Poitiers, noviembre de 1151
A Claire le gustaba mucho Poitiers, ya que era una ciudad muy distinta a todos los lugares donde había estado anteriormente. Aunque era invierno, parecía ser un lugar más cálido y luminoso que el resto del mundo. Los aleros de los tejados no estaban cubiertos de la típica pizarra negra de París y de Fontevraud, sino que estaban rematados con tejas redondas que antaño eran de color rojo, aunque ahora estaban salpicadas de motas grises y verdes de líquenes y moho. Las calles se retorcían a lo largo de las colinas, llenas de tiendas abarrotadas de gente; de pasteleros portando sus bandejas, lanzando gritos rudos y dejando tras de sí un reguero de deliciosos aromas; de mujeres que vendían fruta y pescado; del repicar de las pezuñas de enormes caballos; del incesante parloteo de esa variante tan distinta del francés, que ella comprendía perfectamente pero que todavía le sonaba muy extraña, más redonda y más dulce que la suya propia.
Los monjes desfilaban por las calles y los sacerdotes descansaban en las esquinas, hablando sobre una vida más cercana a Dios, una forma de espíritu puro que se despojaba de su cuerpo. Aquello sonaba muy bien, pero Claire pensó que todavía era demasiado temprano para eso. Su cuerpo amaba aquel lugar, con sus maravillosos aromas, sonidos y estampas. Le gustaba mucho salir a hacer los recados que le había encomendado la reina, correr hasta la catedral para admirar las bestias que estaban esculpidas en sus columnas, pedirle un dulce a una panadera con la promesa de decir a la reina lo bueno que era.
Normalmente, también se dejaba caer por la corte del rey, a la que Thomas, el tañedor de laúd, todavía acudía. No se atrevía a acercarse a él, pero le gustaba mucho contemplarlo y escucharle tocar. Si el músico la veía, no parecía importarle. Daba la sensación de que la había olvidado completamente. Pero todo lo que tocaba para el rey le sonaba muy lúgubre.
Entonces, para su sorpresa, un día casi se tropezaron: ella acababa de doblar una esquina de la torre y él avanzaba por la otra.
El músico se estaba enderezando la ropa; acababa de orinar. Thomas la vio y comenzó a realizar una especie de reverencia irreflexiva, haciendo ademán de pasar por su lado. La joven se quedó paralizada y se sonrojó. Entonces, de repente, el músico la reconoció.
Él la miró de nuevo. Le cogió la mano y le dedicó su hermosa e irresistible sonrisa.
—Oh, pequeña Claude, la chica de la reina —dijo, empujándola hacia él—. Dame un beso.
Su mano era cálida y fuerte, pero ella la apartó. En ese instante, las palabras de Petronila pasaron por su mente. Su corazón pertenece a la música. Nunca te amará.
—Me llamo Claire —protestó, sin poder reprimir un tono de ofensa en su voz—. Pero me alegro de verte, Thomas.
El músico se giró ligeramente para dejar la muralla a sus espaldas con el fin de poder gozar de un poco de privacidad ante tanta gente que se agolpaba en el patio. Luego acomodó sobre su hombro el laúd que llevaba en el saco.
—Eso es, Claire —dijo—. Muy bien. Entonces, ¿qué es lo que quieres, ya que no puedo besarte?
—Me gustaría poder cantar como tú. ¿Podrías…? —dijo, retorciendo las manos—. ¿Podrías enseñarme a cantar?
—A cantar. —Aquella respuesta le sorprendió, obligándole a guardar silencio, con aspecto de no saber muy bien cómo reaccionar—. Quieres aprender a cantar.
—Intento hacerlo —dijo Claire—, pero cuando te escucho me doy cuenta de que soy como una bisagra sin lubricar. Por favor, enséñame a hacerlo mejor.
Thomas miró a su alrededor. Se encontraban en el extremo más lejano del patio. El músico estaba apoyado sobre la esquina que daba a la cocina, y el enorme patio pavimentado que estaba a la espalda de Claire se encontraba abarrotado de sirvientes que iban y venían a toda prisa, mozos de cuadra y una hilera de caballos. Thomas volvió la mirada hacia ella, sin sonreír.
—En ese caso, canta para mí.
—¿Qué? —dijo Claire, pegando los puños sobre su pecho—. ¿Aquí? ¿Ahora?
—Aquí y ahora —dijo él. Descolgó el saco de su hombro y sacó el laúd de su funda. Mientras lo sujetaba como podía entre sus brazos, consiguió tocar algunas notas—. Canta esto.
El corazón de la joven golpeaba con fuerza sobre sus costillas y juntó las manos. De repente, se dio cuenta de que si fracasaba ahora, el músico no la enseñaría a cantar. No volvería a pensar en ella, nunca más, y sería como todas las demás: no volvería a cantar otra vez. Así que tragó saliva. Se recompuso y con las notas que el músico había tocado vivas en su mente, las cantó sin palabras, una a una.
El rostro de Thomas no se alteró. Aterrorizada, Claire trató de identificar en él alguna señal que le indicara que lo había hecho bien, pero no percibió nada. El músico cambió su forma de sujetar el laúd, ya que, manteniéndose de pie, no lo podía agarrar adecuadamente. Luego tocó otra serie de notas más larga y menos conectada.
Claire cerró los ojos. Se recordó a sí misma que le encantaba hacer eso. Le repitió las notas, manteniendo un tono de voz fuerte, sintiéndose animada por el regocijo que le producía aquello, que le provocaba todos los días y las noches que había pasado en la corte de Leonor.
Después de aquello, el músico bajó el laúd y arqueó las cejas. Luego hizo un gesto afirmativo a la joven.
—Sí, puedo aprovechar algo de ti. Reúnete aquí conmigo esta noche. Encontraré algún lugar donde podamos trabajar.
—No… debo servir a la reina.
—Entonces ven cuando se haya acostado.
—Sólo voy a cantar —dijo Claire, envuelta en la oscuridad.
El músico dejó asomar una sonrisa que le cubrió todo el rostro y dijo:
—Lo comprendo. —Era una sonrisa distinta a la de antes, con los ojos oscuros, clavados en ella, sólo en ella—. Ven esta noche.
A continuación, enfundó de nuevo el laúd y se marchó sin decir una sola palabra más.
—Muy bien —dijo Thomas—. Bebe un poco más de vino. Mantén la garganta tersa.
Claire extendió el brazo para agarrar la copa. Tenía la piel empapada en sudor bajo la cofia y el corpiño, ya que no había dejado de cantar desde que llegaron allí. Miró hacia la parte posterior de las caballerizas, por el pasillo oscuro que se extendía a lo largo de las grupas de las mulas. Todo lo que abarcaba el tenue círculo de luz de la lámpara se había teñido de color amarillo: la paja, el aire polvoriento. Tenía la garganta irritada, sin su tersura habitual.
El músico tocó varios acordes, una y otra vez, y Claire los estuvo cantando. Thomas le había enseñado varios ritmos, tocándolos en el laúd mientras la muchacha cantaba y daba palmas. Él le había enseñado a mantener el cuerpo erguido, como si fuera un tubo, para que así las notas procedieran de la parte inferior de la garganta, y no de la superior. En resumen, el músico solo le prestaba atención a ella. Claire nunca había conseguido que alguien estuviera tan interesado por su persona.
—Aquí abajo —dijo Thomas, colocando su mano bajo las costillas—. La nota procede de aquí abajo. No… —prosiguió, dándole golpecitos debajo de su barbilla—. Aquí arriba, tiemblas. Pero, en general, lo haces bastante bien. ¿Cuándo habías cantado antes?
—A veces canto con las damas de compañía de la reina, para pasar el tiempo —dijo Claire—. Durante el viaje.
—Ajá —dijo él—. ¿Qué clase de canciones?
—Bueno… —Claire se encogió de hombros tratando de encontrar algún nombre que se ajustara a ellas—. Son canciones del campo. Como bailes. O juegos. Cánones, ya sabes, donde todo el mundo interpreta una parte de la canción, una por encima de la otra.
El músico levantó la cabeza mientras los ojos le brillaban con fuerza.
—¿De veras? En ese caso, ven. Podemos probarlo.
—Pero si sólo somos dos…
—Aquí —dijo Thomas, y comenzó a interpretar algunas notas. Tal como le había enseñado, Claire escuchó el ritmo, vio dónde se doblaba sobre sí mismo y dividió mentalmente la secuencia de notas en versos concordantes para así poder recordarlas. Cuando el músico llegó al final y asintió con la cabeza, ella comenzó a cantar.
Thomas siguió tocando mientras ella cantaba, acunando el laúd entre sus brazos, mientras la púa que tenía sujeta entre los dedos sacaba el primer verso de la canción de las cuerdas y luego, mientras la joven se disponía a interpretar el segundo, él también comenzó a cantar.
Las notas eran diferentes. La voz de Claire se tambaleó. Luego comenzó a esforzarse por no desafinar mientras él, exquisito como la miel, ascendía y trenzaba la melodía, como si de un sarmiento se tratara. La voz del músico era mucho más fuerte, emitiendo notas profundas y cálidas, y encontró en ella el lugar que tanto añoraba hallar para expresar todas sus emociones. A Claire también le complacía conmoverle mientras la voz del músico la conmovía a ella.
Finalmente, la voz de la joven se quebró. Le resultaba imposible escuchar al músico y cantar al mismo tiempo y su canción se colapso en una confusión de notas, haciendo que Thomas se echara a reír. Luego se rio Claire y, de repente, el músico se inclinó sobre ella y la besó.
La joven dejó escapar un jadeo. Se colgó sobre el brazo del músico con una mano y sintió los labios cálidos de Thomas sobre los suyos y, durante unos instantes, habría hecho cualquier cosa por él, en cualquier sitio.
Claire retrocedió, sintiendo que le faltaba el aire. No podía dejar escapar aquella oportunidad. El músico la miró fijamente, sonriendo.
—La repetiremos de nuevo —dijo, y tocó la canción en su laúd—. Más tarde. Aprenderás a cantarlo. He querido hacer esto desde hace años. Nunca he encontrado a nadie que contara con las cualidades necesarias: tenía que ser una mujer, y hay muy pocas mujeres trovadoras. Ojalá pudiéramos hacer que el rey lo escuchara.
—Me tengo que ir. Se estarán preguntando dónde estoy —dijo Claire, mientras levantaba la mirada hacia el músico. La sonrisa que este le devolvió era tan sincera que a la joven le invadieron las ganas de besarle de nuevo.
—Entonces, mañana, Clariza —dijo él, dibujando con la mano un largo saludo desde el laúd.
A continuación, la joven salió a toda prisa del establo, casi dando brincos.
Petronila se apoyó sobre el muro, bajando la mirada hacia el resplandor que emanaba del río. El viento se elevaba hacia su rostro, portando consigo el aroma de las hojas secas, de las flores descompuestas, de la fría piedra y del gélido río. Le gustaba mucho aquel lugar, la ciudad y aquella torre, así como el propio muro del jardín. Todo lo que alcanzaban a ver sus ojos le resultaba familiar, estaba lleno de recuerdos, y le resultaba doblemente doloroso contemplarlo: por una parte por el placer que le proporcionaba el regreso y, por otra, porque muy pronto tendrían que partir de nuevo.
Durante los años en que Leonor había estado casada con Luis apenas habían ido a Poitiers, y sólo en calidad de invitados, teniendo que abandonar la ciudad casi de inmediato. Habían tenido que ver cómo la corte parisina imponía sus gustos en el corazón de Aquitania: la música, la poesía, así como las justas y los juegos y bailes habían sido prohibidos. Toda forma de alegría había sido proscrita, plantando una piedra en un jardín de flores vivas.
Se inclinó sobre el muro, empapándose de los sabores de la ciudad. Los muros de piedra que se extendían a lo largo de las estrechas callejuelas tenían el color de los limones añejos, entrelazados con las rosas cuajadas de pétalos rojos y maduros. Por encima de los remates de arcilla roja de los muros, los brazos retorcidos de los manzanos y los ciruelos contrastaban con el vacío del cielo invernal. Durante la primavera, recordaba, los limoneros rociaban aquel lugar con su dulce perfume y las flores salpicaban las paredes y las ramas, cubriendo las calles de pétalos rosas y blancos semejantes a las ofrendas de los peregrinos. Las gentes del lugar solían bailar en la calle, cantaban mientras salían a trabajar a los campos, abrían sus iglesias a los festivales y a las procesiones. Hasta las piedras más vetustas, más viejas que los propios romanos, solían adornarse con guirnaldas confeccionadas con flores nuevas, como si la gente quisiera evocar los recuerdos de tiempos más antiguos.
Petronila sabía que, para cuando llegara la primavera, podía ser demasiado tarde. Para entonces, tanto ella como Leonor podrían perder Poitiers para siempre.
Pensó en el bebé que crecía en el vientre de su hermana, preguntándose qué le podría suceder después de su nacimiento. Si conseguían mantener el secreto, probablemente se podría convertir en un insignificante hijo adoptivo, en un cortesano de segunda fila de alguna casa poitevina, lo bastante próxima a Leonor como para que ella pudiera confiar en que mantuvieran en secreto su identidad, tanto ante él mismo como ante el resto del mundo. Tal vez, si tuvieran suerte, podrían colocarlo en la corte de Burdeos. Si no fuera posible, probarían con la de Chatellerault. Petronila lo imaginaba como un niño feliz, amado y despreocupado, como nunca lo había sido ningún príncipe.
Abajo se escuchaba un coro de voces. Petronila miró complacida entre las enmarañadas calles y le pareció distinguir una cadena de gente en movimiento. Se trataba de una especie de procesión: durante el Adviento había multitud de ellas, ya que cada iglesia sacaba a la calle su reliquia privada y siempre congregaba a un grupo de fieles que entonaba cánticos y rezaba tras ella mientras se abrían paso por el vecindario. Aquella tarde también iba a celebrarse una procesión a la que Leonor había prometido acudir. Otra oportunidad más para que su hermana fuera descubierta. Luego comenzó a dar golpecitos impacientes con la yema de los dedos sobre el muro.
La infame oferta que le había hecho Thierry volvió a ocupar sus pensamientos. Había llegado a pensar más de una vez, desde su encuentro en el confesionario, que el secretario sabía que era Leonor la que iba a tener un hijo y que estaba mercadeando de manera malvada y vergonzosa con su bebé. ¿O es que acaso creía que en realidad era de Luis? Tal vez, por esa razón no la había llevado a rastras hasta los pies del rey y había destapado aquel asunto.
Luis no habría permitido que su secretario humillara a la reina, aunque supiera la verdad. Luego recordó cómo el rey la había defendido, a Petronila, de los ataques de Thierry, cuando sugirió que la viera una comadrona. Sin lugar a dudas, el monarca era un hombre mucho más noble que su secretario. Tal vez el propio Luis, en su interior, había renunciado por fin al matrimonio, tal como lo había hecho Leonor.
Pero todo eso no eran más que conjeturas. Lo más probable es que, si descubrían que iba a tener un bebé, Leonor acabara encerrada. Y, para asegurarse de que Luis pudiera casarse de nuevo, le suministrarían una fría copa de veneno.
Poitiers estaba salpicada de iglesias, con sus agujas apuntando al cielo como si se trataran de señales indicadoras del camino que conducía hasta Dios. Desde aquel lugar, que se extendía a lo largo de un costado del palacio, podía divisar la parte posterior de la vieja iglesia de Saint Pierre, teñida de gris por los líquenes, y la imponente estructura de Notre Dame, ambas más venerables que cualquier otra construcción de París, siendo iglesias de la época de los romanos, al igual que el baptisterio que se encontraba a los pies de la colina. En aquellos lugares, las gentes de Poitiers adoraban a extraños espíritus antes de que san Hilario aportara la luz de la cristiandad a sus vidas. La música que emitían sus campanas pronto comenzaría a escucharse, marcando la hora del mediodía.
La ciudad estaba repleta de santuarios todavía más antiguos, de las extrañas construcciones de los paganos, que no eran más que simples peñascos amontonados unos sobre otros, como si fueran hogares para duendes. Leonor y ella habían jugado allí al escondite cuando eran niñas con los hijos de los cortesanos de su padre. En Poitiers habían podido correr libres como potros, atravesar sus calles, sintiéndose tan amadas que las gentes del lugar las llamaban por su nombre y las obsequiaban con pasteles y fruta mientras las bendecían con sus risas.
La edad de oro de aquella ciudad le reconfortó, así como los muros de incontables años que la rodeaban. Allí se sentía a salvo como en ningún otro sitio.
Su ánimo volvió a atormentarse al pensar en la procesión que se iba a celebrar al día siguiente. La ceremonia era en honor a la Virgen, cuya imagen iba a recorrer las calles. Petronila hubiera elegido la procesión que salía del Baptisterio, que era su iglesia favorita de todas las que había en Poitiers. Leonor había elegido la de Saint Hilarie, porque necesitaba una importante reforma y quería despertar el interés por ella. Leonor se preocupaba por ese tipo de cosas; Petronila habría hecho algo más pasional y completamente inútil.
Pero, para Leonor, cabalgar a través de la multitud por las calles suponía un riesgo. Tenía que haber otra forma de afrontar aquel problema. En ese momento se le ocurrió una especie de solución, pero la rechazó de inmediato, ya que resultaba demasiado peligrosa y, al mismo tiempo, excesivamente presuntuosa.
El sol caía con fuerza sobre su rostro, apareciendo desde detrás de la elevada silueta de la torre. Petronila se volvió para mirar sus paredes pulidas, donde cada plano vertical estaba rematado con un canal de agua excavado en la piedra cuya desembocadura formaba un torrente ensordecedor. Cada piedra era ligeramente distinta en cuanto a su color y a su dibujo de la otra, y Petronila acostumbraba a ensimismarse contemplando las sutilezas de cada una, paseando de acá para allá a los pies de la torre, levantando la mirada.
Aquella torre era el corazón de Poitiers y, posiblemente, el propio corazón de Aquitania. Su abuelo, el Trovador, la había diseñado personalmente. Había llamado a sus albañiles para que crearan la piedra que el anciano había vislumbrado en su imaginación. Su abuelo había sido un hombre tan magnífico, que las leyendas que se contaban sobre él todavía se escuchaban por aquel lugar, alabando su modo de cantar y de combatir, la intensidad con la que amó la vida, siendo para Aquitania, la tierra del espíritu vivo, como el fuerte viento de primavera. Leonor tenía la obligación de estar a su altura, siempre y cuando consiguiera escapar de la fría prisión del norte.
Petronila levantó su rostro hacia la luz del sol, disfrutando de toda su calidez. Deseaba quedarse ahí para siempre, apoyada sobre el muro del jardín, esperando anhelante la llegada de la primavera.
—Petra. Permitidme que me acerque a vos.
La voz procedía del caballero de Rançun. Petronila se volvió hacia él mientras el caballero se postró ante ella con la cabeza ligeramente inclinada en señal de reverencia, esperando a recibir su consentimiento. Él era la única persona del mundo, aparte de su hermana, que podía llamarla por su sencillo nombre de la infancia.
—Joffre —dijo ella, empleando el mismo tono—. Joffrillo. ¿Desde cuándo necesitas mi permiso? ¿Qué sucede?
De Rançun avanzó por el pequeño jardín en dirección a ella. Cerca de la puerta, se asomó un paje, preparado para atenderlos, y Petronila lo despachó con un gesto de la mano, sin cubrirse el rostro con el velo. De Rançun se detuvo junto a ella mientas sujetaba su sombrero con una mano.
—Debéis perdóname por esta intromisión, pero sólo puedo hablar con vos —dijo, tragando saliva. Ella se enderezó, alarmada por las noticias que delataban su rostro—. Petra, escuchadme. Os cuento esto por el amor que os profeso tanto a vos como a la reina.
—Por supuesto —dijo ella, con cierta tensión.
—Es sobre esa procesión, la que tendrá lugar mañana por la tarde, que atravesará una gran multitud. Ella ya no puede cabalgar durante tanto tiempo. Resulta demasiado peligroso.
—Ah —dijo ella—. Tus pensamientos siguen el rastro de los míos.
Petronila apartó la mirada, preocupada. Así pues, no se trataba de un simple instinto femenino. Y él también sabía lo del bebé, a pesar de ser un simple hombre apartado del círculo de las damas. Las olas se agigantaban más y más, engullendo poco a poco el secreto y convirtiéndose a cada segundo que pasaba en algo más evidente. Le dedicó una mirada de soslayo, pensando: Al menos él se muestra leal.
Él le respondió resoplando:
—¿Qué pensabais? Tengo que auparla hasta la silla de montar cada vez que sube al caballo. ¿Acaso creéis que no me he dado cuenta? —dijo, mirando luego a su alrededor para asegurarse de que estaban solos—. Y he visto cómo casi se cae del caballo al menos un par de veces.
—Podría subirse a una carreta —dijo Petronila—. O, al menos, a un caballo que sea menos salvaje.
—Estoy convencido de que nunca consentirá semejante cosa. Lo consideraría una humillación —respondió de Rançun.
Petronila estudió al caballero: su rostro cuadrado y ordinario y su cabello casi blanco, como la lana de una oveja, cayendo sobre sus hombros. Aquel hombre siempre había amado a Leonor. Recordaba que, cuando eran niños, se había inclinado sobre una ciénaga para devolverle una pelota. Cuando se la devolvió triunfante, Leonor ya había perdido todo interés y se estaba entreteniendo con otra cosa. Entonces, de Rançun se volvió y le entregó la pelota a Petronila, y ella nunca olvidó el gesto de decepción que se dibujaba en su rostro. Al igual que ella, aquel hombre también ocupaba un lugar secundario.
Petronila colocó su mano sobre la manga de él.
—Muchas gracias, Joffre. Eres un hombre bueno, noble y leal.
—Siempre he caminado a su lado a cada paso que daba, desde que se convirtió en duquesa, y seguiré inalterablemente junto a ella. No siento el menor aprecio por el francés.
La mano de él frotó la de Petronila por encima de la manga. Su tacto era cálido como el sol. Enseguida, se dieron cuenta de que estaban demasiado próximos y los dos se apartaron sin decir una sola palabra.
—Yo tampoco —dijo ella—. Estamos unidos en esto —prosiguió, sonrojándose ligeramente, a punto de decir algo. Luego bajó la mirada.
Tras de Rançun, al cobijo de la sombra que proyectaba la torre, apareció el paje repentinamente y dio un salto para abrir la puerta. Leonor entró en el jardín. Petronila se dio la vuelta, mostrándose alegre.
—Puedes decirle personalmente lo que piensas de la procesión, porque aquí llega. Sabes que estoy de acuerdo contigo, así que te ayudaré.
—¿Qué hacéis los dos aquí? —dijo Leonor. A sus espaldas, Claire y Alys la seguían de cerca por el camino. Leonor llevaba un oscuro abrigo ondulante y el viento no tardó en descolocarle la cofia que portaba en la cabeza. Estiró repentinamente el brazo y se la quitó, haciendo que su cabello se derramara sobre sus hombros como una cascada de seda bermeja. El viento devolvió el color a su rostro y sus ojos relucieron con un intenso tono verde dorado.
—Mi señora —dijo de Rançun—, quería deciros… tengo que suplicaros, que no montéis el caballo bereber en la procesión de mañana. Es demasiado peligroso.
Leonor detuvo en seco su paso, mostrando un gesto de serenidad en el rostro. Sin embargo, no perdió los estribos, lo cual sorprendió a Petronila. Luego supuso que su hermana ya había pensado en la manera de afrontar aquella situación. Las cejas de Leonor se arquearon y luego bajaron, y su mirada se desvió hacia Petronila, asumiendo con ese gesto que de Rançun y ella habían estado hablando de ese asunto. Después, se acercó a Petronila y se limitó a mirar hacia el otro lado del muro. Su mano descendió lentamente por su vientre y, bajo el abrigo, el bulto que se dibujaba apareció redondo y maduro.
—Todavía soy capaz de montar el caballo bereber. Ya se ha corrido la voz por toda la ciudad de que voy a encabezar esta procesión. Será un gran acontecimiento y el pueblo entero me estará observando. Todos saben que ese es mi caballo. Si no lo monto, sospecharán algo. Y en cuanto empiecen a hacerlo, todo se vendrá abajo.
—Puedes decir que se ha quedado cojo —dijo Petronila—. O que te gusta otro caballo. O podrías subirte a la carreta que porta el icono.
—¿Acaso piensas que la carreta se mueve menos que un caballo?
—Podemos hacer que estéis cómoda en la carreta —intervino de Rançun.
Leonor se volvió para mirarle.
—¿Y piensas que así la gente no sabrá lo que está pasando? Si me paseo por Poitiers montada en un carromato, todo el mundo en Francia sabrá en seguida que me pasa algo. ¿Es que hemos recorrido todo este camino para nada? ¿Hemos llegado tan lejos como para rendirnos ahora? —dijo, con los ojos encendidos de furia, y luego, de manera repentina, se llenaron de lágrimas—. No. No pienso renunciar ahora. Voy a librarme de Luis, de una manera u otra, haya niño o no.
—También está la posibilidad de que yo ocupe tu lugar —sugirió Petronila.
Los tres guardaron silencio y todos los rostros se volvieron hacia ella. Petronila no dijo nada; las palabras habían salido de su boca de manera espontánea.
—Que el Señor nos asista —dijo Leonor.
—Sí. Ya lo ha hecho otras veces, mi señora… desde la distancia, ¿cuántas veces os han confundido? —dijo de Rançun en voz baja.
Alys se adelantó un paso.
—Oh, oh sí, esa es una solución perfecta. Mi señora, ¿no os dais cuenta?
La boca de Leonor estaba abierta, como si estuviera a punto de hablar, pero guardó silencio. En sus ojos, Petronila vislumbró que mil ideas corrían por su cabeza a toda velocidad. Leonor se apartó bruscamente de todos, volviéndose para levantar la mirada hacia la torre.
—¿Puedes montar mi caballo, Petra?
Petronila se recompuso, excitada. Así pues, Leonor estaba considerando la posibilidad de seguir su plan. Se imaginó al caballo bereber y no se vio a sí misma subida a su silla.
—No lo sé. Ya sabes que no suelo montar a horcajadas.
—En ese caso, diremos que el caballo está cojo y te conseguiremos otro —dijo Alys.
—Si monta el caballo bereber, todos creerán sin ningún tipo de dudas que es Leonor.
En ese momento, Leonor volvió de nuevo la mirada hacia Petronila, con los ojos entreabiertos, luciendo una ligera sonrisa.
—Al menos, tendrás que despojarte de tu traje de viuda. En cualquier caso, lo veo posible. Vestida con mis ropas, y si eres capaz de adoptar mi postura, algo que te he visto hacer realmente bien…
Mientras maduraba ese pensamiento, el arrojo de Petronila se vino abajo. Se quedó rígida como un tronco, como si se tratara de una marioneta de madera. Todas las miradas se depositarían en ella, a lo largo de varios kilómetros. No podría esconderse en ningún sitio. Todos se reirían de su presunción. Se burlarían de ella sin remedio.
Sin embargo, podría muy bien representar el papel de Leonor, delante de todo el mundo, solo por un día. Por fin podría descubrir lo que significa ser el centro de toda la atención, la gloria del mundo.
—Hay muchas formas de hacer que vuestros rostros sean completamente parecidos. Mi señora Petronila, os lo he dicho muchas veces. Basta con aplicar un poco de color a vuestras mejillas. Y tengo un truco para vuestros ojos, para hacer que adoptéis la imagen de la reina —intervino Alys.
Petronila se mojó los labios. Trató por todos los medios de decirse a sí misma que en realidad no deseaba ser Leonor. Que lo único que le motivaba a hacer aquello era salvar a su hermana. Pero, en lo más profundo de su interior, emanaba un nuevo y placentero sentimiento de lujuria, una repentina ambición.
—En ese caso, lo haremos. Petra, ¿estás segura de que quieres seguir adelante? —dijo Leonor.
Petronila parpadeó, incapaz de mirar a los ojos a su hermana.
—Lo intentaré —dijo—. Supongo que sé cómo conseguirlo. Y debemos hacer algo. Pero… —Si iba a ser valiente, tenía que serlo en todo momento. Se volvió hacia de Rançun—. Como muy bien has dicho, tengo que montar al caballo bereber y debo hacerlo a horcajadas. Tienes que ayudarme.
—Bien —dijo de Rançun, luciendo una repentina sonrisa. Estiró la mano y le tocó el brazo—. Montáis a caballo mejor de lo que pensáis, Petra. Podéis conseguirlo. —Volvió a recordar de nuevo cuál era su posición y añadió—: Mi señora.
Leonor abrazó a su hermana.
—Mi querida hermana.
Petronila le devolvió el abrazo, juntando sus mejillas, y cerró los ojos, tratando de luchar contra sus propios miedos, contra sus irrefrenables sospechas, contra su latente deseo.
De Rançun y Petronila salieron casi de inmediato para ponerse manos a la obra con el caballo bereber, mientras Leonor decidió quedarse en el jardín, disfrutando del aire fresco y del paisaje que le ofrecía el río que corría a lo largo del muro. Alys se marchó a toda prisa para reunir sus pinceles y sus pinturas. Solo Claire quedó rezagada.
La muchacha había permanecido en un segundo plano entre toda aquella agitación. Se quedó inmóvil, con las manos entrelazadas y la mirada baja. Leonor se dio la vuelta, mirando por encima de su hombro, pero ni siquiera entonces Claire se marchó. Un escalofrío motivado por la sospecha recorrió la espalda de Leonor.
—¿Deseas algo, muchacha? —dijo.
La joven levantó la mirada y se encontró directamente con la de Leonor, aunque en su frente se adivinó que tenía el ceño fruncido. La reina la miró directamente, con un gesto amable.
—¿Qué sucede, Claire?
—Majestad —dijo Claire, y avanzó hacia ella, haciendo una amplia reverencia. Sin embargo, se dirigió hacia ella de forma directa. Leonor nunca había visto tanto atrevimiento en la joven—. Hay algo de lo que quiero hablaros… hace tiempo que lo sé, pero pensé que simplemente son cosas que pasan. Sin embargo, debo contároslo.
El cuerpo de Leonor se tensó como una vela desplegada al viento. Miró a los ojos de la muchacha.
—En ese caso, habla.