15

En aquel momento, Leonor se encontraba a más de dos días de distancia del rey y trataba de evitar los lugares en los que el monarca se había hospedado incluso después de que este los hubiera abandonado. Durante el día estuvieron deambulando por el camino, y en cada una de las diminutas aldeas que atravesaban había muchas personas con aspecto desaliñado y miserable. Los caballeros se afanaban en apartar a la muchedumbre de la reina, pero Leonor divisó a algunas mujeres con niños hacinados bajo el pórtico de una iglesia y, cuando vio a una anciana pidiendo limosna a un lado del camino, se detuvo y ordenó a de Rançun que la condujera hasta su caballo.

La anciana desprendía un penetrante hedor y la mano que extendía estaba llena de suciedad. Leonor ordenó al instante que trajeran algo de pan y unas cuantas monedas para entregárselas.

—¿De dónde eres, madre?

—De Anjou… allí se está librando una terrible batalla… todo está en llamas…

Leonor puso el pan y las monedas en las manos de la anciana y luego ordenó que trajeran al representante de la aldea.

El hombre era tan viejo como la mendiga, pero estaba mucho más limpio y dedicó a Leonor la correspondiente reverencia.

—Cuéntame: ¿qué está pasando aquí? —preguntó la reina.

—El conde está persiguiendo a su hermano hacia el sur —dijo el anciano—. Estas personas han huido… equivocadamente, en mi opinión, ya que estoy convencido de que las cosas se calmarán muy pronto.

Pero cuando la reina le entregó otra bolsa con dinero para que se ocupara de la gente, él le dio las gracias entre dientes, hizo una reverencia y le besó la gema que Leonor portaba en su túnica.

—Os lo agradezco de corazón, mi señora… sois la más graciosa de las reinas…

En ese momento, la multitud volvió a asediarla, balbuceando palabras de agradecimiento y rodeando su caballo. Leonor se inclinó sobre su silla de montar, extendiendo la mano hacia ellos, tal como era su costumbre, dejando que la tocaran. Algunas muchachas le entregaron flores y una de ellas deslizó un pedazo de papel desvencijado en su mano.

Leonor cerró la mano para sujetarlo. Su piel comenzó a temblar invadida por un repentino arrebato de excitación. De Rançun y los demás caballeros se afanaron por apartar a la multitud. Leonor dejó que el caballo bereber la condujera al frente de la comitiva y, una vez allí, abrió con prontitud el papel que le habían entregado y lo leyó.

Petronila aceleró su yegua hasta colocarse a la altura de su hermana.

—¿Qué es eso? ¿De qué se trata?

—No es nada —repuso Leonor—. Uno de los aldeanos me entregó una flor.

Abrió la mano para mostrar los pétalos arrugados. El papel se encontraba enterrado bajo de ellos y pensó en quemarlo después. Le resultaba imposible dejar de sonreír y levantó la mirada hacia el camino, llena de satisfacción.

Por la tarde, pidió que de Rançun acudiera ante ella y dijo:

—Dime, ¿no hay un pequeño monasterio cerca de aquí? Podríamos pasar la noche en aquel lugar.

El caballero le dedicó una mirada penetrante.

—No lo sé. Lo averiguaré. —Y regresó poco después diciendo—: Hay un lugar llamado Saint Pierre, pero se encuentra muy apartado del camino. Podríamos proseguir hasta…

—Saint Pierre nos servirá —interrumpió Leonor—. Ve a hacerles saber que nos encontramos de camino.

Petronila la observaba con detenimiento. No era fácil tratar de ocultar algo a su hermana. Pero una de las partes más emocionantes de aquella empresa era su secretismo. Leonor ordenó a su caballo que avanzara al trote por la carretera.

El monasterio de Saint Pierre era un lugar vetusto y pequeño. Su abad se alegró enormemente de poder contar con una visita real. Luego condujo a Leonor al aposento principal del claustro, que contaba con la mejor cama: un colchón relleno de paja y las sábanas bordadas. Era un lugar demasiado pequeño como para albergar a todas las damas, así que las tres asistentas tuvieron que hospedarse en otra habitación. De Rançun llevó a los hombres, así como al equipaje y a los sirvientes, a la aldea.

Los monjes agasajaron a Leonor y a su pequeña corte con los mejores alimentos que guardaban en su despensa: un queso curado y un pan decente, así como un tosco vino afrutado. El halcón de Leonor había conseguido atrapar algunas presas aquel día, así que cenaron bastante bien. Escucharon las Vísperas en la capilla del monasterio y después, mientras regresaban al claustro, Leonor dijo:

—Creo que voy a salir a dar un paseo. Los demás entrad en el monasterio y preparaos para ir a dormir. No me esperéis.

Petronila frunció el ceño. Avanzaban hombro con hombro por la arcada del claustro en dirección a sus aposentos.

—Iré contigo.

—No… quiero estar sola… necesito pensar. Voy a pasear por el claustro. ¿Acaso temes que algún libidinoso monje me espere en su cama?

Las mujeres que avanzaban a sus espaldas se echaron a reír. Petronila le lanzó una prolongada mirada de soslayo, cargada de recelo, pero lo único que dijo fue:

—En ese caso, ve, pero no tardes. Me voy directa a la cama y no quiero que me despiertes.

—No lo haré.

Las mujeres dieron media vuelta y se marcharon. Leonor caminó sola por la arcada mientras sentía cómo su corazón latía con fuerza en el pecho.

Deslizó una mano por el vientre, donde su bebé se hallaba sumido en sus sueños. Luego enderezó la espalda, metiendo el estómago. Enrique no lo advertiría. Apenas se le notaba nada. Su amado no se enteraría, ya que eso podría arruinarlo todo. Como todavía estaba casada con Luis, la ley dictaba que aquel retoño pertenecía al rey y, a los ojos de cualquier persona que tuviera un poco de cordura, aquello era una prueba más de su maliciosa y lasciva naturaleza. Para el propio Enrique sería una buena razón para suspenderlo todo.

No podía hacer caso omiso a su llamada. Se moría de deseos de verlo de nuevo. Él no lo advertiría. Se despojó de su cofia y sacudió su cabello para que quedara suelto. En aquel momento no le importaba quién estuviera mirando, aunque estaba envuelta en la oscuridad.

La parcela de césped que se extendía en mitad del claustro aparecía pálida bajo la luz de la luna y la arcada estaba sumida en las sombras. Leonor caminó hacia la esquina, donde se levantaban dos murallas elevadas que no se llegaban a encontrar. Las puertas de ambas estaban conectadas por un pequeño pasadizo serpenteante que conducía al exterior. Más allá del muro del claustro había una hilera de jardines limitados por un seto cubierto de espinas, encontrando detrás de los repollos una pequeña puerta por la que se deslizó.

Se quedó en la parte superior de una larga pendiente cubierta de hierba que llegaba hasta un río que se dividía en tres brazos. La luz de la luna teñía de plata la elevada hierba. El viento soplaba desde el oeste, húmedo y dulce, como un frío beso que hacía ondear la hierba. Durante unos instantes, Leonor se quedó atrapada en el remolino que formaba para dejar que el viento enredara sus largos dedos entre sus cabellos. El camino descendía por la ladera y se dirigía a la aldea. Miró detenidamente a su alrededor, tratando de encontrar algún centinela, pero no divisó ninguno. La hierba susurraba canciones en la ventosa oscuridad. A continuación, a través del murmullo del viento, escuchó un silbido largo y prolongado: se trataba de un halconero llamando a su pieza.

Sintió que todo su cabello se ponía de punta y se dirigió hacia él como un halcón surcando el aire, corriendo bajo la luz de la luna hasta llegar casi a los pies de la pendiente. De repente, Enrique salió de la hierba y ella corrió a cobijarse en sus brazos.

—Tenía que verte —dijo él—. Tenía que verte.

Leonor se aferró a él, pasando los brazos alrededor de su cuello mientras pronunciaba su nombre, y se besaron.

—Vamos.

Enrique la condujo hacia un cobijo que se encontraba entre los árboles. Ocultos en la oscuridad, ella apenas podía distinguir el rostro de él, cuyas manos se apresuraron a recorrer el cuerpo de la reina con la boca llena de deseo. Leonor le ayudó a recoger las faldas, se apoyó contra un viejo árbol y unieron sus cuerpos mientras Enrique la sujetaba por las caderas y apretaba sus labios contra el cuello de su amada. Ella envolvió sus brazos alrededor del cuerpo del joven y volvió a susurrar su nombre.

—Ven conmigo —dijo él—. Olvídate de Luis. Ven conmigo ahora.

Leonor se echó a reír. Tenía la sensación de que nunca podría dejarle, como si estuvieran permanentemente conectados.

—Este asunto debe llevarse de la manera adecuada, ya te lo he dicho. Tienes que ser paciente.

Leonor le besó. Él se apoyó sobre su cuerpo un momento más, jadeando, y luego se separaron. La fría brisa helaba los muslos de la reina.

Enrique retrocedió, recogiendo su ropa.

—Maldeciré cada día que pase hasta que vuelva a verte —dijo, deslizando de nuevo sus brazos alrededor de ella. Leonor se estaba colocando el broche sobre su hombro. La mano de Enrique recorrió el cuerpo de la reina y dijo, cambiando el tono de voz—: ¿Estás embarazada?

Leonor se quedó helada. Pero ya había pensado en la posibilidad de que sucediera aquello. Estaba preparada para responder a esa pregunta. Se echó a reír.

—No, no es más que el orondo capón que tomé hoy para cenar. Pero lo estaré pronto, mi amado. Tendremos un ejército de príncipes.

Él la besó con los labios separados y creyó sus palabras.

—Muy pronto.

—Tengo que volver —dijo, consciente de que debía separarse de él antes de que le asaltaran de nuevo las sospechas. Le acarició en la mejilla y pasó su brazo por la cintura del duque—. Estaremos juntos antes del verano. Lo juro.

Luego dio media vuelta y ascendió a toda velocidad por la pendiente en dirección al monasterio.

Enrique regresó a través de los árboles hasta alcanzar la orilla del río, donde había dejado su caballo. Su cuerpo todavía temblaba por la excitación, deseoso de recibir el tacto de la reina. Estaba acalorado a pesar del ligero frío que impregnaba la noche. Condujo su caballo a pie durante unos metros a lo largo de la corriente del río y luego se subió a su silla de montar. Había un largo camino de vuelta hasta su campamento. Sin embargo, le bastaba con pensar en ella para que se sintiera de nuevo encumbrado, como una hoja a merced de la tormenta, agitándose por la excitación.

En la parte superior del cerro alguien dejó escapar un grito. Enrique se volvió para mirar por encima de su hombro. Un jinete se encontraba cabalgando ante su campo de visión y pasó por el extremo oeste de la muralla del monasterio. Tal vez se tratara de un centinela. El jinete volvió a gritar pidiéndole que se detuviera. Enrique clavó las espuelas en su caballo y galopó por la pendiente del río. Había pasado el siguiente cerro, llegando casi al viejo camino, cuando le vino a la cabeza el pensamiento de que, después de todo, en realidad no había llegado a ver el rostro de Leonor.

Por la mañana, Alys le llevó una nueva túnica, que era de un sencillo color bermejo con un bordado de oro.

—¿Qué ha pasado con mi viejo vestido verde? Es muy cómodo para cabalgar —dijo Leonor.

Alys se inclinó ligeramente hacia ella, depositando la nueva túnica para que se la pusiera, y murmuró:

—Mi señora, he abierto un poco esta túnica por los costados. En mi opinión, será más adecuada. Más tarde me ocuparé de la verde.

Luego dejó entrever una sonrisa, tocó a Leonor en el hombro y esta comprendió que aquella era su manera de decirle que lo sabía todo y que la protegería.

Pero eso hizo que su excitación se enfriara un tanto. Se dio cuenta de que su secreto, al igual que el bebé, estaba creciendo, que cada vez había más gente que conocía su existencia; de que este camino no podría conducirla a su hogar, sino al fracaso de todas sus esperanzas, al oscuro convento, a la penitencia, o incluso a algo peor.

Luego decidió borrar esos pensamientos de su cabeza. Espoleada por una repentina e intensa determinación, se propuso que los días venideros le depararan lo que tanto deseaba, y rápidamente se santiguó y recitó una oración rogando a Dios que le concediera su ayuda. Pero aquella fastidiosa duda no se le iba de la cabeza, pensando que tal vez el inescrutable y severo Dios tenía otras intenciones para ella y que lo que le esperaba en el futuro era una terrible experiencia en la que podría salir perdiendo.

Viajaron lentamente a lo largo del río. Leonor contuvo a la caravana para que se mantuviera detrás de la del rey, de tal manera que nunca se llegaran a encontrar, incluso cuando algún retraso los acercaba lo suficiente como para tener que pasar la noche en la misma zona.

Los inmensos campos de trigo de Beauce dieron paso a una serie de colinas salpicadas de árboles, cortadas por pequeñas corrientes fluviales que iban a desembocar, a medida que avanzaba el viaje real, hasta el Loira. Durante el día se detenían a comer allá donde los sorprendía el sol del mediodía; algunas veces en un campo abierto, donde los sirvientes extendían paños de lino sobre el suelo y tomaban el alimento de las cestas de pan y queso, y otras veces en una posada, donde se hacían con el control del establecimiento y dejaban las despensas del local completamente vacías.

Avanzaron en dirección oeste siguiendo la senda del río, que fluía liso y pardo entre bosques cubiertos de hojas que habían sido despojadas de los árboles por el invierno. Sobre las menudas laderas, los gruesos troncos de las pequeñas vides se extendían en filas, ascendiendo hacia el cielo como si se trataran de ancianos retorciendo su cuerpo con los brazos extendidos. Los montones cortados de las últimas parras del año se apilaban en los extremos de cada fila y el olor de las hojas muertas envolvía el aire. A los pies de los árboles, los racimos de muérdago se concentraban en las desnudas ramas, donde se divisaban aquí y allá algunos nidos descuidados de urracas, semejantes a cuencos hechos con brozas. Los pájaros volaban en círculo por encima de sus cabezas, dejando escapar algunos gritos con sus voces burlonas y ásperas.

Se quedaron a pasar una noche en Blois, la antigua ciudad que se extendía a las orillas del Loira. Esteban, que ahora era el rey de Inglaterra, había nacido allí; su madre había sido la hija del Conquistador, Guillermo el Bastardo. Leonor lanzó mentalmente una maldición al rey Esteban, deseando lo mejor para su amado Enrique. Se aferró a ese pensamiento, recreándose en él: su amado Enrique.

Pero ahora la ciudad y su famoso y viejo castillo, así como las ricas tierras que lo rodeaban, pertenecían al hijo pequeño del conde de Champaña, el conde Thibaut, que apenas era unos años mayor que su amante. El conde celebró un gran festín en honor a la pareja real, durante el cual la reina permaneció lo más alejada posible de su esposo. El conde Thibaut era un hombre joven y desgarbado, con la cara llena de granos y una risa áspera. Su corte era tosca; no tenía esposa ni hermanas que le dieran lustre y Leonor estaba deseando abandonar aquel lugar cuanto antes. Por la mañana cruzaron el río sobre el arqueado puente romano y siguieron la carretera vieja, el camino de la peregrinación, descendiendo hacia el sur.

Al oeste de allí estaban las tierras de Anjou, como muy bien sabía, donde se encontraba Enrique.

Durante unos días, la lluvia les dio una tregua y el agua parda avanzaba lentamente entre las orillas cubiertas de juncos secos y quebradizos, donde las estrechas barcas de los pescadores locales se amontonaban en los vados y las mujeres lavaban la ropa y la extendían para dejarla a secar sobre los arbustos. El tiempo se estaba volviendo gris y oscuro, y fueron recibidos por un viento frío que barría el valle del río procedente del distante mar. Leonor envió a Claire hacia la carreta que llevaba el equipaje para que sacara sus abrigos de piel, y ella y su hermana cabalgaron con las manos hundidas bajo el calor de las mangas.

Y así fueron pasando los días. Al final, por delante de ellos, en un giro que daba el valle, divisaron los tejados de pizarra negra de la inmensa abadía de Fontevraud, que se extendía a lo largo de la suave falda de la colina. Los acompañantes que se encontraban alrededor de Leonor lanzaron gritos de alegría al verla y hasta los caballos apresuraron su paso, sin dejar de agitar la cabeza. Leonor se volvió hacia su hermana y vio que Petronila le dedicaba una sonrisa, haciendo que el viejo amor que compartían volviera a inundar su pecho. Fuera lo que fuese lo que hubiera sucedido entre ellas, estaba, sin lugar a dudas, olvidado. Apresuró a su caballo para que se acercara, extendió la mano hacia su hermana, y así, cogidas de la mano, cabalgaron hasta la abadía.

Fontevraud era un edificio mixto, que albergaba tanto a hombres como a mujeres, y que estaba gobernado, tal y como solía suceder con ese tipo de residencias, por una abadesa. Los duques de Aquitania habían prestado su ayuda al monasterio desde su fundación, dotándolo de tierras y riqueza, y la actual superiora, que salió a recibirlos a la puerta, era una prima de Leonor. Luis ya había llegado y había sido acogido con una calurosa bienvenida, así que hubo muy poca ceremonia en su saludo.

Petronila y Leonor dejaron sus caballos y su caravana en el patio delantero y siguieron a la abadesa hacia el patio interior. Allí se encontraba el edificio que albergaba los aposentos, donde los sombríos recovecos de las galerías estaban repletos de curiosos que habían abandonado sus oraciones o sus cánticos para asomarse a observar. Petronila se sentía complacida de haber bajado de su montura y deseaba poder despojarse cuanto antes de sus polvorientos ropajes. Avanzó al lado de Leonor mientras descendían hasta las estancias que tenían reservados cuando visitaban aquel lugar.

La abadesa era una mujer anciana, de corta estatura y rostro redondo que asomaba de su toca como un bebé de sus pañales. Petronila sintió enseguida cierta frialdad y distanciamiento en sus maneras. Leonor le hablaba directamente, con familiaridad, como se habla a una prima, y la mujer sólo le dedicaba alguna tímida reverencia, sin mirarle a los ojos. Petronila pensó que tal vez había sido un error dejar que Luis llegara con tanta ventaja, ya que Thierry Galeran y sus acólitos habían tenido la oportunidad de manipular a su antojo la opinión de aquellas personas.

Las habitaciones de las esquinas que se encontraban en la planta baja del claustro siempre se reservaban a la duquesa de Aquitania. La abadesa la condujo hasta ellas. Las damas de compañía la seguían rezagadas, de forma desordenada y, tras ellas, avanzaban de manera torpe y ruidosa los porteadores del monasterio cargados con el equipaje. Algunos grupos de monjas ocupaban las esquinas y los umbrales de las puertas, observándolas al pasar, dejando escapar exclamaciones y risas ahogadas como si fueran gansos encerrados en un redil.

—¿Quién más se encuentra aquí? —preguntó Leonor. Su voz resultaba un tanto estridente. Petronila supuso que su hermana también había advertido cierta frialdad en el tratamiento de la abadesa—. Me ha parecido ver los colores del arzobispo.

—El arzobispo de Burdeos se halla hospedado aquí —dijo la abadesa—. Y también Godofredo de Anjou.

—Pero si está muerto —dijo Leonor, deteniéndose junto a la puerta.

La abadesa retrocedió un paso para que un sirviente pudiera abrir la puerta que conducía al interior de la celda.

—Es su hijo, el más joven de ellos, que ha sido despojado de su herencia y trata de recibir la ayuda del rey.

Se quedó con las manos entrelazadas sobre su rosario, dejando que Leonor pasara delante de ella, y, mientras Petronila avanzaba a su lado, sus penetrantes ojos negros se cernieron sobre ella, analizando sin disimulo el tamaño de su cintura. Petronila pasó rápidamente y penetró en la alcoba, dirigiéndose hacia la ventana.

A través de la habitación, miró a Leonor, comprendiendo al instante la situación: si el joven Anjou estaba con el rey, entonces Enrique lo había derrocado y había ganado la guerra.

La abadesa las siguió al interior de la celda, que era dos veces más grande que la mayoría de las que había en aquel monasterio y estaba perfectamente amueblada con una cama, algunos taburetes y un cofre para la ropa que era más propio de una duquesa que de una monja.

—Mi señor el arzobispo se encuentra aquí para celebrar un encuentro con el rey pero, por supuesto, se reunirá con vos muy pronto, Majestad. Y cuando lo haga… —dijo.

En el centro de la alcoba, Leonor se volvió hacia ella. Petronila contempló el contorno de sus hombros y la forma de su barbilla y se dio cuenta de que su hermana estaba enfadada. La abadesa prosiguió:

—Cuando lo haga, tengo la esperanza de que prestéis oídos a sus sabias palabras. Toda esta situación es una locura. No entendemos vuestras intenciones de separaros de nuestro bondadoso rey Luis, y todos os rogamos que os resignéis a los designios que os corresponden.

Leonor la atravesó con la mirada. Tenía la espalda tensa y los hombros rectos, como si tratara de formar una muralla con la que contener a sus enemigos, y su voz estaba cargada de la aspereza propia de la ira. No trató de fingir que no había comprendido y dijo:

—Solo Dios puede decidir cuáles son mis designios, no el arzobispo de Burdeos. Ni tampoco vos, mi señora abadesa.

En cuanto escupió las últimas palabras la abadesa retrocedió ligeramente. Levantó sus enjutas manos, cubiertas de venas azules, para atusarse su impecable cofia, dejando entrever unos nudillos del color del marfil.

—Nuestro deber como siervas de Cristo es rezar por vos —dijo—, y aconsejaros que avancéis por el camino adecuado. El rey es vuestro señor, de igual modo que el Hijo de Dios es el nuestro. Vuestro matrimonio con él debe permanecer inalterable, al igual que el nuestro. Vuestros propósitos son un pecado muy grave y no pueden llevarse a cabo.

—No —dijo Leonor—. Acepto vuestras oraciones, madre, pero no admito vuestra opinión personal al respecto. Tanto por el bien del rey, como por el mío propio.

—Es la voluntad de Dios lo que debéis cumplir —dijo la abadesa, pero ya estaba retrocediendo hacia la puerta. Tenía la boca torcida como una herida—. Dios os ha hecho mujer, Leonor de Aquitania, y debéis conduciros como una mujer de honor. —Luego su mirada se volvió hacia Petronila—. De igual modo que otras son libres de no serlo.

Petronila retrocedió un paso, comprendiendo el daño y la injusticia de la que estaba teñida esa observación.

—Salid de aquí —dijo Leonor.

Los ojos de la abadesa, desencajados por la impresión, se volvieron hacia Leonor, abriendo la boca sorprendida. Cuando casi había alcanzado el umbral, dijo con un tono más de protesta que de desafío:

—Este lugar me pertenece. Os recuerdo que soy su abadesa.

—Este es mi ducado —repuso Leonor—. Y me debéis obediencia, señora. Marchaos.

El resto de la comitiva permaneció inmóvil y en silencio como conejos asustados, clavando la mirada en Leonor. La abadesa dudó durante unos instantes, inclinó la cabeza y atravesó sumisamente la puerta. Petronila lanzó un suspiro y se relajó, complacida. A continuación, pasó una mano sobre su vientre plano. Alys se precipitó a cerrar la puerta detrás de la huidiza abadesa y, desde el centro de la estancia, Leonor dio media vuelta con los brazos extendidos.

—¡Malditos sean!

Petronila escuchó un pequeño grito ahogado a su espalda. Se trataba de Claire, que todavía no estaba acostumbrada a los arrebatos de ira de Leonor.

—Han cambiado de opinión —dijo Petronila.

Leonor dio un giro en el centro de la alcoba, haciendo volar sus faldas, como si su rabia le llevara a ponerse en movimiento.

—¡No consentiré que me trate de esta manera una vulgar mujer! ¡Ah! Ojalá sus almas se ahoguen en un profundo y ardiente infierno donde solo puedan estar los hombres… ¡En un agujero excavado con penes! ¡Ah!

Las damas de compañía comenzaron a realizar sus tareas sin demora: abriendo cofres y preparando la enorme cama, atendiendo al fuego y rellenando las jarras de agua y de vino, mientras Leonor deambulaba arriba y abajo sin parar de lanzar maldiciones. La habitación era más grande que la celda de cualquier otro monje, pero sólo contaba con una pequeña ventana para que penetrase la luz y escapase el humo que ascendía de los braseros. Petronila se quedó de pie junto a la abertura, donde el aire era más limpio. Miró a su hermana fijamente, contemplando el frío temor que alimentaba su ira. Llevaba al bebé en lo más profundo de sus entrañas, con el fin de que su túnica y su abrigo lo ocultaran, pero cuando se despojó de su abrigo y lo dejó caer al suelo, Petronila pudo ver perfectamente la abultada curva que se dibujaba por debajo de su cintura. Leonor apoyó una mano sobre la espalda, tal y como acostumbra a hacer cualquier mujer embarazada.

De repente, Leonor se volvió hacia la puerta.

—Iré a ver ahora mismo al rey.

Petronila se acercó a la salida dando amplias zancadas.

—No, Leonor. No debes hacerlo.

Pensó que Leonor no se daba cuenta del aspecto que tenía, de lo evidente que era su embarazo. Si acudía ahora a ver al rey, se descubriría el engaño, así que Petronila pegó la espalda a la puerta y extendió los brazos por delante de ella como si se tratara de una barra.

Leonor se precipitó sobre ella.

—¡Apártate de mi camino! Sé muy bien cómo manejar a Luis… Tengo que obligarle a que cumpla mi voluntad —dijo, levantando la mano—. ¡Hazte a un lado, Petronila!

Petronila nunca se había enfrentado antes a ella, pero le cerró el paso con los brazos extendidos.

—No pienso dejarte salir de esta habitación, Leonor.

Leonor le dio una bofetada en el rostro. Las damas de compañía contuvieron la respiración lanzando un grito ahogado colectivo y Petronila movió la cabeza hacia un lado, pero la enderezó y clavó la mirada en los ojos de su hermana.

—Puedes pegarme todo lo que quieras. Pero quédate y escucha lo que tengo que decirte.

En los resplandecientes ojos verdes de su hermana vio cómo centelleaba una incontenible rabia. Leonor torció la boca, pero bajó la mano.

—Te pido que me perdones. No debería haber hecho eso —dijo, aplacando su ira tan rápidamente como le sobrevino, mientras su aguda sagacidad comenzaba a dominar su ánimo. Estiró un brazo y pasó los dedos sobre la mejilla de Petronila, como si su caricia pudiera reparar lo que había herido—. Pero debemos hacer algo… y lo sabes.

—Sí —dijo Petronila. Le escocía la mejilla, pero se contuvo en mostrar cualquier sensación de triunfo—. Debemos actuar con inteligencia y de manera eficaz. Piensa en las influencias que tiene Luis. ¿Por qué tipo de personas se ha dejado siempre influir? Siempre por un clérigo: primero fue Suger, luego el Papa, aquella vez en Roma, y ahora Bernard. Siempre está tratando de encontrar la palabra de Dios en todo lo que hace. Solo Dios le conmueve.

Leonor movió la cabeza, evidenciando su impaciencia.

—Bernard y Suger no están aquí. Puedo manejar a Luis tan bien como ellos.

—Sí, pero ya conseguiste antes que aceptara tu propuesta, Leonor, y luego cambió de opinión. Thierry Galeran siempre está con él y tú no. Lo único que quiere Thierry es conservar Aquitania durante el mayor tiempo posible, y eso quiere decir que te quiere a ti, lo máximo que pueda. Tenemos que probar con algo distinto —dijo Petronila.

Leonor se dio la vuelta bruscamente, echando un vistazo por toda la habitación, y su mirada se posó en Claire, que se encontraba en mitad de la estancia rebuscando en un baúl.

—¿Has visto a Thierry? ¿Se ha vuelto a acercar a ti?

La muchacha se agitó, con las manos sobre las faldas y los ojos abiertos de par en par.

—Oh, no, mi señora. Siempre he estado con vos. No lo he vuelto a ver.

—Si nos hubiera traicionado, no cabe duda de que ya sabrían que no soy yo la que va a tener un hijo —dijo Petronila y, sin embargo, lanzó una mirada de soslayo a Claire, cuyo rostro no podía ocultar su sonrojo. Petronila se mojó los labios con la lengua. Terna que haber una manera de conseguir apartar a Thierry del rey—. ¿Qué me dices del arzobispo de Burdeos?

—¿Mi señor tío? ¿El arzobispo? —dijo Leonor, echándose a reír. Se dio la vuelta, doblando las manos presa de la inquietud, y comenzó a pasear en círculos por la habitación—. Es menos importante que Bernard y Suger y más notable que cualquier hombre con tonsura.

Petronila también se echó a reír. Al arzobispo lo conocían desde que eran niñas. Era un hombre occitano hasta la médula y se comportaba como una persona mundana, indulgente y sencilla. No obstante, no dejaba de ser un clérigo, y Luis, aparentemente, sólo prestaba atención a los célibes.

—¿Qué más opciones hay?

Leonor volvió a recorrer la habitación en círculos, golpeando las manos, y volvió a posar su mirada en Petronila.

—Sí, puede ser. Así pues, id a buscarlo. Traed aquí a mi buen tío, el arzobispo de Burdeos.

Los tensos músculos de Petronila se relajaron. Hasta ese momento no se había dado cuenta de la dureza con la que había librado aquella batalla. Ni siquiera se había percatado de que estuvieran librando una contienda. Sorprendida, se percató de que la había ganado. Luego se apartó para dejar que Alys cruzara la puerta, en busca de un paje.