era el hombre que había enviado el rey de Inglaterra, disfrazado bajo una nueva identidad. Pero, por desgracia, Claire se marchó con él, una contingencia que Leonor no había previsto.

La reina y su hermana, acompañadas de toda la caravana, salieron de Poitiers a primera hora de la mañana. Por una vez iban por delante del rey, ya que a esa hora habría menos gente congregada en la calle. Pero cuando el gentío se enteró de que Leonor emprendía la marcha, aunque acababa de despuntar el alba, abarrotaron las calles y gritaron su nombre hasta que salió por la puerta de la ciudad.

Petronila viajaba en el centro de la comitiva, luchando contra el agitado caballo bereber, que se asustó al ver la inmensa marea de cuerpos, dio varios brincos y sacudió la cabeza, moviendo las orejas y resoplando fuertemente por sus orificios nasales. En todo momento se esforzó por mantener la cabeza erguida, recta y orgullosa, tal como solía hacer Leonor, saludando complacida a la multitud, tratando de imitar a la reina.

De alguna manera, cada vez se sentía más cómoda en su papel. Cuando pudo soltar una mano de las riendas, saludó al gentío, sonriendo a la marea de rostros frenéticos que gritaban un nombre que no era el suyo: con cierto alivio, se dio cuenta de que podía desempeñar aquel papel tan bien como la propia Leonor.

Dentro del carromato que avanzaba detrás, su hermana viajaba sentada cómodamente, protegida de todas las miradas. ¿Qué malo podía haber en ello? Sabía que estaba haciendo lo correcto.

Cuando dejaron atrás la ciudad, envió a de Rançun a la parte delantera de la comitiva con la intención de llevar un ritmo constante y así evitar que la procesión del rey llegara a su altura. El caballo bereber no paraba de demostrar su inconformidad cada vez que ella trataba de contenerlo. Sin embargo, Petronila no se atrevió a dejarle que corriera con demasiada libertad. Podía percibir bajo su anatomía, si le dejaba levantar la cabeza, el rápido movimiento de los músculos del animal cuando levantaba su grupa y se dio cuenta de que el caballo quería, por encima de todo, arrojarla a la zanja más próxima. El animal jugaba incesantemente con la brida, tratando de atraparla entre los dientes, mientras las riendas empezaban a hacer llagas en los pequeños dedos de Petronila.

Incluso cuando ya habían salido a la carretera principal, todavía siguió suplantando a Leonor, ya que cada vez que la gente la veía, salían precipitadamente a su encuentro de todas partes, gritando y saludando con las manos. Con el tiempo, aquello acabó por resultar agotador. Eso hizo que Petronila fuera consciente de las ventajas que tenía ser únicamente la hermana pequeña. Sintió que su vida se diluía hasta convertirse en esa farsa. El caballo bereber movió la cabeza y Petronila se dio cuenta de que estaba tirando demasiado de las riendas, así que dejó que se deslizaran un poco a través de los dedos. El animal levantó las pezuñas en cuanto sintió que lo liberaban. Petronila permaneció sobre su silla de montar. Ya lo tenía bajo su dominio y el animal no podría arrojarla al suelo. Se echó a reír, satisfecha.