18

El rey partió de Fontevraud a primera hora de la mañana, con todo su equipaje y su séquito de sirvientes y cortesanos. Leonor demoró su salida con la intención de no encontrarse con él, ya que siempre empleaban mucho tiempo en arrastrar a su nutrido grupo por las concurridas calles y puertas de la ciudad. Finalmente, a media mañana, Leonor y Petronila salieron a caballo del monasterio mientras, a sus espaldas, de Rançun trataba de poner en orden al resto de la comitiva que se congregaba en el patío, formada por una enorme caravana de carretas agolpadas, una multitud que no paraba de hablar y un grupo de boyeros que gritaban y hacían restallar sus látigos. Por delante de toda aquella confusión, las dos hermanas cabalgaban a través de la aldea en dirección a la carretera. El día era gris y borrascoso, y Petronila se sentía incómoda con el abrigo, prestando poca atención a lo que sucedía cuando, de repente, en medio de la abarrotada calle aparecieron unos jinetes desconocidos que las rodearon.

Petronila dejó escapar un breve y agudo grito de advertencia. Leonor levantó la cabeza, haciendo que la capucha de su abrigo se deslizara hacia atrás. Godofredo de Anjou, con el rostro encarnado y los ojos encendidos y cargados de intenciones, se puso a cabalgar a su lado, mientras varios de sus hombres le pisaban los talones.

—Mi graciosa reina y duquesa —dijo. Llevaba una cota de malla bajo el abrigo y un casco colgado en los fustes—. ¡Me dispongo a ir a la guerra!

—Pues no lo demoréis por más tiempo. Por lo que he oído, es un ejercicio excelente —replicó Leonor, sujetando las riendas. El caballo se mostró sumiso y se hizo a un lado, levantando la cabeza al sentir el tirón. Sus pezuñas comenzaron a patear con impaciencia sobre los adoquines.

El joven angevino giró el cuello hacia la reina, con la cabeza desnuda, haciendo que su salvaje cabellera rubia formara una masa de rizos agitados por el viento.

—Hacedme un favor, os lo suplico: ¡dejadme combatir en vuestro nombre! De ese modo, nadie podrá derrotarme.

Leonor obligó a su caballo bereber a apartarse de él y se acercó a Petronila, que esperaba tras ella a lomos de su yegua, más pequeña y más sumisa, mientras la observaba con la mirada expectante oculta bajo su velo.

—Marchaos, señor. No os daré nada. Luchad en vuestro propio nombre.

A continuación, de Rançun se colocó entre ellos a lomos de su imponente caballo negro, extendiendo el brazo, con la intención de apartar a Anjou.

—¡Retroceded, jovencito! ¡Ya la habéis oído!

En aquel reducido espacio, el caballo bereber comenzó a girar sobre sí mismo, realizando pequeñas cabriolas mientras retrocedía, agitando en el aire su larga crin plateada. Aquello hizo que Leonor perdiera el equilibrio y que se le saliera un pie del estribo, quedando su cuerpo suspendido sobre la pedregosa calle, mientras trataba desesperadamente de mantenerse sobre la silla. Su hermana acercó su yegua. Anjou no paraba de gritar, mientras la voz de Joffre de Rançun se elevaba y se acercaba cada vez más. Con el rabillo del ojo, vio cómo Anjou golpeaba con el puño a de Rançun. Inmediatamente, el caballero poitevino le devolvió el golpe con tanta fuerza que desmontó al joven de su caballo.

El caballo gris bereber se encabritó bajo el peso de Leonor, tratando de arrojarla de la silla, mientras Petronila sujetaba las riendas a su lado. Leonor estiró el brazo y agarró a su hermana con fuerza, tratando de luchar con las riendas de su caballo. Clavó las espuelas con el pie y se retorció nerviosamente en la silla mientras trataba de dominar de nuevo a su montura.

—¡Apartaos de ella! ¡Ya habéis oído que la reina os ha rechazado!

Anjou había dado con sus huesos en el suelo, mientras de Rançun sujetaba con fuerza las riendas de su caballo, obligando al muchacho a alejarse gateando de las pezuñas del animal. Ninguno de ellos había visto cómo Leonor casi se caía al suelo. La reina se enderezó, jadeando. Sintió su cuerpo repentinamente enorme. La mano de Petronila le sujetó el codo y Leonor se giró y le dedicó una sonrisa, que su hermana no devolvió. Por encima del lienzo blanco de su velo, los ojos verdes de Petronila se habían teñido de oscuridad y estaban muy abiertos por el miedo. Se apartó de ella y miró a los demás hombres. Leonor se colocó su desarreglado abrigo alrededor del cuerpo. De Rançun apartó a Anjou a varios metros de distancia, dedicándose mutuamente todo tipo de improperios. Leonor dio media vuelta al caballo y se apartó al galope de los dos, avanzando por el camino.

Petronila cabalgó a su lado. A sus espaldas, los gritos iban subiendo de tono, así como el sonido de las pezuñas sobre la carretera. Las ruedas pisaban con fuerza los adoquines y se escuchó el restallido de un látigo, mientras las carretas seguían su paso, pudiendo divisar solo la figura de Godofredo a través de un amasijo de baúles y ruedas. Cuando llegaron a una carretera despejada, obligó a girar a su caballo formando un estrecho círculo, consiguiendo que se sometiera a su voluntad. A pesar del frío que reinaba, en su frente relucía un reguero de sudor y se lo enjugó con la manga del abrigo. Petronila la observaba detenidamente. Descorrió el velo que ocultaba su rostro, sobre el que se dibujaba un gesto de tensión.

—¿Te encuentras bien?

—Maldito sea —dijo Leonor.

Luego miró a un lado del camino, por donde Anjou se había entremezclado con el denso tránsito de carretas, boyeros y polvo. De Rançun cabalgó hacia ellas con el rostro marcado por la tensión y la reina le hizo un gesto con la mano para indicarle que pasara al frente de la comitiva. Ella le siguió de cerca, mientras Petronila cabalgaba a su lado.

Toda la caravana se encontraba tomando el camino principal, mientras las abarrotadas carretas chirriaban levantando una nube de polvo. Dos caballeros más pasaron al trote junto a la reina hasta llegar a la altura del caballero de Rançun. Uno de ellos portaba el estandarte de la reina. Leonor sujetaba las riendas de su caballo bereber con demasiada fuerza y el animal levantó la cabeza, haciendo que la reina dejara deslizar las riendas por entre sus dedos.

—Traedme al tañedor de laúd —dijo Leonor—. Escuchemos un poco de música.

Todavía se sentía un poco incómoda y miró al frente, balanceando ligeramente la cabeza.

Petronila se volvió, hizo un gesto con la mano a un paje y volvió a mirar a su hermana.

—Faltó poco para que todo se echara a perder —dijo en voz baja—. Debes tener más cuidado.

—Ese chico es un estúpido —dijo Leonor. Ya se sentía mucho mejor y el mundo había dejado de dar vueltas a su alrededor. Su voz sonaba áspera—. Espero que le claven una espada entre los dientes. —Se encontraban descendiendo por una pendiente, en dirección al río, y el frío viento se encontró con ellas. Leonor se colocó la capucha de su abrigo—. ¿Dónde está el tañedor de laúd?

Petronila se dio la vuelta. Durante unos cuantos metros, Leonor cabalgó a solas, tratando de acomodarse en su silla de montar, consciente de lo torpe que se estaba volviendo su cuerpo. Demasiado, pensó. Están sucediendo demasiadas cosas. Tantas, que no soy capaz de controlarlas. Petronila cabalgó hasta colocarse de nuevo a su altura, sola, sentada recatadamente a un lado de la silla como si fuera una muñeca.

—¿Dónde está el tañedor de laúd? —gritó Leonor—. ¿No me has oído?

Su hermana se volvió hacia ella sin delatar ninguna expresión en el rostro.

—Se ha marchado… al parecer, se fue esta mañana, tal vez con el rey.

—Ah —gritó Leonor—. ¡Todo el mundo se pone en mi contra! Sus ojos ardían de furia y se cubrieron de un repentino torrente de lágrimas, sintiéndose completamente humillada. Cerró la boca con fuerza, tratando por todos los medios de contenerse, avanzando por el camino en dirección al siguiente imprevisible contratiempo.

Siguieron cabalgando en dirección sur. A pesar de que el invierno estaba bien avanzado, se encontraron por el camino con muchos peregrinos que regresaban de Compostela: personas harapientas tocadas con sus sombreros de ala ancha, haciendo sonar sus campanas, con los rostros demacrados por la fatiga. A lo largo del camino se encontraban diseminados algunos fragmentos de vieiras rotas. Leonor pensó que algún día le gustaría ir a Compostela, no para ver al santo ni para obtener su absolución, sino porque su padre había fallecido allí.

La absolución le parecía una especie de engaño. O se cometen pecados o no se cometen, y el motivo principal que nos lleva a no cometerlos, pensó, es el temor, y no la virtud. Por tanto, tal y como había dejado entrever el maestro del Studium, en realidad no había ninguna virtud en no cometer pecados. Pensó en Bernard y en sus maldiciones. Pasaron junto a un refugio de peregrinos que se encontraba vacío, un cobertizo desvencijado en mitad de un campo de braseros ennegrecidos.

Pensó en donar dinero para construir nuevos refugios y reparar los más antiguos. Todas las personas que desearan acudir en peregrinación deberían disponer de uno. Petronila cabalgaba justo detrás de ella, entretenida en una conversación con de Rançun. A sus espaldas, las damas de compañía estaban cantando, tal como solían hacer a menudo últimamente. Escuchó la voz de Claire, deliciosamente modulada, por encima de todas las demás.

Días más tarde, mientras se acercaban a Chatellerault, de Rançun se colocó junto a Leonor.

—Tengo noticias de Enrique de Anjou, si deseáis escucharlas, mi señora.

Al escuchar el tono de voz formal del caballero, ella se dio cuenta de que todo ese asunto le molestaba profundamente. Estaba segura de que a Joffre le desagradaba Enrique. Le dedicó una sonrisa con la intención de aplacar su ánimo.

—Muchas gracias, mi viejo amigo. ¿Se trata de ese absurdo simulacro de guerra que mantiene con su hermano?

—Efectivamente —dijo. Su rostro cuadrado y curtido por el sol seguía mostrando un gesto adusto, pero cuando la reina le miró a los ojos, no pudo evitar dedicarle una sonrisa y ella se sintió complacida por haberlo aplacado—. Ya sabéis que el viejo conde dejó a su hermano pequeño algunos castillos que se encuentran en el sur. Y que luego llegó Enrique y lo expulsó de Chinon y de Loudon.

Leonor dejó escapar un sonido de su garganta, recordando lo cerca que había estado de la guerra entre los dos hermanos. Aquel lugar era la frontera de Anjou con Francia.

—Sí —dijo ella—. Y lo comprendo perfectamente.

—Desde luego. La ambición siempre se encarama por encima del honor. En este momento, Enrique se encuentra en Normandía, en algún lugar de la costa, y mientras está fuera de Anjou, su hermano, con un puñado de nobles locales, está reclutando tropas para ir contra él.

—Ah —exclamó ella, delatando cierto tono de alarma—. Esos malditos perros tratan de atacarle por la espalda.

—Trataré de averiguar todo lo que pueda a medida que la trama siga avanzando —dijo de Rançun y levantó su mano hacia ella—. ¿Queréis que traiga el halcón?

—Sí —dijo Leonor. Aquellas noticias le inquietaban profundamente y necesitaba un poco de diversión. Se volvió hacia Petronila, que cabalgaba a su altura, montando su plácida yegua marrón—. ¿Has oído eso?

Petronila hizo un ligero movimiento con la cabeza.

—Nada de todo lo que cuenta me resulta extraordinario, Leonor.

—¿Debería…? —preguntó Leonor, acercando su caballo bereber gris a la yegua para poder hablar sin ser escuchada. A sus espaldas, en la caravana, las mujeres todavía se encontraban cantando, formando un magnífico parapeto—. Podría enviarle un mensaje. Advertirle. Ofrecerle algún tipo de apoyo.

Petronila se limitó a echarse a reír y desvió la mirada, lo cual significaba que no le parecía buena idea. Leonor comenzó a analizar el problema y, finalmente, descartó la idea del mensaje. Aquella guerra sería otra prueba de fuego para él y, si no era capaz de manejar la situación, entonces no le serviría para sus intereses.

De Rançun regresó con el halcón, todavía tapado con la capucha, encaramado sobre el guante que cubría su puño. Se le daba bien adiestrar halcones y estos demostraban a la perfección lo que el caballero les había enseñado. Leonor decidió admirar sus habilidades con la menuda ave rapaz de pico afilado. Al igual que le sucedía con el resto de los animales, la reina confiaba en la destreza que poseía el caballero. No encontraron nada que cazar junto al camino, ya que el invierno era frío pero, aun así, decidieron dejar volar al halcón, dándole antes de comer pequeños trozos de carne, para pasar el tiempo hasta que llegaran a Chatellerault.

El séquito de la reina llegó a Chatellerault con la noche bien avanzada y Leonor estuvo durmiendo toda la mañana. Petronila salió de la cama después de que las damas de compañía se hubieran ido a realizar sus rezos matinales. Como el frío del invierno golpeaba con fuerza, se envolvió en su abrigo más pesado. No era su habitual traje de luto, pero era oscuro, con piel alrededor de los puños y con la capucha forrada. Una vez preparada, se dirigió a la capilla, ya que había rogado a Claire que citara a Thierry.

La misa de la mañana ya había concluido y el pequeño oratorio se encontraba en silencio. Estaba envuelto en la oscuridad y hacía mucho frío. Cuando se deslizó en el interior del confesonario, se dio cuenta en seguida de que el secretario ya se encontraba allí, al otro lado de la celosía.

Petronila se sentó en el estrecho banco acolchado del sacerdote, con las manos metidas en las mangas y el corazón latiendo con fuerza. La celosía solo dibujaba vagamente la silueta de la cabeza del secretario que se encontraba al otro lado.

—¿Qué queréis? —preguntó ella.

—Majestad —dijo Thierry—. Os agradezco mucho que os hayáis reunido conmigo. Tengo la esperanza de que podamos encontrar una manera de resolver el aprieto en el que nos hallamos de un modo provechoso para todas las partes.

Petronila hizo la señal de la cruz de forma mecánica, mostrando su respeto por el lugar donde se encontraban. Por un momento, sorprendida, fue incapaz de hablar. Thierry pensó que se trataba de Leonor. Petronila sintió tentaciones de echarse a reír y burlarse de él por su equivocación, pero se abstuvo de hacerlo. Le pareció que podía sacar más provecho si no le sacaba de su error y se mordió el labio, divertida.

Thierry esperó unos instantes y luego prosiguió:

—Majestad, hay una manera de que tanto vos como el rey consigáis vuestros propósitos. Él podría dejaros ir a Poitiers, a vivir allí a solas durante el resto de vuestros días. Dejaríamos que el poder de Aquitania recaiga completamente en vuestra persona, ya que eso es lo que deseáis, ¿no es así?

—¿Qué estáis diciendo? —preguntó Petronila, manteniendo en su voz un susurro tenue para tratar de enmascararla.

—A cambio de dejarle… visitaros… en cualquier momento… y si… cuando… vos tendréis un bebé… entonces… —Thierry dudó por unos instantes. Oculta en el estrecho cubículo, Petronila observó cómo el secretario se inclinó sobre la celosía que los separaba, como si aquel hombre fuera capaz de atravesarla con su mirada. Thierry no era más que una silueta oscura a través de la celosía de malla y, por tanto, ella apenas debería ser algo más que una voz—. Si vos tenéis un hijo, podría ser reclamado por el rey.

Petronila se quedó sin habla, furiosa. La voz de Thierry siguió retumbando, rasgada.

—Tal vez incluso… el bebé de vuestra hermana, Majestad. Podría ser entregado. O… siempre y cuando el rey pudiera visitaros… en cualquier momento… se podría fingir.

—Por el amor de Dios —dijo ella en voz baja. La diversión que le había producido adoptar la identidad de su hermana se había transformado en un arranque de cólera—. ¿Qué estáis diciendo? Eso es una indecencia. Es monstruoso —replicó, temblando de frío y tal vez por algo más—. Aceptaríais que un bastardo sin nombre se convirtiera en príncipe de Francia.

—Es posible que el rey nunca llegue a tener un hijo varón —dijo Thierry con dureza—. En muchos sentidos, es un hombre bueno y digno, pero aborrece todos los placeres terrenales. Lo que me preocupa es el trono de Francia y su sucesión. El reino de Francia, Majestad, del cual habéis sido su reina. Por favor, tened en cuenta esto. Es una manera de que todos consigamos lo que queremos.

—Bah —dijo Petronila, empleando una de las exclamaciones preferidas de Leonor—. Marchaos. Apartaos de mí. Sois un hombre malvado e indecente.

—Pensad en ello —dijo Thierry, mientras se disponía a dejar aquel lugar—. Reconsideradlo, Majestad. Por el bien del reino, del país. Meditad vuestra postura.

La puerta que se encontraba al otro lado de la celosía se abrió y, acto seguido, volvió a cerrarse, mientras el secretario abandonaba aquel lugar.

Petronila se sentó temblando en la oscuridad mientras sentía cómo el olor estancado de aquel espacio cerrado penetraba por su nariz. Era un lugar polvoriento como una tumba. El simple escándalo que le producía aquella propuesta la había dejado paralizada: ofrecerle aceptar un hijo bastardo para que se convierta en el rey de Francia. Meditó en lo irónico que resultaba el hecho de que la criatura que se encontraba encerrada en el vientre de su hermana fuera el hijo del peor enemigo del rey, que podría ser un varón y, por tanto, el posible heredero que Thierry tanto estaba buscando. Un hijo de Leonor y de Enrique, que podría convertirse en el rey de Francia. Eso se merecería al menos una balada, pensó retorcidamente, o quizás un fabliaux.

Y, además de eso, había otra cosa sorprendente: Thierry la había confundido con Leonor. Por supuesto, el secretario no pudo verla, pero estaba convencido de que se trataba de Leonor. Permaneció allí sentada durante largo tiempo, rodeada por la oscuridad, dándole vueltas a todo aquello. Durante toda su vida se había preguntado qué se sentiría siendo Leonor. Finalmente, tras escuchar que alguien se encontraba al otro lado en la capilla, se incorporó, se cubrió el rostro con la capucha de su abrigo, y abandonó el lugar.

Claire se escondió detrás de una columna en cuanto vio que Petronila salía de la capilla y permaneció allí, oculta por la oscuridad, expuesta a los rigores del frío, preguntándose qué debía hacer.

Estaba convencida de que Petronila no le había contado a Leonor la reunión que acababa de mantener con Thierry. Las había estado observando discretamente después de transmitirle a la hermana de la reina que el secretario quería verla, percatándose de que Petronila nunca le dijo nada a Leonor. Claire había estado convencida de que lo que quería Petronila era dejar que Thierry se sentara envuelto en la oscuridad y esperara impaciente durante horas, convirtiéndolo en un hazmerreír. Y por esa razón había ido allí, para reírse a su costa.

Pero Petronila se había reunido con él. No podía creer que aquella mujer conspirase con Thierry. Estaba segura de que había una buena razón para ello, pero sus sospechas aumentaron; Petronila, la mujer de virtud intachable que le ordenó firmemente que conservara la fe. Petronila había mentido.

En cierto modo, le regocijaba el hecho de ver rebajarse a una mujer de tanta categoría. En realidad, Petronila y ella no eran tan distintas. Pero el placer resultaba frío y un tanto amargo, ya que la había llegado a querer.

Todavía lo hacía, aunque quizás de una manera distinta. Salió de la capilla y se dirigió hacia la torre de la reina.

—¿Dónde has estado? —preguntó Leonor cuando Petronila finalmente llegó a sus aposentos situados en la torre de Santa Catalina.

—Salí a dar un paseo —respondió Petronila. Se lo voy a contar, dentro de un momento, pensó. Estaba convencida de que se reirían juntas de la proposición indecente que le había hecho Thierry y, especialmente, del hecho de que el eunuco la hubiera confundido con su hermana. Estaba segura de que Leonor rechazaría su sugerencia y que ahí se acabaría todo.

—Al menos, por fin te has quitado el traje de viuda —dijo Leonor—. Ahora tienes mucho mejor aspecto y asoma el color en tu rostro. Quiero que me calienten y especien mi copa de vino. ¿Me harías el favor? ¿Dónde está Alys?

—Oh, lo más probable es que todavía siga en la iglesia —dijo Petronila, aunque sabía muy bien que no era así. Había ido a buscar el calentador. Le fastidiaba que le diera órdenes como si fuera una simple sirvienta. Leonor podía hacer esa tarea tan bien como ella. Su hermana siempre daba por sentado que ella haría lo que le pidiera, como si fuera una especie de doble de sí misma, una sombra obediente carente de voluntad propia. Tal vez no le debería decir nada sobre su encuentro con Thierry, sobre la oferta que le había hecho el secretario. Tal vez sería mejor que Leonor no supiera nada. Se arrodilló junto al fuego y vertió el vino en el calentador. Claire apareció por la puerta procedente de la habitación contigua, silenciosa, con un signo de abatimiento en su mirada, y murmuró:

—Yo lo haré, mi señora.

Petronila le entregó el calentador y se fue a jugar al backgammon con su hermana.