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Normandía, septiembre de 1151

Tras el fallecimiento de su padre, la lectura del testamento y el entierro en Le Mans, Godofredo de Anjou se dirigió hacia el sur con la intención de ocupar su nuevo castillo en Chinon. Enrique decidió cabalgar hasta Lisieux con el fin de convocar un consejo de sus barones leales.

Durante el día de San Juan, permaneció en el pabellón, frente a la sala que se extendía ante sus ojos y que formaba un espacio amplio y vacío. Ni uno solo de los barones había respondido a su llamada.

Unos instantes después, la puerta se abrió y su caballero Robert entró en la sala, con Reynard pegado a sus talones. Robert cruzó la vacía estancia en dirección a él mientras Reynard decidió permanecer esperando junto a la puerta.

—¿Y bien? —inquirió Enrique.

Le dominaba tanto la ira que no fue capaz de pronunciar una sola palabra más.

—Mi señor —dijo Robert—. Contamos con cuarenta caballeros y treinta sargentos de armas.

—Con eso debe bastar —dijo Enrique, apretando los dientes con furia. Cogió su sombrero y acudió a encontrarse con Robert, partiendo al instante en dirección a Anjou.

Su padre había dejado a su hermano tres castillos: Chinon, Loudon y Merebau, que se extendían a lo largo de la marca meridional de Anjou. Decidió dirigirse en primer lugar a Chinon.

La posición del castillo era magnífica, ya que se levantaba sobre una inmensa roca nivelada y elevada sobre un río que se retorcía hasta su desembocadura en el Loira. Los verdes campos que se extendían a su alrededor comenzaban a entregar sus cosechas y estaban atestados de carretas, caballos con sus arreos corriendo por los páramos y campesinos portando guadañas que avanzaban a través del elevado trigo. Y, en medio de todo aquello, se levantaba Chinon.

Enrique se enamoró de aquella roca en cuanto la vio. Su imponente altura dominaba todo el valle del río, y, sabiendo de su importancia, ya en la antigüedad los romanos habían levantado una muralla a su alrededor. Aquellas murallas habían sido derrumbadas desde hacía tiempo, y tanto esas fortificaciones como las más antiguas habían desaparecido; pero el padre de Enrique había levantado una torre de madera en su cima que dominaba todo el valle.

Chinon era un lugar muy hermoso, y su emplazamiento era demasiado estratégico como para dejarlo en manos de Godofredo. Enrique estudió aquella torre durante unos instantes. Si conseguía incendiarla, Godofredo no tendría donde esconderse. Luego se volvió hacia Robert.

—Que traigan antorchas —dijo—. Atacaremos en cuanto se ponga el sol.

Así pues, redujo la torre de su hermano a cenizas y lo persiguió hacia el sur del río. Como Godofredo había decidido escapar, muchos de sus hombres se rindieron, tal como era costumbre, y pasaron a formar parte del ejército de Enrique, que los alimentó y, lo que era más importante para ellos, los acogió en el bando de los ganadores. Por la mañana, Enrique ascendió hasta la cima de la imponente roca que dominaba el río y los hombres se postraron ante él y le juraron fidelidad.

El viento soplaba con fuerza sobre las aguas, haciendo que el espeso humo se levantara formando remolinos. Enrique miró alrededor de la cima y vio la tierra plana que se extendía ante sus ojos, como una amplia falda adornada con hileras de árboles, racimos de edificios y hombres ordinarios que se afanaban en recoger y amontonar sus cosechas.

Aunque el día todavía estaba consumiendo sus primeras horas, el sol ya calentaba. El río golpeaba con fuerza sobre la cara sur de la roca, casi bajo su cima. Una isla de madera protegía aquella orilla. Voy a construir una pared de contención a lo largo de toda esta cara de la roca para protegerla, pensó. Mentalmente vislumbró aquel lugar como el corazón de su nuevo reino, que se extendía desde las montañas del sur de Aquitania hasta las colinas de Escocia.

Otro de los prisioneros se postró ante él y, sin la menor intención de desviar la cabeza de su ensoñación, Enrique le acarició impacientemente el hombro antes de que el caballero hubiera acabado de pronunciar su voto. Enrique se incorporó, mirando hacia el sur y luego hacia el este, donde la rica tierra abundante en árboles se mezclaba con la bruma que se levantaba en la distancia. Allí, en alguna parte, se encontraba Aquitania. Ese lugar lo dominaría todo. Cuando toda aquella tierra pasara a sus manos, pensaba levantar en aquel lugar un castillo, erigiendo murallas de protección y rematándolas con enormes puertas. En cuanto tuviera Aquitania en su poder.

Pensó en yacer sobre Leonor, como si la pudiera penetrar con una espada, y todo su cuerpo se sintió dominado por la pasión.

En ese momento llegó Robert, con las manos ocultas a su espalda.

—¿Vamos a pasar aquí la noche, mi señor? Puedo dar la orden de levantar un campamento.

Enrique dejó escapar una carcajada.

—Apenas es mediodía —dijo, calculando que quedarían dos o tres horas de luz natural—. No puedo dejar que mi hermano nos saque tanta ventaja. Ha huido hacia Loudon. Estaremos cabalgando de nuevo en una hora.

—Sí, mi señor. —La voz de Robert vaciló un instante y Enrique dedujo que aquello no le gustaba.

—Asegúrate de que todo el mundo haya comido. Necesitamos aquí una guarnición permanente —dijo Enrique mientras miraba a su primo de soslayo—. Coge a diez o quince hombres para formarla.

—No queda ningún castillo —repuso Robert.

—Pero pueden construir uno. Quédate aquí y encárgate de ello.

Al escuchar esas palabras, los ojos de Robert se abrieron de par en par. Aquello tampoco lo había previsto. Escalar por las rocas era peor que montar a caballo y dijo con la voz cortada:

—Mi señor, hemos cabalgado juntos un largo trecho; yo…

—Bueno, bien pensado, prefiero tenerte a mi lado —dijo Enrique, dándole una palmada en el hombro—. Elige a alguien que lo haga.

Robert dijo enérgicamente:

—Sí, mi señor. —Más contento ahora, se marchó al instante. Su voz se elevó secamente. Enrique se volvió hacia la hilera que formaban los prisioneros y asintió con la cabeza. Al instante, el siguiente preso se acercó y se postró de rodillas ante él, declarando humildemente su intención de someterse.

Al amanecer, mientras Godofredo todavía le sacaba un buen trecho de ventaja, Enrique cabalgó hasta llegar a una aldea y encontró una posada abierta.

—Aquí. Nos detendremos en este lugar y dejaremos que los caballos descansen.

A continuación, desmontó. Su vanguardia se desperdigó a través de la puerta de la posada y llenó la estrecha calle que se extendía más allá de la misma. La aldea no era más que un puñado de cabañas diseminadas a lo largo de la carretera, y la posada era el edificio más grande que había en ella, aunque simplemente se tratara de una chabola para caminantes. Un delicioso olor a comida salía de la parte trasera del edificio. Robert se acercó con el rostro demacrado. No soportaba bien los largos viajes sin poder dormir.

—Sí, mi señor.

Enrique repuso:

—No podemos acomodar a todos los hombres en esta aldea —dijo, sabiendo que algunos hombres más de Godofredo se habían unido a su ejército por el camino. En aquel momento, más de un centenar de hombres defendían su estandarte, aunque había dejado atrás algunas guarniciones en los lugares más importantes para defender las conquistas que habían realizado. Con tantos hombres, Enrique no podía avanzar con la rapidez que hubiera deseado; todos ellos necesitaban recibir órdenes, lo cual hacía que las cosas se complicaran todavía más—. Haremos que acampen fuera de la ciudad. Reynard…

El otro caballero se acercó a su altura. El propio posadero salió apresuradamente: un hombre rechoncho, ataviado con un mugriento delantal, cargado de copas y una jarra. A sus espaldas iba una muchacha cuyo cabello era del color del trigo, más joven que Enrique, acunando entre sus brazos una cesta de pan.

—Tenemos que asegurarnos de que todo el mundo recibe su alimento. Lleva a los caballos a pastar —dijo Enrique, extendiendo el brazo para alcanzar una rebanada de pan.

La muchacha bajó la mirada, pero, al instante, se le quedó mirando fijamente, bajando la vista de nuevo.

El interés de Enrique por la joven aumentó repentinamente. Conocía muy bien aquella mirada, lo que las doncellas querían decir con ella. Luego pensó en Leonor, que se encontraba muy lejos de allí. La silueta de la muchacha formaba una curva sobre unos pechos muy pequeños. Era una ayudante de cocina, joven y limpia. Pero prefirió dejar aquel asunto para más tarde.

Luego se volvió a Reynard.

—Acércate, que tenemos cosas que hacer. Robert, echa un vistazo por aquí. Encuéntrame un lugar donde dormir. Y caballos frescos.

Sin volver a mirar a la muchacha, montó en su caballo y cabalgó fuera de la ciudad para detener al resto de su ejército antes de que llegara a la aldea. Les pidió que pasaran la noche a lo largo del camino, que vigilaran los caballos y apostaran algunos centinelas. Reynard lo seguía como un perrito.

Cuando hubo acabado, los pequeños campamentos de su ejército se extendían a ambos lados del camino más de un kilómetro. Sus hogueras centelleaban en la oscuridad. Además del pan y el vino que Robert les había entregado, habían cometido algunos saqueos durante el camino, y el olor a carne cocinada impregnaba el ambiente, mezclado con el sonido de las carcajadas y las conversaciones de los hombres. Cuando Enrique regreso a la posada seguido por sus escuderos, su caballo se tambaleaba por la fatiga, mientras la luna ascendía por el cielo.

El patio se encontraba casi vacío. Sus escuderos se habían marchado con los caballos. La posada estaba cerrada, en silencio; finalmente podría dormir allí. Pero primero se dirigió hacia la cocina. Justo cuando llegó a la puerta, esta se abrió. El tenue brillo de un haz de luz se extendió por el umbral y se proyectó sobre Enrique. Tras él, sujetando una lámpara en alto, se encontraba la muchacha de pelo como el trigo. Sus ojos centelleaban. El recuerdo de Leonor volvió a asaltar su pensamiento y decidió aparcarlo por unos instantes. A fin de cuentas, Aquitania se encontraba al otro lado de los montes y aquella muchacha estaba delante de él. Extendió los brazos y la atrajo hacia su cuerpo.

Por la mañana retomó su persecución de Godofredo en dirección sur, a través de las colinas. Después de haber perdido Chinon, lo más probable era que su hermano se dirigiera a Loudon, el segundo de sus castillos. Su debilitado ejército dejaba un rastro que cualquier idiota podría seguir, a través de árboles, praderas y campos. Los desmoralizados campesinos observaban, en mitad de sus pisoteadas cosechas, a Enrique mientras avanzaba junto a sus hombres.

Cuando casi llegaban a la cima de un terreno elevado, en el pliegue que se había formado entre dos colinas rodantes, Godofredo tendió una emboscada a la vanguardia de Enrique. Este envió a Robert y a algunos cuantos hombres más para que repelieran el ataque y mantuvieran ocupado a su hermano y, con el resto de su ejército, galopó rodeando la parte trasera de la colina hasta llegar al propio Loudon. Una vez allí, derribó la puerta e invadió la pequeña ciudad. Al enterarse de ello, privado de su base, Godofredo salió huyendo y más hombres suyos se sometieron a las órdenes de Enrique, en tal cantidad que tuvo que recibir todos sus juramentos a la vez.

Enrique llevó a cabo esa ceremonia en la calle que se extendía dentro de la muralla, justo antes de que se pusiera el sol. A continuación, un aldeano que iba tocado con un enorme sombrero se acercó a él, le hizo una reverencia y le suplicó que asegurara Loudon, con el fin de proporcionar protección a las casas y a las granjas. El aldeano era un hombre de avanzada edad cuyo rostro estaba teñido del color de la tierra. Se despojó del sombrero e hizo rodar el borde del mismo nerviosamente sobre sus manos.

—Mi señor, dadnos la paz. Tenemos que recoger la cosecha. Le rezo a Dios, mi señor: el señor Godofredo se lo llevó todo, pero ahora tenemos una cosecha que recoger… os ruego que…

—Recoged vuestras cosechas —dijo Enrique—. Ahora soy el señor de esta tierra y restableceré la paz. Dejad que cualquier hombre que desee hacer una petición venga a mí.

La sesgada luz característica de la última hora de la tarde tiñó la calle con sus dedos rosados. Los guardias que se encontraban apostados en la puerta anunciaron la llegada de soldados y Robert apareció a lomos de su caballo con media docena de hombres de la vanguardia, acompañados de un extraño.

Aquel hombre portaba los colores de la Emperatriz. Enrique se dio cuenta de que se trataba de un mensajero enviado por su madre desde Ruán, la principal ciudad de Normandía. Enrique se lo llevó aparte, mientras Robert descendía de su caballo.

—He perdido a algunos hombres y tengo muchos heridos —dijo Robert.

—Llévalos adentro y póstralos en la iglesia —dijo Enrique—. Dile a Reynard que te ayude. Acampa al resto de hombres fuera de la muralla. No quiero que cometan violaciones ni saqueos.

Tendría que hacer todos los preparativos para enterrar a los muertos. Robert se fue a toda prisa. El aldeano que portaba el enorme sombrero intentó hablarle, pero Enrique le pidió que se callara con una mirada y se volvió al mensajero.

—Mi señor. —El mensajero estaba muy sucio—. Su Majestad Imperial os saluda por la Gracia de Dios.

Enrique le arrebató la nota que portaba en su mano y se dio la vuelta para leerla con detenimiento.

El aldeano le siguió.

—Mi señor, damos gracias a Dios por teneros a vos, os lo juro, somos personas leales y haremos…

Enrique miró por encima de su hombro.

—¿Hay algún cirujano aquí? ¿Una comadrona? Tengo varios hombres heridos.

—Tenemos a una curandera, mi señor. Y, por supuesto, también contamos con un sacerdote.

—Naturalmente. Id a buscarlos.

Leyó rápidamente la nota escrita en el pulcro latín de su madre. No le decía nada nuevo, solo que la anciana se estaba poniendo nerviosa, tal como hacía siempre, adornando su misiva con una retahila de consejos y peticiones. La mitad de los barones normandos se habían rebelado y se habían proclamado hombres libres, y la Emperatriz tenía la esperanza de que su hijo regresara a Ruán de inmediato.

Pero Enrique primero tenía que hacerse con el control de los territorios del sur. Una vez que Anjou fuera una posesión estable, se ocuparía de los caballeros normandos. Sabía que todos se odiaban entre sí más de lo que lo odiaban a él y pensó que podría ocuparse de cada uno de ellos por separado. Caminó sin rumbo fijo durante unos instantes, dándole vueltas a aquella situación y tratando de analizarla en su conjunto.

En ese momento reapareció Robert, seguido por el aldeano y acompañado de un sacerdote. Enrique envió a Robert y al sacerdote a que se ocuparan de los heridos, pero retuvo al aldeano cogiéndolo del brazo.

—¿Me dijiste que Godofredo había estado por aquí?

—Sí, mi señor —respondió el lugareño, apretando el sombrero—. Se lo llevó todo. Nos sacó por la fuerza de nuestras propias casas. Ninguna mujer podía ir a ninguna parte —prosiguió, inspirando profundamente—. Había bretones entre ellos.

—Ah —fue la respuesta de Enrique.

Era interesante saberlo. La salvaje Bretaña, en el oeste, era su enemiga. El marido de la duquesa reinante era un títere en manos del rey de Inglaterra, a quien el nuevo duque de Anjou trataba de destronar, y, por tanto, tenía interés por acabar con Enrique.

—¿Cuántos eran? ¿Había soldados, mercaderes?

—Uno muy distinguido, mi señor, con caballeros y un estandarte.

Enrique lanzó un gruñido de desaprobación. Aquella era una razón más, pensó, para derrotar a Godofredo. Había hecho bien en ir allí antes que nada. Si hubiera dejado que aquel lugar se ulcerara, nunca podría conseguir Inglaterra.

—¿Había alguien más? —preguntó.

El aldeano parpadeó.

—¿Francés, por ejemplo? —continuó.

Sintió una punzada en las palmas de las manos. Si su hermano se aliaba con franceses, ingleses y bretones, entonces estaba prácticamente rodeado.

El anciano se humedeció los labios y dijo:

—El rey francés y la reina se encuentran de viaje, justo al lado del río. Es muy probable que, desde aquí, hubiera enviado emisarios al rey.

—Un viaje. ¿Los dos juntos? —preguntó Enrique.

—Sí, mi señor.

Durante unos instantes hizo un esfuerzo por recordar con exactitud el aspecto que tenía Leonor. Aquella dama poseía unos ojos magníficos. Y un cabello del color del cobre. Sin embargo, no fue capaz de visualizar su rostro. Lo más probable es que también se haya olvidado de mí, pensó, y sintió una punzada en el estómago.

El aldeano dijo entre susurros, como si por hablar en un tono más bajo sus palabras adquirieran valor:

—Se dice que están enfadados. El rey y la reina, que es una persona de fuerte carácter. Dicen que a veces viajan separados a varios días de distancia. El rey va a llegar mañana a Saint Jean para convocar a la corte, pero ella se encuentra muy rezagada, ya que todavía está remontando el río.

Enrique escuchó un sonido en el interior de su pecho. De repente, sintió unos profundos deseos de verla, por encima de cualquier otra cosa, de abrazarla, de hacer que aquella mujer lo recordara.

Luego trató por todos los medios de luchar contra ese impulso. Pensó en el caballero bretón, en la cercanía del rey de Francia: tenía que seguir acechando a su hermano. Si ahora flaqueaba, aunque sólo fuera por unos instantes, le estaría dando un respiro a Godofredo, un punto de apoyo. Podría recaudar dinero para contraatacar y desafiarlo.

Ella se encontraba tan próxima, tan próxima…

Avanzó hacia la iglesia, en cuyo interior yacían los heridos sobre el suelo, y se acercó a ellos sin dejar un instante de pensar en Leonor. Es posible que estuviera a solo un día de distancia, incluso menos. Comenzó a pensar en cómo llegar hasta ella. De repente, pensó en la nota que le había enviado su madre y la sacó de su bolsillo. Ahora sólo necesitaba encontrar algo con lo que poder escribir, así que salió en busca de tinta.