16

Fontevraud, octubre de 1151

El arzobispo de Burdeos lucía una cintura tan amplia que daba la sensación de que era él, y no Leonor, quien portaba un bebé en sus entrañas. Su sotana estaba espléndidamente bordada en seda y rematada con hilo de oro, y su rosario relucía con el oropel de una joya. Leonor se encontró con él en una parte oculta del jardín, de tal modo que pudo ocultarse bajo un abrigo. Como una pareja de ancianos, pasearon entre las vides bañados por una pálida luz del sol invernal, mientras una pareja de pajes los seguían a cierta distancia, sin poder escuchar lo que decían. La ladera poitevina que se extendía al otro lado de la muralla del monasterio permanecía latente y lucía un color pardusco propio del primer frío del invierno. En algún lugar cercano, una urraca graznaba, y desde la parte más alta del tejado del monasterio una segunda le contestaba.

Una grita de pena, pensó, la otra de alegría. Que así sea. Se santiguó para sellar aquel agüero.

Leonor conocía al arzobispo de Burdeos de toda la vida y no le inspiraba ningún temor. Sabía que al clérigo le gustaba la sencillez en todas las cosas. Al principio, el hombre mostró algunos indicios de que había mantenido una reciente conversación con el rey o, más probablemente, con Thierry Galeran, pero Leonor se mostró paciente: podría tratar con él. Después de que Leonor agachara la cabeza para recibir su bendición, el arzobispo dijo:

—Querida mía, escucho todo tipo de cosas extrañas sobre vos. He oído que habéis olvidado todos vuestros caprichos infantiles.

—No es así —dijo Leonor—. Mis caprichos infantiles me acompañarán hasta la tumba, tío.

—Oh, vaya —dijo el arzobispo, dócilmente—. No me hace feliz escuchar eso. —Luego le dio unos golpecitos en el brazo. El clérigo hablaba en lengua occitana, la que Leonor siempre había usado, ya que era su idioma común. Pasaron por delante de una hilera de frondosas cañas cortadas, desnudas por el invierno—. Señora Leonor, pensad en cuáles son vuestras obligaciones con Dios. Podéis resignaros a ser la reina de Francia, desde luego, y llevar una vida llena de atenciones y adoración. ¿Qué hay de malo en ello?

—Preferiría ser simplemente la duquesa de Aquitania —respondió. Luego le rodeó la cintura, que era casi tan amplia como su altura, y el clérigo colocó su mano entre las de la reina. A pesar de que hacía frío, su mano estaba más caliente que las de ella—. Pensad en ello, tío. Sois un auténtico occitano. ¿Acaso queréis que esos fríos norteños, con sus rodillas callosas y sus dedos codiciosos, gobiernen para siempre sobre nuestra dulce tierra?

Esas palabras hicieron despertar los encantos de su buen carácter. El clérigo apretó los labios con fuerza mientras sus ojos se entrecerraban. Leonor siguió hablando, atacando en sus puntos débiles.

—Pensad en ello. Cada día que pasa diezman un poco más nuestra tierra, nuestras costumbres, llevándose consigo todo lo que quieren, arruinando todo lo demás, e imponiéndonos sus leyes, diciéndonos lo que tenemos que pensar y qué es lo que debemos adorar, y burlándose de nuestro idioma y de nuestra forma de ser. ¿Cuánto tiempo tiene que pasar antes de que hayan acabado con todo lo que es hermoso, alegre y digno?

—No somos tan borregos como para permitir que hagan una cosa así —repuso el arzobispo.

—Tengo intención de regresar y gobernar esta tierra —dijo Leonor—, sin Luis. Tengo intención de vivir en Poitiers, en el lugar al que pertenezco y que me pertenece a mí. En el lugar donde los antiguos romanos, de cuyos hijos descendemos, vinieron en busca del sol, del vino y de los placeres y donde implantaron las viejas costumbres cuando la propia Roma estaba condenada a morir. En Poitiers, donde todos somos capaces de recordar y de celebrar la gloria de nuestro pasado, donde mis propios abuelos gobernaron con un esplendor que la mediocridad del norte no es capaz ni de soñar. Donde la gente puede pensar como quiera y aprender lo que cada uno elija. Traeré a mi tierra la paz y la justicia, consiguiendo así que todas las cosas prosperen. Y tendré una corte que todas las demás añoren poseer, en la que fomentaré todas las ramas del arte y todo tipo de placeres, y que extenderá su gloria por todos los rincones del mundo. Pero para ello debo liberarme de Luis, cuya mente es demasiado estrecha. Y, sobre todo, me apartaré de Thierry Galeran, que lo único que pretende es destruirme.

El rostro redondo del clérigo delató un arrebato de rubor, pero no dejó escapar una respuesta inmediata. Su mirada se desvió hacia el yermo huerto que se encontraba en el borde del jardín. Su boca se torció en las comisuras, y Leonor supuso que el clérigo estaba recordando algún tipo de desaire que había sufrido en su propia persona.

—¿Cómo cuidan de mi ducado, señor? ¿Es un lugar justo, rico y lleno de vida, como solía ser? ¿O le están chupando la sangre y hasta congelando la luz del sol?

—Tal vez esa sea la voluntad de Dios —respondió el arzobispo.

—No puedo creer que el bondadoso Jesús, que emplazó a que los niños se acercaran a él y que iba acompañado de humildes artesanos, desee que nosotros, que somos los verdaderos herederos de Roma, debamos estar sometidos a los hirsutos bramidos norteños del maldito franco Clovis. Debéis ayudarme.

—¿Yo? —respondió.

—Hablad con el rey. Recordadle que el propio Bernard decretó que deberíamos separarnos —dijo, inclinándose hacia él, apoyando su mano en el brazo del arzobispo y dotando a sus palabras de un cálido apremio—. El santo monje lo entendió perfectamente, señor. Y vos sabéis que no siente el menor aprecio por mí: no haría nada en mi beneficio. Él sabía cuál es la verdad de la situación. Este matrimonio nunca debió tener lugar. Acabará por arruinarlo todo: a Luis y a Francia, así como a Aquitania y a mí. La dinastía de Hugo Capeto se desvanecerá con él a menos que me deje libre.

—Bendito sea Bernard de Clairvaux. ¿Le dijo eso al propio rey? —preguntó mientras se santiguaba.

—Delante de todo el mundo, señor. Hasta Thierry tendrá que admitirlo. Os lo ruego, no dejéis que personas como ese gordo eunuco sin sangre nuble la clara visión del santo.

Las cejas del arzobispo de Burdeos dibujaron un pequeño arco, que subía y bajaba, y Leonor advirtió cómo sus pálidos ojos mutaban. Le hizo ver lo que ella quería. Una inmensa sensación de triunfo ardió en su interior. Se cerró el abrigo alrededor del cuerpo y observó detenidamente a su tío. Su intención era hacer que el clérigo tomara sus decisiones como si las hubiera ideado él mismo.

Los dedos del arzobispo pasaron por las pedrerías que adornaban el crucifijo que colgaba de su cintura y apretó los labios, volviendo la mirada hacia Leonor.

—Pero si regresáis, tendréis a algún nuevo duque por encima de nosotros —repuso el clérigo.

—Eso dejadlo en mis manos. Solo yo soy Aquitania. Os lo prometo. Seré vuestra defensora, incluso antes de convertirme en la novia de otro, y así será siempre —replicó Leonor.

El clérigo sonrió con los ojos centelleantes.

—No en vano sois la nieta del Trovador.

Leonor le devolvió la sonrisa, complacida por aquel elogio. El clérigo se puso la mano en el corazón y le dedicó una reverencia.

—Mi querido tío. Que Dios os bendiga por ello; seré digna de ese privilegio.

—Hablaré con él, querida mía. Me habéis convencido.

—Estupendo —dijo Leonor—. Así pues, ¿el consejo se reunirá en Poitiers durante el Adviento?

—¿Un consejo? Me temo que el rey no hará nada tan rápido. Pero, sin lugar a dudas, esa es la manera. Hay que celebrar un consejo de eclesiásticos con el fin de declarar la nulidad de vuestro matrimonio. La iglesia, como muy bien sabéis, es muy celosa en cuanto a los matrimonios. Pensamos que, fundamentalmente, es por el bien de las mujeres, ya que los hombres somos tan imprudentes. El Adviento llega demasiado pronto y no podemos congregarnos con tanta rapidez —dijo, dando unas palmaditas a Leonor en la mano—. ¿Tenéis pensado pasar las Navidades en Limoges? Tal vez, después, alrededor de la Epifanía.

—La Epifanía —dijo Leonor, denotando en su voz una profunda decepción. De alguna manera, Thierry seguía ganando. Para ella, cuando llegara la Epifanía sería demasiado tarde.

—Entonces, en Limoges. Pero incluso eso puede ser un poco precipitado. Sin embargo, hacia verano, se podrá celebrar con total seguridad.

Leonor se contuvo en decir: hacia verano estaré acabada. Tal vez lo mejor que podía esperar era el convento. La reina le hizo una reverencia con la cabeza.

—Muchas gracias, mi señor. Os estoy muy agradecida. Su corazón latía con fuerza y, entonces, en lo más profundo de su ser, algo se retorció con fuerza y le golpeó en un costado, como si el mismo bebé hubiera percibido su inquietud.

Sin darse cuenta de ello, el arzobispo de Burdeos siguió hablando, repasando quién debería estar presente en el consejo, y Leonor se recuperó en seguida. Para su alivio, se dio cuenta de que todos los hombres que el clérigo estaba mencionando eran prelados franceses que se encontraban a poca distancia. No les llevaría demasiado tiempo congregarlos, siempre y cuando pudiera contar con el beneplácito de Luis. Dedicó algunas palabras al arzobispo, aceptando todo lo que decía, y se apoyó ligeramente en él, para dejar que se sintiera viril. El clérigo se volvió hacia ella y dijo:

—A cambio, hay algo que podéis hacer por mí.

—Ah —replicó ella, apretando su mano—. ¿De qué se trata? ¿De un impuesto? ¿De una herencia? ¿De una ciudad? Hacedme duquesa de Aquitania y os daré todo lo que deseéis en Burdeos.

El arzobispo dejó escapar una risa ahogada, pero sus mejillas se sonrojaron ligeramente, y Leonor adivinó que el clérigo tenía esos deseos. Había un asunto, pues, del que tenía que ocuparse en un futuro próximo. El arzobispo le devolvió la sonrisa:

—No, esto es algo más inmediato. Tengo a mi servicio cierto tañedor de laúd del que necesito librarme, ya que es incapaz de mantener las manos alejadas de las mujeres.

—Ajá —repuso Leonor—. Así que tenéis a este lujurioso músico entre un coro de mujeres. Echadlo a la calle, ¿qué dificultad hay en ello?

—Oh, no. Es demasiado virtuoso con el laúd como para desperdiciar de esa manera su talento. No me importaría verlo salir del país y obligarle a que demuestre sus considerables habilidades en otra parte. Cualquier corte se aprovecharía de su arte. Puede hacer grande a un hombre con una canción y probablemente también puede hacer que caiga en desgracia. Poitiers sería un lugar perfecto para él. Simplemente quiero quitármelo de encima, y a vos os encantará su trabajo.

—¿Es provenzal? —dijo Leonor.

—No, procede del oeste, del otro lado del mar, de alguna frontera de Inglaterra. No recuerdo su nombre. Creo que se llamaba Brintomos, o Brantomos, algo parecido. —Su sonrisa se ensanchó, irresistible—. Tiene una canción acerca de un caballero que se enamora perdidamente de su reina que creo que os complacerá especialmente.

—¿Mientras seduce a mis ayudantes de cámara? —dijo Leonor—. Muy bien, nuestras defensas son más fuertes de lo que parecen. Enviádmelo.

La fiesta de San Martín dio comienzo en una época en la que supuestamente todo el mundo se sentía alegre, pero Leonor deseaba ser más dichosa de lo que era. No había manera de evitar el compromiso de acudir a la gran festividad, pero ni siquiera la música podía levantarle el ánimo. Se sentó en la cabecera de la gran mesa que se había preparado en el refectorio, no al lado de Luis, sino todo lo alejada de él que la distribución de las sillas hizo posible. Sin embargo, no fue capaz de escapar a su compañía. Leonor sentía constantemente cómo la mirada de su esposo se cernía sobre ella. Y sus pajes se acercaban a cada momento con pequeños obsequios en forma de alimentos, con una copa de vino o con un confite.

Ella hizo caso omiso a sus ofrecimientos, manteniendo la mirada al frente, sentándose con la espalda recta como un icono, y sólo probó algunos pequeños bocados. Durante los preparativos, antes de que le pusieran su suntuosa túnica, sus damas de compañía la habían envuelto desde las axilas hasta las caderas con dos capas firmes de lino húmedo que por entonces ya se había secado, formando una armadura impenetrable que apenas le permitía respirar. Ante ella, alineada por todo el refectorio, la multitud permanecía de pie observándola, sabiendo que si uno solo veía algo extraño en ella estaría perdida.

Petronila se encontraba a su izquierda y se comió casi todo lo que el rey le había enviado, ya que Leonor no lo quiso probar. Completamente erguida, y aburrida por la mala calidad de la música, Leonor levantó la mirada hacia el elevado techo del refectorio, donde las telas de araña se balanceaban a merced de la ligera brisa como si fueran polvorientos tapices.

Leonor había olvidado que estar embarazada era como convertirse en una sirvienta de su propio cuerpo, que ahora estaba ocupado por un exigente y melindroso extraño. Petronila tenía razón. No podría mantener aquella situación durante mucho tiempo ni permanecer delante de los ojos de sus enemigos. El bebé se volvió a agitar. Alrededor de la reina, en la elevada mesa, habían devorado su porción de ganso cebado con su guarnición y, en aquel momento, el resto de la corte estaba dando buena cuenta de las carnes, el pan y los budines que se amontonaban en las mesas menores que se encontraban repartidas por todo el refectorio.

Petronila permanecía sentada sobre su silla, adoptando una actitud discreta, pero con la mirada inquieta. Enmarcada en el deslustrado blanco de su túnica y de su cofia, su rostro era una versión más rejuvenecida de lo que Leonor reflejaba en su propio espejo, pero desprovista de color y de arrojo; parecía tan sencilla como un ratón. Aparentaba encontrarse sumida en sus pensamientos y apenas hablaba con nadie. Leonor se dio la vuelta, haciendo que las bandas de lino crujieran, tratando de encontrar otra distracción que le permitiera abstraerse de su sufrimiento.

A sus espaldas, escuchó cómo su asistente rechazaba a alguien que trataba de acercarse a ella. Les había dado órdenes de no dejar que nadie se aproximara y eso les mantenía bastante ocupados, ya que había siete u ocho hombres que habían suplicado que le dedicara su atención. La reina miró por encima de su hombro y vio a un hombre alto, ataviado con un abrigo verde, paseándose a lo largo de la mesa y al que fue incapaz de reconocer.

Su errante mirada se detuvo en una figura que se encontraba junto a la pared: se trataba de Godofredo de Anjou.

Leonor se sobresaltó, ya que sus rostros eran tan parecidos que en un primer momento pensó que se trataba de su padre, Le Bel, o de su hermano, aunque en realidad era el pequeño. Aquel hombre era alto y fornido, todo un gallito con plumas, con una melena de rizos leonados y muchas joyas que adornaban tanto sus orejas como sus dedos. Poseía la belleza animal de Le Bel, pero estaba pulido y adecentado con la incontestable inocencia de la juventud. Leonor cruzó la mirada con la de su asistente y le hizo un gesto afirmativo con la cabeza, tras el cual, un paje se deslizó por entre las hileras de cortesanos. Leonor volvió a inclinarse hacia adelante para ver quién era el otro hombre que avanzaba hacia ella desde el extremo de la mesa.

—Mi señora, sed bienvenida a Aquitania.

El caballero era el vizconde de Chatellerault que, por supuesto, era también primo suyo, un hombre de edad más avanzada que lucía una barba perfectamente cuidada y un cuello adornado con joyas. Se había quedado viudo dos veces y era evidente que estaba buscando a una tercera esposa a la que chupar la sangre. Leonor y él compartían una abuela, que era recordada por el inquietante sobrenombre de la Peligrosa y que había sido el objetivo de uno de los ardides amorosos más difíciles del duque Guillermo. Por tanto, no le quedó más remedio que hablar con él e intercambiar algunas bromas, tratando de aparentar estar delgada como la pata de una cigüeña y moviéndose con toda la ligereza que le fue posible cuando tuvo que hacerlo. Cuando su primo se marchó, advirtió que Godofredo de Anjou se encontraba justo detrás de ella.

Se dio la vuelta con lentitud mirándole y el caballero le dedicó una amplia y pomposa reverencia. Iba ataviado con un elegante abrigo rojo y oro y los pendientes que colgaban de sus orejas habían sido tallados con rubíes. Sus cabellos y su barba rizada estaban peinados formando una perfecta simetría, como si estuvieran pintados. Se enderezó y sus labios delataron una adulación afectada.

—Mi graciosa reina, perdonad mi tartamudeo y mis sofocos. Vuestra belleza me ha dejado sin aliento.

—Al contrario, habláis perfectamente bien —dijo Leonor—. ¿Qué os trae por aquí, mi señor, tan lejos de vuestro hogar? Y, con toda seguridad, todavía guardando luto. —Leonor miró al corto chaleco rojo, ahuecado y forrado, bordado con figuras de hilo de oro. Los dorados eslabones del collar que circundaba su cuello estaban engastados con cristales—. Es muy amable por vuestra parte haber venido a acompañarnos, teniendo en cuenta el periodo tan triste por el que estáis atravesando.

Los intensos ojos azules de Godofredo emitieron un destello.

—El luto no me ha despojado de mi ánimo, Majestad. ¿Cómo podía privarme del privilegio de veros y seguir llamándome hombre?

Leonor desvió la mirada hacia el salón abierto, donde los primeros tañedores de laúd, muy poco diestros, habían sido sustituidos por otros dos que no eran mejores que los anteriores, cuyos instrumentos chirriaban y desafinaban en lugar de emitir música. Petronila, que se encontraba a su lado, con la mirada perdida en la lejanía, no perdía una sola palabra de todo lo que su hermana le decía a Godofredo. Leonor se acercó un poco más al muchacho de lengua hábil y le miró profundamente a los ojos y, cuando los del joven se abrieron llenos de esperanza y excitación, ella dijo:

—¿Y qué noticias tenéis de vuestro hermano, el duque de Normandía?

El ardor de Godofredo se evaporó como una nube que se cruza con el sol y le replicó, ofendido:

—¿Qué puedo decir de él que no sea una afrenta? Me ha despojado de todo lo que mi padre me había entregado, salvo el pobre y vetusto Mirebeau. El testamento también estipula que, algún día, debo convertirme en el conde de Anjou… Pero hay pocas posibilidades de que pueda honrar a mi padre con ese privilegio. En este momento, mi hermano se encuentra de nuevo en el norte, con todos los normandos pegados a sus talones… pero no me apetece hablar de él —dijo, estirando el brazo para coger su mano—. Es a vos a quien he venido a ver.

Leonor eludió su contacto.

—Sería mejor que os dirigierais al norte, hacia Normandía.

Sus palabras hicieron que Godofredo retrocediera un paso. Su rostro terso y bronceado se tensó, y su cabello rubio por el sol se encrespó. En aquel momento, se evidenció que era el hijo de su padre, brusco y temperamental. Su enfado dotó a su voz de un tono lastimero.

—¡Mi hermano me ha expulsado de mis propias tierras! No tengo la menor duda de que la simple lógica del honor os inducirá a apoyar mi causa.

Leonor se echó a reír. A Godofredo de Anjou no pareció agradarle ese gesto. Por su rostro atractivo y juvenil atravesó un torrente de pensamientos y su indignación inicial derivó en una sonrisa astuta. Se inclinó un poco más hacia ella y dijo con voz aterciopelada:

—Os habéis dado cuenta de que no se encuentra aquí, abrazándoos. Al parecer, prefiere quedarse en Normandía, guerreando. Y, Majestad, no me gustaría deciros esto, por temor a que eso ahogue la estima que sentís por él, pero deberíais saber que posee otra amante. El nunca duerme solo.

Leonor se recostó sobre su asiento. Durante unos segundos sintió que en su interior ardía una intensa furia. En seguida se dio cuenta de que eso era lo que deseaba aquel despiadado joven y se aplacó. No obstante, aquellas palabras le molestaron: otra amante. Como si ella alguna vez hubiera sido su amante. Sintió el peso de la mirada codiciosa de Anjou, captando todo lo que estaba pasando por su cabeza y decidió que prefería mil veces ser una pecadora que una traidora.

—Bien —repuso Leonor—. Tal vez eso hace que se mantenga caliente.

El lino la oprimía como un cinturón de hierro. Con el dedo índice trazó la figura de un ocho sobre el brazo de su asiento.

Dentro de su cabeza, aquello que hasta ahora consideraba sólido se rompió en mil pedazos.

Su mirada nunca abandonó al joven Anjou, a quien detestaba por haberle dedicado aquellas palabras, el muy cerdo.

—Entonces, ¿habéis venido para conseguir que el rey os apoye en vuestra causa? ¿Os lo ha concedido?

Un paje se encontraba esperando con otra bandeja repleta de confites y Leonor lo despachó con un gesto de la mano. Cuando se marchó el muchacho, Anjou se acercó un poco más a ella, mientras sus ojos azul aciano la miraban con ternura.

—He venido hasta aquí para veros, mi reina, y a nada más. El simple hecho de miraros hace que la pasión me consuma.

Leonor le dedicó una sonrisa.

—Demasiado fuego para un bosque verde —dijo—. Sazonaos un poco, mi señor, y arderéis con mayor facilidad.

Godofredo se enderezó como un ciervo en pleno combate, pavoneándose indignado.

—Os demostraré qué clase de hombre soy, si así me lo permitís. Leonor se dio la vuelta, observándolo a través del rabillo del ojo, con la cabeza ladeada.

—Marchaos de aquí antes de que arme un escándalo.

A Godofredo se le sonrojaron hasta las raíces de su cabellera rubia, dio media vuelta y salió del refectorio. Leonor se enderezó, desviando su mirada hacia los músicos. Le dolía todo el cuerpo. Tenía que librarse del áspero abrazo del lino, para así poder respirar libremente, tumbarse y relajar su vientre. Cuando el paje llegó para llenarle la copa se bebió la mitad del contenido de un solo trago.

—Qué hermoso muchacho —dijo Petronila.

—Es como una serpiente —repuso Leonor.

Volvió a pensar de nuevo en lo que el joven le había dicho: que su hermano estaba con otra mujer, y se removió sobre su asiento, inquieta, sintiendo que la ira le consumía nuevamente. Se lo imaginó derramando toda su ardiente pasión sobre otra mujer. Había pensado —tal como él había dicho— que había que matizar algunas cosas sobre la palabra siempre. No recordaba haber dicho nada sobre la castidad. Sintió deseos de clavar un dardo envenenado en la espalda del más joven de la casa de Anjou y, en ese momento, observó cómo alguien la observaba desde el otro lado de la estancia.

Se trataba de su primo, el vizconde de Chatellerault, que se encontraba solo, detrás de otras personas. Cuando lo vio, él le devolvió la mirada inmediatamente, pero Leonor percibió la frialdad de su gesto. Se enderezó en su asiento, con las manos apoyadas sobre el regazo, sintiendo cómo la inquietud le recorría la piel. Muchos hombres la observaban y estaba acostumbrada a que lo hicieran. De hecho, disfrutaba con ello, con las miradas de admiración, con las miradas anhelantes de deseo. Toda aquella atención le despertaba un arrebato de codicia, refrescaba su apetito.

Es como un lobo, pensó, recordando al santo e inteligente Bernard y a sus profecías. Un lobo abalanzándose sobre una cierva.

Comenzó a mirar alrededor del salón y se dio cuenta de que otros rostros, situados desde todas las posiciones, la observaban fijamente, que pronto se convertiría en una mujer sola, y en la duquesa de Aquitania. De alguna manera, todo el mundo albergaba la esperanza de obtener beneficio de aquella situación. Eso es lo que había heredado: un país plagado de lobos.

Sin embargo, seguía siendo su país, sólo de ella. Se mantuvo erguida como un espectro. Era la duquesa de Aquitania y aquellos eran sus sirvientes, obligados por lazos de sangre y deber a estar a su servicio. Se delataron a sí mismos con sus miradas lascivas y le entregaron a Leonor el poder de gobernar sobre ellos. Después de todo, allí estaban, para servirla a ella, y no al revés.

Por esa razón necesitaba a Enrique, incluso más que por su pasión y sus deseos. Aquel hombre tenía algo que estaba por encima del amor. Tal como había vuelto a demostrar, ahora también contaba con el don del poder. Leonor debía tener presente eso por encima de todo. No despegó las manos de su regazo, conteniendo el impulso de acariciarse el vientre o de apoyar la mano en la espalda. A su lado, Petronila le dedicó otra mirada adornada con media sonrisa.

—Espero que ninguno de esos sea el tañedor de laúd que mi tío el arzobispo quiere enviarnos.

—Yo también lo espero, con todo mi corazón —dijo Leonor, volviéndose para enviar a un paje a por más vino—. No dejo en buen lugar a un tañedor si afirmo que prefiero escuchar lisonjas antes que escucharlo a él.