En cuanto regresaron a los aposentos de la reina y cerraron la puerta, Leonor casi echó a correr, quitándose a toda velocidad su túnica, dando vueltas y vueltas mientras Alys le despojaba de los vendajes de lino que envolvían su talle. Luego se desplomó sobre la cama lanzando un suspiro. Las damas de compañía corrían arriba y abajo por la estancia, retirando la ropa usada o preparando la alcoba para pasar la noche. Petronila se sentó junto a la ventana, con las manos apoyadas sobre el regazo, observándolo todo.
No dejaba de pensar en lo que Leonor le había contado sobre la conversación que mantuvo con el arzobispo de Burdeos, y estuvo de acuerdo con su hermana: el tiempo se les echaba encima y no parecía que hubiera manera de forzar las cosas. Claire se acercó a ella con una vela en la mano, protegiéndola de la corriente, para encender las demás velas que se encontraban junto a la cama. El cabello de Leonor, extendido sobre la almohada, reflejaba la luz como un lecho de ascuas. Petronila apartó la mirada. Ahora que empezaba a arder en su interior el deseo de obtener su libertad, le estaban arrebatando la posibilidad de conseguirlo.
De repente, a través de la ventana, llegaron hasta sus oídos los primeros acordes de un laúd. Los labios de Petronila se separaron. Al calor de la abarrotada alcoba, las notas caían sobre su alma como gotas de agua limpia y fresca. Los chirridos de los músicos del monasterio se desvanecieron de su memoria. Así es como debía tañerse un laúd, con los tonos firmes y melosos a la vez, profundos y acompasados. Volvió la mirada hacia Leonor y la encontró sentada sobre la cama, mirando hacia la ventana. Todas las damas de compañía se habían quedado completamente inmóviles.
La melodía penetró en la alcoba, vertiendo dos o tres versos de pura música, y luego se elevó una voz. Aquella voz sonaba igual que el laúd, fuerte y viril, profunda y resonante, como si un regato oscuro de sonidos avanzara lentamente en su paso.
Este caballero solo nació para conocer desdichas…
Se sorprendió a sí misma luciendo una amplia sonrisa y su mirada se clavó de nuevo en Leonor, que estaba sonrojada, con los ojos brillantes, inclinada hacia la ventana. La canción siguió su curso, describiendo el coraje y el honor del caballero, la belleza y la pasión de la reina, el destino que los encumbraba y los destruía como una llama pura y cristalina. En el interior de la alcoba, las velas vertían sus últimas lágrimas de cera y se fueron apagando una tras otra. Claire se recostó, apoyando la cabeza sobre las rodillas, mientras las damas de compañía yacían sobre sus mantas. Lentamente, todas las demás, incluso Leonor, se sumieron dulcemente en un profundo sueño, pero Petronila permaneció junto a la ventana, escuchando.
La canción y la voz que la entonaba parecían existir sólo para ella, y específicamente por ella, como si el caballero quisiera liberarla de algún tipo de reclusión espiritual, consiguiendo con ello devolverla a la vida. Confinada en las preocupaciones que le tenían ocupada, ya no le quedaban pensamientos que dedicar al traicionero Raoul, que parecía haberse desvanecido de su mente y su recuerdo era vago e impreciso. Aquella canción la elevó poderosamente a los cielos sobre sus sensuales alas y Petronila se sintió abierta a ella, con el cuerpo rebosante de anhelo, como si la música fuera una llave capaz de abrir alguna puerta oculta en su interior que ya no recordaba que se encontrara allí.
Cuando salió de su ensoñación sintió que la invadían las dudas, casi dominada por el recelo, temerosa del riesgo. Sobre el enorme lecho, Leonor murmuraba voluptuosamente en sueños algunas palabras y luego extendió un brazo: aquella era Leonor, una mujer que amaba el riesgo, que lo exponía todo a la menor oportunidad.
Petronila pensó: ¿Voy a pasar el resto de mi vida sentada bajo la ventana escuchando a alguien cantar?
Los últimos acordes permanecieron suspendidos en la noche como plata acuñada. La voz del trovador se fue desvaneciendo. Al final, se incorporó y se dirigió a la cama para tumbarse junto a su hermana y dormir.
Por la mañana, la habitación estaba completamente helada, y cuando metieron los braseros, se llenó de humo y olores. Leonor dio una serie de órdenes y las mujeres comenzaron a andar de acá para allá por la alcoba para limpiarla y tratar de mejorar su aspecto. Petronila salió al jardín acompañada de algunos pajes con la intención de recoger romero con el que endulzar el suelo.
Tuvieron que llegar hasta el final del jardín para encontrar arbustos que no estuvieran cortados casi hasta sus desnudos tallos. Finalmente, junto a los muros del jardín, encontró una mata casi intacta y señaló aquí y allá, mientras los muchachos provistos de cizallas cortaban algunas brazadas del dulce rocío con el que perfumar la alcoba. Los muchachos lo amontonaron y corrieron, mientras Petronila avanzaba lentamente a través del mortecino jardín castigado por el invierno.
El sendero la obligó a doblar una esquina del jardín y allí se encontró con un hombre que se hallaba sentado en el suelo, comiendo una manzana.
El hombre levantó la mirada hacia Petronila, sorprendido. Era un tipo bajo, fornido y de aspecto ordinario que lucía una mata de cabello espeso y rizado. Petronila retrocedió un paso, recelosa. El hombre se puso de pie de un salto, con los ojos centelleantes, le dedicó una ligera reverencia y sonrió.
Cuando vio su sonrisa, Petronila sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo, como si aquel hombre se interesara especialmente en ella, irradiando un torrente de deseo. A su lado, sobre el suelo, descansaba una funda de cuero que había adoptado la forma de un laúd. Petronila en seguida cayó en la cuenta de quién era aquel hombre, incluso antes de que comenzara a hablar.
Su voz era como la miel morena, rasgada por un extraño acento:
—Excusadme, mi señora. ¿Este jardín es vuestro? Debéis perdonarme, no me ha traído aquí ningún asunto y espero poder marcharme sin llamar la atención. —Sus ojos negros relucieron—. ¿Sois vos la reina? —preguntó, sonriendo de nuevo.
Petronila sabía que estaba mintiendo y que aquel hombre pretendía que le encontraran. A pesar de ello, su sonrisa la atrajo un paso hacia él.
—No —dijo ella—. Solo soy su hermana. ¿Vos sois el tañedor de laúd? ¿Brintomos?
El trovador hizo una reverencia, pero sólo con la cabeza, sin llegar a doblar el cuerpo, tal y como hacían los cortesanos franceses.
—Bueno, algo parecido. Con llamarme Thomas es suficiente, supongo —dijo, sonriendo abiertamente, con cierta maldad. Por debajo de sus cejas negras y espesas dejaba entrever unos ojos oscuros—. He oído hablar mucho de la belleza de la reina, pero no me dijeron que había una princesa todavía más hermosa.
Petronila no le disuadió sobre lo de «princesa». Juntó las manos por delante de su regazo mientras su cuerpo ardía encendido por los cumplidos, pero se mostró recelosa, tal como siempre solía hacer, al sentirse únicamente valorada por el hecho de ser la hermana de la reina:
—Os escuché la pasada noche: mi hermana se siente muy complacida con vos. Deberíais hablar con su asistente, Matthieu. Él os hará un hueco en su séquito.
La magia que desprendía su arte cautivó a Petronila. Quería que el trovador le cantara de nuevo. De repente, sintió deseos de sentarse junto a él y dejar que aquel hombre volcara toda su atención sobre ella. Petronila no era capaz de apartar la mirada de su sonrisa y de sus relucientes ojos negros. Entonces, un paje se acercó por detrás, acompañado de Alys.
—Mi señora…
Petronila se giró, cerrándose el abrigo, como si hasta ese momento hubiera estado desnuda.
—Alys, ¿qué pasa?
—Mi señora. Necesitamos más romero —dijo la dama de compañía. Sus labios se curvaron con una media sonrisa y su mirada se desvió al tañedor de laúd—. ¿Os he importunado, mi señora?
Petronila sintió cómo ardían su cuello y sus mejillas, y se dio cuenta de que se había sonrojado. Lanzó una mirada por encima del hombro a Thomas.
—Este es el hombre que nos cantaba la pasada noche, Alys. Vos, Thomas, debéis acudir, como ya os dije, a Matthieu. Podéis decirle que es Petronila la que os ha enviado.
Alys dijo con dulzura:
—La reina también querrá veros, señor. —Su voz tenía un atisbo de regocijo. Petronila recogió sus faldas con las manos y se alejó por el camino, con el ánimo crecido, pero no volvió la mirada.
El tañedor de laúd se presentó aquella misma tarde y cantó para Leonor, rodeado por las damas de compañía. Esta se sintió muy complacida con él, le entregó un anillo y le pidió a Matthieu que le proporcionara una mula sobre la que poder cabalgar para así poder acompañarlas cuando abandonaran Fontevraud. Petronila se deleitaba mucho con la música, con sus dulces y sinuosas invitaciones. Aquel hombre poseía el don de hacerle sentir que solo cantaba para ella, aunque se encontrara en una estancia repleta de mujeres. Cada vez que su mirada se posaba en ella, Petronila interpretaba algo más. Todas las mujeres se sentían atraídas por él, pero ella retrocedía, como si el hecho de estar demasiado próxima a aquel músico pudiera consumirla.
A última hora de la tarde, dominada por la inquietud, se dirigió de nuevo al jardín. Estaba cayendo la noche, fría y triste, la luz se había desvanecido en el aire y, sin embargo, todo resultaba visible entre la penumbra. Petronila sujetó el abrigo alrededor de su cuerpo y sus pies permanecieron quietos sobre el pedregoso sendero. Entonces, al doblar la misma esquina que por la mañana, se encontró de nuevo con Thomas, el tañedor de laúd, aunque no de forma completamente accidental.
Pero el músico no estaba solo. Se encontraba sentado en el suelo, con Claire sobre su regazo, mientras la muchacha rodeaba el cuello del hombre con sus brazos y apretaba los labios contra los suyos. A pesar del frío, la muchacha se había despojado de la mitad de su túnica, dejando asomar un pequeño y perfecto pecho virginal.
Petronila se quedó boquiabierta de asombro. Al instante se dio cuenta de que el hechizo de aquel hombre atrapaba a todo aquel que lo escuchara: formaba parte de sus cualidades, como tocar el laúd. Se preguntó brevemente si en realidad aquel trovador no sería un espía. Recordó que Claire también las había espiado y, en aquel momento, el afecto que sentía por aquella muchacha se enfrió como el hielo. Dominada por la irracionalidad, le entraron deseos de sacarle los ojos y de arañar el rostro del tañedor de laúd hasta que sangrara. Al final, decidió marcharse a toda velocidad por el pedregoso camino.
A cada paso que daba se fue sintiendo más y más relajada. El hechizo de aquel hombre se había roto y se dio cuenta de que no había el menor asomo de verdad en todas sus lisonjas. De repente, sintió lástima por Claire, a quien había seducido, y toda su ira se fue disipando. Recordó el cariño que sentía por la muchacha y comenzó a albergar la esperanza de que no cayera en los brazos de aquel hombre. Cuando alcanzó la puerta, se dio cuenta de que estaba sonriendo de nuevo, aliviada por haber podido escapar a tiempo.
Cuando entró, Leonor dijo:
—Nos marchamos mañana, ¿estás preparada?
—Oh, sí —respondió Petronila. La estancia estaba más ordenada y olía un poco mejor, pero los braseros seguían llenando de humo el techo. Se acercó a la ventana, donde el aire era limpio—. Me alegraré mucho de abandonar este lugar. Cada día que pasa nos acerca un poco más a Poitiers.
Por la mañana, mientras los porteadores sacaban todo el equipaje, Petronila penetró en la galería y Claire la acompañó con aspecto de estar dominada por un sentimiento de culpabilidad.
—Mi señora, os vi ayer, en el jardín —dijo, sin el menor preámbulo.
—Oh, no me digas —repuso Petronila. Luego cogió a la muchacha por el codo y la llevó hacia una esquina—. Confío en que disfrutaras mucho.
Claire movió torpemente las manos.
—No quería decir… no he… él… él… —dijo, sacudiendo la cabeza ligeramente, esquivando las telas de araña—. ¿Qué debería hacer?
Petronila se apoyó contra la pared, vigilando con el rabillo del ojo si alguien las podía escuchar.
—Bien, ¿y qué hiciste?
—Nada. Solo lo que visteis. —El rostro de Claire tenía una mueca de preocupación. En aquel momento, su aspecto parecía ser mucho más joven. Su voz sonaba tensa como la cuerda de un laúd—. Sabía que aquello estaba mal, pero no pude contenerme hasta que os vi —dijo, levantando los ojos, implorando—. Luego le detuve.
Petronila le lanzó un gruñido. No creía nada de lo que le había dicho.
—No te entregues más a él. No puede darte nada. Tú eres una muchacha que procede de una familia noble y él es un hombre de baja estirpe —dijo, sin estar segura de que su consejo hubiera llegado a tiempo—. Su corazón solo pertenece a su música, muchacha. No puedes hacerle sentir ningún otro tipo de amor. Venga, vámonos, tenemos mucho que hacer.
—Mi señora —dijo Claire, lamiéndose el labio inferior. Las cremas que Alys le había dado habían mejorado su aspecto, la suavidad de su piel, que ahora era rosada y blanca, pero su nariz seguía siendo demasiado grande y sus ojos demasiado pequeños como para llegar a ser una mujer hermosa. Luego le dedicó una sonrisa teñida de súplica—. No se lo digáis a la reina.
—¿Qué te hace pensar que a la reina le interesan esos asuntos?
La muchacha desvió la mirada, con la boca entreabierta, mientras una lágrima resbalaba por su mejilla. Luego, de repente, volvió a mirar a Petronila.
—Mi señor Thierry ha vuelto a hablar conmigo.
—Ah —dijo Petronila—. Eso sí que interesará a la reina. ¿Qué quiere?
—Quiere —empezó Claire, tragando saliva—. Quiere reunirse con ella, con la reina. A solas, en algún lugar privado.
—¿En serio? —dijo Petronila, sorprendida. Miró de nuevo a los lados para asegurarse de que nadie reparaba en ellas—. ¿Y qué es lo que le dijiste?
—Nada, mi señora, salvo que transmitiría el mensaje —dijo Claire, moviéndose arriba y abajo mientras hacía una pequeña reverencia, con la cabeza agachada.
—¿Y no te preguntó por nosotras?
—Lo hizo, mi señora, pero no le dije nada. Prometí a mi señora, la reina, que no lo haría.
Petronila se ciñó un poco más al cuerpo el abrigo. Percibía el interés del eunuco como el olfateo de un perro sabueso. Thierry no tenía la menor intención de dejarlas en paz, y la pugna que mantenían con él todavía no había llegado a su fin. Sin embargo, pensó que, de algún modo, tenían una oportunidad de sacar provecho de aquella situación. Comenzó a analizar todo aquel asunto de manera global, sin pensar únicamente en sus temores, en Leonor o en el bebé, sino de forma general.
—Nos marchamos de Fontevraud. No habrá manera de hablar aquí con él.
—No, mi señora, creo que no. —La voz de Claire tembló de la sorpresa—. ¿Queréis decir que aceptáis su propuesta? ¿Qué deseáis reuniros con él? En mi opinión, pienso que…
—Mmmm —dijo Petronila—. No pienses, Claire, será lo mejor para ti.
Claire dobló el cuerpo dedicándole otra ligera reverencia, pero esta vez no apartó la mirada del rostro de Petronila.
—Sí, mi señora.
—La próxima vez que se acerque de nuevo a ti, dile… —Petronila dejó que su mente corriera libremente, avanzando—. Dile que nos reuniremos con él. En Chatellerault. Estaremos en el castillo, en la torre llamada Santa Catalina, junto a la puerta… allí nos podremos ver en privado, tal como dice.
Los ojos de la muchacha se abrieron de par en par.
—Sí, mi señora —contestó, mientras su rostro centelleaba dominado por la curiosidad—. ¿No queréis consultarlo antes con la reina?
—Estás volviendo a pensar por ti misma —dijo Petronila con dulzura—. Recuerda lo que te he dicho acerca de eso.
—Sí, mi señora. Os obedeceré en todo lo que me digáis.
—Eso está bien. —Petronila no podía creerlo. En ese momento Claire le pareció una muchacha muy taimada. Su pensamiento se había adelantado a su cuerpo, llegando a la pequeña ciudad de Chatellerault y al castillo que se levantaba a sus pies—. Dile… dile que se dirija a la capilla. A primera hora de la mañana, el primer día que pasemos allí, después de la misa. Pídele que se dirija al confesionario. Aquel lugar estará vacío. Podemos pedir al sacerdote que se marche, si es preciso. Indícale que debe entrar en el confesionario y esperar.
Aquellas palabras la complacieron de forma inmediata, ya que consideraba que era un buen plan. Si Leonor no estuviera de acuerdo en celebrar un encuentro, entonces Thierry se pasaría toda la mañana sentado en los confines del confesionario, expuesto a los rigores del frío, como un idiota. Si Leonor aceptara, la pequeña cabina estaría envuelta en tinieblas y habría una pantalla de separación entre ellos, haciendo imposible que el eunuco pudiera ver nada. Petronila sonrió a la muchacha, que permanecía de pie delante de ella.
—Si no te vas de la lengua, todo irá bien entre nosotras, Claire.
—¿Entonces no estáis… enojada? ¿Por lo de Thomas?
—No, solo estoy preocupada por ti —dijo Petronila, dedicándole una pequeña risa condescendiente—. No debes complacerle en todo lo que te pida, muchacha, ya que, si lo haces, no querrá saber más de ti. Así es como se comportan los hombres de su calaña, que recogen a las muchachas como si fueran flores, olfatean su aroma una vez y luego se deshacen de ellas y las dejan secar.
Mientras hablaba, pensó en Raoul y empezó a verlo con otros ojos.
Claire tragó saliva.
—No lo haré. Os lo agradezco mucho, mi señora.
—No pierdas la fe en mí —dijo Petronila. Cogió la mano de la muchacha entre las suyas y la sujetó con fuerza—. Todo va a salir bien si no la pierdes. Tienes mi bendición.
La muchacha se marchó a toda velocidad. Petronila se cruzó de brazos dando vueltas a aquel asunto, preguntándose por las intenciones de Thierry. Es posible que Leonor las supiera o que, al menos, tuviera alguna idea interesante.
Pero al instante pensó que no quería contárselo a Leonor, al menos no por ahora. Prefería pensar un poco más en todo aquello, guardárselo para sí misma, y arreglar aquel asunto personalmente. Comenzó a pensar en la posibilidad de reunirse con él a solas, sin que Leonor lo supiera. Al menos así podía descubrir qué es lo que el secretario se traía entre manos. Complacida, apretó los brazos contra su cuerpo.
Claire estaba muy ocupada guardando las túnicas de la reina para el inminente viaje, pero su corazón comenzó a albergar cierto resentimiento hacia Petronila. La hermana de la reina quería a Thomas solo para ella y, por esa razón, le había dado aquellos consejos.
Cada vez que se presentaba la oportunidad, iba a buscarlo, pero el monasterio era demasiado grande y ella estaba demasiado ocupada, así que no fue capaz de dar con él. Por la noche el trovador entró en los aposentos de la reina y tocó el laúd para todas. Claire se sonrojó enormemente con solo verle y encontró un lugar entre las damas de compañía donde el trovador pudiera reparar en ella, con la esperanza de que la reconociera.
El hombre estuvo tocando casi toda la noche y la joven se perdió entre los acordes de su música. Deseaba poder cantar como él, saber tocar como él. Tenía reservada una sonrisa para dedicársela al músico, para cuando llegara el momento oportuno, para cuando él la mirara y recordara lo que habían vivido juntos, con la esperanza de que este se la devolviera.
Pero el trovador ni siquiera reparó ella. En ningún momento dio la sensación de ser consciente de que la muchacha se encontraba allí. Al final, se dio cuenta de que Petronila tenía razón.