El vizconde de Chatellerault, el primo de Leonor, era famoso por su acusada avaricia. Su desvencijado y polvoriento pabellón albergaba en su interior todo el frío del invierno, en lugar de retenerlo en el exterior. Por tanto, Leonor se tuvo que envolver en abrigos de piel y, encerrada también en el puño de hierro de sus vendas de lino, bajar a cenar cada día. Agudizó el oído para tratar de escuchar los relatos que contaban los hombres que se encontraban a ambos lados de la mesa con el anhelo de escuchar alguna noticia de Enrique.
Volvió a recordar su musculoso cuerpo, sus movimientos rápidos y fieros y pensó que el joven Godofredo no iba a poder llegar a ninguna parte. Inglaterra sería la verdadera prueba de fuego. El joven le entregaría la corona del reino más rico de Europa a modo de regalo. Ella se removió inquieta, excitada por ese pensamiento.
Luego advirtió que el arzobispo de Burdeos se encontraba en compañía del rey, hablando con él, pero Thierry también estaba sentado a la izquierda de Luis, mirándola con frecuencia. Luis pasó buena parte del día en la capilla y Leonor sólo lo vio a distancia, cada uno de ellos rodeado de sus sirvientes, y de manera fugaz. A esas alturas del año, los días eran grises y fríos, así que Leonor los pasó jugando al backgammon con Petronila, que siempre ganaba, porque ella nunca arriesgaba nada.
Claire se dirigió a la cocina para preparar a la reina unos dulces que le había pedido. Le habían ordenado, por supuesto, que dijera que eran para Petronila. Mientras andaba vagabundeando por allí, esperando que alguien reparara en ella y la ayudara a encontrar lo que necesitaba, vio que Thomas, el tañedor de laúd, se dirigía hacia la puerta.
No lo había visto desde que abandonaron Fontevraud, ya que siempre había marchado con la comitiva del rey. Su corazón dio un vuelco al ver a aquel hombre, sintiendo cómo despertaba en su interior un torrente de viejas sensaciones. El trovador no prestaba la menor atención a su aspecto físico y siempre iba un tanto desaliñado, desgreñado, con las ropas raídas, pero, sin embargo, mostraba un aire arrogante al caminar, como si se tratara de un príncipe. Era la música lo que le hacía lucir ese porte, pensó. Un grupo de muchachas le seguían, dejando escapar algunas risitas y revoloteando a su alrededor como gansos sin cerebro. Claire sintió que se sonrojaba y, de repente, vio a aquel hombre con otros ojos. El tañedor de laúd se mezcló entre la multitud como si se tratara de un caballero, con su instrumento guardado en la funda, que colgaba sobre sus hombros, y su rizada cabellera al descubierto. Su rostro resplandeció al sonreír, pero nunca llegó a mirar a ninguna de ellas.
Claire pensó en llamarle, en hacerle un gesto con la mano, pero luego decidió permanecer inmóvil. Al fin y al cabo, ella sólo era una más de las muchas chicas que revoloteaban a su alrededor, sin el menor pudor, mostrando su adoración por el músico. La mirada de Thomas pasó por Claire sin llegar a reparar en ella; pasó por encima de ella, riéndose. La joven bajó la cabeza tratando de fingir que no le estaba mirando. Las muchachas que se encontraban a su alrededor pugnaban entre sí para estar cerca de él. Tal como hacía ella, pensó. Tal como hacía ella. Y en aquel momento, el enfado que sentía hacia Petronila se agudizó un poco más.
Cuando el tiempo se despejó, comenzaron a dirigirse a Poitiers, que se encontraba a varios días de camino, y cuando se cernió sobre ellos la primera noche, se detuvieron en un monasterio que se encontraba próximo al río Creuse. La caravana de Leonor llegó mucho más tarde que la del rey y, antes de que ella hubiera desmontado, de Rançun se acercó a pie sin delatar la menor expresión en su rostro.
—Me da la sensación de que muy pronto veremos de regreso al pequeño Anjou.
—¿Qué? —dijo ella, volviéndose bruscamente, y mientras lo hacía, su caballo se movió nervioso y la reina perdió el equilibrio.
Estaba desmontando, agitando la pierna por el borde de la silla de montar, y comenzó a caer. Al final consiguió agarrarse, sujetando con ambas manos la silla, y el caballo se apartó lateralmente de ella e hizo que cayera. De Rangún la sujetó casi de inmediato, colocando sus manos en los costados de Leonor. El caballo bereber, resoplando, se apartó de ellos, con las orejas tiesas. Leonor pasó un brazo alrededor del cuello del caballero poitevino, dejando caer todo el cuerpo sobre sus brazos. Los ojos de la reina se nublaron y sintió que le daba vueltas la cabeza, como si el mundo se estuviera desintegrando a su alrededor.
De Rançun la volvió a poner de pie, sujetándola hasta que la reina estuvo erguida. Leonor se volvió hacia él, contempló el rostro tenso y severo del caballero y, en seguida, se dio cuenta de que Joffre acababa de descubrir su secreto. De Rançun bajó la mirada, como si nada hubiera sucedido, hablando en un tono de voz innecesariamente elevado.
—El conflicto en Anjou ha terminado. El duque Enrique averiguó dónde estaba su hermano y cabalgó hasta allí desde Normandía… en una sola noche —dijo, sacudiendo ligeramente la cabeza, en un gesto de admiración—. Tuvo que ser una caminata muy larga. Mientras se dirigía al encuentro de su hermano, se le iban sumando hombres fieles. Consiguió rodear al principal grupo de conspiradores, que todavía estaban «cocinando» su pequeña rebelión, y los coció a todos en una misma olla.
—Magnífico —dijo ella, complacida. Se dijo a sí misma que había presentido aquello. Conocía lo suficiente al duque como para saber que no se detendría hasta lograr su objetivo. Luego respiró profundamente. El suspiro se fue difuminando y en un momento volvió a ser fuerte de nuevo. Miró al caballero. De Rançun lo sabía muy bien, no diría nada a nadie sobre lo que acababa de suceder. Se olvidó de que se había caído de la silla de montar, y poco a poco fue perdiendo la sensación de mareo—. Dame tu brazo, quiero entrar. ¿Dónde está mi hermana?
Llegaron a Poitiers un día después que el rey, en un luminoso día de invierno mecido por la brisa, en el que unas cuantas pequeñas nubes de vientre plateado se cernían por encima de la ciudad, que se enclavaba en una rocosa colina, como si se trataran de pequeños barcos atravesando el azul del cielo. Cabalgaron sobre el puente y ascendieron por la estrecha y empinada calle en dirección al palacio, atravesando una multitud bulliciosa que gritaba incesantemente el nombre de Leonor y extendía los brazos para poder tocarla.
El ruido y la confusión agitaron incluso a la pequeña yegua de Petronila, que normalmente era tranquila como una monja. Petronila miró nerviosa a su hermana, que se encontraba a lomos del caballo bereber. El animal marchaba despacio y con la cabeza casi metida en el pecho, lanzando un resoplido a cada paso que daba. Leonor lo tenía completamente dominado. Avanzaron sin mayores contratiempos a través de la puerta que conducía al palacio y dejaron a sus espaldas a la alegre multitud.
El enorme y laberíntico palacio ocupaba la cima de la colina, en cuyo centro había algunos vestigios romanos, rematados y ampliados con nuevos pabellones y torres. Leonor levantó la mirada al palacio y se volvió hacia la doble torre que se levantaba a la derecha, bajo los dos remates de sus tejados puntiagudos.
—Nos alojaremos aquí —dijo, y se trasladaron al Maubergeon.
Su abuelo había construido aquella enorme torre doble para su amante, la Peligrosa y, por esa razón, tenía cierta mala reputación. Nadie había vivido allí en los últimos años. Las habitaciones habían acumulado mucho polvo y basura; ratas, búhos y murciélagos; olores terribles y animales que reptaban y siseaban. Leonor ordenó a todos que lo limpiaran, sacando montones de basura y suciedad, barriendo, lavando y metiendo todo el mobiliario adecuado que pudo encontrar por el palacio.
Ella tomaba todas las decisiones. Salvo por una breve aparición a la hora de cenar, durante el primer día no hizo el menor caso al resto de la corte. Leonor supervisaba todas las tareas que se llevaban a cabo en el Maubergeon. Entró en las habitaciones y encontró chimeneas nuevas, empotradas en huecos excavados en la pared exterior, que habían sido hechas por alguien que no era capaz de comprender su uso. Los pájaros habían construido sus nidos y habían obturado las aberturas por encima de ellas, cuya función se suponía que era la de dejar escapar el humo sin permitir que entrara en la habitación. Pidió a unos cuantos hombres que retiraran los nidos y se aseguró de que llevaran a cabo dicha tarea de forma adecuada, especialmente en los canales para el humo. Mientras tanto, se sentó con Petronila a su lado para elegir los nuevos tapices para la pared.
La reina recordaba muy bien aquel lugar, ya que ambas hermanas se habían criado allí —las chimeneas, la escalera de caracol, las ventanas soleadas— y se propuso recuperar todo aquello y, con ello, ese mundo de música y poesía. Fomentar nuevas ideas y nuevos sueños. Sentada al lado de Petronila, pasando los dedos por un montón de damasquinados de seda, dijo:
—¿Era de este color? ¿O era verde? Aquí había un verde oscuro.
—No —dijo Petronila—, esta habitación era azul, azul y oro, como este, pero con la inicial del abuelo. Una enorme G bordada en oro. El verde oscuro estaba en el piso de arriba, y un verde más claro, al que llaman salamandra, por todo el pasillo.
—En ese caso, que sea así —dijo Leonor.
Tenía intención de vivir allí, de fundar allí su lugar de descanso, cuando fuera libre. Cuando todos fueran libres. Sin embargo, daba la sensación de que todavía faltaba mucho para llegar a eso, aunque se encontraran en Poitiers. El rey todavía no había convocado al consejo, aunque sin lugar a dudas lo había prometido. Decidió aplazar el asomo de duda que le reconcomía. El Maubergeon y la vida que quería llevar se encontraban en aquel momento al alcance de la mano y se negó a hacer nada que impidiera que fuera así. Regateó con el mercader sobre el damasquinado oro y azul, como si pudiera modelar el futuro con sus propias manos por el hecho de estar amueblándolo.
Algo le sucedía a Petronila, pero no sabía qué. Su hermana había perdido su afable espontaneidad, un hecho que Leonor había percibido de forma tan clara como el cristal. Una parte de ella había permanecido encerrada. En un par de ocasiones, estuvo a punto de hablar con ella, pero se contuvo. Hubiera parecido como si ya no confiara en ella, en Petronila, en la persona que había permanecido a su lado durante toda la vida. Abatida por ese pensamiento, hizo un esfuerzo por despojarse de sus dudas, pensando que el hecho de estar embarazada siempre había sido una forma moderada de locura.
Aquella tarde apareció una carta perfectamente doblada y escrita con letra elegante, depositada sobre un cojín que se encontraba al otro lado de la puerta de la habitación central. No hizo falta que de Rançun le dijera que Godofredo de Anjou había vuelto.
Decidió arrojar aquel papel a la chimenea, pero a lo largo de los siguientes días llegaron más misivas. Las damas de compañía las habían visto, ya que las lanzaba dentro de la habitación por la ventana o las metía entre los regalos habituales que le enviaba la corte y la gente de la ciudad. De ese modo, los sirvientes enseguida comprendieron lo que estaba pasando y se congregaron en bulliciosos corrillos para leerlas antes de entregárselas a ella. Leonor se negó a que le contaran lo que ponía. Se contentaba con escuchar las historias que le relataba de Rançun acerca del duque Enrique.
—Dicen que es incansable; cabalga a cualquier parte, dirige a todo tipo de personas y no conoce el miedo, y estoy seguro de ello: ¿acaso no visteis cómo se subía a las barbas de Luis?
—Cualquier cosa que escuchéis de él, no dudéis en contármela —dijo Leonor.
Lo que sea, pensó, salvo decirme a quién se lleva a su cama. Voy a conseguir que me ame solo a mí, una vez que nos hayamos casado.
—He oído decir que es un hombre despiadado y cruel —dijo de Rançun—. Si ha hecho eso a su propio hermano, Leonor, ¿qué no haría a una esposa?
—Bah. Yo no soy una simple esposa, ¿verdad? —rio Leonor, enfadada.
De Rançun titubeó por unos instantes y Leonor se dio cuenta de que el caballero tenía algo más que decir.
—¿Qué sucede? Tienes más noticias. Cuéntamelas.
—No, mi señora —dijo él, tragando saliva, con la cabeza agachada, y la reina adivinó que había algo más, algo que no deseaba escuchar. El caballero comenzó a hablar, pero ella le hizo una seña con los dedos para que parara.
—Bueno, en ese caso, ve a la corte y escucha todo lo que se habla allí. Si alguien pregunta por mí, dile que estoy demasiado ocupada como para acudir a sus fiestas llenas de conversación ociosa.
De Rançun giró sobre sus talones y se marchó. La habitación estaba en silencio, bañada por el sol incluso en invierno, y conservaba el calor que proporcionaba la chimenea empotrada. Leonor se rodeó el vientre con el brazo y se sentó unos instantes, con fuertes dolores de espalda. Tú me has hecho esto, pensó. Luego esbozó en su mente la imagen del duque Enrique: sus ojos grises y su cabellera roja. Sin lugar a dudas, el bebé va a tener el pelo rojizo. El nunca lo debe saber. El duque dudaría siempre de ella si sospechara que lo había engañado: muchos hombres piensan mal de las mujeres, cuando ellos son los primeros que suelen cometer fechorías. Se volvió hacia el calor que emanaba de la chimenea con el fin de aliviar su espalda, y trató de no pensar en nada más.